jueves, 17 de octubre de 2019

Un problema innecesario

Les ofrecemos hoy un artículo publicado en 2016 por el Dr. Peter Kwasniewski, que no ha perdido su actualidad desde entonces. Aborda una cuestión no siempre fácil de solucionar, como es la relación con la Tradición en un mundo que es hostil a ella y donde cultivarla parece un ejercicio de conservación histórica.  Son muchos los que, aun admirándola, ven imposible poseerla de nuevo, porque se trata de algo que ya se ha ido. El autor nos invita a dejar de lado este falso problema, abrazando la Tradición como nuestra verdadera "casa común". 

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original.


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La innecesaria problematización de nuestra situación

Peter Kwasniewski

¿Somos huérfanos? En el Evangelio de la Vigilia de Pentecostés (según la forma extraordinaria), Jesús nos asegura que no nos dejará huérfanos: “No os dejaré huérfanos, Yo vendré a vosotros”. Mediante su Espíritu, Él nos guía, guía a la Iglesia, hacia la plenitud de la Verdad.

Pero si esto no ha de ser meramente una banalidad piadosa, habrá necesariamente de significar algo: el Espíritu realmente bendice a la Iglesia con dones en cada una de las etapas de su peregrinar. Estos, además, son acumulativos: su efecto perdura en el tiempo, tal como su eco resuena en la eternidad. Cada época hereda los dones de los santos que han vivido antes (y, lamentablemente, también sufre por los crímenes y vicios de los pecadores que han vivido antes). No damos honor al Espíritu Santo o a Nuestro Señor Jesucristo si consideramos que cada época es tan diferente, tan grande, tan nueva, tan caótica, que no le queda sino partir desde cero, cortar las cuerdas que la atan al pasado, rechazar o desechar los dones de la Tradición en una apuesta por “modernizarse”, que es lo mismo que decir hacernos huérfanos o extranjeros en nuestra propia casa. En verdad, tal forma de ver las cosas sería lo único que jamás podría constituir un don del Espíritu Santo. 

Manejando cierto día mi automóvil, oía, en la National Public Radio, una pieza de la banda de rock que se presentaba en México antes del comienzo de la Misa papal. Este incidente me pareció elocuentísimo sobre la situación general que vivimos: se trataba de una visita del Vicario de Cristo, Sucesor de San Pedro, heredero del Pescador, quien se preparaba para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, el supremo acto de culto sobre la faz de la tierra, fuente y cima de toda nuestra vida cristiana, el eje sobre el cual gira el cosmos mientras llega el Día del Juicio: es lo más tremendo que podría haber ocurrido y que ocurrirá jamás, “el misterio divino, santo, purísimo, inmortal, celestial, creador de vida y tremendo de Cristo”, como exclaman, en éxtasis, nuestro hermanos orientales. Y… era precedido por un concierto de rock, no enteramente distinto, con toda probabilidad, de la música (¡llorad, oh Musas, por abusar de vuestro dulce nombre!) que se iba a interpretar en la Misa misma. Este tipo de contradicción surrealista, este absurdo inmensamente grande, es tan típico de nuestra época que ya casi nadie lo considera noticia. 

Hoy, entre algunos católicos de refinada educación, especialmente aquellos que estudian las artes liberales y los “Grandes Libros” y que, por tanto, dedican mucho de su tiempo a considerar el pasado, he notado un extraño fenómeno, una especie de atormentada o insegura relación con la Tradición, como si la admiraran y sintieran el deseo de recuperarla, al mismo tiempo que temen que ya es absolutamente imposible poseerla de nuevo. Son capaces, en cierto momento, de decir cuán bellas y cuán llenas de significado son las costumbres, las oraciones, las liturgias, y al momento siguiente menearán la cabeza refiriéndose a “esa gente equivocada que quiere hacer regresar todo eso, cuando hoy la Iglesia está haciendo algo diferente”, como si la conservación de las tradiciones laudables significaran “detener el reloj”, cosa que, como nos lo asegura Charles Taylor, es imposible.


