martes, 23 de octubre de 2018

¿Por dónde empezar?

Presentamos una nueva columna de opinión del Prof. Augusto Merino, quien desarrolla su visión personal acerca de la crisis eclesial que se extiende ya por cincuenta años y que ha alcanzado recientemente una intensidad y una profundidad inauditas, proponiendo algunos pasos a seguir para superarla y procurar así la restauración verdadera del catolicismo, siempre de la mano de la Misa tradicional.

 Augusto Merino
(Foto: Cooperativa)

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¿Por dónde empezar?

Augusto Merino Medina

A estas alturas, hay ya antecedentes más que suficientes como para efectuar un diagnóstico general de lo que está ocurriendo en la Iglesia. Los últimos y escabrosos espectáculos que nos está brindando el “alto clero” no constituyen el elemento más grave ni más decisivo para componer el cuadro de la triste suerte que ha deparado a la Iglesia el tránsito desde el siglo XX al XXI. La sodomía, la lujuria, el amor del poder y del dinero ya hicieron tambalear las estructuras visibles de la Santa Madre hacia el siglo XI, cuando el papado alcanzó un nadir que hoy, al menos por lo que hasta el momento se sabe, todavía no toca, y cuando San Pedro Damián arremetió contra el clero, mayoritariamente sodomita, de Roma. Lo que ocurre hoy, en cambio, es mucho más grave y sólo se lo podría comparar con la casi universal apostasía producida por la herejía arriana.

Los diagnósticos sectoriales son abrumadores. No me detendré particularmente en las estadísticas sobre la decadencia eclesial que se vienen acumulando, cada vez más alarmantes, desde hace unos cuarenta años (caída de la asistencia a Misa dominical, de la frecuencia de los sacramentos, del número de vocaciones sacerdotales y religiosas, etcétera). Ni en el repertorio de las expectoraciones episcopales heréticas, cuya asiduidad las ha vuelto banales y aburridoras (la imaginación herética se agotó en los cinco primeros siglos de la Iglesia; hoy ya ningún hereje es capaz de producir algo realmente atroz, novedoso y suculento). Ni en la situación ruinosa de la liturgia, particularmente de la Santa Misa, lanzada cuesta abajo hacia un abismo cuyas profundidades son insondables.

Pero si se reúne todos estos diagnósticos y se atiende a la fecha de los acontecimientos relevantes o atingentes en el siglo XX, se comienza a perfilar el diagnóstico general, tarea facilitada por el paso del tiempo y la adquisición de una mejor y más clara perspectiva histórica. Y lo que comienza a ser irrefutable es que lo que la Iglesia vive hoy en materia de revueltas, confusiones, corrupción, apostasía e inmoralidad no es más que la furiosa tempestad teológica, moral y litúrgica (o sea, una tormenta global) causada por los vientos que echó a correr, con tanta candidez que ya no parece tan cándida, el Concilio Vaticano II (candidez dudosa, especialmente si se considera las movidas del contubernio franco-alemán activo en el Concilio). Quizá, para reconocerle algo a Benedicto XVI que, como el intelectual que es sobre todas las cosas, navegó siempre temerosamente entre varias aguas, habría que precisar que junto con el Concilio y aún más que éste, lo que agitó aquellas brisas que se creyó primaverales fue, como dijo el Papa “emérito”, el “Concilio de los medios”, el de los “profesionales del periodismo”, en los cuales hoy hay quienes tanto confían que les encargan la interpretación de los terribles acontecimientos que nos afligen. 

 Jehan Georges Vibert, Un cisma
(Imagen: Pinterest)

Pero si los “profesionales del periodismo” pudieron transformar en un vendaval las auras que ventilaban, acariciantes en su inicio, a los Padres conciliares en la Basílica Vaticana, fue porque éstos plantaron en diversos lugares estratégicos de la Iglesia lo que Michael Davies, perspicaz observador, denominó “bombas de tiempo”, saludadas en su momento como apertura de ventanas, como bocanadas de aire fresco, y que resultaron ser lo suficientemente letales como para venir a producir, a cincuenta años de distancia, los actuales y atroces resultados que presenciamos. Para decirlo de una vez: el catolicismo putrefacto de hoy es el catolicismo del Concilio; la ruina de la Iglesia tiene en esa asamblea un comienzo indiscutible. Es cierto que lo que ocurrió en ese Concilio tiene también antecedentes de, al menos, cincuenta años antes; pero él los reunió en una mezcla explosiva que vino a detonar, como decía Davies, después de otros cincuenta años.

