viernes, 26 de mayo de 2017

El capítulo 14 de Resurgent in the Midst of Crisis (II)

En 2014, el Prof. Peter Kwasniewski, frecuente invitado de esta bitácora, publicó el libro Resurgent in the Midst of Crisis. Sacred Liturgy, the Traditional Latin Mass, and Renewall in the Church. Dicha obra ha sido traducida al español y se encuentra pronta a ser publicada gracias al patrocinio de nuestra Asociación. Como anticipo, y con la autorización de su autor, les ofrecemos la segunda parte del capítulo 14 de esa obra, cuya primera entrega publicamos hace unas semanas.


 Peter Kwasniewski

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La procesión de Corpus Christi

La conexión es todavía más profunda, si examinamos el punto central de cada uno de estos tres aspectos. Comencemos con el más evidente. Como lo ha repetidamente enfatizado el Magisterio, la Sagrada Eucaristía es la “fuente y culminación” de la vida misma de la Iglesia[12]. Es la razón de ser de su sagrada liturgia, del misterio supremo que ha de celebrarse, conmemorarse, adorarse y recibirse. Puesto que el sacrificio del Señor en la cruz es el Alfa y el Omega de la economía cristiana, el Sacrificio Eucarístico es el punto central de la realidad cósmica, en relación con el cual se posiciona toda criatura intelectual. Todo ángel, todo hombre se relaciona de alguna forma, sea de salvación o de condenación, con el “pan de los ángeles”, Jesucristo en su Cuerpo y su Sangre. Por esta razón, la señal y medida de la salud de la liturgia no es otra que el vigor e intensidad de la devoción del pueblo por el misterio de Jesucristo real, verdadera y sustancialmente presente en el Sacramento del Altar, una devoción que se hará evidente en el anhelo de comulgar, en el gusto por la adoración, la presteza para confesarse para poder recibir dignamente la Comunión, y en la plétora de vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa, que son los modos de vida más explícitamente “eucarísticos”.
                             
Pero vuelve aquí al primer plano el segundo de nuestros temas: Santo Tomás de Aquino, el Doctor de la Eucaristía por excelencia. ¿Ha existido jamás algún gran teólogo de cuya vida y obra pudiera decirse que no fue fuente y culminación este Sacramento, que contiene a la Persona misma de Jesucristo? Y, entre todos los grandes teólogos (cuyo número no es precisamente inmenso), ¿no ha sido el Doctor Angélico quien ha evidenciado esta verdad del modo más admirable? En palabras de Juan Pablo II, Santo Tomás es y sigue siendo “el supremo teólogo y apasionado poeta del Cristo Eucarístico”[13]. El misterio del cual este maestro dominico de teología hizo un análisis dogmático que supera en sutileza a la metafísica de Aristóteles es, precisamente, aquél ante el cual, cotidianamente, se humillaba en ferviente adoración, y al cual dedicó místicos versos cuya serena belleza ha alimentado el corazón de los fieles durante siglos. Muy apropiadamente, el relicario dorado que contiene sus restos mortales bajo un altar en Toulouse, muestra al santo de pie, alerta y enérgico, mientras sostiene en una mano la flamígera espada de la Palabra de Dios y, en la otra, una custodia brillante que proclama la Presencia Real: la primera conduce a la segunda, y ambas, a la vida eterna. Sin el Pan de la Palabra y el Pan de la Vida, no hay vida ni Verdad, ni ascensión hacia Dios, en contraste con la espiral descendiente de la naturaleza caída.

