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jueves, 30 de noviembre de 2017

III Congreso Summorum Pontificum: homilía de cierre del Rvdo. Ángel Alfaro

Los participantes del III Congreso Summorum Pontificum de Santiago, el que tuvo lugar en julio pasado, nos manifestaron su interés de contar con transcripciones de aquello que escucharon durante el transcurso de éste, para así propiciar la reflexión particular sobre los importantes temas discutidos. Es por ello que comenzamos hoy con esta tarea, ofreciendo a continuación a nuestros lectores la homilía pronunciada el 29 de julio pasado, último día del Congreso, por el Rvdo. Ángel Alfaro, FSSP, sacerdote español residente en Colombia, durante la Misa solemne de clausura del Congreso. Esperamos en futuras entradas ofrecer la transcripción de la homilía pronunciada al día siguiente por el Rvdo. Alfaro, así como de las conferencias de los expositores.

Como bien lo recordarán nuestros lectores, el Rvdo. Ángel Alfaro nos acompañó generosamente durante el Congreso, tanto como expositor como celebrante de gran parte de las funciones litúrgicas que tuvieron lugar durante esos días. Manifestamos nuevamente nuestros cordiales agradecimientos al Rvdo. Alfaro, cuya visita sin duda causó honda impresión en los participantes del Congreso, y hacemos votos para que su admirable ministerio en Colombia continúe dando abundantes frutos, para mayor gloria de Dios y bien de las almas.

 El P. Alfaro durante la homilía de la Misa solemne de clausura del III Congreso Summorum Pontificum
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)

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Homilía pronunciada por el Rvdo. Ángel Alfaro, FSSP, el sábado 29 de julio de 2017 con ocasión de la clausura del III Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile

Queridos hermanos:

Concluimos  el día de hoy el III Congreso Summorum Pontificum organizado por la Asociación Litúrgica Magnificat.

Es de agradecer a los organizadores de este encuentro la encomiable labor que vienen desempeñando al procurar estos espacios de reflexión y profundización tan necesarios para el afianzamiento de los principios de la fe y del sentir eclesial que nos han de caracterizar como católicos que somos.

Y concluimos estas jornadas de la mejor manera posible, con la celebración de la Santa Misa, gracias a la cual Cristo, origen y culmen de toda vida cristiana, se hace presente bajo las especies eucarísticas, involucrándonos en el misterio de la Cruz, haciéndonos partícipes del misterio eterno del cual provenimos y en cuya espera vivimos.

En el misterio de Cristo, perpetuado en el Santo Sacrificio del Altar, la gloria eterna de Dios y la condición actual del hombre entran en perfecta comunión. Este «divino comercio» entre Dios y el hombre, del cual depende su salvación, la Iglesia nos lo da a conocer, principalmente, a través de la liturgia.

En ninguna otra parte más que en la liturgia existe comentario más completo y más sencillo, y también más metódico y profundo de todas las maravillas que Dios ha obrado para santificarnos y salvarnos; en la liturgia tenemos la Revelación de lo más perfecto y más apropiado para la salvación de nuestras almas, una exposición que habla a los sentidos y penetra hasta lo más secreto del alma devota, dirá D. Columba Marmión.

La liturgia, de igual manera, viene a dar razón de la dimensión social del hombre y del principio rector hacia el cual, toda sociedad que se precie, debe orientar su mirada. El culto público de la Iglesia afirma y manifiesta públicamente el Primado que a Dios le corresponde en nuestras vidas y en todos los estamentos que conforman la estructura social,  y debemos proclamarlo con firmeza si queremos restituir el derecho divino y el orden moral en el seno de nuestras sociedades, cada vez más descristianizadas y desestructuradas. "Dios no ha muerto".

Recordemos el sueño  profético de San Juan Bosco, en el que vio claramente a la Barca de Pedro, la Iglesia Católica, en una terrible tempestad en el mar, y al poco rato vio emerger dos columnas en medio del tumultuoso mar. Una columna era la Santísima Virgen María y la otra columna era la Sagrada Eucaristía. Para que la Barca de Pedro no se hundiera debería amarrarse firmemente la barca a esas dos columnas. Así se hizo en el sueño de Don Bosco y la Barca de Pedro se salvó.

