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martes, 8 de agosto de 2017

Introducción a Magnificat. Manual litúrgico-musical en preguntas y respuestas (I)

Concluido con éxito el III Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile, que tuvo como propósito celebrar el décimo aniversario del motu proprio que le da el nombre, cumple hacer planes para su próxima versión. La Asociación de artes cristianas y litúrgicas Magnificat ha decidido programar el IV Congreso para 2019 y dedicarlo a la música sagrada, a quien el papa Benedicto XVI también dio especial atención durante su pontificado. Desde ya comenzaremos a trabajar para preparar un congreso que esté a altura de los tres anteriores. 

Como parte de estos preparativos, dedicaremos cada cierto tiempo alguna entrada a tratar diversos aspectos relacionados con la música sagrada. En esta y la siguiente, por ejemplo, queremos ofrecer a nuestros lectores la introducción de Magnificat. Manual litúrgico-musical en preguntas y respuestas escrito por el Rvdo. Milan Tisma Díaz, capellán de nuestra Asociación, y publicado en 2004 por la Editorial Cor Salvatoris. 

 Simon Vouet, Santa Cecilia y el ángel (S. XVII, Museo de Bellas Artes de Budapest)
(Imagen: Wikimedia Commons)


***

Introducción

Música Missae, non Missae 
musicae famulare debet[1]

Un canto exprese la fe

Entre los muchos signos y símbolos utilizados por la Iglesia para proclamar y celebrar su fe, la música y el canto ocupan un sitio de singular importancia y honor, ya que el canto sagrado, unido a las palabras, forma parte necesaria e integral de la liturgia solemne. Pero debemos recordar que la función de la música es ministerial, es decir, no se puede emancipar de la Liturgia olvidando su espíritu o desconociendo sus leyes internas, como tampoco puede oprimirla con aires o contenidos foráneos. La música tiene vocación de servidora, no de dominadora.

La música debe ayudar a los creyentes reunidos a expresar y compartir el don de la fe y a nutrir y fortalecer su compromiso interno. Debe realzar los textos de modo que hablen más plenamente y más efectivamente a todos y cada uno de los congregados. La calidad y veracidad del gozo que la música añade al culto de la Iglesia no pueden ser obtenidos de otro modo.

La música sagrada es intrínseca a la liturgia, es decir, constituye una parte sustancial de la misma. No es sólo una sierva humilde y obediente, no tiene simplemente una finalidad práctica o estética como puede ser el templo donde se celebran los sagrados misterios, o las flores que embellecen el altar, o las campanas que anuncian las fiestas y congregan a los fieles. Todo esto, aunque útil y precio, es estrictamente extrínseco a la celebración litúrgica, mientras que el canto sagrado está incorporado a la misma celebración y forma parte integral de la misma.

La Iglesia siempre ha admitido el canto sagrado en su liturgia. Y esto no sólo por costumbre sino por razones fundadas en la Revelación y la Historia Sagrada. Desde los tiempos de Moisés consta el canto entre los hijos de Israel. Después del paso del Mar Rojo entonaron llenos de júbilo y entusiasmo un canto a Yahvé, y Mara la profetisa, hermana de Aarón, tomó en sus manos el tímpano (Ex. 15, 1-22). También consta en la Sagrada Escritura cómo David, gran restaurador del culto litúrgico, se preocupó de establecer un servicio de bien regulado de música sagrada. Salomón, por su parte, en la dedicación solemne del Templo de Jerusalén, dispuso que durante el traslado del arca los cánticos y música tuvieran gran resonancia. En los libros de la Sagrada Escritura aparece con frecuencia la invitación a cantar, sobre todo en los salmos esta invitación se hace constante e insistente.

También en el Nuevo Testamento aparece claramente la importancia del canto y la música. Numerosas citas atestiguan la existencia del canto en la liturgia y nos transmiten exhortaciones a la alabanza y preciosos textos de himnos y cantos de la comunidad primitiva que expresan la fe de los tiempos apostólicos. En los evangelios aparecen cantos bellísimos como el Magnificat, el Benedictus y el Nunc dimittis. El nacimiento del Salvador es anunciado a los pastores con una inmensa alegría que desemboca en el canto de los ángeles y allí nace uno de los himnos más antiguos y venerados del cristianismo, el Gloria in excelsis Deo, que una vez formulado y utilizado en la oración matinal en Oriente fue incorporado a la celebración de la Santa Misa en toda la Iglesia.


