Les ofrecemos hoy un pequeño artículo escrito por D. Augusto Merino Medina, asiduo colaborador de esta bitácora, referido a la duración de la Misa reformada (Novus Ordo o Misa de Pablo VI).
Podría creerse que este punto es una mera cuestión práctica que atañe a la persona concreta del celebrante, de suerte que con algunos sacerdotes la Misa durará más y con otros menos. Todo dependerá, entonces, de la iglesia donde uno oiga Misa. Esto es cierto, pero sólo en parte. Es verdad que la extensión de la Misa celebrada según la forma ordinaria debe mucho a la mayor o menor tendencia al "monicionismo" que tenga el celebrante, pues cuánto más guste de glosar las partes y oraciones de la liturgia tanto más durará la Misa. Sin embargo, detrás hay un aspecto estructural que queda bien reflejado en la respuesta dada por monseñor Bugnini, el artífice de la nueva Misa, cuando su primer esbozo (la llamada "Misa normativa") fue presentada en público.
En diciembre de 1967, tuvo lugar una asamblea de la Unión Mundial de los Superiores Generales a la que fue invitado el Padre Annibale Bugnini para exponer el contenido de su Misa normativa, la misma que había sido presentada en el Sínodo de octubre de ese año ante el desconcierto de los obispos asistentes. El lazarista cumplió el encargo de manera cabal: para la participación de los fieles —dijo— había que cambiar toda la primera parte de la Misa, especialmente eliminando las oraciones al pie del altar y modificando el acto penitencial, suprimir el Ofertorio (que era una duplicación al lado del Canon) y las oraciones del sacerdote antes de la comunión, cambiar y diversificar las oraciones eucarísticas, etcétera. Tras la conferencia, que se extendió por una hora, comenzaron las preguntas de los Superiores asistentes. La primera de ellas fue directo al punto que ahora nos interesa: "¡Padre, si entiendo bien, después de suprimir el Confíteor y el Ofertorio, acortar el Canon y todo lo que usted nos ha dicho, una Misa privada durará entre diez y doce minutos como máximo!" El Padre Bugnini respondió con toda tranquilidad: ‘¡Así es, pero siempre se puede añadir algo más!"
Podría creerse que este punto es una mera cuestión práctica que atañe a la persona concreta del celebrante, de suerte que con algunos sacerdotes la Misa durará más y con otros menos. Todo dependerá, entonces, de la iglesia donde uno oiga Misa. Esto es cierto, pero sólo en parte. Es verdad que la extensión de la Misa celebrada según la forma ordinaria debe mucho a la mayor o menor tendencia al "monicionismo" que tenga el celebrante, pues cuánto más guste de glosar las partes y oraciones de la liturgia tanto más durará la Misa. Sin embargo, detrás hay un aspecto estructural que queda bien reflejado en la respuesta dada por monseñor Bugnini, el artífice de la nueva Misa, cuando su primer esbozo (la llamada "Misa normativa") fue presentada en público.
En diciembre de 1967, tuvo lugar una asamblea de la Unión Mundial de los Superiores Generales a la que fue invitado el Padre Annibale Bugnini para exponer el contenido de su Misa normativa, la misma que había sido presentada en el Sínodo de octubre de ese año ante el desconcierto de los obispos asistentes. El lazarista cumplió el encargo de manera cabal: para la participación de los fieles —dijo— había que cambiar toda la primera parte de la Misa, especialmente eliminando las oraciones al pie del altar y modificando el acto penitencial, suprimir el Ofertorio (que era una duplicación al lado del Canon) y las oraciones del sacerdote antes de la comunión, cambiar y diversificar las oraciones eucarísticas, etcétera. Tras la conferencia, que se extendió por una hora, comenzaron las preguntas de los Superiores asistentes. La primera de ellas fue directo al punto que ahora nos interesa: "¡Padre, si entiendo bien, después de suprimir el Confíteor y el Ofertorio, acortar el Canon y todo lo que usted nos ha dicho, una Misa privada durará entre diez y doce minutos como máximo!" El Padre Bugnini respondió con toda tranquilidad: ‘¡Así es, pero siempre se puede añadir algo más!"
La duración en la nueva
Misa
Augusto Merino Medina
El lenguaje no verbal es, en la
comunicación humana, uno de los más ricos en contenido y más sugerentes. Todo
lo que le falta en precisión, propia del lenguaje verbal cuando éste se apoya
en el concepto, le sobra en fuerza y poder de convicción. Los hechos hablan, y
con más elocuencia, a veces, que las palabras, cosa que saben –o debieran
saber- los padres y maestros, puestos a la tarea de educar: más enseña el
ejemplo de vida que un diálogo filosófico sobre la vida buena.
