martes, 2 de octubre de 2018

Por qué ser conservador es un problema

Compartimos hoy con nuestros lectores un sugerente artículo del Prof. Peter Kwasniewski sobre el problema que significa definirse como "conservador". 

El artículo fue publicado originalmente en OnePeterFive. La traducción pertenece  la Redacción. 

 El autor
(Foto: Peter Kwasniewski)

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¿Por qué el ser “conservador” no forma parte de la solución, sino del problema?

Peter Kwasniewski

Las reacciones -al menos en los Estados Unidos- a las revelaciones que ha hecho Mons. Viganò debieran alentarnos: todavía quedan obispos de fe ortodoxa que respetan los derechos humanos y la justicia divina. Además, a pesar de las malas noticias que, casi cotidianamente, nos llegan desde Roma, constatamos que hay diócesis en que las vocaciones van en aumento, y nos encontramos con florecientes comunidades religiosas tradicionalistas. Luego de décadas de amnesia, comienza a volver a las catedrales y parroquias la música sagrada. O sea, no faltan las buenas noticias, si uno se toma el trabajo de buscarlas.

Sin embargo, hay un problema de larga data que retarda el avance, ya muy atrasado, de una reforma y una genuina renovación en la Iglesia: el predominio de una postura básicamente conservadora entre los obispos, los sacerdotes y los fieles.  

Un conservador es alguien que desea conservar lo bueno que ve a su alrededor. Esto significa prolongar el statu quo, aunque corrigiendo las desviaciones más escandalosas. Pero el conservador carece de principios que lo motiven a volver atrás y a recuperar lo que se ha perdido: en efecto, no hay para él razones que lo obliguen a considerar lo perdido como más preciado, más valioso, que la constelación de cosas buenas que se dan hoy en día. (“¿Hay religiosas que usan una especie de uniforme con un crucifijo? ¡Estupendo! Que sigan así, porque no queremos que eso se pierda. Después de todo, algo es algo, y es mejor que nada”). 

Edmund Burke (1729-1797), considerado el padre del liberalismo conservador
(Foto: Wikipedia)

Por el contrario, el amante de la Tradición, comparte la mentalidad de San Vicente de Lerins, Padre del siglo V, para quien, como para una multitud de Padres, doctores y papas, la Tradición como tal es superior a las novedades: las novedades no son de fiar, y hay que resistirlas con todas las fuerzas de que se disponga. (“Si las monjas no usan hábitos con velo y todo, es el momento de enfrentarlas con la siguiente alternativa: o se atienen al hábito tradicional, o se van de vuelta al mundo”). 

Por consiguiente, donde quiera que se han perdido tradiciones, el tradicionalista procura recuperarlas lo más plenamente que sea posible, en tanto que el conservador se contenta con preservar lo que lo rodea -incluso si ello es en sí mismo mediocre o si es una novedad surgida hace apenas unos pocos años-. Esto ayuda a comprender el extraño hecho de que, luego de tantas amargas experiencias y de tantas críticas irrefutables, todavía haya católicos conservadores que defienden el Novus Ordo y la música popular en las iglesias. “Estas cosas existen desde hace ya varias décadas, como se sabe, y son lo que hoy se nos da, por lo que haríamos bien en conservarlas”. 

Este es el porqué del conservadurismo que, al cabo, se revela como una versión más lenta, menos autoconsciente, del liberalismo. El liberalismo sostiene, como principio, que el cambio es intrínsecamente bueno, por lo que, mientras más rápido sea, mejor -siempre que el cambio implique, de algún modo, un alejarse de la Tradición-. El conservadurismo pone, como principio supuestamente contrario a lo anterior, el que es mejor retener lo que uno ya tiene, que renunciar a ello sin dar pelea. Pero aquí el conservador no se da cuenta de la existencia de un problema: en virtud del liberalismo predominante, cada vez se renuncia a más y más cosas buenas, y se las debilita y se las olvida, por lo general, con cada año que pasa, al punto de que cada vez hay menos cosas que conservar. 