 Jan de Bray, El Rey David tocando el arpa (1670, colección privada)

Durante su vida oculta, el Niño Jesús, tanto en casa como en la sinagoga de Nazareth, debe haber cantado los salmos que luego aparecen tan citados en su predicación. Subiendo a Jerusalén habrá entonado, en medio del entusiasmo de la peregrinación, los graduales y los cantos de la subida. En su vida predicación varias veces se hace referencia a la música y al canto como cuando toma de un juego infantil aquellas palabras llenas de ironía: “os hemos tocado la flauta y no habéis bailado. Os hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado” (Lc. 7, 32). O cuando en la parábola del hijo pródigo alude al gozo de la fiesta mencionando que el hijo mayor, mientras volvía a casa, “oyó la música y los cantos” (Lc. 15, 25).

Ciertamente Cristo y los Apóstoles entonaron los salmos del “Hallel” (cfr. Mt. 26,30) ya que se atuvieron al ritual que prescribe el canto y la recitación. Es verosímil que, según la costumbre, Cristo cantara también la bendición y acción de gracias de la Cena Pascual, en cuyo ambiente instituyó la Eucaristía. Por eso, la Plegaria Eucarística, cumbre de la celebración de la Santa Misa, es normalmente cantada en todas las Liturgias orientales. De este modo queda de manifiesto que, por voluntad expresa de Jesús, el canto está inseparablemente unido a la Liturgia desde sus orígenes, constituyendo un gesto sublime de alabanza y acción de gracias.

Por su parte, San Pablo exhorta a los fieles de Éfeso a que se edifiquen mutuamente con salmos, himnos y cánticos espirituales (Ef. 5, 19). Lo Hechos de los Apóstoles nos narran como Pedro y Silas, presos en Filipos, “hacia la medianoche estaban en oración cantando himnos a Dios, los presos los escuchaban” (Hch. 16, 25). También aparecen nuevas creaciones propiamente cristianas donde abundan los himnos bautismales (1ª Pe. 2, 21-25; 1ª Pe 1, 3-5) y los dirigidos directamente a Cristo (Fil. 2, 2-11; 1ª Tim. 6, 15-16).

Entre todos los escritos del Nuevo Testamento sobresale el Apocalipsis, que nos presenta el canto y la Liturgia del cielo con rasgos descriptivos tomados de las asambleas cristianas. El canto tiene capital importancia en esas visiones litúrgicas centradas en la alabanza. Los himnos y aclamaciones constituyen la esencia misma de ese culto celeste en el que culmina la historia.

La asamblea cristiana cantó desde sus orígenes. Por Clemente Romano, por ejemplo, sabemos que a fines del siglo I ya se canta el Sanctus en la Liturgia. San Ignacio de Antioquía utiliza frecuentemente imágenes musicales para exhortar a sus fieles y hasta Plinio el Joven, en la famosa carta que escribió al emperador Trajano, dice que los cristianos se reunían “ante lucem” para cantar himnos a Cristo, como a su Dios, a coros alternos. Los testimonios de los escritores antiguos son abundantes. Bástenos aquí con agregar el de Eusebio de Cesarea, tan expresivo por sí solo: “A través del orbe del universo, en todas las iglesias de Dios, tanto en medio de las ciudades como en los pueblos en la campiña, los pueblos de Cristo reunidos de todas las gentes, cantan himnos y salmos […] al único Dios anunciado por los profetas, a alta voz, de tal forma que el sonido del canto puede ser escuchado hasta por aquellos que están fuera del templo” (Commentarium in Ps. 65, 7-9).