¿Por dónde comenzar la restauración? Porque restauración es el término apropiado para lo que hay que hacer: no se trata de una mera “reforma de la reforma”, ni de corregir esto o aquello, ni de ir lidiando con los problemas uno a uno, sucesivamente. No: hay que detener drástica y absolutamente el curso que llevan las cosas y dar, con energía, una orden perentoria de “marcha atrás”, de recuperación, de rescate, de vuelta al catolicismo que, por 2.000 años, fue tenido por tal hasta más o menos, siquiera en las formas, 1970.  

Hay quienes, con razón, apuntan a que, para acabar con el “catolicismo del Concilio” hay que, como requisito sine qua non, contar con un Papa verdaderamente viril, ortodoxo y santo. Pero ocurre que no siempre en la Iglesia las auténticas reformas han comenzado por el papado: de hecho, muchas veces el papado mismo ha sido reformado por movimientos nacidos en otros estratos y lugares de la Iglesia. Apostarlo todo a un nuevo Papa es una movida deficiente e insuficiente.

Otros observadores creen que, sin una radical reforma de los programas de estudios doctrinales que se usa en los seminarios y una igualmente radical reforma de la disciplina en ellos, no se podrá avanzar mucho, porque los actuales y lamentables obispos (no me refiero en especial a los lujuriosos y homosexuales), tan ignorantes de la doctrina de la fe y tan carentes de dotes gubernativas como podría desear el peor enemigo de la Iglesia, han salido de esos centros de desinformación, deformación y perversión. Si éstos no cambian, no cambiará el clero. 

 Jehan Georges Vibert, L'Embarras du choix
(Imagen: Wikimedia Commons)

Hay también algunos que piensan que lo que necesita una urgentísima revisión es la forma que la organización episcopal ha llegado a tener en la Iglesia por obra del Concilio, que inventó las conferencias episcopales en su forma actual, las que se cuentan entre las instituciones más desafortunadas y dañinas que registra la historia eclesiástica: ellas, lejos de potenciar el oficio episcopal, lo ha disminuido hasta hacerlo prácticamente invisible: no serán más de unas pocas decenas en el mundo los obispos que gobiernan con energía y santidad las iglesias particulares que les están encomendadas; los demás, se amparan y esconden tras la fachada de las presidencias de esas conferencias, que hablan y disponen por todos los obispos de una región, respondiendo a juegos de poder e influencia en que no sólo interviene el hambre de poder sino también el sexo. En la misma línea va la famosa “colegialidad”: ésta ha transformado a los obispos, como los últimos sínodos romanos lo han probado sobradamente, en meras cajas de resonancia de un novedoso absolutismo papal, y a los documentos suscritos por éstos, en fórmulas de legitimación para las arbitrariedades de unos cuantos intrépidos que se han apoderado de las estructuras vaticanas, en especial del papado. 

Hay quienes, a su vez, creen que lo primero que hay que hacer es reformar el derecho eclesiástico drásticamente, junto con establecer comités de vigilancia de esto y lo otro, mecanismos de control de aquello y de lo de más allá (por ejemplo, en los seminarios y en los rincones oscuros de las sacristías), y fórmulas que aseguren “transparencia” del gobierno eclesiástico en todos sus niveles y formas de abrir la participación de los laicos en el gobierno de la Iglesia (la expresión mimada es “participación activa”), con un indisimulado criterio democratizante, es decir, un criterio de corrección política calcado del que existe en la sociedad civil, hija de la modernidad anticristiana.

En la misma línea, otros creen que la única forma de devolverle a la Iglesia su prestigio y su influencia social (como si tales cosas fueran sus valores supremos) es darle suficientes anclajes en las obras sociales o asistenciales o “solidarias”, justificándola por resultados como la construcción de viviendas sociales, o el número de iniciativas para mejorar las condiciones legales de los trabajadores, o las políticas y consiguientes realizaciones en materia de derechos humanos, de inmigración, de “equidad de género”, de medioambientalismo y otras cosas de ese jaez. De hecho, las pocas defensas de la Iglesia que todavía se atreven a hacer, en medio de los actuales escándalos, los católicos “comprometidos”, consisten en subrayar las obras de bien común material que realizan algunas de sus instituciones, sin mencionar jamás otras como las meritorias comunidades religiosas contemplativas ni, mucho menos (por “respeto a las culturas”), las obras misionales de propagación de la fe; dos sectores donde el catolicismo alcanza cotas de auténtica heroicidad en lo que le es más propio, el ámbito de la religión. O sea: los católicos “comprometidos” parecen dispuestos a trocar la verdad de la fe por el reconocimiento público de la eficacia asistencial; ésta se toca, se palpa y es, por tanto, indiscutible; la otra es una cuestión, al cabo, “meramente personal o subjetiva”.

