En 2014, el Prof. Peter Kwasniewski, frecuente invitado de esta bitácora, publicó el libro Resurgent in the Midst of Crisis. Sacred Liturgy, the Traditional Latin Mass, and Renewall in the Church. Dicha obra ha sido traducida al español y se encuentra pronta a ser publicada gracias al patrocinio de nuestra Asociación. Como anticipo, y con la autorización de su autor, les ofrecemos la segunda parte del capítulo 14 de esa obra, cuya primera entrega publicamos hace unas semanas.
Peter Kwasniewski
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La procesión de
Corpus Christi
La conexión es todavía más
profunda, si examinamos el punto central de cada uno de estos tres aspectos.
Comencemos con el más evidente. Como lo ha repetidamente enfatizado el
Magisterio, la Sagrada Eucaristía es la “fuente y culminación” de la vida misma
de la Iglesia. Es la razón de ser de su sagrada liturgia, del misterio supremo que
ha de celebrarse, conmemorarse, adorarse y recibirse. Puesto que el sacrificio
del Señor en la cruz es el Alfa y el Omega de la economía cristiana, el Sacrificio Eucarístico es el punto central de la realidad cósmica, en relación
con el cual se posiciona toda criatura intelectual. Todo ángel, todo hombre se
relaciona de alguna forma, sea de salvación o de condenación, con el “pan de los
ángeles”, Jesucristo en su Cuerpo y su Sangre. Por esta razón, la señal y
medida de la salud de la liturgia no es otra que el vigor e intensidad de la
devoción del pueblo por el misterio de Jesucristo real, verdadera y
sustancialmente presente en el Sacramento del Altar, una devoción que se hará
evidente en el anhelo de comulgar, en el gusto por la adoración, la presteza para
confesarse para poder recibir dignamente la Comunión, y en la plétora de
vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa, que son los modos de vida más
explícitamente “eucarísticos”.
Pero vuelve aquí al primer plano el
segundo de nuestros temas: Santo Tomás de Aquino, el Doctor de la Eucaristía por
excelencia. ¿Ha existido jamás algún gran teólogo de cuya vida y obra pudiera
decirse que no fue fuente y culminación este Sacramento, que contiene a la Persona
misma de Jesucristo? Y, entre todos los grandes teólogos (cuyo número no es
precisamente inmenso), ¿no ha sido el Doctor Angélico quien ha evidenciado esta
verdad del modo más admirable? En palabras de Juan Pablo II, Santo Tomás es y
sigue siendo “el supremo teólogo y apasionado poeta del Cristo Eucarístico”. El misterio del cual este maestro dominico de teología hizo un
análisis dogmático que supera en sutileza a la metafísica de Aristóteles es,
precisamente, aquél ante el cual, cotidianamente, se humillaba en ferviente
adoración, y al cual dedicó místicos versos cuya serena belleza ha alimentado
el corazón de los fieles durante siglos. Muy apropiadamente, el relicario
dorado que contiene sus restos mortales bajo un altar en Toulouse, muestra al
santo de pie, alerta y enérgico, mientras sostiene en una mano la flamígera
espada de la Palabra de Dios y, en la otra, una custodia brillante que proclama
la Presencia Real: la primera conduce a la segunda, y ambas, a la vida eterna.
Sin el Pan de la Palabra y el Pan de la Vida, no hay vida ni Verdad, ni ascensión
hacia Dios, en contraste con la espiral descendiente de la naturaleza caída.
Todos los bienes en que confiamos
durante nuestra peregrinación terrenal (la paz, la buena voluntad, el gozo, las
virtudes sociales y las gracias que mantienen unidas a las comunidades), se
debilitan y desaparecen cuando se cercena su principio sobrenatural, la
caridad. ¿Y dónde encontramos, del modo
más íntimo, la caridad de Dios? ¿Dónde nos alegramos de este don divino? En el sacramentum caritatis, como lo llama
Santo Tomás: el sacramento que muestra, encarna, comunica y confirma el amor de
los hombres a Dios y entre sí. Sin la Eucaristía, por lo tanto, estamos
absolutamente perdidos; perdidos como individuos, como familias, como
sociedades y como naciones. Del mismo modo, si los hombres desean ser libres y no esclavos, si
las familias han de florecer y si han de surgir sociedades saludables, ello sólo
podrá tener lugar cuando se hayan reunido alrededor del altar, de rodillas
delante del Rey de Reyes. Aun en nuestra oscura época hay comunidades así,
compuestas de fieles laicos y clero, a menudo oscuras y pobres, que demuestran,
sin embargo, de modo silencioso, la irrefrenable vitalidad del Evangelio. Es aquí donde está el futuro de la Iglesia.
