Les ofrecemos hoy un artículo de opinión del Prof. Augusto Merino Merino, asiduo colaborador de esta bitácora, referido a los efecto que tienen la pastoral sobre la actual vida de la Iglesia, convertida en un verdadero ídolo al que se le rinde culto y conforme al cual se sacrifica incluso la predicación que Cristo ordenó como cometido propio de ella. La lectura de este texto no hace sino recordar la célebre Carta abierta a Jesucristo del P. Raymond-Léopold Bruckberger OP (1907-1998) cuando decía: "Sueño con una juventud turbulenta, de la que serías tú, Jesucristo, el jefe y el héroe y la que, entre muchas otras cosas imaginativas, vendría a las iglesias todos los domingos para abuchear a cualquier predicador que se metiera a hablar de lo que no le concierne y que evitara hablar de la única cosa que interesa a un cristiano como tal, y a la Iglesia: de ti, de tu vida, tu pasión y tu resurrección, tus milagros, tu reino, tu enseñanza, los profetas que te anunciaron por anticipado, tus discípulos que has amado, los santos que te han amado. Cada vez que el predicador se alejara de este tema que es, en una iglesia, el único necesario, habría primero el zumbido de advertencia, luego el alboroto aumentaría hasta que todas las bocas vociferaran 'letanías', las famosas letanías: ¡Jesucristo! ¡Jesucristo! Cuando un predicador fuera puesto así en vereda varias veces seguidas, se fijaría más antes de profanar tus santuarios con sus secreciones personales sobre temas políticos, sociológicos, etcétera". Como decía Santa Teresa, sólo Dios basta. Porque o es Dios o nada, nos recordaba hace poco el Cardenal Sarah.
Prof. Augusto Merino Medina
(Foto: Universidad San Sebastián)
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La “pastoral”, nuevo ídolo del foro
Augusto Merino Medina
En la vida colectiva, si hemos de aprovechar algo de lo que dice Sir Francis Bacon, que no es todo desechable, imperan los “ídolos del foro”, es decir, falsos conceptos o expresiones lingüísticas, de los cuales la especie más común es la de aquéllos cuyo significado es impreciso, contradictorio o, simplemente, ininteligible. En el ámbito de la vida cívica profana, por ejemplo, el mayor ídolo hoy día, ante cuyo altar se sacrifica prácticamente todo, es la “democracia”. De ésta, para no abundar mucho en ello, existen no menos de 260 definiciones, o sea, tantas, casi, como “political scientists” y otros representantes de la fauna pseudo-científica aciertan a tratar de ella. Quizá la definición más famosa y más falsa es la de Lincoln: “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”. Con ser tan falso este ídolo, es el centro, el corazón, la esencia misma de la corrección política. Con esto queda dicho todo lo necesario para su descrédito, por lo que aquí la dejaremos, omitiendo mencionar otros ídolos como “derechos humanos” o “derechos reproductivos” o, simplemente, “derechos”.
En la vida colectiva de la Iglesia, ha llegado también a levantar sus altares una serie de ídolos, de conceptos verdaderamente microbianos que lo contaminan y enferman todo, y ante quienes los católicos que quieren ser respetados queman el incienso que han dejado de tributar a Dios por ser un “barroquismo litúrgico”. Christopher Ferrara ha escrito interesantemente sobre algunos de ellos, entre los cuales están “diálogo” (uno de los virus más letales) y otros como “colegialidad”, “ecumenismo”, “comunión parcial”, “comunión imperfecta”, “diversidad reconciliada”, “nueva Evangelización”, “civilización del amor”, “solidaridad”, “espíritu de Asís” y otras cosas por el estilo. Durante el actual pontificado se ha introducido otro atado de novedades lingüísticas ante las cuales se quema abundantes granos de incienso: “acompañamiento”, “discernimiento”, “familias heridas”, “el tiempo es mayor que el espacio”, “Iglesia como poliedro”, “Dios de las sorpresas”, “lo que nos une es más que lo que nos separa”, etcétera.
Aquí queremos esbozar uno de los ídolos que más veneración reciben y que más fuerza han llegado a tener en el campo de la corrección política eclesiástica o, peor todavía, en el de la adulación del Sumo Pontífice hoy reinante: el ídolo de la “pastoral”.
