miércoles, 3 de enero de 2018

Dos monjes conversan acerca del Papado

Reproducimos a continuación para nuestros lectores un diálogo imaginario, aunque muy agudo y esclarecedor, entre dos monjes sobre la recta comprensión del Papado y sus atributos y potestades. Su autor es el Profesor Peter Kwasniewski, un antiguo y muy apreciado conocido de esta bitácora. 

En este diálogo, el Prof. Kwasniewski advierte especialmente sobre una comprensión incorrecta de la declaración dogmática del Concilio Vaticano I, interpretación que, de modo contrario a los restringidos términos del señalado dogma, deviene en un maximalismo papal, el que distorsiona la verdadera naturaleza del Papado y hace del Romano Pontífice una suerte de monarca omnímodo, que podría disponer a su antojo del depósito de la Fe. Contra esta desviación nos advirtió reiteradamente hace ya tiempo el recordado P. Leonardo Castellani (aquí, por ejemplo, lo que a este respecto dice en Cristo, ¿vuelve o no vuelve?). El diálogo es una buena excusa, además, para leer o releer la Carta al Duque de Norfolk, escrita por el beato John Henry Newman para rebatir las críticas ofensivas del político Gladstone hacia los católicos (el original en inglés puede leerse aquí; en castellano existe una traducción de RIALP). 

El artículo original fue publicado en el sitio One Peter Five y puede leerse (en inglés) aquí.


Max Barascudts (1869-1927), Im Scriptorium

***

Diálogo entre dos monjes sobre el papado

Peter Kwasniewski

Hermano Barsanufio: Buenos días, hermano. Para sorpresa mía, la casa de huéspedes está ya totalmente preparada para la llegada de los huéspedes hoy, y tenemos todavía algún tiempo antes del próximo oficio. ¿Tiene tiempo para conversar? Podríamos continuar lo que estuvimos hablando.

Hermano Romualdo: Me parece estupendo. Sentémonos aquí, en el jardín de hierbas.

H. B.: Lo que me preocupa es la relación entre el instinto “conservador” de someterse al Papa, y el instinto “tradicionalista” de tomar la Tradición como una guía segura y como un parámetro. Por una parte, veo que el instinto de venerar al Papa y seguir sus enseñanzas es saludable, pero, por otra, conozco suficientemente la historia de la Iglesia como para saber que tal actitud no es a prueba de tontos. Además, saber qué es “enseñanza del Papa” está muy lejos de ser sencillo, puesto que esa enseñanza no es un cuerpo homogéneo sino que se presenta en varias formas y con diversos grados de autoridad.

H.R: ¡Tan típico de usted apuntar inmediatamente al centro del problema!

H.B.: Para algunos, la idea de tomar la Tradición como guía la erige en un constructo intelectual que no puede ser jamás certero, y alientan con ello, casi al estilo protestante, un espíritu de “juicio privado”.

H.R.: Pero, a juicio de otros, la actitud de someterse al Papa puede errar si, con un espíritu ultramontano, concede demasiado peso a los dicta et facta, o sea, a las palabras y las acciones, del pontífice reinante.

H.B.: Ese es el contraste, expuesto sintéticamente.

H.R.: Sin embargo, creo que ambas posturas se van a los extremos. Existe una genuina via media que sostiene tanto la auténtica primacía del Papa, como el carácter normativo de la Tradición a cuyo servicio él está llamado, y que puede traicionar de alguna u otra forma. 

H.B.: ¡Exactamente! Yo solía creer que un Papa no podía jamás ni decir ni hacer nada equivocado, como si su papel fuera ser una suerte de oráculo de Delfos que responde siempre con una respuesta inspirada, una especie de rey-Dios venerado por todos, una especie de “Gran Líder” casi al estilo comunista o fascista. 

H.R.: Sufría usted de una ilusión común a muchos católicos. La mayor parte de ellos no captan bien el significado y el papel del Papado.