Sea esta celebración de clausura del III Congreso Summorum Pontificum, una oportunidad para dar Gracias a Dios y encomendar la encomiable labor que la Asociación Litúrgica Magnificat desarrolla desde hace más de medio siglo por la promoción de la piedad eucarística a través de la liturgia tradicional.

martes, 28 de noviembre de 2017

Liturgia reformada y autoridad magisterial

Seguidamente reproducimos un brevísimo artículo de opinión de Augusto Merino Medina, colaborador estable de esta bitácora, en el cual comenta su parecer sobre lo manifestado en agosto pasado por S.S. el papa Francisco en su discurso pronunciado ante los participantes de la LXVIII Semana Litúrgica Italiana.

(Foto: TG Vaticano)

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La autoridad magisterial y la liturgia reformada

Augusto Merino Medina

Desde el Concilio Vaticano II los papas prácticamente nunca más han recurrido a usar de modo solemne su autoridad de maestros supremos de la Iglesia. No ha habido definiciones del tipo de las que gozan de la infalibilidad concedida al Romano Pontífice en las determinadas y muy circunscritas ocasiones en que se obliga a los fieles a tener algo como revelación divina. Lo más cercano que hemos presenciado a una definición de tal naturaleza ha sido la declaración de San Juan Pablo II sobre la imposibilidad de ordenar mujeres a las sagradas órdenes [Nota de la Redacción: véase aquí asimismo la precisión sobre el alcance de esta declaración hecha en su día por la Congregación para la Doctrina de la Fe]. Ni siquiera son frecuentes los mandatos que, en cuanto Supremos Pontífices, pueden emitir para el gobierno de la Iglesia universal en lo que cae dentro de su competencia –que no es, por cierto, ilimitada; por el contrario, los papas posconciliares se han limitado a navegar en las aguas imprecisas y confusas del diálogo.

Por eso sorprende la declaración del actual Romano Pontífice en orden a que la reforma litúrgica, emprendida por el comité encargado de poner por obra los lineamientos litúrgicos del Concilio Vaticano II, es de carácter “irreversible”. En efecto, el pasado día 24 de agosto, en un discurso sobre la reforma litúrgica del papa Pablo VI, pronunciado frente a los participantes de la LXVIII Semana Nacional de Liturgia, el papa Francisco declaró: “Después de este magisterio, después de este largo camino, podemos afirmar con seguridad y autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible”.

Analicemos aquí brevísimamente el valor de esta declaración.

Lo primero que salta a la vista es que la enseñanza, que es propia del maestro de la Iglesia, no queda en absoluto clara. Incluso se puede decir que carece de contenido. No se declara bueno y conforme a la Fe materia alguna, ni se condena nada que se le oponga o la perjudique. La “irreversibilidad” de una reforma eclesiástica no es materia propia de una enseñanza ni pontificia ni de ningún otro carácter: a lo más es la expresión de un deseo, de una sentida aspiración de quien hace dicha afirmación. 



Naturalmente, queda entregado al criterio de los fieles, el si un determinado hecho histórico tiene o no consecuencias irreversibles. A quien conozca mínimamente el curso de las cosas humanas le parecerá dudoso que se pueda afirmar, respecto de cualquier episodio histórico, que “la rueda de la fortuna” está clavada y detenida. Nada hay más cambiante y voluble que la historia humana, incluida naturalmente la historia eclesiástica. 

El Santo Padre en dicho discurso, por otra parte, no sólo no define ninguna cuestión en disputa sino que no manda ni prohíbe nada. Quizá el Sumo Pontífice ha advertido lo riesgoso que sería entrar en ese terreno, viviendo todavía el papa Benedicto XVI, y habiendo en la Iglesia tal crisis litúrgica actualmente. No sería conveniente contradecir paladinamente lo expuesto por Benedicto XVI en el motu proprio Summorum Pontificum, y las probabilidades de despertar apasionadas reacciones en contra son muy grandes si, en este momento, se llegara a prohibir el milenario rito romano en su forma original.