Todos los bienes en que confiamos durante nuestra peregrinación terrenal (la paz, la buena voluntad, el gozo, las virtudes sociales y las gracias que mantienen unidas a las comunidades), se debilitan y desaparecen cuando se cercena su principio sobrenatural, la caridad.  ¿Y dónde encontramos, del modo más íntimo, la caridad de Dios? ¿Dónde nos alegramos de este don divino? En el sacramentum caritatis, como lo llama Santo Tomás: el sacramento que muestra, encarna, comunica y confirma el amor de los hombres a Dios y entre sí. Sin la Eucaristía, por lo tanto, estamos absolutamente perdidos; perdidos como individuos, como familias, como sociedades y como naciones[14]. Del mismo modo, si los hombres desean ser libres y no esclavos, si las familias han de florecer y si han de surgir sociedades saludables, ello sólo podrá tener lugar cuando se hayan reunido alrededor del altar, de rodillas delante del Rey de Reyes. Aun en nuestra oscura época hay comunidades así, compuestas de fieles laicos y clero, a menudo oscuras y pobres, que demuestran, sin embargo, de modo silencioso, la irrefrenable vitalidad del Evangelio. Es aquí donde está el futuro de la Iglesia.

Consideremos más de cerca la salvación y curación de la sociedad. A la pregunta sobre cuáles son los principios fundamentales de la enseñanza social católica se han dado muchas convincentes respuestas, porque es un área doctrinal muy rica. Sin embargo, creo que dos de los grandes principios de este cuerpo doctrinal, tal como se ha desarrollado en los últimos 150 años, son, ciertamente, el bien común y la dignidad de la persona humana. En el siglo XX se ha tendido a ver estos dos conceptos como dos opuestos unidos en una irreconciliable tensión: la persona, en cuanto tal, posee una especie de valor ilimitado, que hace que no esté subordinada a nadie; sin embargo, la comunidad como tal merece que la persona la sirva devotamente, e incluso puede pedirle el sacrificio de su propia vida. Pero plantear las cosas de este modo deja entrever una concepción superficial de ambos principios. En realidad, la persona deriva su gran dignidad de su capacidad de ordenarse a Dios (más, todavía: de su efectivo ordenamiento a Él), el bien infinito; y Dios, precisamente en cuanto este bien inextinguible, es el bien común extrínseco de todo el universo, justamente amado cuando es amado en cuanto infinitamente comunicable[15]. En otras palabras, lo que hay de más personal y valioso en la persona es lo que le es más profundo, es decir, la bondad que recibe como don, y que la impele a comunicarse con su Donante; y el bien que es máximamente común y digno de nuestra absoluta abnegación, no es un bien terrenal  y creado, sino Dios solo, que nos creó junto con todas las cosas.

 Procesión de Corpus en Berlín (1928)
(Foto: Bundesarchiv, Wikimedia Commons)

Ahora bien, ¿cuál es la conexión entre estos dos principios aparentemente abstractos y el “pan de cada día” de la Eucaristía? Hay aquí una compenetración perfecta. Como enseña Santo Tomás, el bien común de todo el universo está en Cristo[16], y todo Cristo está en la Eucaristía. La Eucaristía es, por lo tanto, el bien común de toda la humanidad, de todas las razas y sociedades y naciones. Un pueblo o nación que no se ordena activamente a la adoración de la Eucaristía, con todo lo que ello conlleva, tanto remota como inmediatamente –preservación de la ortodoxia de la fe y de una elevada moral, preocupación por un culto reverente, sostenimiento de una sana educación, creación de arte y arquitectura de calidad, etcétera- es una nación con un bien común deficiente y moribundo, una nación que se desmenuza en facciones y, luego, en egos envidiosos y libidinosos[17]. Hay una cura para este desastre, la cual ha tenido éxito en muchas ocasiones en el pasado, y seguirá teniéndolo en el futuro cada vez que se la aplique. Tal cura es la medicina de la inmortalidad: la Sagrada Eucaristía. Y, una vez más, ¿es acaso coincidencia que el teólogo que nos ofrece el más pleno y sólido tratamiento del bien común –divino, cósmico, político- sea Santo Tomás de Aquino, “supremo teólogo y apasionado poeta del Cristo Eucarístico”?

