lunes, 9 de noviembre de 2020

Domingo XVIII después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 9, 18-26):

“En aquel tiempo, mientras hablaba Jesús a las turbas, llegóse a Él un príncipe, y le adoró diciendo: Señor, acaba ahora de morir mi hija; pero ven, pon tu mano sobre ella, y vivirá. Levantóse Jesús, y le fue siguiendo acompañado de sus discípulos. Al mismo tiempo una mujer, que padecía doce años flujo de sangre, llegándose por detrás, tocó la orla de su vestido. Porque se decía: si logro tocar tan sólo su vestido, quedaré sana. Volviéndose Jesús, y mirándola, dijo: Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado. Y quedó sana la mujer desde aquella hora. Cuando llegó Jesús a la casa de aquel príncipe, y vio los tañedores de flautas, y la multitud alborotada, dijo: Retiraos, pues la muchacha no está muerta, sino que duerme. Y se burlaban de Él. Expulsada la turba, entró Jesús y tomó a la joven por la mano, levantándose ésta al instante. Y divulgóse el suceso por todo aquel país”.

*** 

Según San Marcos, aquel príncipe, cuyo nombre era Jairo, era uno de los jefes de la sinagoga. No bien hubo hecho Jairo su súplica al Señor, Éste se levantó y se puso en camino, seguido de sus discípulos. La fidelidad de Dios queda de manifiesto: Jesús ha sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt. 15, 24), y no dilata un minuto el milagro que le pide, con fe, un jefe de sinagoga. En el camino, la multitud a la que estaba enseñando lo sigue y lo apretuja. Aprovechando la circunstancia, se le acerca por detrás una mujer enferma que pensaba “con sólo tocarle la orla de su vestido, quedaré sana”. Perdida en el anonimato, extiende la mano y toca al Señor, y al instante queda sana. Y el Señor, según los otros Evangelios sinópticos, se detiene y pregunta: “¿Quién me ha tocado?”. Los discípulos que lo acompañan le responden: “Todos te apretujan, y preguntas ¿quién me ha tocado?”.

Ya curada la mujer, Él le dice “tu fe te ha salvado”. ¡No dice que Él, conmovido por la fe de aquella pobre, la ha salvado de su mal, sino que dice que es la fe de ésta la que la ha salvado, como si Él hubiera sido movido, más que conmovido, por la fe que ella ha mostrado! Dios Omnipotente no resiste la profesión de una fe profunda, y accede siempre a lo que con ella se le pide. “Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá”. “Creed que lo que pedís ya lo habéis recibido, y lo recibiréis”, dice en otra parte. El ejemplo de la fe de la Santísima Virgen, relatado en las bodas de Caná, es el más estupendo de todos, como no podía ser de otro modo: Ella dice “Haced lo que os diga”. Y lo dice después de que Jesús le ha argumentado que no es todavía tiempo de milagros, como el que Ella le está pidiendo. Pero Ella no vacila un instante, parece no haber oído lo que Dios, que es, después de todo, su Hijo, le acaba de decir: su fe es omnipotente. Por eso, la Iglesia ha llamado alguna vez a María “la omnipotencia suplicante”. Y Jesús, cesando su resistencia, accede a realizar el milagro que su madre le pedía y Él se negaba a hacer.

Pero, ¿cómo es esta fe asombrosa, fe de un poder incomprensible para la mente humana, de una fuerza capaz de vencer, si así pudiera decirse, la resistencia de Dios mismo? Y sí, se podría decir así: en el episodio de la mujer cananea, Jesús se niega por dos veces, aduciendo motivos claros y poderosos, a acceder a lo que aquella pide; pero ella, sin vacilar, insiste una y otra vez, superando el temor reverencial que el Maestro imponía a todos. Hasta que Jesús, no pudiendo resistir más, exclama: “¡Oh, mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (Mt. 15, 21-28).

Esta fe es, claramente, no sólo una aceptación de un listado de proposiciones doctrinales que a uno le son dadas a conocer; no es una mera aceptación intelectual de dogmas, por más que sean de origen divino. Esta fe es, además, y sobre todo, confianza, una ilimitada confianza, que es algo que nace del corazón, de la voluntad, y que, por ende, mueve al hombre, y mueve al mismo Dios, con sorprendentes y arrebatadoras consecuencias. ¡Qué simple, qué transparente parece ser la confianza total, pero qué profunda, y qué insondable; cuánta riqueza hay en ella, cuánto inexpresado amor, cuánta voluntad de amar!

“El justo vive por la fe”. Sí; pero por una fe que es confianza, que es susceptible de crecer y sublimarse, como todos los sentimientos del corazón.  Una fe del corazón es una fe que ama, y una fe que dice que ama, cumple Sus mandamientos. “No todo el que me dice ¡Señor, Señor!, sino que el cumple la voluntad de mi Padre”. Lo confirma Santiago Apóstol: “Muéstrame sin las obras tu fe, que yo por mis obras te mostraré mi fe” (St. 2, 18). Decir que se tiene fe es tan fácil -e infructuoso- como prestar meramente asentimiento a un listado de doctrinas y de dogmas. Por eso es imprescindible la oración -cotidianamente repetida- de aquel padre desesperado que pedía a Jesús el milagro de sanar a su hijo y a quien El respondió: “Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! ¡Ayuda a mi incredulidad!” (Mc. 9, 23-24).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Política de comentarios: Todos los comentarios estarán sujetos a control previo y deben ser formulados de manera respetuosa. Aquellos que no cumplan con este requisito, especialmente cuando sean de índole grosera o injuriosa, no serán publicados por los administradores de esta bitácora. Quienes reincidan en esta conducta serán bloqueados definitivamente.