Esta es la razón por que el conservadurismo es un liberalismo en cámara lenta. Lo que los conservadores conservan, lo hacen por la fuerza de la costumbre y por libre opción, pero no por un principio suficientemente firme como para que resulte intransigible. A medida que la verdad se va perdiendo de vista y la gente se acostumbra a perderla, el conservador carece de un terreno firme donde pisar: simplemente se retuerce las manos al ver que se demuele cosas hermosas y se las despacha. (A veces ocurre algo peor: el conservador pierde los estribos defendiendo celosamente atroces novedades que él mismo hubiera detestado hace algunos años. Hemos sido testigos muchísimas veces de fidelidades así de extrañas. Por ejemplo, está mal lavar los pies a mujeres durante la Misa del Jueves Santo, pero sólo hasta que el Papa dice que es lo correcto. Repentinamente aparecen argumentos para respaldar esta novedad, como si ella hubiera sido lo correcto desde siempre…). En cambio, la adhesión a la Tradición va más allá de la conservación de cualquier cosa buena, por mínima que sea, que exista hoy día, y exige amar y defender valientemente la herencia que se ha recibido y que no debiera ser dilapidada. Y si se ha perdido parte de esa herencia, el tradicionalista sabe que hay que restaurarla con infatigable esfuerzo y haciendo frente a cualquier oposición.

De acuerdo con esto, los tradicionalistas son y tienen que ser, por la naturaleza misma de su adhesión a la Tradición, reformadores en el mismo sentido en que lo fueron figuras como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila. Donde quiera que un tradicionalista observa un apartamiento serio de la Tradición, lucha para reinstaurar lo que es venerable. “¿Qué importa que hayamos tenido cincuenta años de Misas Novus Ordo en vernáculo, dichas de frente al público y con mala música? Ello no es nada si se lo compara con los más de 1.500 años de Tradición. Tenemos que volver a todo aquello que es católico del modo más rico y más perfecto”.

(Imagen: Bible.ca)

El problema se reduce a lo siguiente. Si alguien no entiende la Tradición, sea como principio formal, sea como contenido material, no puede advertir lo que está mal en el statu quo, no tiene puntos de comparación, no hay proporcionalidad. Si alguien adhiere a algo no en virtud de un principio sino sólo por sentimentalismo o costumbre, tarde o temprano ello le será arrebatado. Y se merecerá que le sea arrebatado. Lo contrario es también verdadero: si alguien adhiere a algo porque es verdadero y bueno y bello, jamás le será arrebatado del espíritu y del corazón, aunque se lo haga desaparecer del mundo y se desaten persecuciones. A su debido tiempo, el Señor hará resucitar aquello de entre los muertos y le dará nueva vida, a pesar de todas las predicciones de los “expertos”.

Debido a que los “mejores” obispos hoy día son meros conservadores y no amantes de la Tradición, tienen pocas ganas de recuperar, de restaurar, de transmitir la herencia en toda su plenitud. Me parece que se pueden sacar tres lecciones de esta falla: (1) esos obispos no están íntimamente familiarizados con la Tradición ni con todo lo que se ha perdido; (2) no tienen deseos de conocer su valor, ni siquiera de investigar qué clase de tragedia su pérdida podría significar; (3) están satisfechos con el statu quo, supuesto que se lo preserve de cosas que consideran obvios excesos o distorsiones.

En relación con este último punto, hace aquí su ingreso el subjetivismo, porque aquello que se considera una desviación variará grandemente de un conservador a otro. Por ejemplo, un conservador podrá ver lo que los ministros extraordinarios de la Comunión y las "monaguillas" realmente son: una ruptura que ofende una tradición unánime de Oriente y de Occidente, que data desde los más antiguos registros litúrgicos y canónicos que han llegado hasta nosotros; en tanto que otro conservador podrá considerar tales prácticas como decisiones puramente administrativas o burocráticas, sin repercusiones graves. Y así es como los conservadores terminan perdiendo su influencia, porque la ausencia de una adhesión a la Tradición basada en principios, los deja divididos, indecisos, dudosos de trazar cualquier línea clara. Esperan…, y observan…, y pierden el catolicismo año tras año.

Así pues, son argumentos de la cobardía o, al menos, de una triste falta de imaginación, tanto el decir “simplemente no es posible hoy, o en esta época, implementar esta reforma o aquélla”, como el decir “ha pasado demasiado tiempo, ya no podemos recuperar tales creencias o prácticas”, o como el decir “como se sabe, lo mejor es enemigo de lo bueno”. Sí: pero lo malo o lo peor son también enemigos de lo bueno. Continuamente se revive cosas antiguas, como la lengua hebrea en Israel, de modo que ¿por qué nos ponemos limitaciones a nosotros mismos, y especialmente a Dios, acerca de lo que es posible o imposible? ¿Se puede saber si algo es posible antes de intentarlo o de rezar porque suceda?

