En una ocasión, el filósofo francés Alain Finkielkraut presentó a Fabrice Hadjadj con estas palabras: "De orígenes judíos, de nombre árabe, por elección católico". Nacido en Nanterre, en 1971, en el seno de una familia judía de raíces tunecinas, cuenta que se quedó «fulgurado delante de un crucifijo de la iglesia de Saint-Séverin, en el centro de París». Se bautizó a los 30 años. Este joven intelectual poliédrico (filósofo, dramaturgo y ensayista) es profesor en un Liceo de la provincia de Toulon.
Fabrice Hadjadj
En España, la editorial
Nuevo Inicio, de Granada, ha publicado algunos de sus libros. Uno de
ellos, aparecido en 2009, se intitula La fe de los demonios (o el ateísmo superado),
donde postula que el diablo no quiere un mundo sin cristianismo, sino
un cristianismo sin Dios, en un mundo sin Dios, con hombres que se crean
autosuficientes. El escritor Juan Manuel de Prada ha calificado dicha
obra como "el mejor libro de teología divulgativa que se ha escrito en
décadas".
Para animar a nuestros lectores a su lectura, queremos ofrecerles un fragmento de ese libro que nos parece particularmente sugerente, referido a la liturgia del pandemónium, para recordar que el cambio de año siempre es una oportunidad propicia para volver sobre los Novísimos y reanudar la lucha espiritual.
Para animar a nuestros lectores a su lectura, queremos ofrecerles un fragmento de ese libro que nos parece particularmente sugerente, referido a la liturgia del pandemónium, para recordar que el cambio de año siempre es una oportunidad propicia para volver sobre los Novísimos y reanudar la lucha espiritual.
***
Francisco de Goya, El aquelarre o El gran Cabrón (1823)
Liturgia del pandemónium
Para hacernos percibir mejor el peligro que se cierne sobre
nosotros y que se vuelve tanto más terrible cuanto más salvo nos creemos, nos recuerda Santo Tomás
que “el pecado del ángel no supone la ignorancia, sino sólo la ausencia de consideración de lo que se
debe, es decir, del orden requerido por la voluntad divina”, y lo compara
con “alguien que decide rezar y lo hace sin observar las normas litúrgicas
instituidas por la Iglesia”[1].
Este ejemplo siempre me ha asustado. Nos
confirma rigurosamente que lo demoníaco no es tanto querer el mal como querer
hacer el bien sin obedecer a la fuente
de todo bien, querer hacer el bien según la propia regla, como un don que
pretende no recibir nada, en una especie de generosidad que coincide con el más
fino orgullo. No hay en ello una ignorancia especulativa, sino una ignorancia
práctica, activa, que se esfuerza en no considerar las mediaciones queridas por
el Altísimo para nuestra comunión, para nuestra dependencia de los unos
respecto de los otros. Es oír hablar de
reglas litúrgicas, de derecho canónico, de magisterio y el demonio empieza a
cocear: lo hace un nombre de su tradicionalismo, más viejo que la tradición, o
de su progresismo, más up to date que
el mundo futuro. En todo caso, lo hemos visto más arriba, él reza con ardiente
fervor: ¡Te conjuro POR DIOS no me atormentes! (Mc 5, 7). Siempre que sea con
un misal confeccionado ad hoc, para su uso personal, o para su secta del
momento, en una espiritualidad que oscila entre lo masturbatorio y lo
orgiástico.
La liturgia del pandemónium no posee la unidad viviente de
la de la Iglesia. Cuando pretende ser una se bloquea. Cuando pretende ser viva
hormiguea. Como la fe de los demonios no tiene su fuente en la visión de
Cristo, sino en la inteligencia natural de cada uno, no se puede hablar con
propiedad entre ellos de una sola fe (Ef 4, 16), dependiente del don único de
Dios, sino de un conocimiento dividido, que uno puede reivindicar contra otro
como fruto de sus propios esfuerzos. Sus creencias son individualistas.
Dividualistas incluso. Esta división mutua se complica, en efecto, con una
división individual: habiendo desviado el pecado el impulso primordial hacia
Dios de su naturaleza, su libre albedrío se vuelve contra su vocación esencial,
su voluntad ut voluntas se opone a su
voluntad ut natura, porque “el alma
del perverso está desgarrada en facciones”[2].