Así pues, a pesar de que la saludable herida de la belleza y el aguijón de la nostalgia nos hacen señas, de parte de Dios, de ingresar a los amplios espacios abiertos de la Tradición cristiana, terminamos con la sensación de estar atrapados en el encierro de la basura tardo-moderna. Y tratamos de satisfacernos con el magro consuelo de que, si bien lo que tenemos es de segunda categoría, al menos es nuestro. Se supone que esto nos dará seguridad y, de algún modo, nos protegerá contra las tentaciones del escapismo o del elitismo.  

Sostengo, sin embargo, que esta actitud es una manifestación de desaliento que, como nos enseña Santa Teresa, es una forma de orgullo. Aunque parece humildad decir que estamos atascados con nuestro producto de segunda categoría y que no debiéramos aspirar a grandezas, esta actitud contrasta agudamente con la verdadera humildad del artesano que dice “esta antigua silla es preciosa. Voy a copiarla lo mejor que pueda”. ¿Existe, acaso, alguna norma en alguna parte que diga que un gran artista no debiera comenzar por copiar la obra de sus antecesores? Por el contrario, como lo sabe cualquiera que estudie historia del arte, aquello es exactamente el modo cómo todos los grandes artistas han empezado: como humildes aprendices, aprendiendo, absorbiendo, imitando, bebiendo copiosamente de la fuente del pasado.

Por cierto, tampoco existe ninguna norma que diga que no podemos creer, decir y hacer lo que nuestros antepasados creyeron, dijeron e hicieron. De hecho, sería una necedad actuar de otro modo. Nuestro catolicismo se convertiría en una especie de sol de Heráclito, que muere cada día para que uno nuevo pueda nacer con la mañana siguiente.

En realidad, o hay continuidad con nuestra Tradición, que garantiza abundantes frutos, o hay ruptura y corte con ella, lo que trae problemas exponencialmente más complejos. ¡Tanto de lo que ha acontecido en el último medio siglo ha diluido, distorsionado, dividido o, de algún modo, innecesariamente complicado el catolicismo, con el pretexto de que debe cambiar, ponerse al día, adquirir nuevos aires, excluir el pasado y decir adiós a la certezas dogmáticas! La perspectiva neo-católica nos deja abandonados a una confusión en que andamos a tientas, en que nuestra fe puede ofrecernos sólo mantras, o benevolencia, ayuda mutua y una religiosidad genérica.

Tales pecados contra la Verdad y la Tradición nos entregan el salario de la muerte: muerte de la liturgia y de la oración, muerte de las vocaciones sacerdotales y religiosas, muerte del trabajo misionero, muerte del matrimonio y de la familia, muerte de la educación, muerte de la cultura de la belleza. La vida, la vitalidad de la Iglesia por su misma naturaleza, nos llegará de la humilde acogida de la Verdad y de la Tradición, o no nos llegará jamás.

Reflexionando sobre todo esto, me he preguntado de dónde proviene el fenómeno de nuestro orgulloso apego a nuestra mediocridad moderna. ¿Por qué hay gente, inteligente en otros aspectos, que problematiza la situación de la Iglesia y del católico en el mundo moderno, que se agarra la cabeza a dos manos frente a problemas insolubles, sintiendo la tentación de plegarse a las manías y modas, y poniendo obstáculos a la quieta, pequeña voz que nos llama a volver al magno tesoro de los siglos?

Uno se pregunta si este hábito de inventar problemas o excusas no será una forma de resistencia -inconsciente o semi-consciente- ante la única acción sana que nos está disponible, es decir, sumergirse profunda y humildemente en la Tradición católica, en todas esas prácticas, costumbres, rituales, oraciones, artes y ciencias que nos fueron transmitidas de siglo en siglo hasta antes de la revolución del Concilio Vaticano II y sus secuelas. Quizá hay temor, ansiedad y rechazo a romper con ciertos supuestos, comodidades, alianzas o mitologías. Quizá han existido malas experiencias con tradicionalistas traumatizados, que irradian mal humor más que gozo.

Sea ello como fuere, oremos y trabajemos, abriéndonos camino más allá de esta tendencia -y quebrándola- a problematizar lo que es obviamente bueno, santo, y sublime, en vez de rendirnos ante ella y abrazarla sin reservas. Se da por entendido que el diablo hará todo lo que pueda para impedir esta conversión, porque con cada alma que se convierte, la Tradición vuelve a vivir entre nosotros, y trae nueva vida a un mundo envejecido.

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