martes, 20 de noviembre de 2018

Robert Spaemann: Recuerdos de Hayingen

Les ofrecemos hoy unos recuerdos del filósofo Robert Spaeman sobre Hayingen, un pequeño pueblo del estado Baden-Wurtemberg (Alemania) situado en la zona montañosa del Jura de Suabia, entre los ríos Neckar y Danubio, donde vivió su abuela. La crónica de esos años previos a la Segunda Guerra Mundial sirven de pretexto para reflexionar sobre lo que él llama la "musealización" de las cosas, vale decir, un mero conservar lo que existe para preservarlo para las generaciones futuras, sin que ellas se hagan propias. Ese es uno de los riesgos que corre la Misa tradicional: ser celebrada sólo como el recuerdo de algo que fue, y no como parte integrante del tiempo en que vivimos. Porque siempre hay que recordar que la Tradición es la conservación de lo vivo útil, de suerte que el rito comporta algo que forma parte de nuestro día a día. 

 Robert Spaemann (2015)

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Recuerdos de Hayingen

Robert Spaemann

Para mí fue un sueño paradisíaco la primera visita a mi abuela en el verano de 1938. Por entonces acababa de mudarse a una vieja casita de Hayingen, una ciudad de seiscientas almas en el Jura de Suabia. Yo tenía once años, y hasta entonces desconocía la vida en el campo. Después de las vacaciones tuve que redactar una disertación escolar sobre lo vivido en ellas. Escribí acerca del primer encuentro con este tipo de vida, y aquel trabajo lo recuerdo como mi primer fragmento de poesía, de acuerdo con mis propias medidas y posibilidades. Intenté evocar algo de la belleza de un mundo que en mi corta retrospectiva se manifestaba como la última sentencia de una milenaria vida rural, el último rastro de un mundo que definitivamente ya no existe en nuestro país.

Dos años más tarde puede participar durante seis meses de esa sencilla forma de vida; trabajé con labradores y recibí lecciones privadas del maestro del pueblo y del párroco, en matemáticas y en latín, durante un período sin clases en la escuela. Para tener dos horas de clase debía ir corriendo a buscar a un joven párroco a otro pueblo. En invierno me dejaba pernoctar en su casa. Celebraba los domingos y las fiestas con todos, y organicé con gente de mi edad un grupo de teatro. Los fines de semana distraíamos a la gente del pueblo con nuestras pequeñas funciones en un granero.

Imaginaba que el “Teatro natural” de Hayingen –que hoy es conocido en toda la región- regresaría con esa pequeña iniciativa. Los muchachos de Hayingen habían encontrado el gusto a la representación teatral. ¡Y los domingos! Los domingos incluso las gallinas cacareaban de forma distinta a los días laborables. Todo era distinto. A la Misa acudía casi toda la pequeña ciudad. En todo caso los hombres permanecían delante de la iglesia de pie, y charlaban hasta que terminaba la homilía, cuando comenzaba propiamente la Liturgia. En verano anunciaba el párroco desde el púlpito una eventual dispensa de la prohibición de trabajar en domingo cuando por la circunstancia climática lo exigía la premura de la cosecha. Que el párroco decidiera sobre esto tenía la ventaja de que no se dividiera la comunidad de los vecinos en piadosos y menos piadosos, y así también se podían ahorrar a las gentes ciertos conflictos.

 Aloysius O'Kelly, Misa en una choza en Connemara (1883)