Por eso es que, empeñar la autoridad magisterial en favor de un deseo o de una aspiración papal, no puede sino parecer una extraña e incomprensible actitud, quizá el enérgico deseo de que la liturgia siga caminando por el camino que actualmente lleva, que para muchos que saben de la materia es lamentable. Pero ello no implica aquí ejercicio ni de autoridad (no se puede imponer el compartir un deseo) ni de magisterio (con la expresión de dicho deseo no se enseña nada al Pueblo de Dios).   

domingo, 26 de noviembre de 2017

Ornamentos papales (iv): la tiara

Continuamos con la serie sobre ornamentos papales. En esta ocasión nos ocuparemos de la tiara, que no es propiamente un insignia litúrgica (como sí lo es la mitra), sino que reviste el carácter de un símbolo del poder que corresponde al Papa como autoridad suprema de la Iglesia y como soberano temporal.
 
La tiara (thiara) es el atributo reservado al Sumo Pontífice y que sirve como símbolo de su función suprema dentro de la Iglesia, que es la de obispo universidad y Gran Sacerdote de la Nueva Alianza. Desde el siglo XIV, ella consiste en una tiple corona (triregnum) que asemeja una colmena circular y que en su parte superior remata en una cruz. De su parte posterior cuelgan dos ínfulas (caudae o infulae) al igual que en las mitras, es decir, dos galones de tela ricamente adornados en los que se borda el escudo de armas del Papa.

Pío XII, coronado con la tiara, es llevado en la silla gestatoria

Hay distintas teorías sobre el simbolismo de las tres coronas. Algunos las relacionan con la autoridad del Papa como “pastor universal” (corona superior), “juez eclesiástico universal” (corona del medio) y “gobernante temporal” (corona inferior). Otros asocian la triple corona a Cristo y su misión: como sacerdote, profeta y rey o como maestro, legislador y juez. Hay quienes sostienen que la triple corona representa que el Papa es obispo, Soberano Pontífice de la Iglesia y rey temporal. Otra interpretación hace referencia a los tres estados de la Iglesia: militante, purgante y triunfante. En fin, también se ha dicho que el significado de la tiara es que el Papa reviste el carácter de padre de príncipes y reyes, gobernador del mundo, y vicario de Cristo. Esta última interpretación es la más acorde con las palabras que se decían durante la coronación del Papa: "Recibe la tiara ornada de tres coronas, para que sepas que eres el padre de los príncipes y de los reyes, rector del Orbe, y vicario en la Tierra de Nuestro Salvador Jesucristo, de quien es la gloria, por los siglos de los siglos" ("Accipe tiaram tribus coronis ornatam, et scias te esse patrem principum et regum, rectorem orbis in terra vicarium Salvatoris nostri Iesu Christi, cui est honor et gloria in saecula saeculorum").

Pío XII recibe la tiara el día de su coronación

Los obispos y sacerdotes cristianos de los primeros siglos no se cubrían la cabeza durante los actos de culto. En el siglo IV hay ya testimonios de la mitra como un tocado propio de las vírgenes consagradas a Dios, y en el Liber Ordinum (siglo X) de la liturgia mozárabe ésta aparece como el distintivo propio de las abadesas. Por el contrario, en la vista doméstica, sí era común que tanto hombres como mujeres se cubrieran la cabeza. Es posible que de uno de esos gorros se deriven la mitra episcopal y la tiara del Sumo Pontífice, pasando primero por el camelauco, o gorrro que usaba el Papa, por lo menos desde el pontificado de Constantino I (708-715), que se llamó mitra y regnum. A principios del siglo XI, el Papa comenzó a concederlo como privilegio a otros obispos, abades y sacerdotes de fuera de Roma. Inocencio III (1198-1216) lo menciona como un distintivo ordinario del obispo. 


El papa Gregorio Magno (590-604) con camelauco
(Imagen: Wikipedia)

La mitra o camelauco ha evolucionado desde entonces en dos formas diferentes. Una siguió la forma cónica original, y acabó en la tiara, propia sólo del Papa. La otra, de cónica pasó a ser esférica con una hendidura en el centro; más adelante esta hendidura se estrecha más, formando dos picos en los lados derecho e izquierdo; por fin, los picos de los lados pasan a ser parte anterior y posterior, y el resultado es la mitra actual, con diverso diseño en la forma y en sus dimensiones. Esto significa que, en su origen, la tiara no era más que una cubrecabeza que simbolizaba la autoridad de la que estaba revestido el Papa, y que la diferencia con la mitra era que aquella era cerrada, mientras que esta última tenía una hendidura. Su confección parece ser una derivación del gorro frigio usado por los Reyes del Oriente antiguo. De hecho, en un mosaico bizantino de la Iglesia de San Apolinar el Nuevo (siglo VI), en Rávena, los Magos que acuden a adorar a Jesús llevan sendos gorros de esta clase. Del camelauco deriva además el kamilavkion (en griego: καμιλαύκιον), nombre que designa un tipo de bonete, por lo general de color negro, que llevan los diáconos de la iglesia ortodoxa. 

