martes, 28 de agosto de 2018

Esos demonios que sólo se combaten con ayuno y oración

Nos vuelve a remitir sus escritos un padre de familia. Esta vez ha querido compartir con nosotros sus reflexiones personales acerca de la profunda crisis eclesial que se ha desencadenado en todo el orbe, pero de modo particularmente intenso en Estados Unidos y Chile, a consecuencia de los pecados abominables de no pocos sacerdotes, quienes han traicionado gravemente el don y el misterio que entraña la vocación sacerdotal, rechazando el llamado de Cristo a ser instrumentos de su Gracia.

El padre de familia intenta desentrañar en primer lugar las causas que han conducido al estado actual de cosas, para luego sugerir un camino que nos permita a todos volver a levantarnos como Iglesia, para así reanudar nuestro peregrinaje hacia el Señor.


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Esos demonios que sólo se combaten con ayuno y oración

Un padre de familia

El mejor gancho comercial
Apela a tu liberalidad
Toca tu instinto animal
Rozando la brutalidad

(Los Prisioneros, Sexo)

La lectura de la prensa, tanto chilena como internacional, causa perplejidad a cualquier persona de buena voluntad cuando comienza a enterarse de los abusos cometidos por sacerdotes en distintas partes del mundo y de las circunstancias en que ellos se produjeron, así como de la red de encubrimiento, incluso en las más altas esferas, que permitían la perpetuación de esas conductas perversas en el tiempo. De hecho, es difícil que esas sórdidas crónicas no hagan recordar a Jacques-François Paul Aldonse de Sade (1705-1778), conocido como el abate de Sade y digno tío de su libertino sobrino, el Divino Marqués, tan poco estudiado en las repercusiones que su pensamiento tiene en la posmodernidad. Éste fue un auténtico precursor de aquellos sacerdotes y obispos sobre los que hoy nos informan los medios de comunicación: por la mañana se entretenía rezando a Dios, por la tarde leyendo a Horacio y por la noche visitando cortesanas. En los ratos libres que le dejaban sus cotidiano quehaceres, este indigno ministro de Dios compartía con sus ilustrados amigos, entre los que se cuenta Voltaire y madame de Châtelet. 

Por cierto, hay varias diferencias entre el sádico abate y el clero que actualmente está acusado de abusos. 

La primera de ellas es que aquel, aunque fuera por aprovechar el tiempo muerto, cumplía sus deberes de estado y rezaba el Oficio Divino antes de entregarse a los placeres de la carne, mientras que los clérigos hodiernos dedican ese tiempo a labores burocráticas o supuestamente pastorales, vale decir, a la acción y no a la contemplación, cuando no optan francamente por el sacrilegio en el cumplimiento de su propia función sagrada. 

La segunda es que el clérigo francés tenía un anhelo de cultura que saciaba merced a la lectura del más importante de los poetas latinos, en tanto que los sacerdotes que hoy nos muestra la prensa agotan su horizonte en las redes sociales, incluso para intercambiar material relativo a sus fechorías o para identificar nuevas víctimas. Es cosa de escuchar los sermones insustanciales que uno padece en cualquier iglesia de por ahí, descontadas algunas pocas y rescatables excepciones. No se trata de que todos los templos hagan resonar las voces de un nuevo Bossuet, Savonarola o Vicente Ferrer, sino que se predique en ellas a Jesucristo, que con eso basta. 

La última diferencia reside en que el abate, hasta donde sabemos, satisfacía sus deseos, por sacrílegos que fueran, de modo natural y no recurriendo al abuso con los menores de su entorno ni a la trata de otros sacerdotes o seminaristas venidos de países exóticos. El abate era prostibulario, pero no pederasta ni pervertido, y es sabido que las circunstancias del pecado influyen en la pena que éste lleva aparejado, más cuando hay de por medio pecados que claman al Cielo (CCE 1867). Más cuando quienes los cometen han recibido el sacramento del orden y, por consiguiente, han sido ungidos para enseñar y distribuir los medios de santificación al Pueblo de Dios.  