Hasta ahora permanece en mi memoria el recuerdo de un mundo perdido. En él cada uno tenía su puesto. Allí estaban las dos pobres mujeres que tenían que contar las espigas para el pan diario. El labrador al que ayudaba en la cosecha me indicaba cuántas espigas había que dejar a esas mujeres. Ahí estaba el viejo Aurelio, ciego de nacimiento, a quien cuidaba en su casa su hermana soltera y a quien alguna vez yo le leía algo. A veces le llevaba hasta la torre de la iglesia, donde el tableteo de la maquinaria del campanario le sumía, antes del toque de las horas, en un embeleso siempre nuevo. Aún le veo ante mi frotándose las manos y reprimiendo la risa. Los días de mercado anual su hermana le arreglaba con el traje de domingo y la corbata para pedir limosna tendiendo el sobrero. Sus grandes momentos eran los óbitos. Recuerdo la muerte de un pastor que fue abatido por un rayo. Tres largos días se juntaron el pueblo y los pastores de los pueblos cercanos para el rezo del Rosario en la capilla del cementerio, y Aurelio ejercía su oficio de conducir el rezo. Y allí estaba la antigua compañera de juegos de mi madre, que de niña iba de vacaciones a Hayingen, una mujer muy guapa, ella y su hermana hijas solteras de la prestigiosa propietaria de la casa de huéspedes Bierhalle. Allí estaba el joven labrador soltero con sus dos vacas, que cada atardecer se sentaba delante de la puerta de su casa y aprendía francés, con diccionario, pero sin haber usado nunca una gramática o las reglas de pronunciación. Su mejor momento parecía llegar cuando los prisioneros de guerra franceses arribaban al pueblo. Desgraciadamente se comprobó que lo que había aprendido era totalmente inadecuado para cualquier forma de comunicación hablada.

Y allí también estaban aquellos prisioneros, que trabajaban ocupando el puesto de los hijos del labrador, que les trataba como si fueran sus propios hijos. Después de la guerra, algunos de ellos iban a de vez en cuando a visitar a su “familia de acogida” de aquella época. Durante un breve tiempo tomé parte en lo que Marx denomina “la idiotez de la vida en el campo”. Si yo realmente perteneciese a ese mundo, pronto habría sentido la necesidad de salir de él. Pero también sabría hacia dónde tenía que dirigir mis pasos si quería ir a casa.

Ese mundo ya no existe. Y la desaparición es preferible a la perpetuación museística. Me resultaba extraña la idea -desarrollada en el círculo de Ritter, ante todo por mi amigo Hermann Lübbe- de que la musealización fuese una forma plena y legítima de preservar los orígenes. Por lo que a mí respecta, no pude alegrarme después de la guerra con la reconstrucción en Münster de la Plaza del mercado, entre el Ayuntamiento y la iglesia de San Lamberto. Vistas con más detalle, las fachadas que se volvieron a levantar eran tan solo imitaciones, bambalinas. Los gigantescos ventanales que lucían los comercios que había en la mayor parte de la plaza ya no estaban cubiertos, sino que se percibían inmediatamente por debajo de las casas, que sobresalían por detrás. Yo estaba en contra del nuevo Teatro local, que por fuera no conservaba ninguna reminiscencia del antiguo destruido, a excepción –como alguien ha señalado- de las ruinas del muro antiguo en el patio interior.

 Ayuntamiento de Hayingen
(Foto: Wikimedia Commons)

Mi informe sobre la modernidad tiene sus raíces en la veneración de lo que se fue a pique. Siempre me ha conmovido profundamente el motivo por el que los atenienses fundaron su democracia. El último rey, Kodros, había ofrecido su vida por Atenas y nadie fue estimado digno de sucederle. Este hecho constituye la más hermosa justificación de la democracia que conozco.

En cuanto a la conversión en museo, he aquí una bonita historia. Hace unos años, el ayuntamiento de Stuppach decidió –no sin oposición ni debate- prestar su famosa Madonna, de Grünewald, a la Galería estatal de Stuttgart, durante unas semanas, que la expuso en un lugar preferente, como si fuese una especie de Mona Lisa de Stuttgart. Poco después de su instalación en el museo, llegó una delegación del ayuntamiento de Sttupach y pidió al director que les mostrara “su” Madonna. El director cayó en una mezcla de confusión y estremecimiento cuando los visitantes espontáneamente se arrodillaron y cantaron un himno a la Virgen.

 Mathias Grünewald, Madonna de Stuppach (1514-1516)

Algo parecido sucedió con el Papa Pablo VI en julio de 1967. A la entrada de Hagia Sophia, en Constantinopla, convertida en museo, y para indignación y espanto de sus acompañantes turcos –funcionarios laicistas- se arrodilló delante del mosaico de Cristo, devolviendo así a la imagen por algunos minutos su verdadero significado.