Como varios de los otros términos que menciona Ferrara, la “pastoral” es uno que resiste una definición clara y precisa, lo que le permite, como parece ser el propósito de quienes lo usan, ser introducido en todo orden de cosas, distorsionándolas todas pero con el aire más bueno e inocente del mundo. Porque el término remite la mente al concepto de “pastor”, que se tiende de inmediato a identificar con algo bueno, con un “buen pastor”. O sea, basta adosar el término pastoral casi a cualquier cosa para darle a ésta un aire de “buenidad” difícilmente atacable sin escándalo del vulgo. De hecho, desde hace ya algunas décadas (al menos cinco) y especialmente en el actual pontificado, la “pastoral” ha venido a erguirse como algo susceptible de ser opuesto a la “doctrina”, término con que, calculadamente, se evita hoy hablar de la “fe”. La idea general de este ídolo es que puede que la doctrina esté muy bien y que nadie necesita sobresaltarse a su respecto porque nadie quiere (no, señor) tocarla en lo más mínimo; pero su aplicación debe imprescindiblemente tomar en cuenta la “pastoral”. Se llega así a poner “fe” y “pastoral” en planos de importancia equivalentes, cuando no a someter, derechamente, la “fe” a las necesidades de la “pastoral”. No habría que retroceder mucho en el tiempo para encontrar un moderno apoyo para esta ratio agendi: aquello de que las verdades de la fe son inmutables, pero que debe encontrarse en cada situación “fórmulas” (he ahí el término clave) para expresarlas que estén de acuerdo con la cultura y los tiempos.
Esta derivación del historicismo y del relativismo modernos, que lo permean todo, equivale a decir que no hay conceptos ni verdades ni formulaciones de idea alguna universales y atemporales y, por cierto, tampoco de idea alguna de la verdad revelada: lo que una época o “cultura”(otro término resbalosísimo) entiende, queda encapsulado para siempre en su momento histórico y, lo que de él pueda ser rescatado, habrá de ser “traducido” para que la inteligencia humana, ya en otra etapa de su devenir, pueda comprenderlo (recordar al respecto aquello de “traduttore, tradittore”). Pero el punto atañe no sólo a las formulaciones conceptuales (o, si se quiere, racionales), sino también a las simbólicas. El efecto catastrófico de esta actitud se puede contemplar, con toda comodidad y sin tener que gastar ni un centavo, en la “reforma” de la liturgia posterior al Concilio Vaticano II. Que no fue, como ya se puede apreciar a esta distancia, una “reforma” sino una destrucción cabal y un burocrático armado de otra liturgia totalmente diferente y con significados diferentes, utilizando parte del material de demolición producido para tener con qué salir al paso de los que rechazan horrorizados el Frankestein litúrgico de Pablo VI.
Pero, ¿qué es, al cabo, la “pastoral”? Despejemos, por de pronto, las obviedades: es algo que pertenece a la función del pastor. Este, como se sabe, tiene el encargo de procurar el bien de las ovejas (aunque, como contestaba un niño al imprudente cura que lo interrogaba en la homilía de la Misa sobre el tema, el propósito final del pastor sea comérselas). La procura de ese bien requiere fundamentalmente dos cosas: una estrategia, que considere qué es lo que se quiere lograr dadas las circunstancias (lo cual implica en general el ejercicio de la virtud de la prudencia política), y luego -cosa que suele ser decisiva-, una táctica (que exige la actuación puntual de dicha prudencia -no de la astucia- en un “aquí y ahora” que no se repetirá nunca jamás en el curso de la historia humana).
Lo hasta aquí dicho nos revela el quid: la pastoral es, simplemente, la política concreta que el gobernante eclesiástico ha decidido seguir en el desempeño de su encargo, desde el más alto en rango hasta el más bajo en él. Dicho de este modo, se resquebraja (o, derechamente, se quiebra) esa aura mística, misteriosa, altisonante y un poco ominosa que tiene el uso de la palabra “pastoral”, especialmente en los medios eclesiales “progresistas”. ¿Proclamación de la fe subordinada a consideraciones de política -o “políticas”, sin más-? Pero, ¿hasta ese punto se olvida la naturaleza del encargo que el Señor hizo a los apóstoles -los pastores de aquel momento- y, sobre todo, el tipo de actitud y de consejos que les dio para cumplir su misión? Nada de alforjas ni otras medidas de resguardo; hablar con “sí, sí; no, no”; aceptar ser expulsados de las sinagogas (cuanto más de la portada de Time); condenar aquí, expulsar allá, embestir al error; no conformarse con el mundo… ¿Una “pastoral” que condona los errores para atraerse a los errados? ¿Un apostolado que, con tal de atraer a un incrédulo, deja en segundo plano a la fe o la escamotea? ¿Un desprecio de la “doctrina” para ensalzar “lo que nos une, que es más que lo que nos separa”? ¿Un cordial “avanzar” en este camino o aquel, dejando que los teólogos se encarguen de las technicalities, como haría un Ministro de Estado que ni sabe de ellas ni necesita saberlas porque para eso tiene a su disposición funcionarios de carrera?