 Adolf Humborg, Cerezas para los niños

No se puede desconocer que muchas de estas cosas, obras humanas, son necesarias y urgentes, y habrán de encontrar su lugar y su momento en el movimiento general de restauración católica. Pero no son sino cosas y obras secundarias, enteramente inapropiadas para alcanzar los resultados que se esperan, dotadas de una eficacia meramente humana que siempre será insuficiente o provisional en el orden sobrenatural. Porque, en efecto, sólo puede salvar a la Iglesia quien le dio vida, el Señor. Es Su obra lo que esperamos. Que ella deba realizarse con instrumentos humanos, incluso inadecuados, es algo que se da por descontado; pero Él es quien habrá de actuar cuando Él lo crea conveniente, aunque su acción sea la última que su Providencia tiene prevista, si bien no sabemos para cuándo: el juicio final.

¿Por dónde comenzar, entonces, la urgentísima tarea de restaurar la Iglesia? La respuesta es simple y clara, pero no fácil: por donde el Enemigo comenzó su letal ataque, que él eligió con astucia y clarividencia. Y ese lugar elegido por el Enemigo, que nadie se esperaba y que, por ello, no fue cuidadosamente vigilado por los “guardianes” de la Iglesia, incluido el Pastor Máximo, fue la Santa Misa. No ha sido fácil identificar este acerbo ataque, dirigido con gran astucia y maldad, al corazón mismo de la Iglesia, a su “raíz y cumbre”, como los propios Padres conciliares decían, sin darse cuenta esos ingenuos de hasta qué punto estaban ellos mismos cegando el manantial en su raíz y secando las ramas en la cumbre al abrir las puertas a las “reformas” litúrgicas que se efectuaron en su nombre y cuando ellos ya no estuvieron en situación de controlarlas. No, no ha sido fácil darse cuenta de dónde comenzó la pudrición: pero los cincuenta y más años transcurridos han permitido ver con lucidez lo que ocurrió. 

Por la corrupción de los sagrados ritos comenzó el Enemigo, revestido esta vez de modernismo, a desarticular a la Iglesia, a descomponer sus líneas de defensa y a confundir a sus pastores, lográndolo con una facilidad que asombra, espanta y llena de confusión, si no se tiene la perspectiva de la promesa del “no prevalecerán”. Y puesto que por ahí comenzó la letal enfermedad, por ahí tiene que comenzar la cura. El quiebre de la línea litúrgica que nos unía con la más remota antigüedad cristiana fue la forma del Enemigo de cortar nuestra línea de contacto con el pasado, donde estaban todas nuestras reservas espirituales, donde se fue gestando la Tradición que nos mantenía vivos y distintos. Así es como procede un estratega inteligente frente al ejército contrario: aislándolo de las líneas de comunicación con la retaguardia. Si se advierte bien, tal ha sido la estrategia de la modernidad ilustrada anti-cristiana: “deséchese la tradición en todo orden de cosas; reemplácesela por algo que parece inobjetable: la razón”. Naturalmente, la crisis de la modernidad ha dejado en claro hasta qué punto esa razón moderna o “ilustrada” ha fracasado en el mundo contemporáneo, de lo cual las relaciones de producción y las relaciones internacionales exhiben casi infinitas y contundentes pruebas.

La restauración de la vida católica, la restauración de la Iglesia, no comenzará, pues, mientras no comience la neta restauración de la Misa al estado que tenía antes del Concilio Vaticano II (y aun más atrás en el siglo XX), sin concesiones, sin transacciones, sin indultos, sin blandenguerías; enfrentando valientemente la feroz rebelión que, sin la menor duda, ello va a desatar en el clero heterodoxo, que es la mayor parte del clero actual. Sin duda surgirán amargos debates en torno a este modus operandi; pero parece que, hasta el momento, hay una sola cosa bien clara: la estrategia de Benedicto XVI de no imponer, de no prohibir, de ir avanzando suavemente -estrategia contraria a la de Pablo VI, que impuso, prohibió y mandó con aspereza y logró lo que quería con tal de cambiar los ritos de la Iglesia- no sirve, no alcanzará jamás lo que se quiere ahora en el momento de la restauración. Los que creen que la restauración de la Iglesia comenzará con la restauración del papado, deben completar su idea aceptando que el papado restaurado sólo tendrá éxito si se aboca por entero a un primer y urgente cometido: restaurar la Misa. 


