martes, 3 de enero de 2017

Acerca de los cantorales y la disminución de la asistencia a Misa

Ofrecemos a nuestros lectores una traducción hecha por la Redacción del artículo de David Clayton aparecido hace algunas semanas en The New Liturgical Movement (véase aquí el original en inglés), sitio del cual es colaborador habitual. El autor ocupa actualmente el cargo de preboste de la Pontifex University. El asunto del que trata el artículo es de mucho interés, pues se refiere a la relación que existe entre la música que se canta habitualmente en las iglesias y el decenso de la asistencia de fieles. 

 David Clayton

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De mal en peor [*]: los cantos de los “misalitos” son causa importante
de la caída en la asistencia a Misa

David Clayton

¿Por qué la asistencia a Misa ha disminuido tan dramáticamente en los últimos 50 años?

Hay todo un elenco de explicaciones, por cierto, y prácticamente todos los artículos en este blog [Nota de la Redacción: se refiere el autor al sitio The New Liturgical Movement] abordan este problema de un modo u otro; pero, en mi opinión, uno de los factores que más ha contribuido a ello es la música que se oye normalmente en la Misa. Pienso que es el estilo de la música que se sugiere en los “misalitos” [Nota de la Redacción: "missalette" en el original, que en inglés designa a los misalitos parroquiales desechables, impresos periódicamente para el uso de los fieles, normalmente para un año determinado, con las lecturas de la Misa, algunas devociones y los himnos cantados con más frecuencia] más comunes lo que más poderosamente influye en esa disminución.


Me refiero aquí a cierto estilo musical que parece haber comenzado a desarrollarse hacia el final de la década de 1960, y que me suena a una especie de fusión de folk estadounidense (cosecha 1967), con clásicos pop del siglo XIX, musicales de Broadway y un toque de himnos religiosos “victorianos” para darle cierto toque. Como quiera que se denomine a este género musical, tengo la convicción de que es responsable de que mucha gente no vaya más a la iglesia.


Antes de que nadie me diga cuánto le gusta la música que se oye cada domingo, o cuán grande es la calidad del pianista o del conjunto que toca y con cuánto entusiasmo los fieles presentes participan en ella, quisiera decir lo siguiente: mi posición no se basa en la creencia de que se trata de mala música. Tengo una opinión formada en ese aspecto, pero mis preferencias personales no influyen aquí en la conclusión a la que llego; más bien, mi argumentación es que la filosofía misma que ha conducido a la composición de semejante música está básicamente errada y es causa del daño producido.

Así pues, para presentar aquí mi argumentación supongamos que la música que oímos en Misa es la de más alta calidad en su género. Aun así, yo afirmaría que habría de producir el mismo efecto, es decir, alejar de la Misa a la gente. Y sostendría lo mismo incluso si la habilidad musical de los intérpretes fuera de primera calidad y el coro estuviera compuesto por los cantantes profesionales más connotados.

A mi juicio, el problema reside en el mismo ethos que subyace a la composición de la música que acompaña a los “misalitos”. Pareciera que su finalidad es conectarse con la gente mediante el expediente de darle una música derivada de formas ya populares. El problema de esta estrategia es que ella conecta sólo con la gente que, de hecho, ya oye por placer esa música fuera de la iglesia. Pero la sociedad occidental está hoy tan fracturada que los gustos varían enormemente y no existe estilo alguno de música profana que sea del agrado de todos. El resultado de esto es que, cualquiera sea el estilo que se elija, y cualquiera sea la excelencia de su ejecución, sólo se puede esperar que atraiga a una pequeña parte de la población. El resto se sentirá excluido porque no le agrada. Por tanto, si componemos música que atrae a quienes eran jóvenes a fines de los años 1960, la detestarán quienes fueron jóvenes a finales de los 1970 (como yo) y todos los que son todavía más jóvenes. 