El demonio no puede recogerse. Entonces se divierte.
Francisco de Goya, Vuelo de brujas (1798)
¿Cuál es el solo principio unificador de este reino
desmigajado, el punto de encuentro litúrgico en el país de Legión? El odio al
mismo Enemigo. La filosofía política de Carl Schmitt se le aplica bastante bien
al pandemónium. El acuerdo del demonio consigo mismo y con los demás no se
realiza más que en razón de ese odio. Sólo remienda su ser por medio de su
rabiosa pasión por deshacer la obra del Altísimo. Para ese menester, los
diablos entienden como ladrones en feria, con vistas a una rapiña que exige,
aunque sólo sea por mor de la eficacia, obrar en conserva. Pero esta asociación
de malhechores se disloca en cuanto trata de repartir el botón. La feria se
convierte en agarrada.
Jean-Joseph Surin nos informa, en efecto, de que “el infierno
se encuentra en una confusión continua”: en un PDG (Professional Development
Group) como ése, obsesionado por la productividad, el príncipe esclaviza a los
demonios subalternos, especialmente “cuando no consiguen hacer todo el mal que
él quisiera”; y éstos, que golpean a su vez a sus propios inferiores, “sólo lo
obedecen a su pesar, y en lo que es conforme a su pasión, que es el odio a Dios”[3].
El genio violento de Santa Teresita prolonga la experiencia del gran exorcista
(Surin fue el que luchó contra el ejército demoníaco que había tomado posesión
de las religiosas de Loudun). En una “pieza piadosa”, El triunfo de la humildad, muestra ella las querellas litúrgicas que
desgarran al pandemónium. Beelzebul grita a su príncipe Lucifer: “Non
serviam!... ¿Eres tú quien me ha dado esta divisa y crees que te obedeceré
después de haberme negado a abajarme ante Dios?... ¡No! ¡Jamás, jamás!... Aquí
cada uno es su propio dueño; por eso tenemos una unión tan grande, nuestras
legiones están tan admirablemente entrenadas, por eso nuestros adoradores no
cesan de disputar sobre los particulares de nuestros ritos sagrados…Tú sabes
mejor que nadie, vieja serpiente astuta, que la discordia es la marca de tu
realeza… Nuestro único punto de acuerdo es el odio implacable que profesamos a
los mortales. Es verdad que eso no nos impide llamarlos muy queridos amigos
nuestros…”[4].
Francisco de Goya, El aquelarre (1798)
La ejemplaridad de Lucifer se vuelve contra él, pues se
fundamenta en la desobediencia. Diciendo a su vez: No serviré, se le sirve tanto como se le perjudica. Cada uno es su
esclavo en la medida en que cree ser el único dueño. Cuando se desobedece a
Dios se le obedece a él. Cuando se le desobedece a él, se sigue también su
ejemplo, aun cuando sea “para condenación suya”, literalmente. Obtiene un mal
de ello para sí mismo, pero se satisface contra Dios. De todas formas, lo que
le produce placer no puede, por otro lado, más que causarle sufrimiento. Tiene
razón el padre Bonino cuando escribe: “Prefirió seguir siendo el primero en un
orden inferior que llegar a ser uno entre tantos en un orden superior”[5].
El hombre que peca, como decía San Bernardo, se hace súbdito suyo: al perder
esa gracia que lo eleva por encima de su naturaleza cae por debajo de la
naturaleza angélica, incluso de la viciada. Pero decir sólo eso sería perder de
vista lo que constituye la fascinación del mal, es decir, ese “bien negativo”
que el pecado proporciona a quien sea. Porque si yo lo elijo resueltamente no
es porque quiera ser súbdito de Satán. Tras ese sometimiento hay otra cosa,
como una especie de democracia, digamos de liberación, aunque fuera una caída
en la vida: “Aquí cada uno es su propio dueño”, dice Beelzebul.
