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miércoles, 5 de abril de 2017

Memorias para Cecilia (II)

Les ofrecemos la segunda entrega y final de la selección hecha por la Redacción de las Memorias para Cecilia  (reeditadas en 2016) del poeta, abogado y profesor universitario chileno Armando Uribe Arce (véase aquí la primera parte). Ellas muestran la fe profunda del autor, que ha sabido superar las dificultades de la vida. 

 Armando Uribe Arce
(Foto: U. de Chile)

***

Memorias para Cecilia

Armando Uribe

Con todo lo piadoso que era, podía parecer un poco excéntrico dentro de la Iglesia. No me atrajo la figura de Pío XII, como pequeño católico en el pequeño Chile, y eso guardando el más completo respeto y adhesión en el momento máximo de su pontificado cuando proclamó, en 1950, el dogma de la asunción de la Virgen. 

[...]

Creía que en cuanto hombres, ese Papa [Pío XII] y los siguientes fueron como todos los seres humanos, víctimas de las imperfecciones que a todos nos asaltan durante la vida. Me he permitido juzgar sus conductas históricas como los hombres que fueron, lo mismo que con los monarcas, jefes de Estado o de gobierno.

Claro que cuando dicen palabras ex cátedra, en materias de dogma y moral, no necesito bajar la cabeza, sino que con la cabeza erguida las admito e incluso me producen gozo, como esta concepción de que la Virgen en cuerpo, psique y alma asciende por obra de arcángeles que materialmente la toman al morir y la llevan al Cielo. Con más razón aún, desde antes de este último dogma –el único proclamado en vida mía– la Ascensión a los Cielos de Jesucristo tal cual aparece en el Credo y en el Nuevo Testamento y es comentada por los eclesiásticos. Me resultó una delicia plantear a Jesucristo, Dios y hombre, en la situación divina en cuerpo y psique. Se trata de Dios en la Tierra.

 Misa en la Basílica de San Pedro el día de la proclamación del Dogma de la Asunción (1-XI-1950)
(Foto: Aciprensa)

La imagen de Él denostado, torturado, puesto en la cruz para morir; su cuerpo enterrado y luego la piedra de su sepultura removida por ángeles; siempre me pareció agradable y útil como manifestación del Supremo. Más aún, me induce goce el que Cristo resucitado caminara conversándoles a dos amigos hacia Emaús y después traspasase paredes con su cuerpo glorioso. Incluso se apareció materialmente a los apóstoles, a la vera de un lago, y con ellos comió el pescado asado a las brasas que recogieron de esas aguas. Frente a la incredulidad de los apóstoles de mano en las llagas de su costado…Todo esto, de una tremenda carnalidad, me parece un sello de las verdades afirmadas por la Iglesia Católica y satisface por completo mi manera de ser y ver lo que ocurre en el mundo, de experimentar la vida humana, transitoria y corporal.

Ninguna de las religiones que he conocido ni las herejías en que me entrometí –principalmente en el libro de un protestante: Decadencia y caída del Imperio romano, [Nota de la Redacción: el autor se refiere a The History of the Decline and Fall of the Roman Empire], entre el siglo IV después de Cristo y la caída de Constantinopla, del historiador inglés del siglo XVIII, Gibbon – superan la carnal audiencia intelectual católica.

No he encontrado, con mi escasa instrucción de lo que no es la religión católica, ningún aspecto que me atrajese más que la religión en que me formé y he vivido, siendo desde luego un católico más bien mal católico, mal cristiano y pecador como me consta, victimario de mí mismo y de otros respecto de la voluntad divina en muchísimas ocasiones.

Mi bisabuelo en sus Apuntes recomendaba perseverar en la religión católica en la cual uno se había formado, incluso advierte que diría lo mismo si la religión recibida fuese la protestante, luterana verbi gratia. Este consejo u observación –que demuestra un espíritu abierto hacia las realidades de la vida y el mundo–, me ha parecido virtuosa, permitiéndome respetar a quienes tienen otros credos.

Lo que sí rechazo son las ridiculeces exteriores de otras religiones y también –desde un punto de vista estético– de la católica, verdaderas mezquindades de la carne. No tengo reparo en reírme mordazmente de ellas, tanto en las actitudes de fieles católicas y de eclesiásticos, como cuando están presentes en otras religiones, sobre todo las formas religiosas católicas y cristianas extendidas por todo el mundo desde Estados Unidos. En mi fuero interno y en conversaciones privadas las he tratado con un humor y sátira, que a veces llega a extremos sarcásticos. Si con ello violé la caridad y el amor al prójimo, me hago cargo y estoy dispuesto a sufrir la pena por mi pecado. Pero siento que mi libre albedrío me autoriza. Por lo tanto, creo en la posibilidad de ser condenado o de condenarme a mí mismo a los Infiernos, donde no hay justos ni salida.

[…]

Desde niño fui constatando mi estupidez y la de todos, la de todo lo creado. Dicha comprobación está en el fondo de mi creencia en Dios. Siendo los humanos, desde el nacimiento, seres limitados, incompletos y efímeros (desde niño siento la mortalidad como producto de las imperfecciones propias y ajenas de todo lo viviente), afirmo que debe haber alguien Superior.

Somos criaturas transitorias, afectadas por dolores, enfermedades y, cuando hay gozos, su desaparición hiere al poco tiempo.

No puede no existir la Divinidad única, que en lo profundo de la mente (decía entonces), en lo más hondo del inconsciente (diría más tarde), se expresa con su infinito. Ser en sus mismas criaturas. Todo lo cual me pareció acomodarse mejor a la religión católica cristiana, apostólica y romana. La estimé más amplia y abierta que lo aprendido del protestantismo – los «canutos», como les llamábamos –; o de lo poco que atisbaba del budismo a causa de la pequeña y grotesca figura de un Buda en casa de mis familiares; o del islam (del que me enteré a través de cursos de historia, por su larga y arraigada presencia en la España de que venimos). Nada de lo que estudié de las iglesias cristianas disidentes afectó mi vínculo con el catolicismo, la que para mí era la única religión verdadera.