El símbolo más intenso que haya experimentado, en toda mi vida, del fluir conjunto de los tres tesoros de que estamos hablando, está constituido por las procesiones públicas del día del Corpus Christi en que participé muchas veces, durante los años que viví en el campo en Austria, donde, por la gracia de Dios, sobreviven todavía estas prácticas tradicionales.

En ese día, el más espléndido de todos, el párroco, revestido con ornamentos dorados y bajo un palio bordado, encabeza la procesión en la calle principal, al alcance de la vista y oídos de todo el poblado, acompañado por la banda marcial, por los acólitos con campanillas e incienso, por las niñitas que arrojan pétalos de flores, y por los aldeanos vestidos con sus trajes tradicionales. Los líderes cívicos desfilan en segundo lugar (el lugar que les corresponde), seguidos por el resto de los niños, los favoritos del Señor, por sus familias y por todos los que se sienten llamados a participar. Nadie es excluido, todos son bienvenidos, porque es una ocasión de gozo y de fiesta. El sacerdote da cuatro veces la bendición con el Santísimo, en cuatro estaciones adornadas con ramas frescas recién cortadas en los bosques cercanos, bendiciendo al pueblo y la aldea hacia los cuatro puntos cardinales. Esto es un acto político, no una devoción privada: simboliza una ciudad ordenada a –y alimentada por- la “Palabra-hecha-Carne”, el Cuerpo y la Sangre del Salvador, que se entrega por amor a nosotros, para hacernos uno con Él y uno entre nosotros. Pero es también un acto litúrgico, que brota de la Misa, en la que se ha consagrado la hostia, y retorna a la Misa, en el tabernáculo del altar mayor, donde es colocada finalmente la custodia, después de horas de veneración. Incluso en un país que sucumbe a los atractivos de la secularización, todavía se da al Cuerpo de Cristo este tratamiento: cierran todos los comercios y oficinas, el poblado entero desfila por las calles, el tránsito entre ciudades se ve obligado a detenerse mientras se eleva a lo alto la custodia dorada entre nubes de incienso.

Óigase con atención… óigase los bellos himnos de la Misa y del Oficio del día y las oraciones.  ¿Quién los ha escrito? Nada menos que Santo Tomás de Aquino. La polis, la piedad litúrgica y el príncipe de los teólogos coinciden en este sereno instante.

 Procesión de Corpus en Roma, litografía (circa 1830)

Un ecosistema cristiano

Desde el ángulo que se las mire, las conexiones están ahí, y son profundas. Un individuo inquisitivo, tarde o temprano, comienza a preguntarse por qué esto tiene que ser así. Conduzcan o no  mis reflexiones a una respuesta adecuada, el primer paso es percatarse de que corresponde que esas realidades vayan juntas, como por necesidad, formando, si se me permite la analogía, un ecosistema cristiano. Cada una de ellas prospera en presencia de las demás, cada una sufre con la ausencia de las demás. Existe un peligro real de extinción masiva si no tenemos el cuidado de preservar los componentes fundamentales del medioambiente sobrenatural. Para decirlo metafóricamente: en esta época decisiva de la Iglesia, cuando sus enemigos son más numerosos y sus estratagemas más sutiles que nunca, no carecemos de armas para la batalla, ni medios de inteligencia superiores. Y, por último, misteriosamente, la victoria ya se ha logrado, porque Cristo murió y resucitó.  De algo estamos seguros: el Señor no nos fallará (cf. 2 Tm 2, 11-13). La pregunta es, pues, si le fallaremos nosotros a Él (Lc 18, 8). Esa es la pregunta que todos tenemos que formularnos, mientras hacemos lo que está de nuestra parte para que se renueve la vida católica en nuestra época.

