martes, 7 de julio de 2020

Concilio Vaticano II: todo o nada

En las últimas semanas varios obispos se han sumado a las críticas de S.E.R Carlo Maria Viganò respecto de la profunda crisis que vive la Iglesia (véase aquí y aquí las dos cartas que hemos publicado de monseñor Viganò, y aquí la última publicada hoy por Adelante la fe). Así ha ocurrido, por ejemplo, con S.E.R. Athanasius Schneider y el Cardenal Walter Brandmüller. El propio monseñor Viganó ha concedido una larga entrevista donde precisa alguna de sus afirmaciones. Mientras Sandro Magister lo acusaba de promover un cisma, por olvidar la clave de lectura conocida como "hermenéutica de la continuidad" propuesta por Benedicto XVI, Infovaticana señalaba que "la Tradición de la Iglesia es algo más serio que la opinión de uno entre cientos de Papas, y el mensaje eterno es el de Cristo, del que el Papa es representante mejor o peor".  Interpelado, monseñor Viganò respondió a esta acusación, señalando que no creía que hubiese nada censurable en afirmar que había que olvidar el Concilio Vaticano II. 

Algo está ocurriendo, sobre todo en ciertos sectores conservadores que rechazaban el hecho de que algo había cambiado desde 1965. Al parecer, cada vez son más las personas que se dan cuenta que el Concilio Vaticano II, lejos de representar una nueva Pentecostés o la primavera de la Iglesia, como se prometió, ha acabado sumiendo a la Esposa de Cristo en una de las crisis más profundas que ha vivido en su historia. Adelante la fe ha publicado dos traducciones de artículos relacionados con el tema, uno sobre cómo debatir sobre el Concilio y otro (de Peter Kwasniewski) sobre por qué hay que tomarse en serio las críticas de monseñor Viganò (The Wanderer también ofrece una traducción de este interesante artículo).

Convento do Carmo, Lisboa, Portugal, destruido por el terremoto de 1755

Estas declaraciones de distintos prelados reviven la discusión que se dio la década pasada gracias a las obras de Roberto de Mattei (Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita, 2010) y Brunero Gherardini (El Concilio Vaticano II: una explicación pendiente, 2011), entre otras. Todavía queda mucho por discutir en torno al Concilio, como lo evidencian las conversaciones entre la Sede Apostólica y la Fraternidad de San Pío X. 

Para contribuir con este debate, les ofrecemos hoy un texto del Prof. Augusto Merino Medina, conocido de nuestros lectores, donde aborda de manera especialmente crítica la situación. De modo similar a esa frase de Cristo cuando reprende las argucias retóricas de los fariseos, explicando que quien no está con Él, está contra Él (Mt. 12, 30), la alternativa que propone el autor es igualmente radical y opuesta: el Concilio Vaticano II se toma con todo lo que trae consigo, o bien se deja de lado para vivir la fe de acuerdo con el Magisterio perenne de la Iglesia. Estas opciones quedan reflejadas en la Misa, puesto que la liturgia reformada es el principal reflejo de la nueva teología conciliar. Esto no supone cuestionar su validez, pues en ella se hace real, verdadera y sustancialmente presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo mediante la consagración de las especies. El problema es otro, y mucho más profundo, pues atañe a la forma en que se vive la fe a través de esos ritos, como expresión de la oración pública de la Iglesia. Como señalaba John Senior, la Misa tradicional representa "la obra de arte más refinada y más bella que haya existido en el mundo; el corazón, el alma, la fuerza más determinante de nuestra civilización occidental, y la madre nutricia de tantos santos". A ellas, pues, debemos volver, con un corazón contrito y humillado. 