Consideremos más de cerca la
salvación y curación de la sociedad. A la pregunta sobre cuáles son los
principios fundamentales de la enseñanza social católica se han dado muchas convincentes
respuestas, porque es un área doctrinal muy rica. Sin embargo, creo que dos de
los grandes principios de este cuerpo doctrinal, tal como se ha desarrollado en
los últimos 150 años, son, ciertamente, el bien común y la dignidad de la
persona humana. En el siglo XX se ha tendido a ver estos dos conceptos como dos
opuestos unidos en una irreconciliable tensión: la persona, en cuanto tal,
posee una especie de valor ilimitado, que hace que no esté subordinada a nadie;
sin embargo, la comunidad como tal merece que la persona la sirva devotamente,
e incluso puede pedirle el sacrificio de su propia vida. Pero plantear las
cosas de este modo deja entrever una concepción superficial de ambos
principios. En realidad, la persona deriva su gran dignidad de su capacidad de
ordenarse a Dios (más, todavía: de su efectivo
ordenamiento a Él), el bien infinito; y Dios, precisamente en cuanto este bien
inextinguible, es el bien común extrínseco de todo el universo, justamente
amado cuando es amado en cuanto infinitamente comunicable. En otras palabras, lo que hay de más personal y valioso en la
persona es lo que le es más profundo, es decir, la bondad que recibe como don,
y que la impele a comunicarse con su Donante; y el bien que es máximamente
común y digno de nuestra absoluta abnegación, no es un bien terrenal y creado, sino Dios solo, que nos creó junto
con todas las cosas.
Procesión de Corpus en Berlín (1928)
Ahora bien, ¿cuál es la conexión
entre estos dos principios aparentemente abstractos y el “pan de cada día” de
la Eucaristía? Hay aquí una compenetración perfecta. Como enseña Santo Tomás,
el bien común de todo el universo está en Cristo, y todo Cristo está en la Eucaristía. La Eucaristía es, por lo
tanto, el bien común de toda la humanidad, de todas las razas y sociedades y
naciones. Un pueblo o nación que no se ordena activamente a la adoración de la
Eucaristía, con todo lo que ello conlleva, tanto remota como inmediatamente
–preservación de la ortodoxia de la fe y de una elevada moral, preocupación por
un culto reverente, sostenimiento de una sana educación, creación de arte y
arquitectura de calidad, etcétera- es una nación con un bien común deficiente y
moribundo, una nación que se desmenuza en facciones y, luego, en egos envidiosos
y libidinosos. Hay una cura para este desastre, la cual ha tenido éxito en muchas
ocasiones en el pasado, y seguirá teniéndolo en el futuro cada vez que se la
aplique. Tal cura es la medicina de la inmortalidad: la Sagrada Eucaristía. Y,
una vez más, ¿es acaso coincidencia que el teólogo que nos ofrece el más pleno
y sólido tratamiento del bien común –divino, cósmico, político- sea Santo Tomás
de Aquino, “supremo teólogo y apasionado poeta del Cristo Eucarístico”?
El símbolo más intenso que haya
experimentado, en toda mi vida, del fluir conjunto de los tres tesoros de que
estamos hablando, está constituido por las procesiones públicas del día del Corpus
Christi en que participé muchas veces, durante los años que viví en el campo en
Austria, donde, por la gracia de Dios, sobreviven todavía estas prácticas
tradicionales.
En ese día, el más espléndido de
todos, el párroco, revestido con ornamentos dorados y bajo un palio bordado,
encabeza la procesión en la calle principal, al alcance de la vista y oídos de
todo el poblado, acompañado por la banda marcial, por los acólitos con
campanillas e incienso, por las niñitas que arrojan pétalos de flores, y por
los aldeanos vestidos con sus trajes tradicionales. Los líderes cívicos
desfilan en segundo lugar (el lugar que
les corresponde), seguidos por el resto de los niños, los favoritos del
Señor, por sus familias y por todos los que se sienten llamados a participar.
