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martes, 26 de septiembre de 2017

Sobre la Misa como ofrenda de la asamblea

Les ofrecemos hoy un artículo de opinión escrito por Augusto Merino Medina, asiduo colaborador de esta bitácora, referido al sentido y las consecuencias teológicas y prácticas que entraña el hecho de que la Santa Misa sea entendida como ofrenda de la asamblea a Dios. El propósito del autor es recordar la doctrina tradicional, según la cual la Santa Misa es el sacrificio perenne de la nueva ley dejado por Jesucristo a su Iglesia para ser ofrecido a Dios por mano de los sacerdotes. Ella consiste así, ante todo, en el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, que se ofrece sobre los altares bajo las especies de pan y de vino en memoria del sacrificio de la Cruz cumplido en un lugar y tiempo determinado. 

Esto último significa que el sacrificio que ella comporta es sustancialmente idéntico al ocurrido en el Calvario de una vez y para siempre, en cuanto el mismo Jesucristo que se ofreció en la Cruz es el que se ofrece por manos de los sacerdotes, sus ministros, sobre nuestros altares, quienes actúan así in Persona Christi. Sin embargo, entre uno y otro Sacrificio, el de Cristo y el de la Misa, hay una diferencia: en la cruz Jesucristo se ofreció derramando su Sangre y mereciendo por nosotros, mientras que sobre el altar se sacrifica Él mismo sin derramamiento de sangre (de ahí que la Santa Misa se defina como un sacrifico incruento) y nos aplica los frutos de su pasión y muerte, obtenidos por la Redención. Cambiar la persona del oferente del sacrificio, desplazando a Cristo y poniendo en su lugar a la asamblea, supone trastocar todo la Fe, pues no se adora ya a Dios, a quien se busca aplacar con la ofrenda, sino al hombre. 

 Augusto Merino Medina

***

¿Quién ofrece a Dios la Misa?

Augusto Merino Medina

Entre los múltiples y graves errores de fe a que induce la Misa celebrada según su forma ordinaria (y sin entrar siquiera a considerar los casi infinitos abusos que durante ella se cometen y a que ella misma invita), quisiera destacar uno que, aunque no quizá el más grave, conlleva tal cambio en la comprensión de lo que la Misa es que, en la práctica, la desnaturaliza. Me refiero a la Misa como “ofrenda de la asamblea a Dios”. La carga teológica que esto conlleva es inconmensurable, e inmensa la heterodoxia de semejante concepción.

El problema comienza cuando se presenta la Misa, como ocurre casi siempre en la actualidad, en términos de una “Cena del Señor”, que se realiza como una comida multitudinaria y festiva en que se reúne la “asamblea” de los cristianos, una vez a la semana, “presidida” por un sacerdote (y algunos adláteres, como lectores, “animadores”, ministros –casi siempre ministras- de la comunión, guitarristas, etcétera) a fin de recordar la Ultima Cena del Jueves Santo y “encontrarse con el Señor”. Y como el mundo contemporáneo, especialmente el citadino, opera un particular aislamiento de los seres humanos como consecuencia del exceso de medios de comunicación (Internet, FaceBook, Whatsapp, etcétera), esta oportunidad semanal de “encuentro” de los cristianos entre sí (y con el Señor) ofrece las condiciones ideales para retomar (o iniciar), en un plano puramente humano, relaciones de amistad, vecindad o mera cercanía (todas cosas que, en sí, son muy buenas), dándole a la “reunión” el empaque y el tono de una verdadera asamblea, como la que pudiera tener lugar en un sindicato o en una Junta de Vecinos. De hecho, mientas más “animada” resulta esta asamblea dominical, más satisfecho queda su “presidente”, que ve en ello recompensados sus esfuerzos por “acercarse a la gente”, por “hablar su mismo idioma”, y otras cosas por el estilo.

Surge así, casi espontáneamente, la idea de que el protagonista de todo lo que sucede en esa “Cena” es la “asamblea de los fieles”, y de que es ella, por tanto, la que realiza el servicio de culto a Dios que la religión exige.