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Vaticano II: o todo o nada

Augusto Merino Medina

“El Segundo Concilio Vaticano parece menos una asamblea episcopal que 
un conciliábulo de manufactureros asustados 
porque perdieron la clientela”.
Nicolás Gómez Dávila

Hay quienes parecen valorar la unidad de la Iglesia por sobre todas las cosas. Y, aunque no lo dicen derechamente, están dispuestos a pagar, para  lograrlo, el precio de mirar para el lado, hacer como que no ven lo que hay que ver, esconder la basura debajo de la alfombra, olvidando que la verdadera unidad sólo puede fundarse en la Verdad y cimentarse con la Caridad. Pero, por mucha Caridad que se nos predique y por mucho que se nos enrostre aquello de “no juzguéis si no queréis ser juzgados”, el fundamento no puede ser otro que la Verdad. Lo cual no quiere decir que, en ausencia de ella, y puesto que no hay nada que cimentar, la Caridad no tenga función alguna que cumplir: aunque esa función no se reduzca a ser sólo un anzuelo, debe funcionar como la miel, que atrae más moscas que el vinagre. Por lo demás, el abstenerse de juicio condenatorio se refiere a las personas, no a las ideas ni a los actos. ¡Linda cosa sería que, recurriendo a ese precepto evangélico, se quisiera impedirnos decir “esto está bien, esto está mal”, sacando absolutamente de quicio lo que el Señor ha querido decirnos!

Vivimos en unos tiempos en que el pus eclesiástico ha emergido, finalmente, a la superficie, y gracias al cielo hay obispos que están comenzando a apuntar a él sin tapujos, sin precauciones “carrerísticas”, sin preocuparse de un “cursus honorum” egoísta, tristemente burocrático. Y hete aquí que dos obispos, S.E.R. Carlo Maria Viganò y S.E.R. Athanasius Schneider, han empezado a publicar textos francos y directos, en que se apunta a la raíz, a la causa de los males de la Iglesia en esta época, que no es otro que el Concilio Vaticano II. La denuncia del Vaticano II, aunque iniciada por diversos autores e intelectuales desde hace décadas, viene ahora a recibir el apoyo de dos figuras episcopales de estatura mundial que hablan sin cuidado alguno por su “carrera” eclesiástica ni por eventuales amenazas provenientes del más alto trono. Monseñor Viganò, de hecho, ya ha puesto en riesgo su vida misma al hacer las denuncias de corrupción vaticana que venido realizando desde hace un par de años, y vive escondido en Italia (es la única precaución que ha tomado, y nadie podría reprochársela).

La Basílica de San Pedro durante el Concilio Vaticano II
(Foto: Portaluz)

Con todo, se han formulado dos posiciones en torno a la denuncia del Vaticano II. Algunos piensan, quizá llevados por una forma de entender la prudencia (es decir, por una forma de captar la realidad de lo que está ocurriendo; la prudencia se mide en el contacto con la verdadera realidad, no con casos hipotéticos), que es necesario discernir en ese Concilio lo que hay de positivo y de negativo, separar la paja del trigo, rescatar lo rescatable y condenar el resto o, como dice San Pablo, examinarlo todo y quedarse sólo con lo bueno. Otros agregan que es necesario proceder gradualmente, no precipitar las cosas. Y entre lo rescatable de dicho evento mencionan el llamado a la santidad universal, hecho especialmente a los laicos, cosa que, aunque había caído por mucho tiempo en un cierto olvido, no es novedad alguna ni “aporte” del Concilio: “sed santos como vuestro Padre celestial es santo” es algo que jamás ha dejado de oírse en los veinte siglos de historia de la Iglesia.