H.B.: Exacto. Para mí fue un momento crucial el descubrir que nada menos que Joseph Ratzinger dice en El espíritu de la liturgia –espere un momento, tengo por aquí el libro…-. Ah, sí, aquí está:

“Después del Concilio Vaticano II surgió la impresión de que el Papa podía hacer auténticamente cualquier cosa en cuestiones litúrgicas, especialmente si lo hacía cumpliendo el mandato de un concilio ecuménico. Finalmente, la idea de la liturgia como algo que es una donación, el hecho de que no se puede hacer con ella lo que uno quiera, desapareció de la conciencia pública en Occidente. De hecho, el Concilio Vaticano I no definió en absoluto al Papa como un monarca absoluto, sino que, por el contrario, lo presentó como el garante de la obediencia a la Palabra revelada. La autoridad del Papa está limitada por la Tradición de la fe, y eso se aplica también a la liturgia, que no es algo “manufacturado” por las autoridades. Aun el Papa no puede ser más que un humilde servidor de su legítimo desarrollo y del respeto a su integridad e identidad […] La autoridad del Papa no es ilimitada, sino que está al servicio de la Sagrada Tradición”. 

 S.S. Benedicto XVI durante la vigilia pascual de 2011
(Foto: Filippo Monteforte/AFP/Getty Images /The Atlantic)

H.R.: Hermoso pasaje, en verdad, que revela una corriente profunda de su pensamiento. Porque, si no me equivoco, reiteró la misma posición como Papa en 2005.

H.B.: En eso tiene usted razón. Lo tengo impreso en un papel e insertada en este libro, porque me pareció tan importante:

“El poder que Cristo confirió a Pedro y a sus sucesores es, en términos absolutos, el mandato de servir. El poder de enseñar en la Iglesia implica una dedicación al servicio de la obediencia de la fe. El Papa no es un monarca absoluto cuyos pensamientos y deseos son ley. Por el contrario, el ministerio del Papa es una garantía de obediencia a Cristo y su Palabra. El Papa no debe proclamar sus propias ideas, sino constantemente obligarse y obligar a la Iglesia a obedecer la Palabra de Dios frente a cualquier intento de adaptarla o de aguarla, ante cualquier oportunismo […] El Papa sabe que en sus decisiones importantes está atado por la gran comunidad de la fe de todos los tiempos, por las interpretaciones vinculantes que se han ido desarrollando a lo largo del peregrinar de la Iglesia. Así, su poder no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio. Lo que le corresponde es asegurarse de que esta Palabra siga estando presente en toda su grandeza y resonando con toda su pureza, de modo que el continuo cambio del uso no la haga pedazos.

H.R.: Bien, parece entonces que estamos de acuerdo sobre el auténtico papel del Papa y las limitaciones de su oficio. Pero recuerdo que ayer se debatía usted con el problema de la conversión de John Henry Newman y la forma en que, de algún modo, cambió su adhesión a un constructo abstracto llamado “Tradición” por su adhesión a una realidad concreta llamada “Papado”.  

H.B.: Así es. En 1840 Newman creía que “Tradición=Catolicismo”, en tanto que en 1845 comenzó a creer que “Papa=Catolicismo”. “Ubi Petrus, ibi ecclesia”, y todo el resto.

H.R.: Sin embargo, a la luz de las recientes citas de Ratzinger, ¿no habría que sostener que la diferencia entre el Newman anglicano y el Newman católico no está en esto, sino en que, hacia 1845, llegó a ver que el Papa es una parte integral y central del cuadro, que es aquél que puede decidir y definir –como históricamente lo ha hecho- qué está y qué no está de acuerdo con la Tradición, o qué enseña la Escritura y qué no?  

H.B: Por cierto. Es la falta de este poder magisterial en el protestantismo lo que explica que existan en él más de 30.000 denominaciones. Alguien debe poder decir, cuando llega el momento álgido, qué es lo que la Escritura y la Tradición enseñan y qué no.

 El Cardenal Newman (al centro) en Roma (mayo de 1879)

H.R.: Sin duda que el paso siguiente es declarar que el Papa no puede, de ningún modo, añadir o quitar nada a la doble fuente de la Revelación, es decir, Escritura y Tradición. El magisterio interpreta la Revelación, no le da origen ni la modifica. El Magisterio es, ante ella, claramente secundario. Esto es catolicismo puro, sin una gota de anglicanismo de 1840. Se puede y se debe ver a la cabeza de la Iglesia en esta tierra como un signo visible y fuente de comunión al interior de la Iglesia, sin ver su autoridad como absoluta en lo relativo a la doctrina y a la disciplina.

H.B.: No podría estar más de acuerdo. Me parece cosa de sentido común. Pero, ¿cómo se puede saber cuándo un Papa actúa de acuerdo con su oficio y cuándo se aparta de él? ¿Es en absoluto posible saber si el Papa obra ultra vires, más allá de su competencia?