¿Qué es, pues, lo que debe hacerse? ¿Hay alguna esperanza? ¿Existe algún “plan” para producir un auténtico renacimiento religioso, una auténtica primavera? Sólo hay un camino seguro: respetar y amar la Tradición siempre viva de la Iglesia, y dejar de imaginar que podemos inventar una nueva Tradición a fin de reemplazar la Tradición perenne, santa y hermosa, que es el regalo del Señor a su Esposa en la tierra. El papa Juan Pablo II pidió perdón por los crímenes de todos los pecadores que han deshonrado a la Iglesia con sus pecados, y llegó incluso a pedir perdón por los crímenes cometidos por los Cruzados y por los católicos en la época de la Inquisición. ¿No será ya el momento de pedir perdón a Dios, con profunda humildad, por todos los crímenes que los Papas, cardenales, obispos, sacerdotes y laicos han cometido contra la sagrada Tradición de la Iglesia?

A la pregunta sobre qué es lo que debe hacerse, quien ama la Tradición católica tiene una respuesta que es clara y confiable, con la ventaja adicional de que nuestros pastores pueden comenzar a ponerla por obra de inmediato, supuesto que tengan el coraje necesario, es decir, el necesario para sanar las heridas exactamente allí donde se ha recibido el golpe. La resurrección de la Iglesia debe consistir en –o al menos incluir-  lo siguiente:

1. Restauración de la liturgia tradicional.

2. Proclamación de la enseñanza social de la Iglesia en toda su plenitud.

3. Restablecimiento de Santo Tomás de Aquino como Doctor Común.

Si alguien sintiera la tentación de decir “del dicho al hecho, hay gran trecho, ahora que hemos experimentado ya casi cincuenta años de corrupción”, la respuesta correcta sería: “hemos hecho el voto, en el Bautismo, de ser fieles a Cristo en cualquier caso, por lo que debemos cargar nuestra cruz y pelear la buena batalla hasta el fin”. Santa Teresa de Lisieux dijo una vez que el desaliento también es soberbia. Lo que quiso decir con esto es que el desaliento indica falta de fe, falta de confiado abandono en las manos de la Providencia. Lo que decimos realmente en el desaliento es “yo sé muy bien lo que debiera ocurrir y no está ocurriendo. Y siento ira”. El punto crucial es la confianza en Dios, la entrega a su Voluntad. Dios sabe “quién es Él mismo”, como dijo alguna vez el Cardenal Newman[18]. Dios tiene un propósito cuando permite la corrupción o el caos. Sólo Él puede hacer que el mal produzca un bien. Nosotros no conocemos sus propósitos, pero sí sabemos que Él es sabio, misericordioso y justo. “Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio” (Rm 8, 28).  

 Carlo Crivelli, Altar de San Domenico in Ascoli (políptico, detalle, 1476, National Gallery de Londres)

Por lo demás, no es tan claro que estas tres metas sean inalcanzables. Cualquier obispo con visión y perseverancia puede reintroducir el estudio de Santo Tomás entre sus seminaristas, educar a sus sacerdotes y a su pueblo en la doctrina social católica, y restaurar la sacralidad de la liturgia de muchas maneras, tanto negativas (por ejemplo, aboliendo las mujeres acólitos, restringiendo los ministros extraordinarios de la comunión), como positivas (ordenando entonar los Propios de la Misa en latín o castellano, o alentando el uso del incienso, de nobles ornamentos, del órgano, y del culto ad orientem). De hecho, en el pontificado de Benedicto XVI vimos a muchos obispos poner por obra algunas de estas medidas, a menudo con gran vigor y con fervor catequético, siempre con frutos  tangibles de auténtica renovación.

Y desde la perspectiva final –aquélla que debemos tener, si queremos permanecer cuerdos en este valle de lágrimas-, Dios nos promete, después del abrumador peregrinaje de esta vida, después de que hayamos vagado por largo tiempo en este valle de sombras de muerte, una parte de su gozo: “Si hijos, entonces herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, siempre que padezcamos con Él para ser también glorificados con Él. Considero que los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con la gloria que se nos revelará” (Rm 8, 17-18). “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). “Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21).