Si apostamos por algo que sea realmente un éxito hoy por coincidir con la cultura joven actual, aunque conecte con los adolescentes de 17 años que oyen esa música, va a alejar a las otras generaciones e incluso a otros jóvenes, puesto que la cultura juvenil está también internamente fracturada y no existe un único estilo que plazca a todos los que tienen 17 años. Al respecto, recuerdo lo que ocurría cuando yo mismo tenía 17 años.  Hacia 1970 el sexto grado de la Birkenhead School, en el norte de Inglaterra (para que se entienda por los estadounidenses, el sexto grado comprende los dos últimos años de la educación media) se dividía entre punks, fanáticos del heavy metal y aficionados al rock progresivo, más unos pocos que disfrutaban con la música disco, el funk y el soul. (Por si interesara la información, a mí me gustaba el oscuro rock progresivo y el jazz fusión, tal como en Return to Forever, Frank Zappa y Be-Bop Deluxe. Me encantaba que me vieran llevar, bajo el brazo, discos LP que anunciaran al mundo que yo poseía un muy bien desarrollado gusto musical).   

Existía por entonces un pequeño grupo de cristianos que querían ser cool y tenían su propia música rock cristiana. El conjunto que a todos ellos les gustaba era After the Fire. A mí me parecía un triste lote que no tenía ni la más mínima sospecha de lo que era buena música. Eran el hazmerreír de todos.

Fue mucho años después que comencé a tomar la Fe en serio, es decir, cuando cumplí los 26 años y conocí a un cristiano a quien le desagradaba ese cristianismo cool tanto como a mí, y quien no tenía la menor intención de ser cool y a la moda. Simplemente eso no le interesaba en absoluto.


Lo que a mí me atrajo fue la fe y la cultura que le estaba asociada y que conocí en el Oratorio de Brompton, que hablaba de un mundo más amplio que el de las preocupaciones mezquinas y mundanas que me habían absorbido hasta entonces. Y no creo ser el único en esto (para confirmar esto, véase los recientes artículos de Gregory DiPippo en este blog intitulados “La tradición es para los jóvenes”) [Nota de la Redacción: la serie de artículos a la cual se refiere el autor fue íntegramente traducida al castellano y publicada en este sitio].

Pero para que no nos sintamos tan confortables, los tradicionalistas no son totalmente inmunes a la mala música. Hay mucha música eclesiástica “tradicional” –especialmente himnos- que comete los mismos errores. Holy God We Praise Thee e Immaculate Mary son simplemente los On Eagles's Wings [Nota de la Redacción: se refiere a un himno religioso compuesto por Michael Joncas (1951), sacerdote católico autor de música devocional para la liturgia posconciliar reformada] de la época de las bisabuelas. Muchos de estos cantos, incluso la mayor parte de los himnos no gregorianos en los cantorales considerados tradicionales, tal como la colección Adoremus o el himnario St. Michael, suenan desalentadoramente “beatos” [Nota de la Redacción: "churchy" en el original] para la mayoría de la gente que no va a la iglesia, y tal como ocurre con aquella de los “misalitos”, es música que aleja más gente que la que atrae. Se trata de un género musical que no es universal y, por tanto, interesa sólo a una pequeña parte de la población.

Yo, al menos, no resisto ninguno de esos himnos. Suenan tal como los himnos con que crecí, cuando asistía a una iglesia metodista, los cuales no me gustaron a mis ocho años y siguen sin gustarme hoy: constituyen una de las principales razones por las que dejé de ir a la iglesia apenas me dejaron en libertad de acción a los trece años. Pero aún si este no hubiera sido el caso y hubiera llegado a gustar de los himnos metodistas tradicionales y, por ende, me gustaran hoy los himnos católicos decimonónicos, tal cosa no constituiría un argumento a favor de incluirlos en la liturgia: a la mayor parte del resto de la gente no le gustarían, y además no son intrínsecamente litúrgicos.

Creo que pasa lo mismo con la música decimonónica inspirada en el estilo operático, tan fuertemente criticada por San Pío X. Podrá parecernos una forma de música más elevada que la que canta en la liturgia un grupo de rock cristiano, pero también atraerá a un muy reducido grupo de personas y ahuyentará a las demás. Lo cual es verdad aun si esa música fuera escrita para la Misa en latín.

Si se critica la música en la Misa, a menudo se responde que tenemos que obrar “pastoralmente”. Y se dirá que a la mayoría de los que van a Misa les gusta la música que se les da. Se argumenta que habría una revuelta si se les cambiara algo que les resulta tan familiar, por lo que no podemos correr el riesgo de cambiar la música aunque lo quisiéramos.