La pregunta que surge al ver todo esto, donde la realidad nos confronta con una rara mezcla entre las novelas del sádico sobrino del abate recién referido, las andanzas de Casanova, los pasquines protestantes sobre la vida en los conventos católicos y la propaganda anticlerical peronista de mediados de la década de 1950, es cómo llegamos hasta aquí, cómo hicimos para, como Iglesia, topar fondo en esta ciénaga putrefacta. Porque el problema, se crea o no, es de todos en cuanto Pueblo de Dios y no sólo de unos cuantos (decenas, cientos o miles, para estos efectos es indiferente) sacerdotes desviados que denigraron su ministerio divino para entregarse a satisfacer los placeres de la carne de las formas más abyectas. La pregunta que todos debemos hacernos es qué pasó y por qué llegamos hasta este nivel de profundidad en las denuncias, que ya no son sólo casos aislados y muestran verdaderas fraternidades o estructuras de pecado. La respuesta es muy sencilla: dese hace un tiempo, la Iglesia dejó de predicar a Cristo y se volvió al mundo, y las autoridades eclesiásticas no hicieron nada porque estaban deslumbrados con el sol de una nueva primavera eclesial que en verdad nunca nadie vio florecer, haciendo oídos sordos a las denuncias y encubriendo derechamente a los autores por propia política institucional. Los casos más famosos, como los de Maciel o McCarrick, así lo demuestran. 


Jehan Georges Vibert, La Iglesia en peligro (s.d.)

Pero en medio de tanta inmundicia hay gente que, al menos, vislumbra las verdaderas causas del problema. Por ejemplo, el periódico El Mercurio de Santiago publicó el pasado 15 de julio de 2018 una entrevista al Padre Amedeo Cencini, un sacerdote canosiano que se desempeña como profesor de pastoral vocacional y de metodología de la dirección espiritual en la Universidad Salesiana de Roma, y de formación para la madurez afectiva en el curso de formadores de la Universidad Gregoriana, además de ser consultor de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica desde 1995. Visitó Chile en su calidad de experto en celibato y afectividad para tratar de ayudar a resolver con su experiencia los problemas que nos afectan como Iglesia local. 

En sus respuestas, el P. Cencini parte de un hecho que lamentablemente se olvida: "La mayoría de los sacerdotes chilenos son puros y castos, espirituales y obedientes al obispo". Los hechos que nos alarman e indignan no son reflejo de una realidad institucional, por muy graves que sean y ciertamente merezcan un castigo, pues hay muchos santos y buenos sacerdotes que cumplen su ministerio en medio del anonimato y las dificultades del día a día. Si creemos lo contrario, estamos contribuyendo a aumentar una nueva leyenda negra en torno a la Iglesia, pues está documentado que los abusos se cometen con mucha mayor frecuencia en otros ámbitos distintos al eclesial, preferentemente en el propio hogar. Lo que no quita, insisto, que el problema sea muy preocupante y haya que reaccionar con dureza y de manera ejemplar, sin olvidar las particularidades del derecho de la Iglesia: que el delincuente se convierta, porque la salvación de su alma es la suprema ley, sin reacciones populistas como aquellas a las que hemos asistido en el último tiempo. Porque la situación, tal y como se ha venido conociendo por medio de información objetiva, es preocupante: en la Iglesia hay una verdadera mafia destinada a satisfacer sus más bajos instintos sexuales y crematísticos, creando a su alrededor una red de protección que le asegure inmunidad y pervivencia, y ella llega hasta muy altas esferas jerárquicas.  

Cuando el periodista le pregunta por las causas de los escándalos que hoy remecen a la Iglesia chilena y mundial, el P. Cencini responde otra verdad que nos debe interpelar: "el escándalo de pocos es la consecuencia de la mediocridad de muchos [...] la mediocridad es en sí ya un escándalo, un proceso regresivo". Porque, como decía San Josemaría Escrivá de Balaguer, "estas crisis mundiales son crisis de santos" (Camino, núm. 301), y la santidad no es otra que vivir heroicamente las virtudes y amar a Dios por sobre todas las cosas, tratando de hacernos semejantes a Cristo. Cuando un sacerdote cae, no cae solo: su problema es algo que afecta a toda la Iglesia, porque en él reside la administración de los sacramentos de esa comunidad y la comunión de los santos nos une de modo particular con nuestros pastores merced a un vínculo de paternidad espiritual. La mediocridad de todo el Pueblo de Dios envuelve también al sacerdote, y su caída es más fuerte y sonora que la del resto cuando se deja atrapar por la concupiscencia, porque él fue consagrado para ser otro Cristo, el mismo Cristo, con sus debilidades y defectos. A su vez, y como dice el refrán, un sacerdote nunca se condena solo, pues detrás lo siguen muchos fieles que, movidos por su escándalo, se desprendieron del juicio de su conciencia y se entregaron a sus más bajas pasiones o simplemente abandonaron la Iglesia. 