Nadie es excluido, todos son bienvenidos, porque es una ocasión de gozo y de
fiesta. El sacerdote da cuatro veces la bendición con el Santísimo, en cuatro
estaciones adornadas con ramas frescas recién cortadas en los bosques cercanos,
bendiciendo al pueblo y la aldea hacia los cuatro puntos cardinales. Esto es un
acto político, no una devoción privada: simboliza una ciudad ordenada a –y
alimentada por- la “Palabra-hecha-Carne”, el Cuerpo y la Sangre del Salvador,
que se entrega por amor a nosotros, para
hacernos uno con Él y uno entre nosotros. Pero es también un acto
litúrgico, que brota de la Misa, en la que se ha consagrado la hostia, y
retorna a la Misa, en el tabernáculo del altar mayor, donde es colocada
finalmente la custodia, después de horas de veneración. Incluso en un país que
sucumbe a los atractivos de la secularización, todavía se da al Cuerpo de
Cristo este tratamiento: cierran todos los comercios y oficinas, el poblado
entero desfila por las calles, el tránsito entre ciudades se ve obligado a
detenerse mientras se eleva a lo alto la custodia dorada entre nubes de
incienso.
Óigase con atención… óigase los
bellos himnos de la Misa y del Oficio del día y las oraciones. ¿Quién los ha escrito? Nada menos que Santo
Tomás de Aquino. La polis, la piedad litúrgica y el príncipe de los teólogos
coinciden en este sereno instante.
Procesión de Corpus en Roma, litografía (circa 1830)
Un ecosistema
cristiano
Desde
el ángulo que se las mire, las conexiones están ahí, y son profundas. Un
individuo inquisitivo, tarde o temprano, comienza a preguntarse por qué esto
tiene que ser así. Conduzcan o no mis
reflexiones a una respuesta adecuada, el primer paso es percatarse de que corresponde que esas realidades vayan
juntas, como por necesidad, formando, si se me permite la analogía, un
ecosistema cristiano. Cada una de ellas prospera en presencia de las demás, cada
una sufre con la ausencia de las demás. Existe un peligro real de extinción
masiva si no tenemos el cuidado de preservar los componentes fundamentales del
medioambiente sobrenatural. Para decirlo metafóricamente: en esta época
decisiva de la Iglesia, cuando sus enemigos son más numerosos y sus
estratagemas más sutiles que nunca, no carecemos de armas para la batalla, ni
medios de inteligencia superiores. Y, por último, misteriosamente, la victoria
ya se ha logrado, porque Cristo murió y resucitó. De algo estamos seguros: el Señor no nos
fallará (cf. 2 Tm 2, 11-13). La pregunta es, pues, si le fallaremos nosotros a
Él (Lc 18, 8). Esa es la pregunta que todos tenemos que formularnos, mientras
hacemos lo que está de nuestra parte para que se renueve la vida católica en
nuestra época.
¿Qué es, pues, lo que debe
hacerse? ¿Hay alguna esperanza? ¿Existe algún “plan” para producir un auténtico
renacimiento religioso, una auténtica primavera? Sólo hay un camino seguro:
respetar y amar la Tradición siempre viva de la Iglesia, y dejar de imaginar
que podemos inventar una nueva Tradición a fin de reemplazar la Tradición
perenne, santa y hermosa, que es el regalo del Señor a su Esposa en la tierra.
El papa Juan Pablo II pidió perdón por los crímenes de todos los pecadores que
han deshonrado a la Iglesia con sus pecados, y llegó incluso a pedir perdón por
los crímenes cometidos por los Cruzados y por los católicos en la época de la
Inquisición. ¿No será ya el momento de pedir perdón a Dios, con profunda
humildad, por todos los crímenes que los Papas, cardenales, obispos, sacerdotes
y laicos han cometido contra la sagrada Tradición de la Iglesia?
A la pregunta sobre qué es lo que
debe hacerse, quien ama la Tradición católica tiene una respuesta que es clara
y confiable, con la ventaja adicional de que nuestros pastores pueden comenzar
a ponerla por obra de inmediato, supuesto que tengan el coraje necesario, es
decir, el necesario para sanar las heridas exactamente allí donde se ha
recibido el golpe. La resurrección de la Iglesia debe consistir en –o al menos incluir-
lo siguiente:
1. Restauración de la liturgia
tradicional.
2. Proclamación de la enseñanza
social de la Iglesia en toda su plenitud.
3. Restablecimiento de Santo
Tomás de Aquino como Doctor Común.
