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martes, 12 de septiembre de 2017

Formas tradicionales y Novus Ordo

Queremos compartir con nuestros lectores un interesante artículo de opinión del Prof. Peter Kwasniewski, académico del Catholic College of Wyoming (EE.UU.) y antiguo conocido de esta bitácora, en la que se refiere de modo sumamente perspicaz a una crítica que otros ya han avanzado antes respecto del Novus Ordo del beato Pablo VI, a saber, las numerosas elecciones que el sacerdote tiene al momento de celebrar la Misa en cada parte de ésta, como por ejemplo las distintas formas penitenciales o, lo que es de consecuencias más graves, las distintas plegarias eucarísticas. Esta concepción del Misal por parte de los autores de la reforma litúrgica ha conducido según el Prof. Kwasniewski a la sistemática exclusión de las opciones más tradicionales (la primera fórmula penitencial o el Canon Romano), con el consiguiente empobrecimiento teológico y litúrgico de la celebración de la Santa Misa en su forma ordinaria. El artículo fue publicado originalmente en el sitio New Liturgical Movement. La traducción es de la Redacción. 

 Ford Madox Brown, Jesús lavando los pies de Pedro (1852-1856, Tate Britain)

***

“Suprimido por desuso”. 

Sobre la pérdida de legítimas prácticas tradicionales en la forma ordinaria

Peter Kwasniewski

Conversaba hace algún tiempo con un ssacerdote sobre el fenómeno de las opciones en el nuevo rito de la Misa y de otros sacramentos, y me hizo la observación de que, cada vez que hay múltiples opciones, de las cuales una es tradicional y las otras son invenciones más recientes, pareciera haber una sutil presión para que se escoja las invenciones más recientes, lo que trae como consecuencia que –en sus palabras- “la práctica tradicional es suprimida por falta de elección”.

Ahora bien, sabemos que esto ocurre mucho cuando nos topamos con algo que es más largo o más complejo o que requiere un esfuerzo mayor. Por ejemplo, si el leccionario contempla lecturas opcionales para un santo específico o para una categoría de santos, lo más probable es que se las omita simplemente porque es mucho más fácil seguir el ciclo diario página a página en vez de tener que molestarse buscando el lugar donde está la lectura opcional. Un ejemplo de mayor longitud es el Confíteor: uno se demora un poquito más si reza el Confíteor y el Kyrie que si usa el Kyrie con el pseudotropo [1]. Y, de este modo, se abandona el Confíteor en el camino.

Hay aquí operando una peligrosa tendencia. Aunque en teoría hay muchas opciones puestas a disposición del celebrante, en la realidad existe cierta presión en contra de la elección de la opción tradicional precisamente porque es tradicional, y una cierta presión en favor de escoger la opción moderna porque es moderna, porque es posible elegirla, porque quizá es más políticamente correcta, o porque es más feminista, o lo que fuere. Esto nos trae a la memoria la arrogante vanidad de la moderna ciencia aplicada, que funciona según el principio tecno-bárbaro de “si podemos hacer algo, debiéramos hacerlo”. Sin considerar la cuestión del bien o del mal, se debe fabricar bombas atómicas, se debe cosechar órganos, se debe producir niños de probeta, y congelar embriones y clonar animales o cualquier otra cosa de este estilo.

Un excelente ejemplo sería el caso del misal, que prescribe que el sacerdote puede decir “Orad, hermanos”. Nadie usa jamás el “Orad, hermanos”, sino siempre “Orad, hermanos y hermanas” (o, a veces, “Orad, hermanas y hermanos”, aunque el misal no considera esta opción).

El mismo problema surge en muchas otras partes. Tómese, por ejemplo, el rito del lavado de pies del Jueves Santo. Durante décadas el clero violó las rúbricas que dicen que, si ha de haber lavado de pies, serán los de “viri”, varones. Aunque no se especifica el número de ellos, a menudo se escogía doce varones para representar a los doce Apóstoles. Esto simbolizaba simultáneamente dos cosas: el mandamiento universal de la caridad y, más específicamente en relación con el Jueves Santo y la conmemoración de la Última Cena, la institución de sacerdocio y del Santísimo Sacramento, que sólo pueden celebrar los sacerdotes. Así, si se tiene delante a doce varones se realiza con éxito este doble simbolismo. Los doce Apóstoles, como piedras angulares de la Iglesia, nos representan a todos, por lo que ahí está presente el mandamiento universal de la caridad. Por otro lado, si se tiene un grupo mixto de hombres y mujeres, se suprime el simbolismo de la institución del sacerdocio y de la Eucaristía, y se enfatiza sólo el mandamiento de la caridad. Por lo tanto, estas dos modalidades no son equivalentes: una de ellas es más comprehensiva y, la otra, más estrecha y (posiblemente) políticamente motivada.