Para entender esta situación hay que pensar el pecado de
manera metafísica. Dios es Causa primera del ser. Toda obra buena, es decir,
abierta a la plenitud del ser, la realizamos, pues, con él, bajo su impulso
último. Por el contrario, a la obra mala, es decir desviada por una carencia de
ser, el Creador le confiere su parte de positividad, pero su parte de
negatividad, propiamente pecaminosa, no procede más que de mí, criatura sacada
de la nada y capaz de aniquilar en mí el influjo del ser. Por ejemplo, la
fuerza de mis brazos se basa en última instancia en la bondad del Creador que
quiere que me sirva de ellos para ayudar el pobre; pero, si yo los empleo para
degollarlo, desvío el impulso de dicha fuerza, arruino su plenitud en la
comunión (con Dios así como con el prójimo), es decir, en una existencia más
dilatada. Y esa desviación se debe sólo a mí mismo. Tal es la delectación que
procura el mal: yo no puedo ser causa primera del ser, pero puedo ser causa
primera de la nada. En lugar de ser hijo en este universo, a la vez el más
trágico y el más gozoso, prefiero reinar sólo en un mundo virtual. Así ocurre
cuando me siento lesionado, acuso a los demás y me niego a reconciliarme con
ellos: sufro y no alcanzo a más que a hurgar en mi herida, pero disfruto viéndome
en un pequeño mundo ilusorio donde me alzo como juez supremo. Ello implica, sin
duda, en alguna parte de mi naturaleza, cierta enfeudación al diablo. Pero aun
cuando este último me haya tentado, sólo yo soy formalmente responsable de la
culpa (si la culpa no procediera de mi voluntad, yo no sería culpable) y él no
puede retirarme el mezquino placer de reinar sobre mis quimeras.
John Martin, Pandemónium (1841)
Así, pues, en el infierno, reza cada uno por su cuenta, por
sí solo, con una oración que pretende saber exactamente lo que a él le hace
falta. Y cuando se reza por los demás (¿por qué no?) es porque uno los
representa y para obtenerles un bien que se ha decidido por y para ellos —por
ejemplo, alojarse en unos puercos…—. Pero, en ocasiones, también rezan todos
juntos si es para rechazar una ofensiva del Santo. La liturgia demoníaca es
unas veces masiva y otras dispersa. Cuando se trata de oponerse al Verbo hecho
judío, es una fascinante ceremonia de Núremberg. Cuando la cosa es codiciar el
bien propio, es una formidable cacofonía. Pulverización libertaria en el amor
propio, solidificación totalitaria en el odio a Dios. Orgía impersonal en
funcionamiento, competencia feroz entre individuos. Así es la pulsación
infernal.
Nota de la Redacción: El texto reproducido está tomado de Hadjadj, F., La fe de los demonios (o el ateísmo superado), trad. de Sebastián
Montiel, Granada, Nuevo Inicio, 2011, pp. 85-89. Un interesante reportaje sobre el autor, publicado en español, puede consultarse aquí.
[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, 63, 1.
[2]
Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 b.
[3] Jean-Joseph Surin, Triomphe de l’amour
divin sur les puissances de l’Enfer, seguido de Science expérimentale de choses
de l’autre vie (1653-1660), Grenoble, Jerôme Million, 1990, p. 360.
[4] Santa
Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Théâtre au Carmel, París, Cerf-DDB, 1985, p. 252.
[5] Serge-Thomas Bonino, Les anges et
les démons, París, Parole et Silence, 2007, p. 211.
Actualización [26 de marzo de 2016]: El sitio Alfa y Omega reproduce, traducida al español, la conferencia impartida hace algunos días por Fabrice Hadjadj en la Fundación De Gasperi (Roma) según la versión publicada en el periódico francés Le Figaro. Ella se intitulaba "Los yihadistas, el 11 de enero y la Europa del vacío", y ahí hacía presente que demasiada buena conciencia y ceguera está conduciendo al suicidio de Europa, ciertamente construida sobre raíces cristianas.
Actualización [4 de abril de 2016]: El sitio Religión en libertad ofrece la traducción de la entrevista dada por Fabrice Hadjadj con ocasión de su último libro, intitulado Résurrection, Mode d'emploi, donde ofrece una magnífica meditación sobre el insondable misterio de la salvación.
Actualización [26 de marzo de 2016]: El sitio Alfa y Omega reproduce, traducida al español, la conferencia impartida hace algunos días por Fabrice Hadjadj en la Fundación De Gasperi (Roma) según la versión publicada en el periódico francés Le Figaro. Ella se intitulaba "Los yihadistas, el 11 de enero y la Europa del vacío", y ahí hacía presente que demasiada buena conciencia y ceguera está conduciendo al suicidio de Europa, ciertamente construida sobre raíces cristianas.
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