Si alguien sintiera la tentación
de decir “del dicho al hecho, hay gran trecho, ahora que hemos experimentado ya
casi cincuenta años de corrupción”, la respuesta correcta sería: “hemos hecho
el voto, en el Bautismo, de ser fieles a Cristo en cualquier caso, por lo que
debemos cargar nuestra cruz y pelear la buena batalla hasta el fin”. Santa
Teresa de Lisieux dijo una vez que el desaliento también es soberbia. Lo que
quiso decir con esto es que el desaliento indica falta de fe, falta de confiado
abandono en las manos de la Providencia. Lo que decimos realmente en el
desaliento es “yo sé muy bien lo que debiera ocurrir y no está ocurriendo. Y
siento ira”. El punto crucial es la confianza en Dios, la entrega a su
Voluntad. Dios sabe “quién es Él mismo”, como dijo alguna vez el Cardenal
Newman. Dios tiene un propósito cuando permite la corrupción o el caos.
Sólo Él puede hacer que el mal produzca un bien. Nosotros no conocemos sus
propósitos, pero sí sabemos que Él es sabio, misericordioso y justo. “Sabemos
que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que
son llamados según su designio” (Rm 8, 28).
Carlo Crivelli, Altar de San Domenico in Ascoli (políptico, detalle, 1476, National Gallery de Londres)
Por lo demás, no es tan claro que
estas tres metas sean inalcanzables. Cualquier obispo con visión y
perseverancia puede reintroducir el estudio de Santo Tomás entre sus
seminaristas, educar a sus sacerdotes y a su pueblo en la doctrina social
católica, y restaurar la sacralidad de la liturgia de muchas maneras, tanto
negativas (por ejemplo, aboliendo las mujeres acólitos, restringiendo los
ministros extraordinarios de la comunión), como positivas (ordenando entonar
los Propios de la Misa en latín o castellano, o alentando el uso del incienso,
de nobles ornamentos, del órgano, y del culto ad orientem). De hecho, en el pontificado de Benedicto XVI vimos a
muchos obispos poner por obra algunas de estas medidas, a menudo con gran vigor
y con fervor catequético, siempre con frutos tangibles de auténtica renovación.
Y desde la perspectiva final
–aquélla que debemos tener, si queremos permanecer cuerdos en este valle de
lágrimas-, Dios nos promete, después del abrumador peregrinaje de esta vida,
después de que hayamos vagado por largo tiempo en este valle de sombras de
muerte, una parte de su gozo: “Si hijos, entonces herederos, herederos de Dios
y coherederos de Cristo, siempre que padezcamos con Él para ser también glorificados con Él. Considero que
los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con la gloria que se
nos revelará” (Rm 8, 17-18). “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá vida
eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). “Entra en el gozo de
tu Señor” (Mt 25, 21).
Afortunadamente, la liturgia de
los cielos no cambia jamás. No hay que temer en ella la promulgación de otra editio typica más, con nuevas lecturas y
oraciones. La Ciudad Celestial es eternamente gobernada por Cristo Rey, el Eterno
y Sumo Sacerdote. La sabiduría que Santo Tomás nos enseñó, tal como él alcanzó
a divisarla al final de su vida, es “paja” en comparación con la visión
beatífica de la gloria de Dios. Si parece que la Iglesia en la tierra yerra por
algún tiempo, si incluso sus dirigentes caen, ¿podría esto sorprendernos,
especialmente cuando nos acercamos al final de los tiempos? “Cuando el Hijo del
Hombre venga, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc. 18, 8). “Se enfriará la
caridad de muchos” (Mt. 24, 12). Que no se nos diga, cuando estemos ante el
trono de Cristo, que nuestra caridad se enfrió porque preferimos la oscuridad
del pesimismo al fuego ardiente de su Corazón.
Disponemos de pocos años para
conocer, amar y servir a Dios. Luchemos para conocerlo mejor con la ayuda de
Santo Tomás y de todos los grandes santos. Luchemos para amarlo más, entrando
más profundamente en la sagrada liturgia y recibiendo más devotamente el don
inefable del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Luchemos para servirlo mejor a
medida que caminamos en este mundo, guiados por la enseñanza social integral de
la Iglesia. Lo que importa no es cuántos progresos hagamos sino cuán grande es nuestra
perseverancia en el camino de la verdad. Como dijo Santa Teresa de Calcuta: “Dios
no me pide que tenga éxito, sino que sea fiel”. Si obramos así, no cabe
duda alguna de que oiremos aquellas palabras, tan esperadas: “Entra en el gozo
de tu Señor”.
Andrea di Bonaiuto, El triunfo de Santo Tomás de Aquino (fresco, Basílica de Santa María Novella, 1366-1367)
(Imagen: Wikimedia Commons)