No es necesario ni siquiera esforzarse por responder semejantes preguntas, así de claro está que lo que se insinúa en ellas es absolutamente condenable y opuesto a la fe y que un católico -incluso cualquier cristiano- que se crea pastor debe aborrecer las conductas y actitudes aludidas.
Pues, llevando el tema a la liturgia, ¿hacer la Misa comprensible a un pueblo no catequizado, no adoctrinado, no proselitizado, no convertido? Uso intencionadamente aquí términos que hoy, como se sabe, son objeto de abyección. ¿Hacerla comprensible sin enseñar los maestros (que acaso la conozcan) lo que la fe dice sobre la Misa al pueblo, sin explicar el sentido de los símbolos y acciones y el significado de las palabras, como se hace con cualquier infante en cualquier familia del mundo en cualquier época de cualquier cultura respecto de cualquier cosa? Por este camino “pastoral” que, simplemente, embiste, los Bugnini han llegado a intentar hacer pasar, nada menos que en el Misal del Novus Ordo, como definición de la Misa, una herejía que ni Cranmer, quizá, hubiera suscrito.
El estilo “pastoral” de estos días consiste no en hacer que el mundo se conforme a la fe, sino en conformar la fe al mundo. En el caso de la Misa, se trata no de enseñar al pueblo, inculpablemente ignorante, lo que la Misa es, en su esencia, sino en “poner en escena” palabras y cosas que se calcula que la gente “entiende”. Obviamente, el ser humano entiende, la mayor parte de las veces, el sentido de lo que se le dice o de lo que ve (rara vez el sentido de lo que lee). Pero que lo que ve o lo que oye le diga, en este caso, lo que la Misa es verdaderamente para la “doctrina” -la fe-, es un aspecto que los párrocos, abrumados como están con su trabajo propio y con las reuniones de “pastoral”, no tienen tiempo de enfrentar sin quebranto de su salud o sin la alteración de sus merecidas vacaciones. Tampoco los obispos, cuyas episcopales ocupaciones son también abrumadoras.
En relación con eso que aquí hemos aludido como la “pastoral”, los laicos deberían alzar de una vez por todas la voz y decir a párrocos, obispos y Papas (con todo respeto, por cierto) lo que San Remigio dijo al rey Clodoveo cuando éste se convirtió: “Dobla la cerviz, fiero sicambro: quema lo que has adorado, y adora lo que has quemado”, teniendo en cuenta, eso sí, que esta fórmula no es de efectos infalibles.
Actualización [2 de agosto de 2018]: Religión en libertad ha publicado un artículo sobre la conversión de Jennifer Mehl Ferrara, antigua pastora luterana, a quien la mala música religiosa y los insustanciales sermones casi disuaden de dar el paso de profesar en la Iglesia católica. Una muestra más de que las consideraciones pastorales sobre el hecho de que la música litúrgica debe ser cercana a la gente en realidad acaban produciendo el efecto inverso. Por tendencia natural, el ser humano busca una manifestación de lo sacro que sea distinta de su propia cotidianidad.
En la vida colectiva de la Iglesia, ha llegado también a levantar sus altares una serie de ídolos, de conceptos verdaderamente microbianos que lo contaminan y enferman todo, y ante quienes los católicos que quieren ser respetados queman el incienso que han dejado de tributar a Dios por ser un “barroquismo litúrgico”. Christopher Ferrara ha escrito interesantemente sobre algunos de ellos, entre los cuales están “diálogo” (uno de los virus más letales) y otros como “colegialidad”, “ecumenismo”, “comunión parcial”, “comunión imperfecta”, “diversidad reconciliada”, “nueva Evangelización”, “civilización del amor”, “solidaridad”, “espíritu de Asís” y otras cosas por el estilo. Durante el actual pontificado se ha introducido otro atado de novedades lingüísticas ante las cuales se quema abundantes granos de incienso: “acompañamiento”, “discernimiento”, “familias heridas”, “el tiempo es mayor que el espacio”, “Iglesia como poliedro”, “Dios de las sorpresas”, “lo que nos une es más que lo que nos separa”, etcétera.
