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miércoles, 22 de abril de 2015

La reforma litúrgica: notas de lectura (I)

La reforma litúrgica obrada en aplicación de las directrices del Concilio Vaticano II, contenidas en su constitución Sacrosanctum Concilium (1963), en ocasiones parece que constituyese el único punto que interesa al sector denominado «tradicionalista». O así al menos lo presentan desde la vereda opuesta, con un deseo de reducir una cosmovisión de Fe a cuestiones estéticas o incluso nostálgicas. Pero ocurre que detrás hay algo mucho más importante, como es la fidelidad a la Tradición de la Iglesia, que no es otra cosa que la conservación de ese patrimonio de Fe que es propio del pueblo de Dios y que, por consiguiente, se enriquece con los siglos. La Tradición no representa una mera conservación estática, sino que preserva y desarrolla aquello que se considera útil. Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a ella como la transmisión viva de la Revelación llevada a cabo por acción del Espíritu Santo (núm. 78).

El propio concepto de Tradición es, por tanto, opuesto a ruptura y supone continuidad y fidelidad en el depósito de la fe. No sorprende, entonces, que ya en 1966 la Congregación para la Doctrina de la Fe dirigiese una «Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales sobre los abusos en la interpretación de los decretos del Concilio Vaticano II».

El Cardenal Ratzinger durante su visita a Chile (1988)
(Foto: iglesia.cl)

Años después, y con ocasión de la consagración de cuatro obispos por parte de Monseñor Marcel Lefebvre en calidad de auxiliares de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X (FSSPX), el cardenal Ratzinger se refería a esta tensión entre continuidad y ruptura durante su visita a Chile de 1988 (una cobertura completa de ella puede ser consultada aquí; la cita está tomada de la p. 38):

Sin embargo, existe una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición. Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vaticano II. El Concilio Vaticano II no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de cero. La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como Concilio pastoral; sin embargo, mu­chos lo interpretan como si fuera casi el superdogma que quita importancia a todo lo demás.

Esta impresión se refuerza especialmente por hechos que ocurren en la vida corriente. Lo que antes era considerado lo más santo –la forma transmitida por la liturgia–, de repente aparece como lo más prohibido y lo único que con seguridad debe rechazarse. No se tolera la crítica a las medidas del tiempo postconciliar; pero donde están en juego las antiguas reglas, o las grandes verdades de la fe –por ejemplo, la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de Jesús, la inmortalidad del alma, etcétera–, o bien no se reacciona en absoluto, o bien se hace sólo de forma extremadamente atenuada. Yo mismo he podido ver, cuando era profesor, cómo el mismo obispo que antes del Concilio había rechazado a un profesor irreprochable por su modo de hablar un poco tosco, no se veía capaz, después del Concilio, de rechazar a otro profesor que negaba abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe. Todo esto lleva a muchas personas a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente todavía la misma de ayer, o si no será que se la han cambiado por otra sin avisarles. La única manera para hacer creíble el Vaticano II es presentarlo claramente como lo que es: una parte de la entera y única Tradición de la Iglesia y de su fe.

Concilio Vaticano II

Insistía todavía Joseph Ratzinger, ahora desde la sede de Pedro que ocupó con el nombre de Benedicto XVI, sobre la «hermenéutica de la continuidad» en su célebre discurso a la Curia Romana de 22 de diciembre de 2005:

A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa  Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio “quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones”, y prosigue: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid, 1993, pp. 1094-1095).

San Juan XXIII

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.

Ciertamente, fruto de un desarrollo orgánico, los ritos en la Iglesia debían incorporar algunos cambios con el paso de los siglos y favorecer así ese deseo profundo que animó al Movimiento litúrgico: la actuosa participatio de los fieles en los misterios sagrados. A ese propósito responden las reformas de San Pío X, del Venerable Pío XII y de San Juan XXIII. Pero ella no podía descuidar que la Santa Misa es uno de los más grandes misterios de nuestra Fe y revive el sacrificio redentor de Cristo. A ese fin se ordenan los cambios de voz del preste, el silencio, las genuflexiones y la orientación del altar en la liturgia tradicional. Es esa sacralidad, muchas veces perdida, la que atrae a tantos católicos a descubrir el tesoro de la Forma Extraordinaria como un medio de vivir con mayor intensidad su Fe.  


En una lectura reciente hemos descubierto una ponderada síntesis de lo que fue la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II y los desórdenes que a ella siguieron, y queremos compartirla con nuestros lectores en dos entradas futuras. Se trata una obra de divulgación sobre la historia de la Iglesia en el siglo XX escrita por el Rvdo. José Orlandis Rovira (1918-2010) y publicada por Ediciones Palabra en 1988. 

Este sacerdote de la Prelatura del Opus Dei fue un conocido historiador y jurista español que destacó por sus investigaciones sobre la cultura y las instituciones visigóticas. Catedrático de Historia del Derecho desde 1942, ejerció su docencia principalmente en las Universidades de Zaragoza y Navarra. Ocupó la presidencia de la Academia Aragonesa de Ciencias Sociales y fue Vicedecano de la Facultad de Derecho de Zaragoza y, posteriormente, primer decano de la Facultad de Derecho Canónico y primer director del Instituto de Historia de la Iglesia de la Universidad de Navarra. Fue asimismo presidente del Consejo Asesor Internacional de la revista Anuario de Historia de la Iglesia. Es autor de un sinnúmero de obras, entre ellas una Breve historia del cristianismo (1983) publicada en Chile por Editorial Universitaria. 

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