La práctica del canto en la liturgia cristiana es una gozosa realidad constante, obvia y natural a la que el pueblo fiel siempre se ha entregado con fervor y agrado. Por eso, cuando en los siglos IV y V se manifestó en algunos lugares, sobre todo entre los monjes orientales, una corriente repulsiva contra el canto en las celebraciones litúrgicas, porque, según ellos, no armonizaba bien con la austeridad de la vida cristiana y por creer que halagaba a los sentidos y que la oración no había de tener esas manifestaciones, sino que debía ser realizada en lo más profundo del corazón, inmediatamente se levantaron  los pastores de la Iglesia defendiendo contra esos extremismos la opinión de que el canto no era un elemento profano, sino un gran factor de la gloria de Dios y de la edificación de los fieles. Así lo hicieron San Basilio, San Ambrosio y San Juan Crisóstomo, entre otros, San Atanasio, por ejemplo, se expresa así: “Recitar musicalmente los salmos no es cultivar el placer de los sonidos, sino traducir una armonía interior. La recitación rítmico-melódica es la señal de un pensamiento apaciguado, eurítmico y sereno” (Ep. Ad Marcellinum).

Max Scholz, Concierto coral 
(Imagen: Wikimedia Commons)

Un canto objetivo

El canto litúrgico no es otra cosa que la plegaria oficial de la Iglesia hecha melodía. No se trata de cantar en la liturgia, sino de cantar la liturgia. Esta oración es objetiva precisamente por ser la oración oficial de la Iglesia en la que interviene todo el cuerpo místico de Cristo con su divina Cabeza al frente. Es objetiva porque por su propia naturaleza es estimada por Dios como la más excelente, ya que le glorifica de manera perfecta y constituye la expresión más completa de la religión. Pero también decimos que es objetiva porque se encuentra más allá de los estados anímicos de quien la realiza, más allá del sentimiento personal o de las estrechas coordenadas de la pequeña comunidad. Gracias a la oración litúrgica Cristo mismo ora a su Padre y nosotros somos vinculados como miembros de la Iglesia a esa alabanza apoyada en Cristo. Esa es la diferencia fundamental que la distingue de las demás oraciones: es obra de Dios realizada juntamente con Cristo y en su nombre por la Iglesia.

El canto litúrgico, si de veras quiere ser tal y acceder a esta categoría con pleno derecho, debe asumir esta objetividad del culto católico. Su contenido y forma de expresión debe pertenecer a toda la Iglesia y no sólo a un grupo de ella. Este contenido debe responder al misterio de la salvación y no sólo a un aspecto de él. No puede dar cabida a excesos unilaterales o a exageraciones o a devocionalismos. No puede estar al servicio de expresiones personalistas, olvidando las comunitarias.

El canto, para ser litúrgico y superar el rango de oración subjetiva, debe estar conectado íntimamente al lenguaje de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Esto no significa que la oración sea mala. Simplemente ella tiene su lugar bien determinado y no debe confundirse con la propiamente objetiva ni suplirla. Ambas formas de plegaria (y de canto) no sólo no son incompatibles entre sí, sino que se complementan y benefician mutuamente. Pero la liturgia y su canto requieren esta fidelidad estricta al contenido objetivo dado por la Revelación y las fuentes litúrgicas tradicionales.

La objetividad del canto litúrgico tampoco quiere decir que este sea frío, distante o incapaz de expresar al creyente concreto, ya que cualquier persona puede encontrar en él lo suficiente de sí mismo, de su propio estado anímico, de su propia situación personal y de sus propios gustos. Gracias al canto auténticamente litúrgico todos pueden, mientras beben de las fuentes de la salvación y acogen la inigualable gracia santificadora del culto oficial, encontrarse a sí mismos en Dios y darle gloria con las mismas palabras que Él inspira a su Iglesia.

 Representación de un coro en la Legenda Aurea


Un canto litúrgico [2]

La música sacra nunca ha sido un “arte por el arte”, es decir, un arte sujeto únicamente a sus propias leyes inmanentes. La música sacra es un arte en servicio, un arte subordinado al culto a quien ella sirve; pero, por ello, la música sagrada no ha sido nunca ni es menos arte.

