En 2016 Lumen reeditó el primer tomo de las memorias del poeta, abogado y profesor universitario chileno Armando Uribe Arce (*1933), Premio Nacional de Literatura 2004, dedicadas a su difunta mujer, Cecilia Echeverría Eguiguren, con quien contrajo matrimonio en 1957 y que lo acompañó hasta su muerte en 2001. En esta y en la siguiente entrada queremos ofrecerles algunos fragmentos de esas memorias, los que se caracterizan por mostrar el catolicismo chileno en que se crió el autor y la forma en que éste ha vivido su Fe. Los destacados son de la Redacción.
Armando Uribe junto a su mujer, Cecilia Echeverría
(Foto: Lucía Muñoz. Tomada de Paniko)
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Memorias para Cecilia
Armando Uribe
Desde temprano me llevaron a Misa, incluso entre los primeros versos que oí estuvieron los cantos de la ceremonia. Y en latín, entonados por los curas y los monaguillos.
Me interesó ese idioma que no entendía, salvo algunas palabras semejantes al castellano. Hasta ahora, a pesar de que nunca aprendí de veras el latín. Entiendo, con el tiempo, un latín de sacristía y después cuando estudié en la universidad, los latinismos del Derecho. Sin embargo, me he permitido, con ayuda de traducciones a otras lenguas y en el curso de muchísimos años, traducir frases breves; las primeras fueron las que componen el epigrama de Catulo: «Amo y odio. Dirás: cómo es posible. No sé. Yo te amo y te odio».
Una tentación constante, a la cual cedo desde que tenía veinte años o antes, consiste en incluir en ciertos poemas algunas frases sencillas en latín. Son frases cuyo significado deducía por su contexto, en el que destacaba principalmente la brevedad. Pertenecen al latín de iglesia, de Misa, de ceremonia. Pero las escribía mal.
Cuando mucho más tarde el Concilio Vaticano II reemplazó el latín por las lenguas vernáculas, me molestó que cesara la lengua muerta en lo religioso y me sigue desagradando.
El misterio del latín es parte de la religión de una persona nacida en 1933, quien la conserva como un tesoro, incluso por su ambigüedad para los que no entiende la lengua. Los malentendidos creadores son provechosos, usándolos de intento mal.
Lawrence Alma-Tadema, Catulo en casa de Lesbia (1865)
(Imagen: Wikimedia Commons)
Tal vez fue la primera lengua de la que tuve noticias, aparte del castellano, por mis idas dominicales a las iglesias, y a veces en otros días. Por ejemplo, en Semana Santa visitaba siete iglesias distintas por el Vía Crucis, procurando que no estuviesen a mucha distancia una de otras [Nota de la Redacción: se trata en realidad de la tradicional costumbre de visitar siete monumentos donde está reservado el Santísimo Sacramento durante la mañana del Viernes Santo, para ganar la correspondiente indulgencia]. A veces hacíamos el recorrido en auto, pero en el centro de Santiago la travesía era a pie. Cumplíamos dos pasos o estaciones por iglesia, hasta completar los catorce.
No me consta que asistiera a bautizos, pero tal vez sí. En el bautizo de mi hermana, dos años y medio menor que yo, seguramente estuve presente. Antes de mis cinco años dudo que asistiera a algún matrimonio. Mucho menos a extremaunciones u otros sacramentos, ceremonias y liturgias.
Pude haber ido a alguna Misa fúnebre, como cuando murió la media hermana de mi padre. Pero no recuerdo casi nada, pese a que hay dos cantos de iglesia, en latín, que recito como si me pertenecieran. Uno es el Pange Lingua y el otro es el tremendo himno de la muerte Dies Irae. Recuerdo una palabra que rimaba en forma consonante, favilla [Nota de la Redacción: ceniza, pero también destello], que en mi entendimiento infantil significaba «chispa y fuego».
Las jaculatorias debieron de ser las que oí más temprano. Jaculatorias y pequeños versos que se rezaban. La primera que recuerdo es El ángel de la guarda: «Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares de noche ni de día». Mucho después agregué: «Ni en la hora de mi muerte. Amén».