Georges Croegaert, La mano ganadora (circa 1880)


El P. Cencini precisa enseguida de dónde procede esta corrupción: "Hay corrupción cuando el estilo de convierte en la manera general de vivir y nadie lo nota. Una mediocridad canonizada, aceptada tranquilamente". Dicho de otra forma, aquello que Hannah Arendt (1906-1975) llamaba "la banalidad del mal": hay algunos individuos que actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre la moralidad de sus propios actos, dejándose arrastrar por la estructura. Eso también se predica de la Iglesia, por cuanto es una institución compuesta de hombres y mujeres pecadores cuya nota de santidad reside en su origen y fines. Pues bien, cuando la vara de medida se rebaja, de suerte que la mediocridad se convierte en la regla general, incluso en lo que atañe a la propia celebración del Misterio de Cristo en la Santa Misa, no es extraño que toda la comunidad, incluidos los sacerdotes, sean mediocres. El gran problema es cuando esa realidad se acaba institucionalizando, que es lo que ha ocurrido con la Iglesia, y el misterio de iniquidad parece abarcarlo todo, rebasando un obstáculo cada vez más sobrepasado y pronto a ceder del todo. 

El propio Pablo VI reconoció muy pronto qué estaba pasando: el Concilio Vaticano II abrió las puertas al mundo, y el resultado fue que por ellas entró a grandes bocanadas el humo de Satanás, hasta entonces difícilmente contenido. A fin de cuentas, todo el problema tiene una raíz litúrgica, se quiera ver o no: dime a quién adoras y te diré en quién o qué crees. Si la liturgia gira en torno al sacerdote, convertido en una suerte de presentador del espectáculo comunitario en que ha acabado transformada la Misa reformada, no resulta extraño que la vanidad personal aflore y con ella muchos otros pecados. Es al anfitrión de la cena comunitaria, que les habla de frente y en su propia lengua, a quienes los fieles van a ver. En otras palabras, la crisis actual proviene de que la Iglesia se ha dedicado desde hace cincuenta años a adorar al hombre, y no a Dios, de suerte que ese hombre endiosado ha acabado por exigir los tributos que cree merecer: placer, dinero, reconocimiento, etcétera. No  digo que los abusos sexuales antes no existieran (San Alberto Hurtado tiene, por ejemplo, una sugestiva anécdota con el diseño arquitectónico de las duchas de una casa de ejercicios), pero los antecedentes muestran que hoy la cuestión está desatada y se ven pocas probabilidades de que se adopten las duras medidas que ella demanda. 

Más adelante, el P. Cencini se detiene a explicar en qué consiste la mediocridad para un sacerdote:
"Perder la belleza del ideal y contentarse con un estilo de vida que ha olvidado la radicalidad".  Por eso, San Alberto Hurtado (1901-1952), el santo jesuita chileno, explicaba la radicalidad de la llamada cristiana con una palabra que era muy gráfica hacia mediados del siglo pasado por los sucesos que entonces vivía Europa: "Para que el cristiano pueda cumplir su misión regeneradora tiene que tomar una posición heroica, salir de su concepción burguesa, que es la antítesis de la primera; en otros términos, tiene que tomar al pie de la letra las enseñanzas totalitarias de Cristo". Cristo es totalitario, porque sólo Él es Camino, Verdad y Vida, y su deseo no es otro que la gente se salve y goce de la visión beatífica: nadie va al Padre sino por Él. Cuando ese deseo de totalidad se pierde, sobreviene la acedia, que significa rechazar el gozo que viene de Dios y sentir horror por el bien divino (CCE 2094). Cuando la mirada es puramente antropocéntica, el resultado acaba siendo el que vemos: el hombre pone todos sus empeños en la satisfacción de sus más perversas inclinaciones, porque la naturaleza humana padece la huella del pecado original que tiende hacia la concupiscencia. Como decía Dostoyevski, si Dios no existe, todo está permitido, y eso es lo que lamentablemente nos informan los medios de comunicación. De ahí que, ante hechos de la crudeza de aquellos que ahora nos enteramos, uno se pregunta si en verdad esos sacerdotes y obispos tenían de verdad algo de fe...