 Misa Novus Ordo en el momento de la consagración
(Foto: Pinterest)

Como se puede comprender, esta forma de celebrar la Misa prescinde absolutamente de la idea de un “sacrificio”, que es central en su correcta compresión teológica. De lo que se trata es, precisamente, de eso, de una “Cena”: una cena alienta la expansividad y la mutua comunicación (es decir, la conversación), la camaradería, la simpatía, la benevolencia. Un “Sacrificio”, en cambio, introduce una discordante nota trágica y astringente en esta festiva ocasión, con su recuerdo de dolor, de pasión, de muerte.

Sin embargo, en esta peculiar “Cena” es evidente que, como lo dicen las palabras mismas que –si son respetadas por el “presidente”- suelen oírse, hay algo que “se ofrece” a Dios. Y esto resulta de fácil comprensión para cualquier cristiano actual: si la asamblea se reúne, no es sólo para hacer fiesta, sino también para pedir muchísimas cosas que necesita: la “oración de los fieles”, larga y “concreta”, se encarga de que esta parte del evento no quede olvidada. Y se tiene la impresión de que es importante ofrecer a Dios algo a cambio de lo que se recibe de Él, sensación que siempre existe en casi todas las religiones del mundo.

Ahora viene la cuestión central de este comentario: ¿quién hace esta ofrenda, este “ofrecimiento”, que tiene lugar en la “Cena”? Las transformaciones de la liturgia en la forma ordinaria son tales y tantas que una de las que se ha introducido y ya se quedó entre nosotros, es la de poner el máximo de énfasis, como culminación de la plegaria eucarística, en la doxología final, que es recitada en alta voz por toda la “asamblea” junto con su “presidente”. Pero no es sólo la doxología, sino también y, sobre todo, el gesto que la acompaña: el “presidente” eleva, en ese, que se supone el momento culminante de lo que fuere que ha tenido lugar antes, la Hostia y el Cáliz hasta una gran altura, con máxima solemnidad y abertura de brazos (a veces acentuada todavía más por el correspondiente canto “presidencial”), como está mandado por las rúbricas del nuevo misal ("Toda la patena, con el pan consagrado, y el cáliz, sosteniéndolos elevados, dice [...]"). El rito de la “pequeña elevación” de la liturgia romana, que a menudo no veía nadie sino el celebrante, se ha transformado aquí en una cosa distinta, fuera de la escala en que se lo concibió y prescribió, y con un significado también totalmente diferente: es esa doxología la que, ahora, es el clímax de la reunión: es el momento en que se da gracias a Dios, en que se le alaba, en que se lo adora, en que se le ofrece dones. Y como la fórmula “Por Cristo, con Él y en Él...” es recitada por todos los asambleístas, ya no queda duda alguna de quién es el protagonista de ese “dar gracias”, de esa “eucaristía”, de ese ofrecimiento: la asamblea misma.

 Misa Novus Ordo, aparentemente nupcial
(Foto: veneremurcernui.com)

De este modo, por la corrupción del carácter de la “reunión” que realizan los fieles en cuanto a su naturaleza y propósito, y la desnaturalización de un antiguo rito conclusivo de lo que hoy se llama plegaria eucarística, hete aquí que los cristianos quedan con el convencimiento de que son ellos los que han hecho a Dios el ofrecimiento de lo que le rinde el debido culto y le da gracias (y no mencionaremos aquí los demás fines de la Misa, que son universalmente desconocidos, como el propiciatorio y el impetratorio).

Ha venido así a explotar, al cabo de unos cincuenta años, la bomba de tiempo (por emplear la expresión de Michael Davies) que plantaron cuidadosamente, en su momento, y cuando ningún vigilante estaba alerta, los expertos liturgistas que pergeñaron la ahora denominada forma ordinaria en sus comités de trabajo: sin alterar derechamente la doctrina sino que por la sola mise en scène, la Misa  ha dejado de ser entendida, en la práctica, como el Sacrificio de Jesús que Él mismo ofrece al Padre, de modo incruento, por manos del sacerdote, a fin de que Dios sea alabado, se le agradezca, se le dé satisfacción por nuestros pecados y nos conceda las gracias que le pedimos. Esta es, por cierto, la definición infalible de la Misa que nos da el Concilio de Trento. Hoy la Misa es una “Cena”, y lo que fuere que hay en ella para ofrecer, lo ofrece la “asamblea”.