H.R.: Creo que sí tenemos que poder distinguir entre ambas situaciones. Algo, al menos, de la Revelación puede ser conocido por los católicos fieles con una certidumbre tal que si, quizá per impossibile, un Papa lo contradijera, ellos podrían conocer que el Papa está en un error y rehusar seguir ese error, a pesar del respaldo papal.

H.B.: Si se negara que la fe ortodoxa puede ser conocida de modo totalmente independiente de la enseñanza de quien ocupa el cargo de Papa, ¿en qué se diferenciaría tal situación del escepticismo epistemológico en lo relativo a la cognoscibilidad, objetividad, constancia y universalidad de la fe católica?

H.R.: En realidad, no seríamos capaces siquiera de reconocer la continuidad de la fe a lo largo del tiempo, ya que cualquier continuidad de ella que apareciera en los registros históricos sería meramente resultado de que a muchos Papas se les ocurrió querer la misma cosa. Tal continuidad no sería garantía de que aquello a que tales Papas adhirieron fuera la verdad, y de que nunca adherirían a nada diferente.

H.B.: Semejante postura negaría la antiquísima norma de San Vicente de Lerins, quien enseñó que debemos adherir a aquellas doctrinas en las que se ha creído “siempre, en todas partes, por todos”.

H.R.: Exacto. Querido hermano, seguramente ve usted ahora que no podemos excluir o esquivar la necesidad de criterios racionales para decidir cuándo y cómo obedecer al Papa o acoger sus declaraciones a fin de, precisamente, permanecer nosotros mismos fieles a la verdad inmutable de la Fe. Me refiero de este modo a que por mucho que nuestra comprensión de Dios pueda desarrollarse a lo largo del tiempo, ello jamás contradecirá lo que ha sido enseñado solemne y coherentemente con anterioridad.

H.B.: Como usted me lo explicaba la semana pasada, tal es la razón de por qué Juan de Santo Tomás, Cayetano, Belarmino, Melchor Cano y otros grandes teólogos del pasado escribieron extensamente sobre estas materias, distinguiendo cuidadosamente entre las declaraciones y juicios del Papa que deben ser aceptados, y los que pueden ser cuestionados o, en casos extremos, rechazados.

 San Roberto Belarmino (anónimo, Escuela Italiana)

H.R.: Quizá no debiéramos hablar tan hipotéticamente. Hay muchas cosas que han sido dichas y hechas por Papas recientes que resulta extremadamente difícil reconciliar con claras enseñanzas de concilios y Papas anteriores, e incluso con la Sagrada Escritura. A veces esto es derechamente un escándalo. ¡Simplemente, compare usted la encíclica Casti Connubii con la exhortación apostólica Amoris Laetitia!   

H.B.: Ah, hermano, toca usted un punto doloroso. Desde hace un tiempo harto largo, para serle franco, he evitado leer las noticias del Vaticano, para no descorazonarme, airarme, deprimirme o extraviarme.

H.R.: Comparto plenamente el deseo de no saber cómo se producen estos males, pero tenemos que reconocer que las ideas que están en juego -¡como la propuesta de que deberíamos invitar a comulgar a quienes viven objetivamente en estado de adulterio!- tienen que ver con la esencia de nuestra Fe. No podemos ignorarlas, deseando que desaparecieran.

H.B.: Además, la gente nos preguntará cuál es nuestra opinión. Como hombres de fe, tenemos el deber de estar bien informados y de formarnos bien. 

H.R.: Y de prepararnos para cuando se nos haga preguntas embarazosas después de Misa o en la tienda de regalos.

H.B.: ¡Ha dado usted en el clavo! Hace unas semanas atrás, cuando tenía la tienda a mi cargo, se me acercó un hombre y comenzó a hablar sobre que la situación de la Iglesia hoy día era tan mala, que era clara señal de que no teníamos un Papa legítimo. Traté de demostrarle la diferencia entre no tener en absoluto un Papa y tener un Papa malo. Si se tiene un mal Papa, se puede explicar, sin gran dificultad, la desesperada situación de la Iglesia. En tal caso, aplicamos, simplemente, la navaja de Ockham.

H.R.: ¿Pudo convencerlo?

H.B.: Creo que sí. Le dije que la situación no mejorará nunca a menos que recemos diariamente por el Papa y por la Iglesia, y a menos que se asegurara de estar protegido contra los espíritus diabólicos. Después de unas cuantas bromas y de una taza de té, compró un lote de medallas de San Benito, algunos rosarios y un librito con Prima y Completas, y se fue con el ánimo en alto.