Jehan Georges Vibert, El Comité de libros morales (1866)


Castellani decía que esta mediocridad que se viene comentando era el verdadero pecado contra el Espíritu Santo y constituía el hilo argumental de toda la predicación de Cristo. Esa mediocridad no es otra cosa que el fariseísmo o la religión hecha fachada y no propia vida, vale decir, una pura máscara de religiosidad que esconde aviesos intereses. Claro que este fariseísmo admite distintos grados, explicaba el cura argentino. El primero de ellos se da cuando la religión se vuelve meramente exterior; el segundo, cuando se convierte en oficio;  el tercero, cuando se transforma en instrumento de ganancia, de honores, poder o dinero (en palabras del P. Cencini: "El peligro es cuando el sacerdocio es una vocación de grupo, de muchos y los seminarios están llenos [...] Es un bien enorme que la Iglesia haya perdido poder porque el poder es la corrupción de la autoridad"); el cuarto, cuando pasa a ser pasivamente dura, insensible, desencarnada; el quinto, cuando se vuelve hipocresía, puesto que el "santo" hipócrita empieza a despreciar y aborrecer a los que tienen religión verdadera; el sexto, cuando el corazón de piedra se torna cruel, activamente duro; y el séptimo y último, cuando el falso creyente persigue de muerte a los verdaderos creyentes, con saña ciega, con fanatismo implacable. Como el cristiano debe seguir a Cristo con la entrega de su propia vida, y Éste padeció y fue condenado a muerte por el fariseísmo, que incluso pidió una guardia al procurador romano para vigilar su tumba a fin de que sus seguidores no inventaran una falsa resurrección, ya sabemos lo que como Iglesia tenemos que padecer y a manos de quién. El discípulo no es nunca más que el maestro, y en las Bienaventuranzas está lo que ocurrirá y cuál es el premio final.  Seres perseguidos, pero no por los malos: la persecución más dura será de los que dicen obrar en nombre de Dios. Por lo demás, el propio Cristo nos advirtió que llegaría un día en que vendrán falsos profetas que predicarán en Su nombre (Mt 24, 11).

Bruckberger trata de este mismo asunto con otro nombre: para él la corrupción del verdadero sentido religioso es la casuística, y ella consiste en "una técnica de acomodamiento del Evangelio al mundo y a las costumbres del Príncipe de este mundo, tácita que, en el límite, llega a cambiar de campo sin confesarlo" (Carta abierta a Jesucristo, trad. de Gloria Barttfeld, Madrid, Ultramar, 1976, p. 25). Ponga usted los sinónimos que quiera a esta expresión, pero el sentido se entiende fácilmente. Casuista es, por ejemplo, ese deseo de que la Iglesia sea algo masivo, y entonces hay que llenar estadios, aeródromos,  avenidas de urbanizaciones todavía a media marcha, parques y, por supuesto, iglesias y atrios, aunque en la práctica el propósito no acabe resultando y el recinto ralee. Lo importante son los números y las estadísticas, la contabilidad de personas, como si la fe fuese cuestión de multitudes y hacer piña. Esto es olvidar que las mayores congregaciones de Cristo fueron cuando había qué comer o cuando parecía que volvía el rey a la Ciudad Santa; cuando llegó la hora decisiva sólo quedaban unas cuantas mujeres y uno de sus discípulos frente a la Cruz, pues los demás estaban atemorizados y escondidos por ahí. Incluso más: el propio hombre escogido para sustentar la nueva Iglesia había negado tres veces al Maestro. 

De ahí que, en realidad, los números no sean lo importante, porque el Evangelio ya nos dice que son muchos los llamados y pocos los elegidos, y también que los trabajadores de la viña siempre serán menos que los requerimientos que ella tiene, o que las palabras de Cristo son duras y provocan el escándalo de la mayoría. En los últimos cincuenta años, la Iglesia se ha lanzado al mundo con el propósito de convertirlo mediante una nueva evangelización, pero lo ha hecho practicando la religión del hombre y no la de Dios. Y así, mientras se predicaba a un Cristo simpático, edulcorado y sentimental a una gente a la que poco o nada le interesaba su mensaje, se dejó de lado el aspecto interno de la predicación. Ronald Knox (1888-1957) tenía esto muy claro y decía que él debía cumplir la función de cayado del pastor y no de anzuelo del pescador, por lo que evitaba, con esa fina educación británica, el intentar traer a colación temas piadosos sin importar el contexto. Lo suyo era hacer santos a los estudiantes católicos de Oxford, porque ese era su ministerio. Si lo consiguió o no, eso ya es materia del juicio individual de cada uno de esos estudiantes que trató. Pero a algunos, eso parece ser lo único que les importa, y confunden el apostolado con sumar y sumar gente. Algo similar ha ocurrido con la Iglesia en general producto del relajo de la disciplina, que desapareció en todos los ámbitos, desde la formación del clero hasta las celebraciones litúrgicas, de suerte que no sorprenda que las pasiones hayan vuelto a aflorar, incluso con más fuerza, frente a la ausencia de cualquier enmienda personal ajena a la psicología imperante.  