Sin duda el Padrenuestro lo balbuceé de antaño. Y seguro que también lo escuché en latín; y el Avemaría y otros rezos. Estoy convencido de que para un poeta con formación cristiana, en su casa y después en colegios de curas, las poesías con forma de rezos – algunos incluso rimados – jaculatorias o pequeñas líneas, influyen poderosamente en su futuro.
[…]
En materia religiosa no he querido meterme en cosas de orden teológico, a pesar de que me interesan. Sólo leo de eso, hasta ahora. En estos últimos días he vuelto a un libro del cardenal Daniélou sobre el padre de la Iglesia Orígenes, por ejemplo. Pero sigo lo que me dijo a los veinte años un monje benedictino alemán, que fuera comandante de tanques en la Segunda Guerra Mundial, en la Wehrmacht.
Este sacerdote, con quien una vez conversé acerca de La Divina Comedia –en particular de sus capítulos del «Infierno» y el «Purgatorio» –, me dijo: «No tome La Divina Comedia como si fuera un libro de teología». Seguimos con asuntos teológicos, hasta que él se detuvo entre unos eucaliptos (íbamos por un camino de tierra en el convento benedictino, que después fue la Academia de la Fuerza Aérea, donde se torturó gente, etcétera) y me advirtió: «No se meta jamás en teologías, porque es una ruta que a menudo lleva al Infierno». Y lo sigo creyendo, trato de no hablar de estas cosas sino conforme al catecismo, que lo aprendí de memoria, con preguntas y respuestas: «Decidme, hijo ¿hay Dios?»; «Sí, padre, Dios hay». Lo mismo con los misterios, los dogmas y el Credo. A este último he recurrido a medida que iba creciendo, no digo en virtud y sabiduría como dicen los Evangelios respecto a Jesucristo, y por cierto me lo sé de memoria en castellano y en latín.
Agnolo Bronzino, retrato alegórico de Dante frente al monte del Purgatorio (circa 1530)
(Imagen: Wikimedia Commons)
Empecé a oírlo durante las Misas y al final de las ceremonias en esa maravillosa página del Evangelio de san Juan, que se rezaba entonces. Rito que se suprimió en parte con el Concilio Vaticano II, en los años sesenta. La página decía: «En el principio era el Verbo». Más tarde, a los quince años, supe que dicha frase era denostada en el Fausto de Goethe, el cual, en forma blasfema desde el punto de vista católico, afirma: «En el principio era la acción». Lo que correspondía a lo que iba sabiendo de los alemanes: hombres de máquinas, hombres de muerte, hombres de masacre, hombres rojinegros…
[…]
Cincuenta años después me produjo un gran enojo que el Papa Juan Pablo II, no dictaminando ex cátedra sobre dogmas, sino hablándoles a turistas, dijera un día miércoles en San Pedro de Roma que el Infierno no era un lugar, ni tampoco el Purgatorio ni el Cielo. Para mí, tal cual lo aprendí en el Credo, se desciende a un sitio llamado ínferos, o sea, el Infierno. Desde temprano supe la diferencia del Infiero de fuego y hielo del Purgatorio, donde se sufría pero con esperanza, y de ese lugar infinito denominado Cielo.
Según mis maestros, Infierno, Purgatorio y Cielo son estados; pero como no se sabe realmente qué es un «estado», no creo que se pueda descartar el arriba y el abajo para ubicarlos.
Comoquiera que sea, las representaciones religiosas juegan un papel fundamental en los seres humanos, porque les permiten entender situaciones que rebasan su capacidad mental y psíquica. Lo contrario, así lo he aprendido, es una herejía, la de los iconoclastas, rechazada por la Iglesia católica romana.
Era la época en que desde los siente años uno se confesaba con un sacerdote antes de comulgar o con cierta regularidad. Fui aficionado a las confesiones, me entretenían en cierto modo, sin perjuicio de resistirme mientras hacia mi examen de conciencia respecto de cuáles eran los pecados mortales y los veniales cometidos.
Los pecados veniales eran los que mejor recordaba. Pero había pecados mortales, como no asistir a Misa. Sin embargo, era válido llegar tarde a ella, en el momento del ofertorio y también marcharse prematuramente ya hecha la comunión.