H.R.: Buena noticia. Qué bendición es una tienda de regalos.

H.B.: Pero esa conversación me dejó melancólico. De hecho, es lo que provocó nuestra conversación ayer sobre la insistencia de los tradicionalistas en la enseñanza fija y definitiva de la Iglesia en el pasado, como, por ejemplo, en el caso de los decretos, cánones y anatemas del Concilio de Trento, parámetros para el presente. Y me hizo preguntarme si quizá estoy demasiado apegado a cierta visión del pasado…

H.R.: Todos podemos, a veces, sentir eso mismo. Sin embargo, el pasado se nos da como el fundamento sobre el cual se construye el presente, y no cambiamos el fundamento de un edificio a menos que queramos derribarlo.

H.B.: Una señal de que no estamos locos es la gran cantidad de sacerdotes, obispos e incluso cardenales que están impactados y horrorizados por lo que ven que ocurre en Roma. Esto no tiene nada que ver con desconfiar del Papa, o rechazar el papado, o exaltar el juicio privado, sino con desconfiar de aquéllos que están dañando la Iglesia y la Fe que enseñaron sus predecesores.

 Domingos Sequeira, La moneda del César (1790)

H.R.: Totalmente de acuerdo: se trata de mantenerse firmes en la enseñanza de Nuestro Señor en los Evangelios sobre el matrimonio y el divorcio, una enseñanza expuesta y fijada, sin dar lugar a duda alguna, por el magisterio de la Iglesia, incluso el más reciente (y reiterado) de San Juan Pablo II y Benedicto XVI.

H.B.: Amén. ¿Para qué existe el Papa, si no es para proteger y proclamar el depósito de la Fe de modo integral y sin adulteraciones?

H.R.: ¡Y pensar que antes esto se daba por descontado! Newman llama al Papa un ancla, “un rompeolas, un obstáculo, un muro contra la innovación”, como dice el genial P. Hunwicke. En virtud de su oficio mismo, el Papa tiene que ser porfiadamente conservador, doctrinalmente no original, absolutamente tradicional.

H.B.: Es por esto que fue famosa la Iglesia romana durante el primer milenio de cristiandad: su Canon romano es la más antigua y sin cambios de todas las anáforas. Y ella retuvo en gran medida este papel también en el segundo milenio.

H.R.: Sí, la Iglesia romana fue tan resistente al cambio que incluso por siglos no recitó el Credo en la Misa, ya que ello no formaba parte de la liturgia existente, y finalmente cedió cuando todo el mundo empezó a recitarlo en todas partes. 

H.B.: ¡Debiéramos haber recurrido a ese espíritu de resistencia cuando sobrevinieron los cambios en las décadas de 1960 y 1970, cuando la cultura secular transformó la evolución en algo así como una religión!

H.R.: Muy bien dicho.

H.B.: Sin duda, lo que necesitamos es un Papa reformista, alguien como San Gregorio VII, San Pío V o San Pío X, alguien que pueda venir y ser ese muro contra la innovación y, podría añadir, estar provisto de un par de brazos forzudos para barrer los establos de Augeas.

 San Pío X (1903)

H.R.: Lo realmente increíble es que haya por ahí quienes piensan que somos católicos desleales por decir cosas como éstas. ¡Qué poco saben de lealtad y de catolicismo!

H.B.: En todo caso, yo, con la gracia de Dios, no abandonaré jamás a Nuestro Señor ni a la Sede de Pedro ni a la Fe católica que nos ha sido transmitida por la doctrina oficial de la Iglesia a través de las generaciones. Como lo dijo el primer Papa: “¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

H.R.: Bien dicho, aunque estemos legítimamente perplejos y heridos por el último sucesor de Pedro, a quien el Señor, si estuviera todavía en esta tierra, tendría toda la razón de decir las mismas palabras que le dijo al primer Papa: “Atrás de mí, Satanás: tú piensas con los pensamientos de los hombres, y no con los de Dios”.

H.B.: “Los pensamientos de los hombres y no los pensamientos de Dios”… Eso me hace recordar algo: ¿oyó usted lo de las Acta Apostolicae Sedis?

H.R.: Desgraciadamente, sí. ¿Qué piensa usted al respecto?