Si la Misa, renovación incruenta del único sacrificio plenamente satisfactorio a Dios y plenamente aceptable que el Hombre-Dios ha podido ofrecerle en nombre de todos los hombres, es el medio por el que nosotros podemos impetrar de modo insuperable la misericordia de Dios para que Él lleve a cabo esa restauración que sólo Él puede realizar, sólo una Misa restaurada en su verdadera esencia puede alcanzar esa gracia divina; una Misa no desnaturalizada en sus ritos, que es donde su esencia se expresa con insuperable riqueza y fuerza: no hay nada sobre la haz de la tierra que tenga mayor valor impetratorio de la misericordia divina que el ofrecimiento de la Misa. Ni la purificación del episcopado, ni la reestructuración de las instituciones eclesiásticas, ni las nuevas políticas de gobierno de la Iglesia, ni las buenas obras de asistencia, ni siquiera las buenas obras espirituales de los católicos fieles podrán nada si el Señor no obra Él mismo, y para impetrarle que obre, no nos ha sido dado otro medio alguno que sea más eficaz, e infaliblemente eficaz, que la celebración de la Misa restaurada a la forma que el Concilio de Trento, y luego San Pío V, decretaron como definitiva, porque así prolongaron en su momento la Sagrada Tradición de la Iglesia, a través de la cual, no menos que a través de la Sagrada Escritura, Dios nos manifiesta su voluntad sobre el modo en que quiere que se le dé culto. 

La Misa fabricada entre gallos y medianoche de Pablo VI, esa Misa impía que hace tabla rasa de la piadosa Tradición de nuestros antepasados, es una Misa que habrá de desaparecer, por cuanto es el emblema, la bandera de las falsas “reformas” del Vaticano II y de la descomposición de la Iglesia: no se puede, si se continúa con su celebración, romper con ese Concilio nefasto; es algo contradictorio; es absurdo pretender vencer al mal usando las propias armas que éste ha creado. Lo que debemos hacer es vencer al mal a fuerza de bien, al error a fuerza de verdad. Y el bien y la verdad que respecto de la Misa nos transmite la Sagrada Tradición, fuente de Revelación divina, no están en la Misa de Pablo VI/Bugnini, sino en la Misa de todos los siglos anteriores: sólo ella es la oblación perfecta que alcanza el fin impetratorio, junto con los demás fines que la fe católica le reconoce.

De acuerdo. Pero, ¿y qué hacer mientras llega ese momento crucial de restauración de los sagrados ritos? Por cierto, orar. Pero “a Dios rogando, y con el mazo, dando”, como dice el conocido refrán. No es poco lo que los laicos mismos pueden hacer, mientras esperan y como preparación. Veamos algunas ideas sobre los mazazos que se puede comenzar a dar desde ya.

Primero. Es indispensable que los fieles se instruyan en la teología de la sagrada liturgia. Como en los últimos cincuenta años la demolición o, como dijo el propio Pablo VI (que de esto sabía por experiencia, activa y pasiva), la “autodestrucción”, del catolicismo ha preferido el ataque doctrinal a la moral sexual y a la familia, y como en tal ámbito el éxito ha sido enorme y ha provocado la expectación de los medios de comunicación masiva, pareciera que dar prioridad a la liturgia es una insensatez. Pero a la luz de lo que hemos afirmado recién, está lejos de serlo. Ahora bien, puesto que una abrumadora mayoría del clero (obispos y sacerdotes) están contaminados por el catolicismo “conciliar” y por la liturgia “reformada”, son los fieles laicos quienes deberán asumir la tarea de estudiar y enseñar la teología católica de la liturgia. Los amplios, profundos y generosos cauces de la liturgia milenaria de la Iglesia están a disposición de ellos y de las instituciones que formen para estos efectos. La Iglesia discente deberá asumir la suplencia ante la ausencia de una Iglesia docente suficientemente numerosa como para emprender la tarea, y para ello hay y, Deo volente, seguirá habiendo obispos de doctrina ortodoxa que hoy, gracias a los medios de comunicación, podrán extender su guía doctrinal y su vigilancia sobre tales esfuerzos del laicado.