San Pío X

A esto respondo que posiblemente sea cierto que a quienes asisten a Misa les gusta la música que oyen: van a Misa porque esa música les gusta o, al menos, les resulta tolerable. Los que no resisten la música que se oye en la Misa, simplemente no asisten: encuentran tan terrible esa experiencia, tan banal, que prefieren irse a trotar o se ponen a leer los diarios del domingo mientras se toman un café. He aquí la razón, me parece, por la que los adolescentes dejan de ir a Misa apenas se les da la libertad para decidir si ir o no a la iglesia. Y por las razones que ya he explicado, esto ocurriría incluso si quisiéramos encontrar un tipo de música que les gustara a algunos adolescentes: no existe una música profana que le guste a la mayoría de ellos. Simplemente no existe.

Podemos avanzar en esta postura y sugerir otra razón más por la que la música corriente del “misalito”, que imita a la música popular, ha de causar inevitablemente una disminución de la asistencia a Misa. Supongamos una sociedad en que la cultura en general fuera más homogénea y hubiera una mayor continuidad de gustos entre las generaciones: pensar así seguiría constituyendo una estrategia errada.

Por ejemplo, entiendo que muchas culturas africanas son más homogéneas, menos fracturadas, que la cultura occidental. En este caso, incluso si la música en la Misa reprodujera a la perfección el estilo popular africano, ello no sería la estrategia apropiada. Quizá podría apelar a una porción mayor de la población y podría darse una mayor asistencia a Misa, pero no facilitaría una participación más profunda y activa en la liturgia.

Y la razón de ello es que  la liturgia es la fuente de su propia cultura, y una auténtica cultura litúrgica ha de estar en el corazón mismo de cualquier cultura de la fe: ella es un mundo aparte que interpela lo que es universalmente humano en nosotros y nos atrae a Dios de un modo que resulta imposible para la cultura profana. La música que nos atrae más hacia Él y nos encamina más poderosamente hacia la Eucaristía es la que proviene de una cultura litúrgica; música que, según enseña la Iglesia, es el canto gregoriano.

Podría ser que alguna forma profana de música nos acercara a Dios, pero si está muy alejada de la auténtica cultura litúrgica, entonces, aun en el contexto de la liturgia, tendería a conducirnos de nuevo hacia valores profanos, no hacia la Eucaristía. Una música de este tipo tiene menos posibilidades de llevarnos a una participación más genuina y activa en el culto divino. A largo plazo, por lo tanto, toda música profana, aunque atraiga a alguna gente a la Misa, inevitablemente alejará de ella a más gente debido que a que la distrae de lo que está en el corazón de la Misa. El resultado es que ya no hay una fuerza suficiente que nos atraiga a la transformación sobrenatural en Cristo. Habrá menos cristianos capaces de transmitir una alegría auténticamente cristiana a aquellos con quienes interactúan a diario, fuera de la Misa y la liturgia. Con esta disminución de nuestro poder de evangelizar, habremos perdido lo más vital en nosotros.

Es en estos términos, pues, que haremos que la gente vuelva a asistir a Misa. La primera prioridad es lograr un encuentro con la más alta posibilidad de transformación de los presentes, por pocos que puedan ser todavía. Estos atraerán a su vez a otros a la fe por las razones adecuadas, y aquellos a quienes atraigan encontrarán, cuando asistan a la Misa, la fuente de lo que andan buscando.


Todo esto explica que el Cardenal Sarah, en su discurso dado en el Congreso Sacra Liturgia celebrado en Londres, haya dicho que incluso la liturgia en África no es el lugar para incorporar la cultura africana. Por el contrario, debido a que la liturgia tiene su propia cultura, que es única y universalmente cristiana, debiera insertarse en las culturas profanas en general y transformarlas en algo más grande, algo que, de algún modo, deriva de la liturgia y apunta a ella, conservando sin embargo sus rasgos claramente africanos.  

La única esperanza de que la Misa sea una atracción a largo plazo, capaz de conmover el corazón de los que no tienen interés en asistir a ella, es concentrarse en hacer del canto llano la forma musical predominante. Debemos incluso estar dispuestos a perder algunos cuantos de los que usan en la Misa el “misalito”, y que asisten por motivos equivocados, y debemos prepararnos incluso para proceder a pesar de las protestas que puedan realizar.

Ahora bien, aunque cantar gregoriano en Misa sería una ayuda, no creo que ello vaya a ser suficiente.