Pues bien, ya tenemos detectado el problema; ahora la cuestión es cómo se soluciona. En palabras del P. Cencini, la receta para enfrentar la actual crisis de la Iglesia es simple: "un sistema funciona bien cuando es capaz de reconocer el mal que hay dentro de sí a nivel personal y comunitario". En sus palabras, esto exige darse cuenta de que estamos "frente a un ejercicio mediocre de la autoridad que ve esta contradicción [con la llamada de Cristo], el problema [de la mediocridad] y no interviene o lo hace con procedimientos ambiguos, cambiando a la persona de lugar", como venía ordenado por la Instrucción Crimen sollicitationis dirigida a todos los obispos del mundo por la Congregación del Santo Oficio en 1962 para indicarles la manera de proceder en caso de solicitación. La orden que ahí se daba era trasladar al hechor y mantener absoluto silencio por parte de todos lo que tuvieron conocimiento de la situación. Y así es cómo nos fue: el problema en vez de solucionarse, se incrementó todavía más debido a la complicidad de quienes estaban llamados a cumplir la función de pastores, mientras los responsables seguían actuando en otro lugar como si nada hubiese ocurrido, corriendo cual faunos por el bosque. 

Jehan Georges Vibert, Un punto delicado (s.d.)
(Imagen: Wikimedia Commons)

Pero las medidas penales no bastan y las cartas pastorales o peticiones de perdón menos. La actual crisis de la Iglesia se soluciona con el recurso a los medios tradicionales de oración, penitencia y ayuno, como señalaba un sincero texto publicado por Infovaticana de la situación que vive la Iglesia chilena. Claro que para eso hay que ponerse a rezar, hacer penitencia y practicar el ayuno, y no veo que la cosa sea tan fácil hoy en día, que parece más importante el cuidado del medioambiente, la ternura según de quien se trate y el humanitarismo sensacionalista. El cambio tiene que ser radical, totalitario, pues debe implicar una verdadera conversión (metanoia) de toda la Iglesia, desde el Papa hasta el último fiel, como en tiempos de San Gregorio Magno (1073-1085). Por ponerlo de manera gráfica, a vestirse de sayal y caminar descalzos sobre cenizas. Que esto se logre es algo que veo muy lejano, porque implica sacar el látigo y expulsar a quienes han profanado el templo de Dios con sus negocios mundanos, junto con retornar a los medios ascéticos tradicionales (no por nada San Gregorio Magno era benedictino). Al menos hay que intentar agotar los medios de que se dispone y siquiera tratar de lograr la propia salvación. Que no se diga que el esfuerzo no se hizo cuando toque el momento de rendir cuenta de la manera en que se emplearon los talentos recibidos.  

Me viene ahora a la memoria una frase muy gráfica que decía un cura español y buen amigo para explicar el hecho de los laicos debemos santificarnos en medio de nuestras ocupaciones y con las particularidades de nuestro estado: "Sois vosotros los que debéis amar al mundo, porque éste es creación de Dios y participa de su bondad. Porque San Juan nos recuerda la prevención de Cristo: no te pido, Padre, que los saquéis del mundo, sino que los preservéis del mal que hay en éste. De ahí que, si no sois vosotros los que amáis al mundo y dejáis que sea el mundo el que os abrace, lo que ocurrirá es que no acabará amándoos, sino que seréis sodomizados por él. Porque el mundo, con la carne y el demonio, son los enemigos del alma, y sólo conoce el eros y no el ágape. El mundo no puede amar, porque no tiene caridad, y sólo busca su satisfacción egoísta; sois vosotros los que debéis amar al mundo como creación de Dios. Lo demás, mis amigos, son tonterías, y aquí está en juego vuestra salvación". 

