martes, 5 de enero de 2021

Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 2, 21):

“En aquel tiempo, llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el niño, le fue puesto por nombre Jesús, nombre que le puso el Ángel antes que fuese concebido en el seno maternal”.

***

En la perspectiva de la Sagrada Escritura, que comparten por cierto los Santos Padres, el nombre de un ser humano expresa, resume y simboliza lo más esencial e íntimo de su persona y de su misión.

Aunque en el Antiguo Testamento se da al Mesías que ha de venir diversos nombres (Admirable, Consejero, Dios, Fuerte, Padre del siglo venidero, Príncipe de la paz), y aunque en el Evangelio de San Mateo se cita, en este episodio de la Anunciación, una profecía que dice “y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel [que significa “Dios-con-nosotros”]” (Mt 1, 23), el nombre específico que el Ángel indica a María que ha de darse al niño es “Jesús”, Yehoshú’a, “el Señor salva”, porque, explica el Ángel, “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1, 21). Si a esta luz leemos ambos versículos de San Mateo (Mt 1, 21 y 23), entenderemos que este niño, que es Dios mismo, está aquí con nosotros para salvarnos.

Jesús, ante cuyo nombre ha de “doblar la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra, y en las regiones subterráneas” (Flp 2, 10), es el único que nos trae la salvación (Jn 3, 18; Hch 2, 21): y este hecho está afirmado en varios lugares del Nuevo Testamento de un modo que no deja lugar a duda alguna: “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12). Ni Buda, ni Alá, ni Visnu, ni siquiera Pachamama: no hay otro que salve, sino Jesús.

Y por eso los Apóstoles y los primeros cristianos y los misioneros de todos los tiempos (los verdaderamente católicos) lo primero que han hecho ha sido siempre proclamar el nombre de Jesús, es decir, proclamar a Jesús como único salvador (Hch 9, 14; St 2, 7). No han ido a anunciar al mundo que Jesús es una más de las multiformes manifestaciones de la infinita bondad y voluntad salvífica de Dios, sino a decir, de un modo categórico, que es “el único” salvador.

La Iglesia de los últimos cincuenta años, o sectores de Ella, ha encontrado, sin embargo, que no se puede salir a hablar al mundo con semejante dureza, si queremos que el mundo nos oiga (no por nada se suprimió esta fiesta del calendario litúrgico, que fue reemplazada por otra en honor de la Sagrada Familia). Y se ha diseñado doctrinas que le bajan el grado al mensaje cristiano, le echan agua para diluirlo, lo suavizan, y lo exponen diciendo, de varios modos, “no se asusten; si no es para tanto; las cosas no hay que entenderlas así, en blanco y negro; somos tan enemigos de los “integristas” como Uds., amables relativistas que nos escuchan; sírvanse entender que todo este lenguaje es lengua semítica de hace dos mil años, y las cosas han, afortunadamente, cambiado; no queremos ofenderlos, ni herir sus oídos ni, mucho menos, sus conciencias; nosotros somos tan “civilizados” como Uds.”. ¡Buena cosa sería ir al ágora a escandalizar a esos atenienses que acuden diariamente a ella a buscar novedades, cosas interesantes! ¡El misionero no debe espantar a sus oyentes, a quienes quiere -es la teoría- convertir! ¡Vean, si no, el fracaso de la rigidez de San Pablo en el ágora!

Es cierto que la Palabra de Dios, espada de dos filos que penetra hasta lo más íntimo del alma, no es fácil de interpretar fuera de la Iglesia, que es quien la conserva en su integridad, la custodia de toda desviación y la interpreta con la garantía del Espíritu Santo. Algún obispo antiguo decía que “el Evangelio, fuera de la Iglesia, es un veneno”. Pero ya lo decía el primer papa, San Pedro, en su segunda epístola: “debéis ante todo saber que ninguna profecía de la Escritura depende de la interpretación privada” (2 Pe 1, 20), y añadía luego, refiriéndose explícitamente a las epístolas de San Pablo, que “en ellas hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -lo mismo que las demás Escrituras- para su propia perdición” (2 Pe3, 16).

 ¿Cuál es, por tanto, la regla, la norma de interpretación de la Escritura al interior de la Iglesia? No hay otra que la Sagrada Tradición, en la cual encontramos lo que todos, en todos los tiempos y en todas partes, han entendido; norma que rechaza toda nueva “reinterpretación”, toda “puesta al día”, así sea “en consonancia con los cambiantes tiempos y la diversidad de las culturas”. No hay aquí “aggiornamento” posible: ya lo ha dicho el Señor: “Que vuestro modo de hablar sea: “sí”, “sí”; “no”, “no”. Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mt 5, 37).

Así pues, si alguno piensa que es una rigidez y una exageración proclamar que Jesús es el único salvador, excluyendo otras posibilidades tan amables o inocentes y eventualmente positivas como la Pachamama, remítase a la interpretación que la Sagrada Tradición de la Iglesia, y el Magisterio subordinado a ella, ha dado siempre de esta idea central del cristianismo.

Sí: aquel “fuera de la Iglesia, no hay salvación” es una de esas “cosas difíciles de entender” a que alude San Pedro. Pues bien: si alguien no la entiende, acuda a estudiar el punto en la teología que sigue a la Sagrada Tradición, en vez de escandalizarse y decir “¡cómo pueden pensar semejante barbaridad! ¡qué estrechez de mente, qué falta de compasión por la humanidad! ¡qué “integrismo”!”. La propia salvación, que no es poco, se juega en entender el sentido de la Iglesia dentro del plan integral de la redención. 

-El Greco, La adoración del nombre del Señor, 1577-1579, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (España)
(Imagen: Wikipedia)

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