Jornada mundial de oración por la paz (Asís, 1986)
(Foto: BR)
Aquí queremos esbozar uno de los ídolos que más veneración reciben y que más fuerza han llegado a tener en el campo de la corrección política eclesiástica o, peor todavía, en el de la adulación del Sumo Pontífice hoy reinante: el ídolo de la “pastoral”.
Como varios de los otros términos que menciona Ferrara, la “pastoral” es uno que resiste una definición clara y precisa, lo que le permite, como parece ser el propósito de quienes lo usan, ser introducido en todo orden de cosas, distorsionándolas todas pero con el aire más bueno e inocente del mundo. Porque el término remite la mente al concepto de “pastor”, que se tiende de inmediato a identificar con algo bueno, con un “buen pastor”. O sea, basta adosar el término pastoral casi a cualquier cosa para darle a ésta un aire de “buenidad” difícilmente atacable sin escándalo del vulgo. De hecho, desde hace ya algunas décadas (al menos cinco) y especialmente en el actual pontificado, la “pastoral” ha venido a erguirse como algo susceptible de ser opuesto a la “doctrina”, término con que, calculadamente, se evita hoy hablar de la “fe”. La idea general de este ídolo es que puede que la doctrina esté muy bien y que nadie necesita sobresaltarse a su respecto porque nadie quiere (no, señor) tocarla en lo más mínimo; pero su aplicación debe imprescindiblemente tomar en cuenta la “pastoral”. Se llega así a poner “fe” y “pastoral” en planos de importancia equivalentes, cuando no a someter, derechamente, la “fe” a las necesidades de la “pastoral”. No habría que retroceder mucho en el tiempo para encontrar un moderno apoyo para esta ratio agendi: aquello de que las verdades de la fe son inmutables, pero que debe encontrarse en cada situación “fórmulas” (he ahí el término clave) para expresarlas que estén de acuerdo con la cultura y los tiempos.
Esta derivación del historicismo y del relativismo modernos, que lo permean todo, equivale a decir que no hay conceptos ni verdades ni formulaciones de idea alguna universales y atemporales y, por cierto, tampoco de idea alguna de la verdad revelada: lo que una época o “cultura”(otro término resbalosísimo) entiende, queda encapsulado para siempre en su momento histórico y, lo que de él pueda ser rescatado, habrá de ser “traducido” para que la inteligencia humana, ya en otra etapa de su devenir, pueda comprenderlo (recordar al respecto aquello de “traduttore, tradittore”). Pero el punto atañe no sólo a las formulaciones conceptuales (o, si se quiere, racionales), sino también a las simbólicas. El efecto catastrófico de esta actitud se puede contemplar, con toda comodidad y sin tener que gastar ni un centavo, en la “reforma” de la liturgia posterior al Concilio Vaticano II. Que no fue, como ya se puede apreciar a esta distancia, una “reforma” sino una destrucción cabal y un burocrático armado de otra liturgia totalmente diferente y con significados diferentes, utilizando parte del material de demolición producido para tener con qué salir al paso de los que rechazan horrorizados el Frankestein litúrgico de Pablo VI.
Misa Novus Ordo
(Foto: Vaticanocatolico)
Pero, ¿qué es, al cabo, la “pastoral”? Despejemos, por de pronto, las obviedades: es algo que pertenece a la función del pastor. Este, como se sabe, tiene el encargo de procurar el bien de las ovejas (aunque, como contestaba un niño al imprudente cura que lo interrogaba en la homilía de la Misa sobre el tema, el propósito final del pastor sea comérselas). La procura de ese bien requiere fundamentalmente dos cosas: una estrategia, que considere qué es lo que se quiere lograr dadas las circunstancias (lo cual implica en general el ejercicio de la virtud de la prudencia política), y luego -cosa que suele ser decisiva-, una táctica (que exige la actuación puntual de dicha prudencia -no de la astucia- en un “aquí y ahora” que no se repetirá nunca jamás en el curso de la historia humana).