H.B.: En lo que se refiere al contenido del texto, no es nada nuevo. Algunos observadores astutos han sabido todo el tiempo que el acceso a los sacramentos para los católicos que viven en adulterio es hacia lo que tanto los Sínodos como Amoris Laetitia han apuntado desde el comienzo. Los conservadores que insistieron en hacer piruetas hermenéuticas para demostrar que “nada ha cambiado”, han quedado colgando en el vacío. Se ha dejado caer, sin ceremonia alguna, a los defensores de la continuidad, en tanto que los agentes de la revolución han recibido un mensaje: “adelante a toda marcha”. 

H.R.: Pero ¿acaso no mejora la apuesta el que se invoque la “autoridad magisterial” y se la publique en las Acta y todo lo demás?

H.B.: Parece ser un recurso de moda hoy día pensar que por pegarle a un paquete la etiqueta “magisterial” su contenido se vuelve instantáneamente comestible y aun saludable. Pero no: ello dependerá de los ingredientes, no de la etiqueta. ¿No lo advirtió usted cuando hablamos de esto hace un momento?

H.R.: Pero parece que incluir algo en las Acta es importante. Recuerdo haber leído, en un manual neoescolástico de la década de 1950, que “todo lo que aparezca en las actas de la Santa Sede se presume ser enseñanza vinculante, puesto que no existe otra manera más oficial que ésta de publicar los documentos que quieren obligar a los fieles a un religioso sometimiento de la voluntad y la inteligencia”.

H.B.: Para empezar, se olvida usted de Lumen Gentium

H.R.: Hay ciertas cosas que no me esfuerzo mucho por recordar.

H.B.: Pero, ¡vamos!: ese documento es amigo suyo, al menos en este punto. Dice, en efecto, que se debe sopesar las declaraciones de la autoridad de acuerdo con muchos criterios: el tipo del documento en cuestión, la reiteración de una doctrina, la intención clara de definir o de condenar. Aunque se la publique en las Acta, el documento reciente es sólo una carta dirigida a un pequeño grupo de obispos (ni siquiera a la conferencia episcopal), que enuncia una novedad en vez de reiterar lo que se ha enseñado siempre, y no está vertida en un lenguaje que pueda en caso alguno competir con el Canon 915, que expresa una enseñanza del Señor, o una conclusión derivada lógicamente de una enseñanza del Señor. 

H.R.: En resumen, no cambia nada de la doctrina ni de la disciplina de la Iglesia.

H.B.: Ni tampoco podría hacerlo. Es como decir: “Hay ciertas circunstancias en que podría ser apropiado cuadrar un círculo”. Pero jamás se puede cuadrar un círculo. Por lo tanto, esas circunstancias no surgirán jamás. 

H.R.: Bien dicho.

H.B.: Y volviendo al manual que usted cita, seamos francos: los manuales neoescolásticos tienen sus virtudes, pero no está entre ellas la explicación sana y moderada de la autoridad papal. ¿Recuerda cómo se quejaba Newman de las probables consecuencias de la proclamación del dogma de la infalibilidad en el Concilio Vaticano I?

H.R.: Newman predijo que iba a darse una peligrosa veneración y adulación de la persona y opiniones del pontífice reinante, contrarias a la acotada doctrina de la infalibilidad definida por ese concilio.

 Concilio Vaticano I (Karl Benzinger, grabado, 1873)

H.B.: Quizá lo que vivimos hoy es el confuso modo en que los problemas diagnosticados por Newman han de ser finalmente dilucidados y clarificados. Porque por más de un siglo ha existido un maximalismo y positivismo papales que no se compatibilizan fácilmente con gran parte de la Tradición católica, y podemos ver que esa postura se está claramente auto destruyendo en la actualidad. 

H.R.: En otras palabras, hemos tenido expectativas poco razonables en relación con el papado, y he aquí que el Señor nos está sometiendo a una prueba final a fin de ver si estamos suficientemente maduros en la fe como para lidiar con ellas.

H.B.: O para decirlo de manera más positiva: este pontificado va a obligar a los teólogos a hacer más distinciones que nunca antes acerca del ejercicio del oficio papal y de los precisos parámetros de la obediencia de los fieles. Solía ser un punto indiscutido –por ejemplo, en los manuales neoescolásticos- que la mera publicación de algo en las Acta Apostolicae Sedis era motivo suficiente para someterle religiosamente la voluntad y el intelecto. ¡Esta última publicación pone fin, de modo más o menos abrupto, a una deferencia tan exagerada!