Lo que hay que hacer es cantar de tal modo que enganche al individuo corriente, y esto implica probablemente cantar a una altura que a los hombres les resulte natural. Se me ha dicho, por ejemplo, que es menos probable que los hombres canten si quienes guían el canto son mujeres. No se trata aquí de sexismo, sino que la voz femenina es un sonido puro, y a los hombres les resulta difícil seguir el canto cuando tienen que hacerlo una octava más bajo que el guía, porque ello los separa totalmente de lo que oyen. Por el contrario, si quien guía el canto que debe entonar la gente es un hombre o un coro masculino, los hombres presentes pueden ponerse a tono con lo que oyen, y a las mujeres les resulta fácil unirse al canto porque la voz masculina posee una mayor cantidad de armónicos que permiten a las mujeres conectarse. Por eso, una forma de abordar esto es disponer de una voz masculina (o de voces mixtas) en aquellas partes en que lo que se quiere es que toda la concurrencia cante también, y disponer de voces femeninas solamente en aquellas partes en que se desea que la concurrencia sólo escuche, o en que deben cantar sólo las mujeres de entre ella. Incluso cuanto los hombres entonan el canto llano, suele favorecerse un estilo de voces delgadas, forzadas y altas. Esto me parece un poco afeminado, y creo que a la concurrencia le presenta un problema análogo: no sólo es difícil a los hombres cantar asemejándose a la voz femenina, sino que resulta también difícil de oír, ya que el oyente trata de conectarse con una voz que registra como muy diferente de la propia.

Si nuestra estrategia musical es correcta (¿se atrevería uno a pedir más?), y si se celebra la liturgia del modo que la Iglesia quiere, ¿atraerá esto a grandes números a volver al templo? Yo diría que, a largo plazo, sí. Pero, a corto plazo, casi con toda seguridad, no. Pero atraería inmediatamente a la iglesia a quienes están auténticamente buscando aquello que el canto llano les pone al alcance: Dios. A largo plazo, esto habrá de tener un efecto dominó. Habría en  Misa más personas que participan de un modo más profundo, y se transformarían en emisarios de la Nueva Evangelización, haciendo brillar la luz de Cristo en sus actividades cotidianas. Y esto atraería a otros hacia Cristo. Debido a que somos libres, nunca esto va a ser así con toda la población; pero habrá mucha más gente en la iglesia que lo que vemos hoy.

¿Habrá llegado a su fin la época del “misalito” desechable? Probablemente no, a juzgar por el apoyo que tantos obispos, sacerdotes y directores de coro dan a este estilo, impulsados por un falso pastoralismo que, en realidad, aliena a mucha gente. Pero, debido a esta alienación, contiene la semilla de su propia destrucción. Si no es reemplazado por algo diferente debido a la influencia de pastores y directores de coro valientes, preparados para adoptar una estrategia verdaderamente pastoral que tome en cuenta a esa mayoría que no va a la iglesia, creo que estamos condenados a un creciente declinar de la asistencia, al menos hasta que la generación actual que gusta de este estilo musical envejezca y termine por desaparecer.

La Fe nos dice que el parásito morirá antes de matar a su huésped. La Iglesia parmanecerá; de este modo es necesario concluir que en algún punto la música cambiará antes de causar el colapso  del edificio completo. Rezo para esto ocurra pronto.



[*] En el original se dice "breaking bad", expresión que, en el habla coloquial estadounidense designa algo que se ha deteriorado o resulta mal, así como la conducta de alguien que da un giro de su conducta hacia la inmoralidad o el delito. La expresión aquí alude también a la conocida serie televisiva de ese nombre, representada en la segunda imagen que acompaña este artículo [Nota de la Redacción].

Crédito de las fotografías: Las imágenes son las que acompañan el artículo original en New Liturgical Movement, salvo la primera, que está tomada de otro artículo del mismo sitio, y aquella de San Pío X. 

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Actualización [6 de marzo de 2017]: El papa Francisco ha dirigido el discurso de cierre a los participantes del Congreso Internacional de Música Sacra, organizado por el Pontificio Consejo de la Cultura, que versó sobre el tema “Música e Iglesia: culto y cultura a 50 años de la Musicam sacram”. El congreso se celebró en Roma entre el 2 y el 4 de marzo pasados. En dicho discurso, el Papa ha denunciado la mediocridad, superficialidad y banalidad que se observa habitualmente en la música litúrgica y ha pedido una mejor formación y una renovación en la calidad musical que ayude a los fieles a acercarse mejor a Dios. El texto original del discurso, leído en italiano, puede verse aquí

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