Afortunadamente, la liturgia de los cielos no cambia jamás. No hay que temer en ella la promulgación de otra editio typica más, con nuevas lecturas y oraciones. La Ciudad Celestial es eternamente gobernada por Cristo Rey, el Eterno y Sumo Sacerdote. La sabiduría que Santo Tomás nos enseñó, tal como él alcanzó a divisarla al final de su vida, es “paja” en comparación con la visión beatífica de la gloria de Dios. Si parece que la Iglesia en la tierra yerra por algún tiempo, si incluso sus dirigentes caen, ¿podría esto sorprendernos, especialmente cuando nos acercamos al final de los tiempos? “Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc. 18, 8). “Se enfriará la caridad de muchos” (Mt. 24, 12). Que no se nos diga, cuando estemos ante el trono de Cristo, que nuestra caridad se enfrió porque preferimos la oscuridad del pesimismo al fuego ardiente de su Corazón.

Disponemos de pocos años para conocer, amar y servir a Dios. Luchemos para conocerlo mejor con la ayuda de Santo Tomás y de todos los grandes santos. Luchemos para amarlo más, entrando más profundamente en la sagrada liturgia y recibiendo más devotamente el don inefable del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Luchemos para servirlo mejor a medida que caminamos en este mundo, guiados por la enseñanza social integral de la Iglesia. Lo que importa no es cuántos progresos hagamos sino cuán grande es nuestra perseverancia en el camino de la verdad. Como dijo Santa Teresa de Calcuta: “Dios no me pide que tenga éxito, sino que sea fiel”[19]. Si obramos así, no cabe duda alguna de que oiremos aquellas palabras, tan esperadas: “Entra en el gozo de tu Señor”.


Andrea di Bonaiuto, El triunfo de Santo Tomás de Aquino (fresco, Basílica de Santa María Novella, 1366-1367)
(Imagen: Wikimedia Commons)



[12] Esta famosa frase procede de Lumen Gentium 11, pero se hace eco de temas tan antiguos como los contenidos en los escritos de la edad apostólica.

[13]summus theologus simulque Christi eucharistici fervidus cantor” (Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 62). Adviértase que esta frase fue traducida en forma incorrecta en la versión oficial inglesa.

[14] Este fue, de modo cada vez más claro, el mensaje de León XIII hacia el final de su pontificado. Ello es claro en su encíclica de 1902 sobre la Eucaristía, Mirae Caritatis, pero también en Tametsi Futura (1900), Annum Sacrum (1899) y en la Carta Apostólica, retrospectiva, Annum Ingressi Sumus (1902).

[15] Véase la clásica obra de Koninck, C., The Primacy of the Common Good, en The Writings of Charles de Koninck: Volume II, trad. Ralph McInerny (Notre Dame, IN: University of Notre Dame Press, 2009), pp. 65-164; Santo Tomás, De caritate, artículo 2.

[16] Véase Super I ad Cor.,  cap. 12, lec. 3.

[17] Tengo presente aquí la noción de San Agustín de libido dominandi, el poder de controlar y manipular, que está en la raíz de los pecados sociales.

[18] Meditations and Devotions, “Meditations on Christian Doctrine”, 8 de marzo de 1848. El trozo completo, titulado “Hope in God”, es lectura excelente, y está disponible aquí.

[19] Esto ha sido citado de diversas formas, pero la idea es la misma: los criterios de éxito del mundo son, como era de esperarse, mundanos; Dios juzga con otras medidas, las del corazón.


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Actualización [5 de junio de 2017]: El capítulo 1 del libro del Prof. Peter Kwasniewski, dedicado a la solemnidad como problema central del resurgimiento católico en medio de la crisis, ha sido también traducido al español por Jack Tollers y se encuentra disponible aquí para su descarga. 

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