viernes, 24 de abril de 2015

La reforma litúrgica: notas de lectura (II)

Ofrecemos ahora el primer texto de los dos prometidos en la entrada anterior. Se trata del apartado dedicado a la reforma litúrgica y contenido en Orlandis Rovira, J., La Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, Madrid, Palabra, 1998, pp. 72-74:  

Don José Orlandis Rovira
(Foto: El País)

Una innovación de particular resonancia, por las repercusiones que estaba destinada a tener en la vida religiosa del pueblo cristiano, fue la reforma litúrgica. Su finalidad era la puesta en práctica de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium. Uno de los objetivos fundamentales de la reforma era impulsar la participación de los fieles en la celebración eucarística. Signo bien visible de este propósito fue la instalación del altar cara al pueblo, un cambio no realizado siempre con la deseable prudencia y en ocasiones a costa del deterioro o supresión de valioso retablos, sagrarios y obras de arte. La finalidad catequética aparece en la introducción en la Misa de la lectura continuada de la Sagrada Escritura y la homilía. La reforma litúrgica tuvo claramente aspectos positivos, como ha sido, en primer lugar, la mayor participación de los laicos en la Misa.

El uso del latín o de la lengua vulgar en la Misa fue tal vez el aspecto más debatido de la reforma litúrgica. La constitución Sacrosanctum Concilium se había expresado sobre esta cuestión en términos muy prudentes [véase el núm. 36]. El principio general establecido era éste: «Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular». Pero a la vez se abrió la puerta al uso de las lenguas vulgares: «Sin embargo —proseguía el texto— el uso de la lengua materna puede ser muy útil para el pueblo. Por eso, tanto en la Misa como en la administración de los sacramentos y en otras partes de la liturgia, podrá dársele mayor cabida, sobre todo en las lecturas y moniciones, en algunas oraciones y cantos». La constitución concluía dejando en manos de la autoridad eclesiástico territorial correspondiente «determinar si ha de usarse la lengua materna y en qué medida». 


La aplicación de la Sacrosanctum Concilium fue mucho más lejos de lo previsto en la letra del texto y puede decirse que provocó la práctica desaparición del uso del latín en la liturgia. Del avance realizado en ese sentido puede dar una idea el contraste entre los términos en que se expresaba la constitución conciliar y las palabras que seis años más tarde en una alocución de 26 de noviembre de 1969, pronunciaba Pablo VI, en abierto favor del uso de las lenguas vulgares [el texto original e íntegro en italiano puede consultarse aquí]: «El lenguaje de la Misa —decía— ya no será el latín sino la lengua vernácula. Para quien conozca la belleza, la fuerza, la sacralidad expresiva del latín representa ciertamente un sacrificio su sustitución por la lengua vulgar: ¡perdemos el habla de los pasados siglos cristianos y con ello perderemos gran parte de esa maravillosa e inefable realidad artística que es el canto gregoriano! Pero ¿no hay acaso algo que está por encima de estos altísimos valores de la Iglesia? ¿No vale más la comprensión de la oración que los ropajes sedosos y vetustos con que está regiamente vestida? ¿No tiene un valor superior la participación del pueblo, de este pueblo moderno acostumbrado a las palabras claras e inteligibles, que puede formar parte de su conversación corriente? Si la expresión latina mantuviese apartada de nosotros a la infancia, a la juventud, al mundo del trabajo y de los negocios; si fuera un diafragma opaco en lugar de ser un cristal transparente, nosotros, pescadores de almas, ¿obraríamos cuerdamente si conservásemos un exclusivo dominio de la plegaria religiosa?».

Esta larga cita de Pablo VI —que recoge uno de sus biógrafos— permite apreciar las razones de orden pastoral que le llevaron a promover el uso de la lengua vulgar en la liturgia. Y el hecho es que la reforma —cuyo principal y audaz ejecutor fue Mons. Amadeo [sic] Bugnini— sería ampliamente aceptada y las resistencias y críticas se circunscribieron a círculos ilustrados de intelectuales y humanistas, como los integrados en la asociación Una Voce. En el momento presente, con la perspectiva que ya permite tener el paso de los años, el juicio histórico ha de ser necesariamente matizado. El uso de la lengua vulgar es, sin duda, un hecho irreversible, como lo fue la sustitución del griego por el latín en las iglesias occidentales de los siglos II y III. La reforma —como ha quedado dicho— ha conseguido igualmente una mayor participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía. Pero, dicho esto, hay que llamar también la atención sobre la confusión que produce a menudo la multiplicación de las variedades lingüísticas. En efecto, no solamente los grandes idiomas universales, sino también otros de limitado ámbito regional, y hasta dialectos se emplean a veces incluso de modo, sino exclusivo, mayoritario. Y esto ocurre a la hora en que el mundo ha venido a ser la «aldea global», y el turismo, la actividad profesional o las migraciones hacen que millones de personas se desplacen constantemente de unos a otros espacios lingüísticos. El uso del latín en las partes centrales de la Misa —como viene haciéndose ya en algunos lugares [y como fue recomendado en el núm. 62 de la exhortación postsinodal Sacramentum Caritatis de 2007]— facilita a todos su mejor seguimiento y subraya la catolicidad [que es a la vez unidad y universalidad] de la Iglesia. Por lo que hace a la música sagrada, el éxito que registra hoy el canto gregoriano lleva a pensar que ese género sigue diciendo mucho al espíritu del hombre contemporáneo. Y, aunque se comprendan las razones pastorales, no puede dejar de lamentarse que obras que son el fruto del genio de músicos cristianos del pasado —como, por ejemplo, la secuencia del Dies irae, fiel expresión de la sensibilidad religiosa de los católicos de la Baja Edad Media— haya desaparecido del rito de las exequias, para sobrevivir —secularizada— en los programas de conciertos de los grandes coros y orquestas.

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