miércoles, 23 de enero de 2019

¿Por qué la Santa Misa se dice “de cara a Dios” y de "espaldas al pueblo"?

Les ofrecemos esta semana la primera respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué ella se dice coram Deo y no coram populum (véase aquí el listado de preguntas).

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Una de las tradiciones litúrgicas más antiguas, de cuya existencia hay absoluta seguridad desde los mismísimos primeros años de la Iglesia, es orar a Dios de cara al oriente. Esta postura tiene antecedentes en el mundo del Antiguo Testamento, y se explica por cuanto, tanto en él como en el Nuevo Testamento, el culto divino que, por ser los seres humanos dotados de un cuerpo que se ubica en el espacio de acuerdo con los puntos cardinales, se dirige hacia donde nace la luz, es decir, el oriente, que representa a Dios.

En otros términos, Dios y Cristo, concretamente, es la luz con que nace el día que ilumina al mundo y que aparece en el oriente. El occidente, en cambio, es el reino donde la luz termina y, en ese sentido, es el punto donde se inicia la noche. Hay en todo esto un lenguaje no verbal, un lenguaje “cósmico”, que es extraordinariamente elocuente (tanto los judíos como otros pueblos oran también vueltos hacia el oriente).

Por esta razón, apenas los cristianos tuvieron, incluso ya durante las persecuciones, oportunidad de edificar templos, ubicaron en ellos los altares de modo que la Misa se dijera de cara al oriente, hacia donde se volvía no sólo el sacerdote sino, con él, todos los fieles. No se trata, pues, de que el sacerdote diera la espalda a los fieles, sino que tanto él como éstos estaban todos vueltos hacia el mismo lugar. Del mismo modo, quienes caminan todos juntos en una misma dirección, dan la espalda a los que vienen detrás, pero ello es inevitable si lo que importa es llegar al punto al que todos se dirigen. Podría añadirse a esto otra imagen: el sacerdote, que conduce a los fieles y va adelante, inevitablemente tiene que darles la espalda si es que los guía en la dirección correcta a donde todos quieren ir.


El papa Pablo VI celebra la Santa Misa en la Basílica de la Anunciación durante su viaje a Tierra Santa (1964)

Este lenguaje verbal dice muchas cosas, y la principal es que el acto máximo de culto de la Iglesia, que es la Santa Misa, se ofrece a Dios y se centra en Él que, figurado en la luz, surge en el oriente.

Del mismo modo, el que el sacerdote se vuelva no hacia Dios en el oriente sino hacia los fieles donde quiera que éstos estén, quita al culto su centro propio: ya no está de cara a Dios, sino de cara a los hombres que asisten al culto. Es imposible no advertir aquí un giro de incalculables consecuencias en el significado del culto: éste se vuelve, de ser teocéntrico, antropocéntrico; el centro ya no es Dios, sino el hombre. No es a Dios que, en tales circunstancias, se dirige el culto, por mucho que las palabras digan otra cosa, sino al propio hombre; es un culto centrado en el hombre mismo. Dios queda dejado fuera de su lugar propio; el culto se hace un culto descentrado. Aquí el lenguaje no verbal -la postura, la orientación- dice más que el verbal.

Por lo general, todas las iglesias catedrales tienen el altar mayor orientado de tal forma que, en la santa Misa, tanto el sacerdote como los fieles, estén de cara al oriente, o sea, de cara a Dios. Cuando por diversas circunstancias, siempre excepcionales, ello no es posible, la Santa Misa se dice teniendo el sacerdote al frente un crucifijo, que viene a ser una especie de “oriente litúrgico”: en este caso, el centro del culto sigue siendo Cristo, no los fieles.

Por otra parte, el que el sacerdote diga la Santa Misa dando la espalda al pueblo -como hemos dejado sugerido ya, esto no significa despreciar al pueblo- ayuda a los fieles a poner la mirada interior en Dios mismo y, concretamente, en el crucifijo que está sobre el altar, y hacia el cual el mismo sacerdote está vuelto. Pero cuando el sacerdote dice la Santa Misa de cara al pueblo, es la cara del sacerdote quien, por la naturaleza de la comunicación humana, adquiere importancia y precedencia: el sacerdote se transforma en interlocutor, cuyo rostro actúa como foco que lo atrae todo. Es su persona humana la que se hace relevante y ocupa el primer lugar; no es la persona de Cristo, del cual el sacerdote es un mero instrumento humano. Con esto, la personalidad humana del sacerdote pierde su carácter de humilde instrumento racional que se pone al servicio de Cristo, que es quien ofrece en realidad la Santa Misa, y se transforma en la persona principal del culto. Añádase a esto que, modernamente, el sacerdote tiene en sus manos o a su alcance el micrófono, y se advertirá que, de este modo, su persona adquiere la importancia de un protagonista, o de un presentador de televisión, o de un “animador” de espectáculos. La persona del sacerdote ya no se hace transparente, permitiendo que los fieles miren a Cristo a través de él, sino que se hace densa y opaca y detiene en sí misma la mirada de los fieles.



El verdadero culto católico, desde la más remota antigüedad, ha sido un culto centrado en Dios; con el sacerdote vuelto hacia el pueblo, se ha perdido esta referencia religiosa fundamental del culto.

Por eso, muchos pensadores cristianos creen que el paso primero y más importante para restablecer la sacralidad del culto es que el sacerdote vuelva a ponerse “de cara a Dios”, igual que el resto del pueblo, al cual él pertenece.

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