sábado, 21 de noviembre de 2020

El hombre moderno y la Tradición

Les ofrecemos hoy un artículo publicado hace ya cuatro años por el Dr. Peter Kwasniewski, el cual no ha perdido vigencia. El argumento es que siempre es posible recuperar la Tradición, sin importar cuán roto parezca el vínculo con ella. Los elementos son muy similares a los que propone John Senior en La restauración de la cultura cristiana y consisten en acudir al patrimonio literario, ascético y de piedad que ha ido desarrollando la Iglesia por siglos. 

El artículo fue publicado en The New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan la versión original. 

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¿Está el hombre moderno irreparablemente separado de la Tradición?

Peter Kwasniewski 

Algunos pensadores modernos -pienso especialmente en Charles Taylor- escriben, a menudo con una suerte de melancólico fatalismo, sobre cómo el hombre moderno está irremediablemente separado de sus raíces antiguas y medievales, y sobre cómo hemos logrado grandes beneficios materiales políticos a expensas de nuestra vida espiritual y cultural (lo cual me huele, debo admitirlo, a pacto con el diablo). Lo más importante es que esos pensadores hablan como si estuviéramos sentenciados a permanecer en esta prisión del presente a pesar de los deseos y aspiraciones que podamos tener, y a pesar de lo mucho que éstos parezcan sintonizar con los deseos y aspiraciones de la gran tradición que nos precedió: “no podemos volver atrás”[1]. Es como si se hubiera transferido al terreno de la historia y de la cultura ese infranqueable abismo que hay entre Lázaro en el seno de Abraham y el rico condenado a sufrir.


Esto, advierto, es una forma de desaliento, y el desaliento, como nos enseña santa Teresa de Lisieux, es una forma de orgullo. Es el lenguaje de los soberbios, no de los humildes. Como  G.K. Chesterton lo ha dicho tan bien: “Lo malo es, me parece, que avanzamos porque no nos atrevemos a retroceder…, a arrepentirnos y retornar. El único paso hacia adelante, es el paso hacia atrás”[2]. Dennis McInerny desarrolla la misma idea:

Digamos que, en lo que se refiere a un asunto cualquiera, no estamos al presente donde verdaderamente debiéramos estar. En algún momento del pasado, lejano o próximo, tomamos la curva equivocada, y terminamos en un camino que nos condujo a una mala situación […] Necesitaríamos retroceder, volver a aquella encrucijada en el camino donde tomamos la curva equivocada […] Seguir por el camino que nos ha conducido a una situación claramente mala sólo terminaría llevándonos a situaciones todavía peores […] Hay momentos en la vida en que el único camino racional y responsable por el que podemos avanzar, es retroceder, volver al punto donde nos desorientamos y comenzamos a ir en la dirección errónea[3].

No se puede retroceder en el sentido de vivir de nuevo o recrear el pasado en cuanto pasado, pero sí se puede, y se debe, volver al pasado en busca de aprender, de modelos probados y verdaderos para una vida digna de confianza. Se mira al pasado para traer algo de su fuego y de su espíritu al presente y para las futuras generaciones. Pensar que estamos del todo varados en nuestra época, separados de los beneficios e influencias fecundos de la Tradición, es una peculiar forma de soberbia moderna y, quizá, una sutil forma de vanidad: queremos vernos a nosotros mismos como diferentes a todas las épocas pasadas y, por lo tanto, liberados de nuestras obligaciones para con nuestros predecesores, o sea, la obligación fundamental de receptividad agradecida que todas las generaciones cristianas deben tener por el legado recibido. Creer que debemos abrirnos hacia adelante un camino sin continuidad con el pasado, es un error pernicioso y, en el fondo, una negación de nuestra dependencia, como creaturas, de todas las causas que contribuyeron a que seamos lo que somos y que continúan actuando.

Hay determinada visión de la modernidad que se transforma en una especie de excusa para abandonar el arduo trabajo de preservar, cultivar y traspasar fielmente la Tradición. Sin duda, estamos enfrentando desafíos nuevos, niveles y grados nuevos de ruptura con nuestro pasado cultural y religioso.  Sin duda, existen nuevos elementos humanos en el gran crisol de nuestra época que requieren un juicio atento y una ágil adaptabilidad. Sin embargo, los ingredientes básicos de la vida cristiana siguen siendo los que nos proporciona nuestra común naturaleza humana, así como también el depósito de la fe apostólica, el milenario pensamiento teológico, los monumentos eclesiásticos, la capacidad de la razón humana de resonar con la verdad donde quiera y cuando quiera que se la encuentre y, sobre todo, el anhelo del corazón de pertenecer a una familia que tiene, y sabe que tiene, su propia y orgullosa historia. Algunos de estos ingredientes podrán ser mirados con desprecio por algunos durante algún tiempo, pese a que siguen ejerciendo su poder, un poder que les es inherente y siempre susceptible de ponerse nuevamente en pie. Es papel de los poetas, los filósofos, los sacerdotes, entre muchos otros, reavivar esta fuerza inherente, de mantenerla vivamente despierta para que podamos vivir vidas verdaderamente humanas y divinizadas. Sin una conexión viva y ardiente con los antecedentes de nuestro viaje histórico y metafísico, nos perderemos como individuos, vagando, pereciendo, buscando agua donde no hay más que yermo.