Contra la opinión de que se debe hacer una especie de tamizado de los textos conciliares hay que recordar que el error, cuando va agazapado -agazapamiento que fue la gran táctica de los herejes y modernistas que los redactaron a fin de que pasaran desapercibidos por el rebaño episcopal, ignorante, confiado e iluso, que les dio su aprobación- y se mezcla con la Verdad, contamina a toda ésta y se vuelve mucho más peligroso. Una Verdad contaminada de error es peor que un error puro. Y aquí se trata de errores que están diseminados en mil partes, en mil expresiones o giros conceptuales, en mil supresiones de ideas y en mil otras formas: quizá los textos menos peligrosos sean aquellos en que el error es más claro (recuérdese que Pablo VI, en un intervalo lúcido, ordenó, cuando leyó la versión original de Lumen Gentium, que no se publicara sin una “Nota explicativa previa” que aclarara las desviaciones eclesiológicas del texto, y que Gaudium et Spes es un escrito tan ajeno a la realidad social y política de su época, a la que pretende dirigirse, y a lo que entonces ya se veía venir, que su sola lectura deja estupefacto a quien tiene la paciencia de recorrerlo). Pero es fundamental considerar, además de los propios textos, que el hecho mismo del Concilio, su acaecimiento y, sobre todo, la proyección que se quiso darle y que realmente ha venido dándosele hasta hoy, es ya suficiente motivo de escándalo y de rechazo.

Por ello, monseñor Viganò ha propuesto que, en vez de empantanarse en el salvataje de los trozos quebrados de verdad que afloran aquí y allá en el aluvión y que no constituyen novedad alguna ni aclaran la doctrina, es preferible abstenerse de mencionar este Concilio y dejar que vaya cayendo en el olvido. Su posición es clarividente: la mención del Concilio, repetida constante y machaconamente en el Magisterio posterior, en que se lo pone como punto de partida de una Iglesia “renovada” que ha terminado por revelarse como verdaderamente nueva, es quizá lo único que lo mantiene vivo en la memoria católica colectiva, ya que el contenido mismo de sus textos y declaraciones son universalmente desconocidos, incluso por muchos de sus más fervientes partidarios. Dejar de mencionar el “hecho” del Concilio hará, muy probablemente, que en poco tiempo (habida consideración de la magnitud de la temporalidad de la historia eclesiástica) sea olvidado del todo.

San Juan Pablo II  y el arzobispo anglicano Robert Runcie rezan arrodillados ante el altar de la Catedral de Canterbury (1982)
(Foto: Pray Tell

Y, mientras eso sucede, es urgente dedicarse a traer nuevamente a la superficie el verdadero rostro de la Iglesia, la Esposa de Cristo, sumergida por el maremoto conciliar. Todos los grandes momentos de la historia humana han tenido su eje dinámico en algún acontecimiento simbólico: basta pensar en que la toma de la Bastilla fue suficiente para desencadenar la Revolución Francesa, o que el asesinato de César dio paso al término de la República romana. Aquí el hecho simbólico que puso en movimiento la destrucción de la Iglesia y su reemplazo por otra, nueva y diferente, fue el arrasamiento de la liturgia de la Santa Misa. La “nueva Misa” es la bandera del Concilio, en torno a la cual se han agrupado sus partidarios, quienes la defienden ciegamente, furiosamente, con un ímpetu verdaderamente fanático. Ella es el termómetro de la adhesión a la nueva religión, y permite limpia y rápidamente identificar al enemigo, es decir, a quien se aferra todavía a la “vieja religión”. Es un signo visible; no hace falta someter a escrutinio teológico a los católicos antiguos, ya sea en el clero o en los seminarios o en el laicado; basta, para identificarlos, observar cuál es el rito con el que dan culto a Dios ofreciéndole el sacrificio de Cristo.