H.R.: ¿Quiere decir usted que ella nos muestra que los supuestos de la década de 1950 son insostenibles?

H.B.: Exactamente. La década de 1950 nos proporciona dos ejemplos que dan para pensar: la Asunción y los supuestos de los reformadores litúrgicos que nos dieron la “Semana Santa reformada”. La primera es un dogma de Fe. Los segundos constituyen una ruptura trágica.

H.R.: Entiendo a lo que se refiere usted. Por mucho tiempo tuve la incómoda sensación de que la reforma de los ritos hecha por Pío XII era una pegatina de pedazos antiguos y modernos, hechos con el astuto criterio de alguien acerca de cómo debían ser las cosas. A mí nunca me parecieron bien.

H.B.: Y cuando nuestro monasterio volvió a los antiguos ritos de Semana Santa, yo me sentí, tengo que confesarlo, arrebatado por su grandeza, su majestad, su fuerza sobrehumana. Me sentí casi abrumado por su peso y, con todo, extrañamente libre para tomar en serio las más serias de todas las cosas.

 La Misa de Presantificados en Viernes Santo, conforme al rito previo a la reforma piana
(Foto: The Rad Trad)

H.R. (luego de un silencio): Se está volviendo místico, hermano…

H.B. (sonriendo): ¡Échele la culpa a la antigua liturgia!

H.R.: El punto es que necesitamos un criterio mejor que el automático de los neoescolásticos, que supone prácticamente que todo ocupante del trono papal es un santo y un doctor de la Iglesia. Nos hace falta algo que esté más de acuerdo con las intenciones y textos del Concilio Vaticano I, para no traer a colación la matizada comprensión, desarrollada a lo largo de diecinueve siglos, de la autoridad inherente a la Escritura, a la Tradición y al Magisterio.  

H.B.: Lo que usted dice me recuerda, en estas materias como en tantas otras, que somos inferiores a nuestros antepasados que, además de sus otras buenas cualidades, tendían a ser más flexibles, más realistas, más llenos de celo y con más sentido común que nosotros… Ah, ¿escucha usted la campana que nos llama a Vísperas? Vamos, para no llegar tarde.

H.R.: Rece por mí, hermano. Jamás imaginé que habría de vivir en tiempos como éstos.

H.B.: Ninguno de nosotros se lo imaginó. Pero estos son los tiempos que Dios ha querido para nosotros, para usted y para mí. Y aunque parezca extraño, es Él quien escogió para nosotros estos tiempos, Él quiso que estuviéramos aquí, viviendo, orando, sufriendo. Hemos mencionado mucho a Newman. usted conoce esa maravillosa meditación suya, que me ha traído tanto consuelo en estos años:

“Dios me creó para que le prestara un servicio determinado; me ha encargado a mí una tarea que no ha encargado a otros; por lo tanto, confiaré en Él. Como quiera que yo sea, donde quiera que yo esté, jamás seré desechado. Si estoy enfermo, mi enfermedad le servirá; si estoy perplejo, mi perplejidad puede servirle; si estoy triste, mi tristeza puede servirle. Mi enfermedad, o mi perplejidad, o mi tristeza pueden ser causas necesarias para algún gran fin, que está absolutamente más allá de nosotros. Él no hace nada en vano: puede alargar mi vida, puede acortarla, Él sabe lo que hace. Puede privarme de mis amigos, puede lanzarme en medio de extraños, puede hacer que me sienta desolado y hacer que se hunda mi ánimo y puede ocultarme el futuro […] Pero Él sabe lo que hace”.

Nuestro cometido es ofrecer un sacrificio puro de alabanza y cuidar celosamente la verdad que Él nos ha dado a conocer. Este será nuestro modo de “salvar la Iglesia”. No hay otro.

H.R.: Posee usted una gran sabiduría para su edad, joven. Pongámonos en camino.

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Actualización [13 de enero de 2018]: En respuesta al P. Mauricio Chiodi, quien hace algunos días señaló en una conferencia que la exhortación apostólica Amoris Laetitia permitía la revisión de las enseñanzas relativas a la moral conyugal, especialmente aquella sobre la anticoncepción, contenida en la encíclica Humanae Vitae (1968) del beato Pablo VI, el Prof. Josef Seifert, de la Academia Internacional de Filosofía, ha publicado una declaración en OnePeterFive, cuya traducción castellana ofrece Infocatólica, donde refrenda la doctrina tradicional de la Iglesia en esta materia. 

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