Me confesaba con toda clase de curas. Reconozco que para esas instancias me gustaba cambiar de ellos, para que no me conociese solamente uno. Incluso tuve experiencias que constituían mofa de las confesiones, pero de buena fe.
Más de una vez, mientras me confesaba y el cura me daba consejos que casi nunca eran adecuados (admoniciones demasiado genéricas), me picaneaba la risa. Terminada la parte del sacerdote, cuando decía «Rece en acto de contrición» e iba a dar la señal de la cruz, dos veces lo detuve diciéndole: «¡Espérese, padre! Acúsome de que me he reído de usted mientras hablaba». Desde luego, los sacerdotes reaccionaban con estupor, pero igualmente me daban la absolución.
Después venían los rezos de la penitencia. Pocas veces era distinto a: «Rece un avemaría, o tres, o un Padrenuestro, un Avemaría y una Gloria». Más adelante se agregó el rosario. Prácticamente nunca se hacía una exigencia detallada para que cambiase una conducta, todo eran signos o fórmulas.
La penitencia se cumplía en la misma iglesia, hincado frente al Santísimo.
Me gustaban los confesionarios; pero a la vez repelía las confesiones en que uno se hincaba en una oficina parroquial, con el cura sentado en una silla. Prefería la rejilla: una placa de cobre con hoyitos para que se oyera al penitente. Me agradaba la oscuridad a ambos lados del confesionario, las diferencias de los mismos entre una iglesia y otra. Algunos estaban empotrados en la pared y muchos eran verdaderas construcciones, como casitas con adornos a veces de madera, como basílicas, iglesias o capillas en miniatura.
Giuseppe Crespi, Confesión (1712)
(Imagen: Wikimedia Commons)
Con todo, el contar mis cosas me repugnaba, porque alguien conocería mis aspectos secretos. Además, los pecados eran conocidos, desde que los cometía, por la Divinidad y el ángel de la guarda, por las tres personas Divinas que componen un solo Dios…
Una vez en la iglesia de las Agustinas, un sacerdote (no sé si el párroco) usaba unos zapatos muy anchos, parecían chancletas de Chaplin. Era un cura nervioso, que al dar la absolución decía: « ¡Espérese, espérese!» Tras el segundo intento repetía: « ¡Espérese, espérese!», y la daba por tercera vez. Lo obsesionaba el haberse equivocado en algunas palabras del latín.
Rendí confesiones con muchos curas. En el colegio y fuera de él. Los Jueves Santos, cuando visitaba siete iglesias para las catorce estaciones, aprovechaba para hacerlo. En ellas podía elegir a distintos curas de un año a otro.
Me ponía siempre en la fila, aunque me habían dicho que los hombres tenían derecho, cuando se formaban dos hileras a ambos costados del confesionario, a acercarse a la puerta del cura una vez terminada confesión y arrodillado pedirle su servicio. El sacerdote debía aceptar este privilegio, postergando a las mujeres de la columna.
Recuerdo que algunos sacerdotes, sentados en su sillón de madera y uno hincado con la puerta del confesionario entreabierta, cogían su manto y lo extendían sobre la cabeza del feligrés para no verle el rostro. Seguramente lo hacían por amabilidad en los fríos inviernos, pero no he olvidado el mal olor de esos mantos. Era como a musgo y tierra, y producía bastante asco. Pero terminada la confesión. Uno se levantaba con el gusto de no haber hecho la cola.
El respeto a los curas mientras impartían los sacramentos no lo conservaba cuando sostenía con ellos conversaciones civiles, o incluso religiosas, en las que estaba al «aguaite» de que cometieran algún error para contradecirlos. Mucho menos cuando hablaban de otras cosas, como de política. Era el caso del cura Rodríguez, el profesor de religión, cuando hacía sus recuerdos de seminarista en la España de los «rojos». De esas cosas yo no dejaba pasar ninguna, porque creía que exageraba o quería convencerme de algo contrario a lo que había aprendido en mi familia.
Nota de la Redacción: Los textos reproducidos en esta y la siguiente entrada han sido tomados de Uribe Arce, A., Memorias para Cecilia, Santiago, Lumen, 2016, pp. 48-50, 75-76, 118-119, 138-140, 191-193 y 199-202.