Por eso es que, entre otras cosas con las que hay que romper drásticamente, está el Novus Ordo, incluso el que se celebra decorosamente: existe el peligro de que, si se conserva parte de las externalidades de la verdadera Misa, como los paramentos sacerdotales, el canto gregoriano, o el uso de incienso o de procesiones o del latín, se escamotee el fondo verdaderamente heterodoxo del Novus Ordo, que incluye no sólo la liturgia de la Misa, sino también el leccionario litúrgico, la liturgia de los demás sacramentos, el calendario litúrgico anual, etcétera. Hay cosas, como las externalidades recién mencionadas, que ayudan a ocultar el fondo de la profunda transformación teológica que ha tenido lugar. Muchos católicos creen, ingenuamente, seguir conectados con la Sagrada Tradición por el hecho de usarse el latín o las campanillas en la Misa dominical, olvidando que Lutero prescribió que similares formas externas (incluso el latín) se mantuvieran al tiempo que se transformaba el fondo, para que la transición entre lo antiguo y lo nuevo (entre lo ortodoxo y lo heterodoxo) no desconcertara al pueblo católico alemán y lo hiciera entrar en dudas sobre la nueva religión. Un Novus Ordo celebrado con la reverencia y aparato con que se celebraba la verdadera Misa es una Verdad contaminada de error y, por tanto, peor que un simple error.

Hay quienes no aceptarán una posición como ésta y la tildarán de radical e inconsulta, trayendo a colación el hecho de que, en el Novus Ordo, y suponiendo (es una mera suposición) que la intención con que se lo celebra es la misma de la Iglesia (la antigua, por cierto; no la nueva, que es una religión diferente), tiene válidamente lugar en él la transubstanciación del pan y del vino y se tiene sobre el altar, finalmente, al propio Señor con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Muchos habrá que retrocedan ante este hecho esencial y, llenos de temor reverencial, se arredren ante lo que hay que hacer. En verdad, lo que en el Novus Ordo en que hay consagración válida de las especies hace estremecerse es, más bien, el sacrilegio material que ello implica: se hace presentarse al Señor en medio de un rito impíamente fabricado, en ruptura con la Sagrada Tradición. El solo hecho de creer que, por ser válida la consagración, queda validado el rito de la Misa, equivale a creer que ésta es un simple mecanismo para consagrar las especies (una especie de magia cristiana en que lo único importante es pronunciar bien el abracadabra), y que todo lo demás es prescindible. Se trata, por cierto, de un craso error que revela un total desconocimiento de la naturaleza de la liturgia: la importancia de las formas rituales que la Iglesia, a lo largo de veinte siglos ha mantenido, con graduales y orgánicos perfeccionamientos, son parte fundamental del sacrificio que se ofrece al Padre. Dejarlos de lado, como hicieron los modernistas que fabricaron el Novus Ordo, es transformar la Misa en una especie de “consagración in vitro”, como con vigorosa expresión lo ha dicho Peter Kwasniewski.  

"Guardad los misales y los ornamentos, porque volverá la Misa de toda la vida, la de San Pío V!" 
(San Josemaría Escrivá de Balaguer)

Finalmente, digamos un par de palabras en torno a otro tema que da por sí mismo para otro texto: el que el Novus Ordo haya sido aprobado por el papa Pablo VI no le concede legitimidad alguna, porque al hacerlo, ese Papa se excedió de la órbita de su suprema potestad. La papolatría que, desgraciadamente, ha contaminado la mente católica en los últimos 150 años, no permite comprender que el Papa no puede hacer cualquier cosa, ni abrir y cerrar con las llaves, ni ligar ni desligar con absoluta discreción: el Papa no está por sobre la Sagrada Tradición, fuente de la Revelación, como tampoco lo está (¡que hayamos llegado a tener que decirlo!) por sobre la Sagrada Escritura. Nunca un Papa en la historia de la Iglesia se atrevió a meter mano tan descaradamente en la sagrada liturgia y sólo el exceso de la “hybris” posconciliar permitió a ese Papa pensar que podía hacer lo que hizo. Pero su error que, quizá desde un punto de vista subjetivo pueda serle condonado, no cambia el estatus ilegítimo del nuevo rito que aprobó. Si hay que dejar caer en el olvido el Concilio, habrá que comenzar por echar abajo su bandera, el Novus Ordo. Ello habrá de ser la “toma de la Bastilla” si es que queremos, verdaderamente, recuperar la auténtica Iglesia católica y la auténtica fe.  

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