Naturalmente, la doctrina católica, ya milenaria antes del Concilio Vaticano II, sostiene que los fieles cristianos pueden y deben adherir al único Sacrificio de Cristo en el altar, ofreciéndose a sí mismos de un modo espiritual.  En esto consiste la participación activa (actuosa participatio) que permite a los fieles recibir, en la medida de sus disposiciones internas, las gracias infinitas que se derraman sobre ellos desde la Cruz con cada Misa a que asisten, y que es el núcleo central, esencial, de dicho concepto. Hoy, sin embargo, se lo entiende inadecuadamente: se lo define con un criterio puramente exterior, como referido a cosas que hay que hacer en el templo, movimientos que ejecutar, responsabilidades que cumplir en el curso de la asamblea, etcétera. Desaparece toda huella de contemplación de ese Sacrificio que, ante nuestros ojos, ofrece el Señor a la Trinidad, de esa maravillosa acción divina que se desarrolla en nuestra presencia, en la presencia de estos pobres pecadores que asistimos a ella para recordar y recibir. Se tiende a olvidar la noción de que, en la Misa, es Dios quien actúa en beneficio nuestro, quien nos salva, quien nos redime.

 Misa tradicional. Ofertorio
(Foto: sspx.org)

La cuestión que aquí he presentado no es un punto menor en el conjunto de la liturgia de la Misa, y constituye una grave deformación.

Hay ciertas medidas inmediatas, fáciles, que pueden ser puestas por obra por los sacerdotes que, celebrando la forma ordinaria, no quieren ceder a las presiones de heterodoxia que el propio rito nuevo ejerce sobre ellos.

Primero, suprimir las menciones a la Misa como “Cena del Señor”. Si ella lo es, lo es analógicamente, no esencialmente; no puede caber error en esto. Además, considerando el clima protestantizante en que fue concebida la forma ordinaria, la idea de “Cena” es particularmente peligrosa y vitanda.

Segundo, no se permita que los fieles se comporten durante la Misa como si estuvieran en una reunión de Centro de Padres, para lo cual, más que procurar que hagan silencio y eviten cosas como los aplausos y otras propias de un ámbito profano, es mejor predicar con el ejemplo y adoptar una actitud respetuosa, sacral, desde que se sale de la sacristía, comenzando por revestirse con ornamentos solemnes, moverse con gravedad, adoptar gestos pausados, hacerlo todo en el altar con la máxima unción, etcétera.

 Misa de campaña. Hasta en las circunstancias más adversas es posible la celebración digna, reverente y agradable a Dios
(Foto: The Catholic Gentleman)

Tercero, no desplegar todo tipo de gestos y énfasis en el momento de la doxología final de la plegaria eucarística, porque traslada de inmediato, simbólicamente, el centro de gravedad de la Misa, desde el ofrecimiento de las Especies a Dios en el momento inmediatamente posterior a la Consagración, que es cuando tiene lugar el verdadero ofrecimiento de su Sacrificio por el propio Señor a través del sacerdote, a la conclusión de ella en dicha doxología.

Cuarto, seguir reivindicado para el sacerdote celebrante el derecho exclusivo a pronunciar las palabras de esa doxología final, como por lo demás lo ordenan las rúbricas del misal y la OGMR. Esta última dice: "Al final de la Plegaria Eucarística, el sacerdote, toma la patena con la Hostia y el cáliz, los eleva simultáneamente y pronuncia la doxología él solo: Por Cristo, con Él y en Él. Al fin el pueblo aclama: Amén. En seguida, el sacerdote coloca la patena y el cáliz sobre el corporal" (OGMR 115).

 Misa tradicional: Per Ipsum, et cum Ipsum et in Ipsum
(Foto: Germinans Germinabit)

Son acciones bien precisas y nada difíciles, como éstas, las que, con la gracia de Dios, podrían causar un cambio en la mentalidad popular en el punto que aquí se comenta.

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