Hay un aspecto del lenguaje no
verbal que es extraordinariamente sutil y muchas veces poco visible y, por lo
mismo, capaz de producir efectos de insospechada fuerza y profundidad: la
duración. El transcurso del tiempo en una actividad, el tiempo que se dedica a
ella o a cada una de las partes que la componen, puede comunicar tanto o más
que muchos otros elementos comunicativos que operan simultáneamente.
Y esto es algo importante de
analizar en la Misa del nuevo rito, aquel aprobado por Pablo VI. Porque, en efecto,
independientemente de lo que digan los textos escritos por los reformadores que
intervinieron en su creación, por ese mismo Papa y por muchos otros partidarios
del nuevo rito, éste gravita, en los hechos, en torno a la idea de “asamblea
conmemorativa de la Cena del Señor”, idea que se puede formular también de
varias otras formas, todas las cuales implican un mensaje básico, fundamental
y, más todavía, fundacional: la Misa, en el nuevo rito, no es el sacrificio
propiciatorio o satisfactorio de Cristo en la Cruz, representado de modo
incruento en el altar por la intermediación del sacerdote que lo ofrece a Dios
en nombre de la Divina Víctima (in
persona Christi), sino una acción de los fieles –“empoderados”, como se
dice ahora, por su calidad de “sacerdotes comunes”- que consiste en que ellos se
constituyen en asamblea y rememoran aquel único sacrificio en su “puesta en
escena” del Jueves Santo, o sea, como cena pascual.
Aparte del radical cambio de foco
que el nuevo rito opera de esta manera, éste, tal como es llevado a cabo en la
práctica cotidiana de nuestras parroquias, escenifica aquella “cena” de un modo
tal que lo esencial viene a ser la palabra, la comunicación verbal, incluso la
conversación entre el “presidente” y los asambleístas, en un tono muchas veces
coloquial, como corresponde a una “cena”.
"Misa de sanación" en EE.UU.
Es, pues, a la palabra que se dedica
la mayor parte del tiempo que la asamblea permanece reunida.
En la práctica, esto se transforma en
un casi ininterrumpido discurso por parte del celebrante y de sus “ayudantes”
que, desde lo que no podríamos sino llamar “podio”, hablan constantemente, exhortando,
explicando, “animando”, mientras la “audiencia” oye más o menos distraída, a
menos que se atraiga su atención con adecuadas técnicas retóricas e
histriónicas (el repertorio, en este sentido, es inmenso, como atestiguan los
innumerables abusos litúrgicos). La posesión y control del micrófono, por
ejemplo, que a menudo el “presidente” empuña a lo largo de la ceremonia (o lo
tiene siempre a centímetros de su boca) opera como poderoso símbolo de lo que
se está haciendo en esta reunión de la “asamblea”. Este largo discurso, que suele
no versar sobre la Sagrada Escritura (como imaginaron idealmente los Padres del
Concilio Vaticano II) porque la consiguiente preparación exigiría un tiempo que
el clero no siempre puede invertir en ella, toma la mayor parte de la Misa del
nuevo rito.
De este modo, la larga duración de
lo que hoy se denomina “Liturgia de la palabra” es un mensaje sutil, pero
efectivo, de lo que realmente es, en esencia, la nueva Misa.
Asístase a ella con el reloj en la
mano y se podrá constatar lo que aquí decimos. Lo normal es que aparezca el
“presidente”, se canten las “aclamaciones” que se ha introducido en lugar de
las antiguas antífonas, se lea la primera lectura, luego el salmo responsorial
(que en ocasiones es largo, si se lo canta), luego la segunda lectura (más los
comentarios introductorios de ambas lecturas que hacen diversas personas que
desfilan por el presbiterio), se “proclama” el Evangelio y, luego, tiene lugar
la homilía. Todo este proceso toma, por lo bajo, 35 ó 40 minutos de la Misa
dominical. Luego de la prédica vienen todavía otras adiciones discursivas, a
veces larguísimas, como la “oración universal” (según el número de personas que
se han enfermado o han muerto últimamente), más la procesión de “llevar las
ofrendas –vinajeras- al altar” (por parte de algún matrimonio o de un par de
niños meritorios), que suelen tomar, en conjunto, entre 5 y 10 minutos. Hasta
aquí han corrido, normalmente, 45 ó 50 minutos. La “presentación de las
ofrendas” –que reemplaza al antiguo Ofertorio- se despacha en un par de
minutos, podándose a menudo el lavado de manos, por lo que casi no se cuenta. Se
llega así al Prefacio y a la Plegaria eucarística II, invariablemente elegida
por su brevedad, que ha tomado el lugar del milenario Canon romano. Prefacio y
Plegaria toman 5 minutos. Luego, el Padrenuestro y la distribución de la
comunión se despachan en no más de 10 minutos. Viene a continuación el “canto
de meditación”, que reemplaza a la antífona de la Comunión (o la oración de San
Ignacio de Loyola: “Cuerpo de Cristo sálvame”, conducida, abusivamente, por el
“presidente”) y los infaltables cincos o más minutos adicionales que destina el
“presidente” a anuncios parroquiales. Al término, oración de postcomunión y bendición
que se despachan en un santiamén.