Todo movimiento reformista serio en la historia de la Iglesia ha surgido teniendo en contra todas las probabilidades, y ha vencido por la gracia de Dios. Todo movimiento serio de reforma se ha basado en tradiciones anteriores que se había perdido, oscurecido o diluido. Las victorias de que gozamos en este valle de lágrimas serán siempre temporales, pero no son menos reales por el hecho de no ser eternas, y se las logra con una fe inclaudicable, esperando contra toda esperanza, y con una aguerrida caridad que busca lo mejor y arremete contra el mal.

Władysław Barwicki, El asesinato de San Estanislao (1902), Iglesia de San Estanislao (Piotrawin, Polonia).
(Imagen: Catholicvs)

Si no luchamos por la Tradición, vamos a terminar peleando por el statu quo de ayer, que va de peor en peor a medida que pasan las décadas sin Dios de este mundo secular post-cristiano y, aunque sea triste decirlo, empeora con el paso de los numerosos clérigos post-cristianos dentro de la Iglesia. Y así es como tenemos la experiencia o el conocimiento de parroquias en que las cosas no parecen mejorar nunca, sin importar cuán buenas sean las intenciones del nuevo párroco. Lo que ocurre es que allá afuera, en ese mundo en que mayoritariamente viven y respecto del cual pelean liberales y conservadores, el baremo, el estándar del catolicismo, está naufragando, con mayor o menor rapidez: no existe una fuerza ascendente de Tradición que le impida hundirse en la Gehenna. 

¿Por qué permite la Divina Providencia el catastrófico pontificado actual, con todos los males que ha producido o que ha traído a la luz? Creo sinceramente, en la medida en que uno puede discernir los misteriosos caminos de Dios, que El por todas partes está haciendo a los católicos de verdad un severo llamado a despertar: abandonad el barco que se hunde del catolicismo del Vaticano II; abandonad la liturgia prefabricada de Pablo VI; abandonad la confusa teología que quiere dejar contento a todo el mundo; abandonen los compromisos morales con lo mundano; regresen al puerto seguro, amplio y reparador de la Tradición, de la doctrina tradicional que se encuentra en las Sagradas Escrituras, en los concilios dogmáticos y en innumerables catecismos antiguos; vuelvan a la moral tradicional ejemplificada por las vidas y exhortaciones de los santos; a la teología tradicional tal como fue practicada por los Padres de la Iglesia y los doctores y, lo más importante, vuelvan a la liturgia tradicional, que nos viene desde antes de San Gregorio Magno (muerto en 604), que continúa con San Pío V (Quo primum tempor, 1570) y se prolonga hasta hoy, transmitida y recibida como una herencia preciosa, sin ningún quiebre masivo, sin reconstrucciones según el espíritu de los tiempos.

Cuando todos los esfuerzos son pastorales y la teología no cumple ninguna función
(Imagen: Churchtimes)

Si esta crisis nos dice algo, es lo siguiente: dejad de pretender que la Iglesia puede hacer lugar a la modernidad y su plétora de errores, por mucho que se lo maquille todo con un lenguaje piadoso y con vagas apelaciones a la hermenéutica de la continuidad. Dejen de confiar en que el aggiornamento, a pesar de las frecuentes confesiones de sus abogados y de las innumerables ruinas acarreadas por sus ideas, significó sólo una puesta al día de cosas secundarias y no tocó la esencia de la fe. Dejen de creer que pueden servir a dos señores: “¿Qué armonía cabe entre Cristo y Belial? ¿O qué parte tiene el creyente con el infiel?” (2 Cor 6, 15).

En resumen: renunciad al conservadurismo. Si alguien todavía es “católico a la Juan Pablo II”, o “católico a la Benedicto XVI”, es tiempo de que se convierta en católico, simplemente; en ese tipo de hombre de fe que hubiera podido encontrarse y tenerse por tal en cualquier época anterior a nuestra aciaga generación postconciliar. Reemplace el liberalismo descremado por la leche entera de la Tradición. Comience la muy ansiada renovación de la Iglesia alimentando su alma en la fiesta que Dios ha venido preparando para nosotros en los últimos 2.000 años, “un banquete de sabrosos manjares, un banquete de vinos añejos, manjares suculentos y vinos exquisitos” (Is 25, 6). En cuanto a las novedades recientes, lo que parece conveniente -lo que, en realidad, parece inevitable- es dejar a los muertos que entierren a sus muertos.  

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