En suma, la lucha que debe afrontar la Iglesia en estos tiempos difícil es espiritual y a muerte. Crisis como la que ahora vivimos nos tienen que ayudar a marcar un punto de inflexión que nos lleve a una verdadera conversión, que rompa la acedia que ensucia todas las estructuras de una Iglesia que predica y rinde culto al hombre moderno. Que cada uno se pertreche como pueda y se prepare para el combate, porque esto recién comienza y no se trata de que, en medio de la vorágine, uno acabe formando parte del reparto del esperpento que nos toca vivir. Debemos preparar lo que corresponde y velar, porque todo parece indicar que la Segunda Venida se acerca y los signos ya se vislumbran. Eso implica leer juntos el Evangelio de San Juan con el Apocalipsis, para unir la escatología presente del primero (la idea de que la recompensa ya está asociada directamente con la buena acción) con la escatología futura del segundo (Cristo vuelve, pero antes tienen que ocurrir muchas cosas que serán un tiempo de prueba para la Iglesia).  Lo demás es ponerse a rezar, ayunar y dar limosna. A Dios rezando y con el mazo dando. 

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Actualización [4 de septiembre de 2018]: El sitio Nineteen Sixty-four, blog de investigación del Center for Applied Research in the Apostolate (CARA), asociado a la Universidad de Georgetown (Washington D.C.), publicó recientemente una interesante entrada, en la cual recoge un estudio estadístico realizado en EE.UU. en 2004 por investigadores del John Jay College of Criminal Justice, el cual, sobre la base de los datos entonces disponibles de abuso sexual a menores por parte de clérigos católicos entre 1950 y 2002, arrojó como resultado un interesante patrón generacional: la década de nacimiento de la mayoría de los sacerdotes y diáconos involucrados fue la década de 1930 y la década de ordenación de la mayoría de ellos fue la década de 1960, coincidiendo con el Concilio Vaticano II y el inicio de la reforma litúrgica posconciliar. 

Una actualización del mismo estudio llevado a cabo por CARA con la agregación de los datos disponibles desde 2004 en adelante analizó el número de casos que tuvo lugar o se inició en cada quinquenio comenzando en 1950 y hasta 2002: en el quinquenio de 1960 a 1964 los casos casi se duplican (de 591 a 1025) y exhiben a partir de ese entonces un aumento sostenido hasta 1970-1974, donde se alcanza un máximo de 1367 casos, para a partir de ese entonces comenzar un descenso que alcanzará niveles por debajo de aquellos del quinquenio 1955-1959 (591) recién en el quinquenio 1985-1989 (518), para desde allí descender hasta 101 en el quinquenio 2010-2014 y 22 casos en el bienio 2015-2017.

Estos hallazgos se vieron confirmados por el reciente informe del Gran Jurado en Pensilvania (EE.UU.) sobre abusos sexuales cometidos por clérigos o religiosos de la Iglesia católica: de aquellos perpetradores de los que se cree siguen con vida (el grueso de los abusos ocurrió antes del año 2000 y un 44%  de los hechores está muerto y cinco de ellos nacieron incluso en el siglo XIX), el promedio del año de nacimiento y de ordenación, respectivamente, son 1933 y 1961. 

Por su parte, Religión en libertad ofrece hoy un reportaje que confirma lo dicho por el padre de familia: el narcisismo de los sacerdotes está afectando gravemente a la Iglesia. Por ejemplo, un estudio realizado en parroquias protestantes de Canadá arroja el increíble resultado de que una de cada tres parroquias padece este flagelo, el que a veces se manifiesta de manera encubierta.  

Actualización [10 de enero de 2019]: Infocatólica ha publicado un resumen de la entrevista concedida por el cardenal Walter Brandmüller a CNA Deutsch, donde aborda la crisis de los abusos en la Iglesia, la necesidad de formar mejor a los candidatos al sacerdocio, además de valorar el hecho de que las comunidades tradicionalistas no tienen escasez de vocaciones, lo cual indica que hacen bien las cosas. Dice al respecto: "¿No es sorprendente que los seminarios 'clásicos' de las llamadas comunidades tradicionalistas, especialmente en Francia, pero no solo en Francia, no conozcan la escasez de estudiantes? Entonces, ¿por qué no asumir este modelo de éxito?". 

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