Misa reformada al aire libre en Argentina
(Foto: En línea noticias)
La parte de estos 72 minutos,
aproximadamente, que se dedica a lo que el Concilio de Trento e, incluso, el
Concilio Vaticano II dicen que es lo esencial de la Misa, el sacrificio que el
mismo Señor ofrece al Padre, que no supera los 7 minutos, significa que la
esencia de la Misa, el Sacrificio, ocupe alrededor de un 10% del total, una
décima parte.
¿Es una impertinencia o un absurdo efectuar
estos cálculos? Lo sería si no prestáramos atención alguna a la importancia de
ese lenguaje no verbal que es el mero transcurso del tiempo, la duración. Pero
ocurre que, como sugeríamos anteriormente, este lenguaje dice más que mil
palabras. Y lo que está diciendo a los “asambleístas” es que lo que más dura es
lo más importante, y el resto, no tanto o, efectivamente, muy poco.
¿Se percatan los “presidentes” de
este hecho? Muy posiblemente no. Ellos creen cumplir correctamente lo esencial
de la “acción sagrada”, del nuevo rito. Ningún “presidente” creerá que tomar la
palabra por media hora o más para predicarle a ese conglomerado que casi nunca
se halla a su alcance en ninguna otra oportunidad sea algo indebido o
reprochable.
Quizá no lo sea. Naturalmente, esto
apunta a la existencia de un enorme problema relacionado con otras graves y
complejas situaciones derivadas de la organización y operación de la “nueva
Iglesia”, como la ausencia de estructuras para la catequesis fuera de la
liturgia, el exceso de reuniones parroquiales para fines administrativos,
descuido del contacto personal con los fieles (los párrocos ya no visitan las
casas), y otras cosas análogas.
Finalmente, un par de sugerencias.
Considerando que una Misa dominical
de 70 o más minutos es, dadas las circunstancias, un exceso que los fieles
toleran de mala gana, y que el ideal sería una Misa que durara no más de 50 minutos,
la primera medida que podría sugerirse sería elegir, en vez de algunas de las Plegarias eucarísticas, leídas vertiginosamente y con tono periodístico, el
Canon romano, que tiene una extensión mayor y una riqueza de contenido
inigualable, y recitarlo pausada y reverentemente: así, su duración comunicaría
el mensaje de que es el Sacrificio el centro de la Misa. Esto exigiría abreviar
el tiempo dedicado a otras partes de ella a fin de respetar el límite de 50
minutos, suprimiendo el exceso de palabrería que hoy tiende a darse y
favoreciendo el silencio.
En segundo lugar, a fin de quitar a
la acción sagrada el carácter de reunión semanal de la asamblea parroquial o de disminuirlo al máximo, se debiera suprimir el prosaísmo de informar a los
fieles, después de la comunión y del modo y con el tono más informal posible,
sobre una, a veces, larga lista de cuestiones de carácter administrativo o
económico. Si éstas resultaran inevitables, y pese a lo que dice la Instrucción General del Misal Romano, tendrían un lugar adecuado al
comienzo de la homilía, sin interrumpir o degradar la sacralidad de los ritos centrales
que vienen a continuación. Después de la comunión, dése un alivio a los oídos y
una oportunidad, aunque sea mínima, a la oración personal.
En resumen, dado que el nuevo rito
de la Misa parece destinado a tener vigencia todavía por un largo tiempo, sería
conveniente que el lenguaje no verbal de la duración no confundiera a los
fieles sobre el contenido esencial de la Misa y se dedicara al ofertorio y el
Canon un tiempo al menos equivalente al de la “Misa de los catecúmenos” o “ante
Misa”, hoy conocida como “Liturgia de la palabra”.