 (Foto: El Mercurio)

En cuanto al judaísmo, orábamos una vez al año por la conversión de los «pérfidos judíos» (Concilio de Trento); luego la reconocimos en el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, y en libros sobre los conversos en España y América, conocidos como «marranos».  No me cabe duda  de que yo mismo tengo algunos antecesores hebreos.

El cristianismo lo veo y experimento como liberador, y no como un conjunto de reglas. Por ejemplo, el libre albedrío, expresión que oí por primera vez al prepararme para la primera comunión. La libertad de decidir en lo que hago de bueno, mediocre o malo, ha sido para mí un exigente y a la vez ancho alivio.

El sacramento de la confesión, recibido por primera vez a los siete años, supuso también un alivio al cual siempre puedo recurrir.

Los aspectos materiales de la religión católica cristiana, las especies de la comunión como el trigo y la vid (el vino se le reservaba entonces a los sacerdotes durante la consagración), el Infierno, el Cielo, el Purgatorio y el limbo también, al cual iban los inocentes; todo eso se refería a diversos estados que comprometían no sólo al alma, sino también a la psique y el cuerpo.

La promesa de la resurrección de la carne, central en esta religión, satisfacía el anhelo de eternidad que no podía satisfacerse en la vida. El hacerse «cuerpo glorioso».

La fe en el Credo de que Jesucristo fue crucificado, muerto, sepultado y descendió a los Infiernos a buscar a los justos anteriores a él, histórica y prehistóricamente, me parecía un modelo para seguir en la vida, es decir, descender permanentemente en la psiquis para alcanzar, si era justo, lo Supremo o Divino.

La vida entera, con la comprobación de lo transitorio e imperfecto, exigía la existencia de Dios, la única bondad y justicia infinitas. Era posible, explorando fuertemente la psique y el alma, concebir a Dios. De hecho, el dogma de la Santísima Trinidad es inexplicable para el reducido cerebro humano. Que establezca un solo Dios en tres personas distintas, me parecía una manifestación más de la amplitud sin límites de lo divino.

El que Jesucristo fuera Dios y hombre, con una madre carnal y que a la vez era Virgen, no nos sumía, a mis amigos y a mí, en la perplejidad.

 (Foto: La Tercera)

Las contradicciones mismas de las fórmulas del Credo, presentes en los dogmas de la Iglesia, satisfacían mi necesidad de admitir que en la vida hay contradicciones proyectándose en lo pequeño y diminuto. No eran, por lo tanto, contradicciones verdaderas. Fui aprendiendo que en el inconsciente no existe la contradicción, operando con situaciones que para la razón son insolubles o imposibles.

La frase «la locura de la cruz» me fascinaba, porque expresaba mis dificultades para representarme el mundo y a mí mismo, reflejando mi nuez o núcleo intimísimo de locura.

Nunca le tuve particular temor a volver loco o a que la locura sea la esencia del niño que sigo siendo. Creía dable la familiaridad con la demencia, inevitable por ser una raíz de los seres humanos.

A la muerte le preveía desde mis primeras experiencias: pronto supe de lo limitado que es uno y sus padres. La existencia de los pobres, los continuos errores de la sociedad y el Estado –torpes y estúpidos–, me anunciaban constantemente la muerte. Más aún, sentía la vida degradándose hasta la putrefacción de ella misma, hundiéndose el ser humano constantemente.

De estas cosas hemos hablado –usando otras palabras– con algunos amigos chilenos y extranjeros, desde la adolescencia y juventud, aunque sin meternos en teologías especializadas. Preferimos, siguiendo el catecismo, entrar en cuerpo, psique y alma en las formulaciones y misterios del dogma, como quien entra a la caverna más profunda de la vida.

De algún modo, mientras hablábamos de sucesos cotidianos, de política, literatura y necesidades económicas, siempre tuvimos en vista esta concepción religiosa, incluso con ciertos amigos tardíos que dejaron en el pasado su catolicismo.

Nunca sentí atracción por otras religiones, aun conociéndolas de lecturas y mínimas experiencias en el extranjero. Soy de la religión en que nací. Nunca me faltó fe, ni si quiera en la adolescencia, cuando ensayé a ponerme a disposición del demonio y del pecado, cediendo a la soberbia.

¿Qué será –me pregunté en una ocasión– una tentación del Maligno? ¿Imaginar que no tengo fe? Pero nunca dejé de creer. Llámenlo pertinacia o majadería…

Creo que es una gracia recibida de la Divinidad y conservada hasta la actualidad. Pero no me jacto de ella como otros; siento desconfianza de quienes, de buenas a primeras, se declaran católicos y muy cristianos. Además, desde que escuché las críticas de mi abuelo a los obispos italianos favorables a Mussolini, tengo una tendencia crítica hacia las jerarquías de la Iglesia cuando no tratan de dogma y moral. Mi cuestionamiento de los Papas, como cabezas de un Estado y no en cuanto vicarios del cuerpo de Cristo, cuando se pronuncian sobre cosas exclusivas de los hombres –laicos creyentes y aun no creyentes–, ya es un hábito del que no quiero desprenderme, a pesar de ser un pecado.


Nota de la Redacción: Los textos reproducidos en esta y la anterior entrada han sido tomados de Uribe Arce, A., Memorias para Cecilia, Santiago, Lumen, 2016, pp. 48-50, 75-76, 118-119, 138-140, 191-193 y 199-202. 

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