 La imagen anterior, distorsionada
(Imagen: New Liturgical Movement)

Incluso luego de que el papa Francisco cambió las rúbricas para que las mujeres fueran admitidas, sigue siendo permitido lavar los pies de doce varones, o de un cierto número de ellos: tal cosa está totalmente permitida. El uso exclusivo de “viri” no ha sido prohibido. Pero entre muchos clérigos se da la actitud de que esta opción es sólo una opción teórica. Hay que incluir mujeres, ahora que el papa Francisco lo hace, ahora que se hace así en tantas partes: “Si podemos incluir mujeres, debemos incluirlas”. Si no las incluimos, estamos prejuiciados en su contra, y somos discriminatorios y chovinistas. De este modo, una opción que existe verdaderamente –lavar los pies sólo de varones- deja de existir por no ser escogida.

La debacle del lavado de pies ilustra un principio operativo más general que he encontrado en ciertos sacerdotes: nunca debe elegirse las opciones tradicionales, nunca es apropiado hacerlo en parte alguna. Tal es, después de todo, la Iglesia moderna, vivimos en el mundo contemporáneo, y tenemos que hacer lo que es relevante, lo que está al día, lo que está de moda. En consecuencia, las opciones tradicionales, aunque existen en el papel, debieran permanecer en él.

Tomemos otro ejemplo. Sabemos que es posible cantar en gregoriano la Misa entera, y que tal es la preferencia, claramente declarada, del Concilio Vaticano II; pero semejante Misa fue una de las primeras víctimas de la introducción de opciones en música. En la mayor parte de los casos no se usa las antífonas previstas para el Introito, el Ofertorio y la Comunión. Los encargados de la música simplemente usan otros himnos, más o menos apropiados (generalmente menos apropiados) en vez de esos elementos del Propio, que son en realidad parte de la estructura de la Misa de un modo en que nunca lo han sido ni lo serán otros cantos. Los libros litúrgicos oficiales no traen impresos los himnos en vernáculo, no se los imprime en el misal, son simples agregados opcionales. Pero los agregados opcionales se han convertido en la norma, casi como si fueran exigidos, y las opciones tradicionales, que son parte de la estructura de la liturgia y de su historia, quedan suprimidas por no ser elegidas.

Del mismo modo, todos sabemos que ad orientem es una opción válida en la celebración del Novus Ordo. Pero, aquí también, la enorme presión que opera en favor de la celebración “versus populum” –la inseguridad psicológica de un clero que necesita, por decirlo así, ser validado por su relación con los asistentes, y también el egocentrismo de los asistentes que esperan que se los mime y sirva- hacen que el regreso a la celebración ad orientem sea extremadamente difícil, aunque sabemos que es, en el papel, una opción perfectamente legítima. Podríamos multiplicar los ejemplos de este tipo.

Lo que vemos en el mundo de la liturgia reformada, en suma, es una continua deriva hacia una autorización de uso de las prácticas tradicionales cada vez más ininteligible, arcana e irrelevante, como si ellas fueran una especie rara y peligrosa de flor delicada que se ve desplazada de su ecosistema por malezas perjudiciales, agresivas e invasoras, o por una variedad extraña de sapos.  

 La imagen anterior, más distorsionada
(Imagen: New Liturgical Movement)

Si se trata de dar un nombre a este fenómeno, sugeriría “el imperialismo de la novedad”, una especie de favoritismo ciego, sin discernimiento e indiscriminado o de fomento de todo lo que es nuevo y reciente y reluciente, el último modelo salido de la línea de producción. La Tradición carece de palabras para defenderse a sí misma, no tiene ejércitos, ni fuerza armada. Ella sólo compele por su racionalidad interior, por su belleza, por su valor como una herencia que se nos ha dejado. Pero debido a que a los modernos no les importa lo que se nos ha legado, la voz de la Tradición queda sofocada, la fuerza moral que debiera tener es aguada, si no suprimida del todo. La modernidad es fundamentalmente anti-tradicional: recuérdese cómo Thomas Jefferson hablaba de que los gobiernos iluministas de su tiempo habrían, por fin, de expulsar la clerecía y la frivolidad medieval junto con la superstición al embarcarnos en la nueva Edad de la Razón, el Novus Ordo Seculorum. Las únicas posturas que tienen algún impacto son las que cuentan con el apoyo de la gente hoy en día, lo que no sorprende, ya que la gente que la apoya está viva hoy, y posee músculos y cuerdas vocales, y hará lo que quiera hacer porque tiene el control y está viva precisamente el día de hoy.