 (Ilustración: Wikimedia Commons)

Segundo. Apenas se inicie el estudio de la teología de la liturgia, se advertirá, inevitablemente, que el estudio de la Sagrada Tradición debe avanzar de forma paralela, para lo cual habrá que crear las instancias necesarias. La liturgia y la Sagrada Tradición están íntimamente unidas en la Iglesia desde los primeros tiempos de la reflexión teológica, como lo muestra, de modo magnífico, aquella fórmula cuyo significado es de incalculable profundidad: “lex orandi, lex credendi”. Es en la liturgia donde se concreta y resume, como en su forma más venerable, la Sagrada Tradición por la que Dios, no menos que por la Sagrada Escritura, se nos revela. En este lugar privilegiado se encuentran, se arraigan y se apoyan mutuamente las dos formas ortodoxas de la cristiandad, la oriental, de expresión griega, y la católica, de expresión latina. Por ello es que, comprensiblemente, la heterodoxia va inevitablemente acompañada, como lo muestra la historia de la Iglesia, de la ruptura litúrgica. 

La historia de las rebeliones protestantes de diverso cuño del siglo XVI y siguientes, es la historia de la interrupción del flujo de la tradición litúrgica, es decir, del apartamiento de los rebeldes de la Sagrada Tradición de la Iglesia. Y si algo hay que agradecerle a los heterodoxos del Concilio Vaticano II, es que, así como la herejía modernista estimuló la revigorización de los estudios de las Sagradas Escrituras en el siglo XIX, así la expresión litúrgica del modernismo, cifrada en el Novus Ordo, habrá de estimular los estudios de la Sagrada Tradición en el siglo XXI: no podía, al cabo, ser de otro modo por cuanto la herejía modernista, compendio de todas las herejías, rechaza la Revelación divina en sus dos fuentes, la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición. Uno de los grandes errores de catolicismo del siglo XX fue pensar que, para defender la fe, bastaba defender la Sagrada Escritura, sin darse cuenta de que igual defensa requería la Sagrada Tradición y su encarnación por excelencia, la liturgia. Hasta cierto punto se comprende este error: el modernismo dirigió sus ataques más visibles a la Escritura y, como lo atestiguan las ingenuidades estratégicas y los descuidos de dicho Concilio y de los papas “conciliares”, casi nadie advirtió el ataque modernista a la otra fuente de la Revelación que se llevaba a cabo, esta vez desde dentro de la Iglesia, con la destrucción de la liturgia. Han sido necesarios cincuenta años para que en la Iglesia comience a surgir la conciencia de este hecho capital. 

Tercero. Puesto que hoy, con un desubicado criterio democratizante, se insiste en los “derechos de los fieles”, es importante que estos hagan valer los que les reconoce el motu proprio Summorum Pontificum para pedir la celebración de la Misa en el rito romano tradicional o usus antiquior. Esto supone, con todo, la exploración del clero circundante y el descubrimiento de sacerdotes dispuestos a celebrar dicho rito. Naturalmente, el deterioro de la calidad del clero (obispos y sacerdotes) de que somos testigos hará difícil en muchas partes para los laicos ejercer ese derecho; pero, aunque se tenga la convicción de que no les será reconocido o no se accederá a las peticiones, es importante impedir que ese derecho caiga en desuetudo, en desuso. Frente a los abusos que en este ámbito cometen obispos, sacerdotes y papas, es imprescindible la parresía en los laicos.

Cuarto. La fuerza de la opinión pública en el mundo moderno se advierte también dentro de la Iglesia, donde ella no tiene, naturalmente los mismos efectos que en la polis. Y las redes sociales son, actualmente, el medio más poderoso de creación y difusión de dicha opinión, de lo cual el Vaticano parece haber tomado debida cuenta, sin mucho entusiasmo de parte de los autócratas que ahí gobiernan. Por eso es importante que los fieles creen y escriban en blogs sobre todas estas materias, de modo incesante, perseverante y competente.

Se podría sugerir todavía otros medios de ir “dando mazazos” mientras se ruega al Señor. Lo escrito es, con todo, suficiente por ahora, considerando que hablamos aquí de cosas que, miradas desde una perspectiva no de fe, sino profana, son casi utópicas. Las hemos escrito, sin embargo, porque confiamos en el Señor, cuyos son los tiempos, y porque, según ha dicho un gran santo, en este orden de cosas “soñad, y os quedaréis cortos”. 

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