Lo hasta aquí dicho nos revela el quid: la pastoral es, simplemente, la política concreta que el gobernante eclesiástico ha decidido seguir en el desempeño de su encargo, desde el más alto en rango hasta el más bajo en él. Dicho de este modo, se resquebraja (o, derechamente, se quiebra) esa aura mística, misteriosa, altisonante y un poco ominosa que tiene el uso de la palabra “pastoral”, especialmente en los medios eclesiales “progresistas”. ¿Proclamación de la fe subordinada a consideraciones de política -o “políticas”, sin más-? Pero, ¿hasta ese punto se olvida la naturaleza del encargo que el Señor hizo a los apóstoles -los pastores de aquel momento- y, sobre todo, el tipo de actitud y de consejos que les dio para cumplir su misión? Nada de alforjas ni otras medidas de resguardo; hablar con “sí, sí; no, no”; aceptar ser expulsados de las sinagogas (cuanto más de la portada de Time); condenar aquí, expulsar allá, embestir al error; no conformarse con el mundo… ¿Una “pastoral” que condona los errores para atraerse a los errados? ¿Un apostolado que, con tal de atraer a un incrédulo, deja en segundo plano a la fe o la escamotea? ¿Un desprecio de la “doctrina” para ensalzar “lo que nos une, que es más que lo que nos separa”? ¿Un cordial “avanzar” en este camino o aquel, dejando que los teólogos se encarguen de las technicalities, como haría un Ministro de Estado que ni sabe de ellas ni necesita saberlas porque para eso tiene a su disposición funcionarios de carrera?
No es necesario ni siquiera esforzarse por responder semejantes preguntas, así de claro está que lo que se insinúa en ellas es absolutamente condenable y opuesto a la fe y que un católico -incluso cualquier cristiano- que se crea pastor debe aborrecer las conductas y actitudes aludidas.
Misa Novus Ordo
(Foto: TradCatKnight)
Pues, llevando el tema a la liturgia, ¿hacer la Misa comprensible a un pueblo no catequizado, no adoctrinado, no proselitizado, no convertido? Uso intencionadamente aquí términos que hoy, como se sabe, son objeto de abyección. ¿Hacerla comprensible sin enseñar los maestros (que acaso la conozcan) lo que la fe dice sobre la Misa al pueblo, sin explicar el sentido de los símbolos y acciones y el significado de las palabras, como se hace con cualquier infante en cualquier familia del mundo en cualquier época de cualquier cultura respecto de cualquier cosa? Por este camino “pastoral” que, simplemente, embiste, los Bugnini han llegado a intentar hacer pasar, nada menos que en el Misal del Novus Ordo, como definición de la Misa, una herejía que ni Cranmer, quizá, hubiera suscrito.
El estilo “pastoral” de estos días consiste no en hacer que el mundo se conforme a la fe, sino en conformar la fe al mundo. En el caso de la Misa, se trata no de enseñar al pueblo, inculpablemente ignorante, lo que la Misa es, en su esencia, sino en “poner en escena” palabras y cosas que se calcula que la gente “entiende”. Obviamente, el ser humano entiende, la mayor parte de las veces, el sentido de lo que se le dice o de lo que ve (rara vez el sentido de lo que lee). Pero que lo que ve o lo que oye le diga, en este caso, lo que la Misa es verdaderamente para la “doctrina” -la fe-, es un aspecto que los párrocos, abrumados como están con su trabajo propio y con las reuniones de “pastoral”, no tienen tiempo de enfrentar sin quebranto de su salud o sin la alteración de sus merecidas vacaciones. Tampoco los obispos, cuyas episcopales ocupaciones son también abrumadoras.
En relación con eso que aquí hemos aludido como la “pastoral”, los laicos deberían alzar de una vez por todas la voz y decir a párrocos, obispos y Papas (con todo respeto, por cierto) lo que San Remigio dijo al rey Clodoveo cuando éste se convirtió: “Dobla la cerviz, fiero sicambro: quema lo que has adorado, y adora lo que has quemado”, teniendo en cuenta, eso sí, que esta fórmula no es de efectos infalibles.
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Actualización [2 de agosto de 2018]: Religión en libertad ha publicado un artículo sobre la conversión de Jennifer Mehl Ferrara, antigua pastora luterana, a quien la mala música religiosa y los insustanciales sermones casi disuaden de dar el paso de profesar en la Iglesia católica. Una muestra más de que las consideraciones pastorales sobre el hecho de que la música litúrgica debe ser cercana a la gente en realidad acaban produciendo el efecto inverso. Por tendencia natural, el ser humano busca una manifestación de lo sacro que sea distinta de su propia cotidianidad.