Es muy elocuente el que, a lo largo de la historia, los movimientos de reforma siempre han mirado hacia atrás: a la edad apostólica (como cuando las órdenes religiosas modelan, concienzudamente, su estilo de vida según el modelo dado en los Hechos de los Apóstoles); o a los orígenes del monacato en el desierto o la soledad; al espíritu y regla de sus fundadores; a los Padres de la Iglesia, los concilios, los anales de los santos. Forma parte de la esencia misma del cristianismo mirar hacia atrás y hacia adelante y, de modo paradójico, mirar al futuro sólo a través del pasado. Esto es lo que se llama “la fuerza vinculante de la Tradición”, que libera, a quienes vincula, de las manías y modas de su propia época particular y de sus puntos ciegos o prejuicios. Para un católico auténtico, no sería jamás legítimo hacer a un lado a grandes porciones de la tradición heredada, ya sea artística, intelectual, litúrgica, o lo que fuera.

Sí, es posible realzar el vasto tesoro que heredamos, pero lo hacemos aumentándolo, no suprimiéndolo, o desmantelándolo, o destruyendo sus contenidos, o tildándolos de imposiblemente distantes e irrecuperables. Puede que haya tiempos en que tal o cual componente de nuestra vida cristiana necesita modificarse, pero esto se hará rara vez, y siempre con reverencia y de modo conservador. Cosas nuevas emergerán de las antiguas, de un modo suave y orgánico, no violento ni mecánico ni auto-flagelante.

En mi última visita a cierto monasterio benedictino en Italia, pude observar un notable ejemplo de esta pacífica y fructífera continuidad con la antigua tradición, que se hace vibrantemente presente de nuevo en nuestro medio, como algo que es nuestro pero no meramente nuestro. Hay un pintor profesional que vive con los monjes, pintando sistemáticamente las paredes y cielo raso del refectorio del monasterio para beneficio de los monjes y de los invitados a la mesa. Su obra es exquisita, como si hubiera desaparecido por milagro el lapso de siglos que nos separa de la época de Giotto o Fra Angelico, y no obstante toda la iconografía en ella fue solicitada por la propia comunidad, y no aparece en ninguna otra parte en esta combinación de Antiguo y Nuevo Testamento y narrativa benedictina. Lo antiguo, lo nuevo, lo tradicional y lo único se integran armoniosamente, como es lo que se pretende. He aquí dos fotos de la obra de este artista, recién concluida:



Problematizar la Tradición, imaginarse que nuestra relación con ella tiene que ser complicada, tortuosa, dubitativa, llena de ansiedad y agonía, como si tuviéramos necesidad de apologías o de excusas o de razones plausibles para amarla, es uno de los síntomas más graves de la enfermedad del hombre moderno, que problematiza la Tradición hasta el punto de que quiere que ella sea un problema, porque piensa que, de algún modo, esto lo liberará para vivir una vida propia más “auténtica”. Se trata, en otras palabras, de una sed de autonomía, de estar libre precisamente de esos vínculos que nos perfeccionan como seres sociales y espirituales. El hombre occidental moderno a menudo vive según la opinión y según el sentimiento de que “todo depende de nosotros”. Pero la belleza de la Tradición es que, fundamentalmente, no depende de nosotros, sino que estamos en la posición de quien recibe, no de inventores o fabricantes. Y aunque tenemos que usar nuestro libre albedrío para recibir, podemos libremente ejercitar la humildad y la gratitud escogiendo, una y otra vez, hacer buen uso de los tesoros de la teología, de la espiritualidad y de la liturgia que nos han sido legadas[4]. Como dice el educador Michael Platt:

Las revoluciones en las costumbres y en la moral a menudo comienzan con sólo una o dos personas que dicen “no” a algo. Los seres humanos a menudo se asemejan a un ejército que huye y que no regresará jamás sino hasta que un soldado se detenga y pelee. Se dice a veces “no se puede resucitar el pasado”, pero sí se puede, y las edades fuertes, como el Renacimiento y la Reforma, lo que hacen es precisamente eso, revivir y renovar algo que se ha perdido u olvidado y que es bueno[5].

En toda auténtica sociedad cristiana, la aristocracia espiritual de los santos, y no la tecnocracia de los más recientes expertos, es la que estará en posición de mando. Y esto no es menos cierto de la Iglesia de Dios y de su sagrada liturgia.



[1] Para más reflexiones en este sentido, véase mi artículo “Backwards vs. Forwards. What does it mean?”

[2] Chesterton, G. K., What’s Wrong with the World, cap. 3.

[3] El artículo completo se puede obtener aquí.

[4] O que debieran habernos sido legadas. Podríamos necesitar practicar el asceticismo de encontrar tesoros enterrados, porque son hermosos y porque realmente nos pertenecen por derecho hereditario. Tal como es una falta de humildad y de gratitud no aceptar nuestra tradición, así también es un serio abandono de deberes el no transmitir el contenido de esa tradición, cosa que puede también originarse en un inflado orgullo y en la ingratitud hecha un hábito.

[5] Tomado de su ensayo “A Different Drummer”, disponible aquí. Ignoro si Platt está afirmando que la Reforma como tal revivió y renovó cosas buenas, pero ciertamente la época en que ocurrió fue notable por tener la fuerza de mirar al pasado con confianza, aunque obviamente, desde un punto de vista católico, no todo intento de recuperación se llevó a cabo de modo inteligente o adecuado.

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