lunes, 18 de enero de 2021

Segundo Domingo después de Epifanía

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 2, 1-11):

“En aquel tiempo, celebráronse una bodas en Caná de Galilea, y estaba la madre de Jesús allí. Fue también convidado Jesús con sus discípulos a las bodas. Y llegando a faltar el vino, la madre de Jesús le dice: ¡No tienen vino! Respondióle Jesús: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora. Dijo su madre a los que servían: Haced cuanto Él os dijere. Había allí seis cántaros de piedra destinados a las purificaciones judaicas, cabiendo en cada uno dos o tres metretas. Y Jesús les dijo: Llenad de agua los cántaros. Y los llenaron hasta el borde. Y Jesús les dijo: Sacad ahora, y llevad al maestresala. Y así lo hicieron. Y luego que gustó el maestresala el agua hecha vino, como no sabía de dónde era (aunque los sirvientes lo sabían, porque habían sacado el agua), llamó al esposo y le dijo: Todos suelen servir al principio buen vino, y después que los convidados están alegres, entonces sacan el más flojo; mas tú reservaste el buen vino para lo último. Este fue el primer milagro que hizo Jesús en Caná de Galilea; y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos”.

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En la fiesta de Navidad aparece sobre la tierra la Gloria de Dios encarnada en un pequeño niño. En la de Epifanía, la Gloria de Dios es proclamada a toda la humanidad, no en la forma de un hombre de veinticinco años, en la plenitud de su  fuerza y esplendor, sino en la de un niño de poca edad, en una pobre casa, protegido por su madre y su padre. En la fiesta de la Sagrada Familia hemos visto cómo Jesús permanece en el seno de ella treinta años, diez veces más que el tiempo que emplea en darse a conocer como el Mesías de Israel y a dar a conocer al mundo que ha llegado la Salvación. Y en este domingo segundo después de Epifanía se nos dice que el primero de los milagros que realizó en la tierra el Hijo de Dios, manifestando a sus discípulos su Gloria, por petición de su madre, en una fiesta de matrimonio, que es el pilar y el punto de partida de la familia.

De este modo, la Iglesia inequívocamente nos dice mediante su liturgia -que es el modo óptimo que tiene de comunicarnos la Revelación divina- que es la unión fecunda del hombre y de la mujer el lugar donde comienza el plan de restauración del orden querido por Dios para esa Creación suya.

La contemplación de la obra salvífica de Dios produce un pasmo maravillado por el arte con que el Creador va superando, con una admirable simetría que llega a superar la belleza primigenia, el desorden que introdujo el Enemigo (“Oh Dios, que maravillosamente formaste la dignidad de la naturaleza humana, y más maravillosamente la restauraste”, Ofertorio de la Misa). Porque, paso a paso, sacando bien del mal, Dios Omnipotente va venciendo, en su propio juego, al Autor del desorden, y crea así un orden todavía mejor (“Oh, felix culpa!”): y así, puesto que en un árbol comenzó el pecado, por un árbol redime Dios al pecador; y puesto que fue dañado el ayuntamiento de Adán y Eva que nos transmitió la herencia del pecado, fue sagrado el matrimonio de María y José, para que cada detalle de la obra de la amorosa redención fuera el reverso de la obra odiosa de la corrupción, de modo que “multiformis proditoris/ ars ut artem falleret/, et medelan ferret inde/ hostis unde laeserat” (“que el arte del traidor fuera vencido por el arte, y que por donde surgió la herida, por ahí mismo llegara el remedio”), como se canta en himno Pange Lingua el Jueves Santo.

Es por la restauración del acto conyugal, y de la familia que de él deriva, por donde comienza, para quien quiera salvarse, la restauración del orden de la vida humana, que es el orden cósmico transpuesto a la escala racional, propia del hombre. Y puesto que el amor conyugal de dos no es perfecto sino cuando es fecundo y surge el tercero, el hijo, sólo con éste se tiene, en el mundo material, la representación, sin duda imperfecta pero real, de la vida Trinitaria: por eso el matrimonio es un “sacramento grande”, como dice San Pablo (Ef 5, 32); pero lo es porque, en el limitado mundo creatural que es el del hombre, es una imagen de esa Trinidad. 

Y  como la Providencia todavía ha dado un tiempo al Enemigo para que ponga a prueba a los elegidos, no es de extrañar que el ataque final de éste apunte precisamente a esa unión conyugal y esa familia que son el “sacramento grande” de Dios en medio de la humanidad, el que nos muestra que Dios es, efectivamente, amor; el que nos revela que, por sobre el amor/eros, está el amor/ágape (C. S. Lewis, Los cuatro amores). No es el sexto mandamiento el primero de todos; pero el Enemigo hace tropezar en él a la mayor parte, quizá, de quienes van al Infierno, porque ensuciada y esterilizada y abortada la fecundidad del amor humano, se desfigura la imagen más palpable sobre la tierra del amor Trinitario, el amor que nos salva, y se pervierte en el hombre la participación que Dios le ha concedido en la obra creadora de vida.

Naturalmente, las revelaciones de Fátima son privadas y no compelen a la fe; pero sin duda tienen, entre muchos otros decisivos factores a su favor, el hacernos comprender el porqué del ataque inmisericorde a la santidad del sexo, de la unión conyugal y de la familia que hoy vemos, y por qué este desorden está a la cabeza y al interior de todos los demás desórdenes.

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Paolo Veronese, Las bodas de Caná, 1563, Museo del Louvre (Francia)
(Imagen: Wikipedia)

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