El recuerdo más temprano que conservo de dolorosa musealización se remonta a una visita que hice a un tío mío en Núremberg. Me llevó por el hermoso casco viejo de la ciudad, realmente digno de verse. Pero lo que me repugnó, y casi me hizo sufrir con la visita, fueron los letreritos que se habían colocado ante las casas antiguas y los monumentos para informar a los turistas sobre el origen, importancia e historia de cada edificio. Esos letreritos me estropearon mi punto de alegría. Me parecían algo así como ostentosos entrecomillados con los que la ciudad se ponía a sí misma entre paréntesis. 

Pensaba: el que desee saber quién habitó esta casa o a qué finalidad servía, tendría que dejar que se le contasen, lo mismo que yo lo había oído de mi tío, o bien debería leerlo en una guía de la ciudad. Esas casas ya me parecían en gran medida destruidas, antes de que unos años más tarde fueran realmente aniquiladas por las bombas.

 Cristo Pantocrátor, Basílica de Hagia Sophia (Constantinopla)

En una ocasión Proust escribió que prefería ver las catedrales de Francia destruidas a verlas alejadas de su objetivo primordial de servicio a Dios. ¿Consigue la representación museística recrear el pasado? La pregunta también me la hago cuando ha de soportar que me llueva encima la música de las catedrales francesas. Tras la eliminación del canto gregoriano riguroso en el oficio divino, la música gregoriana hay que conservarla enlatada con el peculiar tonillo piadoso que se le endosa. No puedo evitar la sensación de burla reluciente que me produce semejante “virtualización”.

Así veía las cosas de niño sin poder expresarlo. Perfectamente expresado encontré lo que desde muy temprano sentía cuando, a propósito de la redacción de mi libro sobre De Bonald, leí la crítica de Charles Péguy al antimodernismo de los conservadores franceses. Para Péguy las gentes de la Revolución Francesa pertenecían aún a la Francia antigua: creían en la justicia. En efecto, eran hombres que sencillamente creían en algo. Por contraste, Péguy definía el modernismo como “no creer lo que se cree”: funcionalizar, por razones políticas, todas las convicciones básicas (instrumentalizarlas, subordinarlas a esos fines).

Más adelante también se me antojaba modernista Richard Rorty con su rotundo rechazo a algo así como la “verdad”, y con su definición de la ironía como el único objetivo posible que hoy ha de plantearse la educación: una relación irónica con el mundo (no tomarse nada en serio). Poner el “mundo” entre comillas. Consecuencia de esto es lo que el Papa (emérito) Benedicto  XVI ha denominado “dictadura del relativismo”.

En nuestro país [Alemania] ha penetrado de forma inconsciente una mala costumbre, ostensible en todos aquellos que a sí mismos se tienen por intelectuales: un uso inflacionario de la expresión “por así decirlo” (sozusagen) por parte de la inmensa mayoría de las personas llamadas “cultas”. Precisamente también entre los filósofos la extensión de este uso lingüístico ha llegado a ser grotesca. Ha alcanzado a los medios de comunicación, e incluso ha penetrado entre las vendedoras de las tiendas y comercios. Este uso tampoco se inhibe de poner la prudente cláusula (de relatividad) a cualquier afirmación que haya de proferirse. Si a lo largo de tres frases no ha salido aún a relucir el palabro, entonces uno ya no puede contenerse y se hace preciso mascullar algo parecido a: “está lloviendo, por así decirlo”.

Nota de la Redacción: El texto está tomado de Spaemann, R., Sobre Dios y el mundo. Una autobriografía dialogada, trad. de José María Barrio Mestre y Ricardo Barrio Moreno, Madrid, Ediciones Palabra,  2014, pp. 27-33. En el proceso de edición se han castellanizado algunos nombres propios y denominaciones geográficas que en el original figuraban en alemán.

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