Es un arte noble y como tal debe acomodarse absolutamente en todo a las exigencias estéticas y técnicas que debe cumplir todo arte digno de tal nombre. Debe tender, en cuanto esto es posible a la capacidad humana, a ideales siempre nuevos de perfección estética puesto que, entre los muchos medios de expresión artística, el canto y la música son los más íntimamente vinculados a la naturaleza de la liturgia. Para que esta forma tan noble de arte sea verdaderamente religiosa ha de someterse, sin dejar de ser arte, al fin de la religión de un modo formal. Esto sucede siempre que el placer estético, fin propio del arte, está efectivamente ordenado y subordinado al fin superior de la actitud religiosa.

Pero no todo arte religioso es arte litúrgico. Para acceder a esta categoría, la obra, además de ser bella y capaz de producir un placer estético que disponga a una actitud religiosa en general, es necesario que sea apta para producir precisamente la actitud religiosa exigida por la liturgia. Así, el canto y la música deberán estar en perfecta consonancia con la dinámica de la acción sagrada, con su modo propio de expresarse y comunicarnos los contenidos celebrativos. Dicho de otro modo: el canto y la música, fundidos en consonancia total con el espíritu de la liturgia, se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas significadas en la misma acción sagrada respondiendo así a la naturaleza íntima del culto divino.

En los últimos tiempos, los Romanos Pontífices, empezando por San Pío X, se han esforzado en exponer cada vez con mayor precisión la función ministerial de la música sacra en el servicio divino. El mismo Concilio Vaticano II nada nuevo dice al respecto, sino que reafirma la doctrina y la práctica de la Iglesia. Sin embargo, un principio fundamental de la reforma litúrgica arroja importantes luces sobre la naturaleza del canto sagrado.

Uno de los principios directivos de la Constitución Sacrosanctum Concilium es el de revisar los ritos buscando que los signos litúrgicos contengan la mayor expresividad posible. El pan y el vino, el agua y el aceite, y también el incienso, las cenizas, el fuego y las flores han de ser signos verdaderamente significativos por sí mismos. Deben ser veraces y manifestar con noble sencillez su propio valor y significado. Pues bien, si esto se pide a todos los signos litúrgicos, incluso a los extrínsecos, con cuanta mayor razón se ha de pedir al canto, signo intrínseco tan estrechamente vinculado a la Sagrada Liturgia.

Si hoy, conforme a esta mentalidad, juzgamos inconvenientes y antilitúrgicos unos signos contradictorios o artificiales, debemos consecuentemente aplicar la misma lógica y los mismos criterios para con la función del canto y la música en la liturgia. ¿Cómo es que admitimos en ella cantos absolutamente desvinculados del contenido cultural, o melodías inapropiadas para el momento celebrativo o textos carentes de nobleza y significación? ¿No estaremos haciendo todavía, transcurridos cuarenta años, una aplicación demasiado superficial o improvisada de la reforma conciliar? ¿Tal vez con un modo demasiado conformista y minimista, complacido con simples cambios exteriores pero ignorante de sus alcances y significaciones más profundas?

Si la Sagrada Liturgia está impregnada de palabra y canto, no es exagerado afirmar que cuando estos signos constitutivos se corrompen o emancipan se oscurece gravemente la naturaleza del culto cristiano y se ponen en serio riesgo su validez y virtualidad santificadora.

Es por esto que el Concilio Vaticano II, deseando fomentar el canto sagrado y la activa participación de los fieles en las acciones sagradas celebradas con canto, determinó en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia que, además de que se completase la edición típica de las melodías gregorianas, se estimulase la creación de coros –aun en las iglesias más modestas– y se diese una genuina y esmerada formación musical a los fieles. Esta formación se ha de impartir de una manera particular, a los ministros encargados de la música sagrada, para que ejerzan su oficio penetrados íntimamente del espíritu de la liturgia y así puedan enriquecer la celebración según la verdadera naturaleza de cada de sus elementos.



[1] La música debe servir a la Misa y no la Misa a la música.

[2] Cfr. Dom Manuel Garrido, Comentarios a la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (Madrid, BAC, 2a ed., 1965), cuyas principales ideas, recogemos aquí casi textualmente.

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