Puesto que tal ha sido el caso y lo es todavía en tantas partes, me impacta lo frecuentemente que me topo con generaciones jóvenes que están pensando de nuevo todo esto. Careciendo de la impedimenta del Concilio Vaticano II, estas generaciones pueden observar el fenómeno del imperialismo de la novedad y descubrir cuán vacía es esta religión-para-armar; pueden darse cuenta de que se trata de una forma de esnobismo cronológico, un egocentrismo de la época; pueden ver que los cristianos modernos y sus líderes están, en el fondo, palmoteándose mutuamente la espalda y diciendo: “¿No es estupendo ser modernos, no es fantástico estar al día, no es estupendo ser políticamente correctos y democráticos y sintonizados?”, y otras cosas por el estilo. Todo esto suena a hueco. Como dice Ratzinger, cuando la colectividad se celebra a sí misma, la liturgia se convierte en una práctica aburrida y fútil.

Los católicos contemporáneos se han arrinconado a sí mismos al insistir en que todo sea “nuevo” o “renovado”, como si este adjetivo, por sí mismo, fuera la prenda o garantía de la corrección de un modo de proceder. Esto los presiona sutilmente a todos a innovar, a cambiar, a ser diferentes, a privilegiar el movimiento más que la estabilidad, la acción más que el sufrimiento, el hacer más que el ser. Pero Cristo murió de una vez para siempre: Él es el único sacerdote que ofrece el sacrificio, Él nos trae la verdadera religión cuyos dogmas no cambian jamás, por mucho que su comprensión teológica crezca con los siglos. “Que nadie os engañe: Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”. La religión cristiana es inherentemente nueva, permanentemente nueva pero, en su esencia, inalterable y sempiterna. He aquí la razón por la que jamás puede envejecer.

La Tradición, comprendida correctamente, participa de esta perpetua juventud, no es algo del pasado, ni mucho menos es un objeto de nostalgia, sino una energía vital en la Iglesia que nos lleva hacia adelante, uniéndonos a toda la Iglesia que ya no es de nuestra época. En realidad, en el pasado judíos y cristianos veían a nuestros “predecesores” como aquéllos que habían corrido antes que nosotros en dirección a la eternidad, y se veían a sí mismos como quienes corrían detrás. Esto es, por cierto, lo contrario de como tendemos hoy a pensar el tiempo y la historia y la cultura: nosotros pensamos que estamos adelante y nuestros ancestros, detrás; están atrás en el tiempo y nosotros estamos en la vanguardia. Pero esto no tiene sentido, porque nuestros ancestros (antecessores) caminaron antes que nosotros: ya vivieron sus vidas, conocen los misterios de la vida y de la muerte, y nosotros dependemos de ellos, somos sus alumnos, sus seguidores.

Los jóvenes, si todavía tienen fe y todavía usan su razón, están empezando a ser cada vez más conscientes del valor inherente –podríamos decir el valor silencioso pero inmensamente poderoso- de la Tradición, y se están convirtiendo en sus portavoces: están asumiendo la causa, dándole voz y músculo. Están pidiendo, y en algunos casos exigiendo, que se elija las opciones tradicionales, que las prácticas tradicionales sean rescatadas del olvido y se les dé un genuino derecho a estar presentes en el mundo católico, en la conciencia católica.

Lo menos que podemos pedir es que no se suprima las opciones tradicionales por el desuso. Ojalá que todos los católicos puedan, tarde o temprano, ver que la mejor opción es volver a una liturgia sin opciones, una liturgia que no esté hecha de componentes modulares combinables en innumerables permutaciones inculturadas, sino que sea una única túnica inconsútil tejida de arriba abajo por nuestra Santa Madre, capaz de darnos calor y belleza con sólo volver a vestírnosla de nuevo.     




[1] Nota de la Redacción: En el original, el autor usa la expresión “pseudo-troped Kyrie”, que alude a aquella versión medieval del Kyrie que intercalaba invocaciones poéticas, llamadas tropos (por ejemplo, "Kyrie, fons bonitatis, Pater ingenite, a quo bona cuncta procedunt: eleison"), la cual fue suprimida luego del Concilio de Trento. Con todo, la reforma litúrgica volvió a introducir artificialmente esta modalidad en la tercera fórmula penitencial del Novus Ordo Missae (por ejemplo, "Tú que has sido enviado a sanar los corazones afligidos: ¡Señor, ten piedad!"), la que ha acabado por ser la más utilizada. 

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