Detalle del mosaico de la Iglesia de San Apolinar de Rávena donde se observan los tres Reyes Magos con gorros frigios
(Foto: Depositphotos)
 

En 1130, el aro de lino o tela de oro que decoraba la base de la tiara fue convertido en una corona de metal, la que simbolizaba la soberanía del Papa sobre los Estados Pontificios. Dos siglos después, en 1301, Bonifacio VIII agregó una segunda corona para simbolizar con ella la autoridad espiritual que tiene el Obispo de Roma sobre todas las almas. En 1342, Benedicto XII suma una tercera corona que representa la autoridad moral sobre los reyes, la cual conmemora la toma de posesión sobre Aviñón y el Condado Venesino. Durante los primeros años del siglo XVI, el diseño de la tiara papal quedó concluido con la agregación de un pequeño globo y una cruz en su extremo superior.

Fresco de la Capilla de San Silvestre (consagrada en 1247) en la Iglesia de los Cuatro Santos Coronados de Roma. En una de las imágenes se ve al Papa llevando una tiara con dos bandas y orejeras
(Imagen: Senderositalianos)

Desde Clemente V (1305-1314) y hasta el beato Pablo VI (1963-1978), la tiara se imponía al Romano Pontífice el día de su coronación (originalmente designada Possessio). A partir de 1978, esta ceremonia ha sido sustituida por la “Misa de inicio del ministerio pretrino”.

San Juan XIII es coronado en el balcón de la Basílica de San Pedro del Vaticano
(Foto: Ceremonia y rúbrica de la Iglesia española)

Después, los Papas usaban la tiara en las procesiones solemnes, en la proclamación de dogmas, y en las bendiciones Urbi et Orbi impartidas el Domingo de Resurrección y el día de Navidad. Para la Misa pontifical, ellos usaban la mitra, como los demás obispos. Sin embargo, en esas ocasiones la tiara se colocaba sobre el altar durante la celebración eucarística.

Al inicio del cortejo papal iban varios capellanes que portaban las tiaras y mitras (dos o cuatro) que serian usadas en la ceremonia, y que se depositaban sobre el altar papal cuando no se empleaban

El beato Pablo VI sólo uso la tiara papal en una ocasión, el día de su coronación. De forma simbólica, abandonó su utilización al finalizar la segunda sesión del Concilio Vaticano II, dejando una de las cuatro que le pertenecían sobre el altar de la Basílica de San Pedro. Se anunció que dicha tiara sería subastada y el dinero obtenido se daría en caridad. Ella fue comprada por católicos estadounidenses, quienes la conservan actualmente en la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción en Washington D. C.

El beato Pablo VI coronado con la tiara que depuso el 13 de noviembre de 1964

Como fuere, en la Constitución apostólica Romano Pontifici Eligendo (1975), el papa Pablo VI conservó la costumbre tradicional y previó que sus sucesores fueran coronados tras su elección. Textualmente, dicha Constitución decía: “Por fin, el Pontífice será coronado por el cardenal protodiácono y, dentro de un espacio conveniente de tiempo, tomará posesión de la patriarcal Basílica Lateranense, según el rito prescrito” (núm. 92). Cuando Juan Pablo I fue electo decidió que, en vez de coronación, celebraría una “Misa de inauguración del pontificado”.

Juan Pablo I, en silla gestatoria, tocado con mitra
Tras su repentina muerte, siendo electo San Juan Pablo II, éste tampoco optó por ser coronado, y en la homilía de la Misa de inauguración de su pontificado explicó las razones de su decisión: “El último Papa en ser coronado fue Pablo VI en 1963, pero después de la ceremonia de la coronación solemne nunca usaron la tiara de nuevo y dejaron libre a sus Sucesores su decisión al respecto. El Papa Juan Pablo I, cuyo recuerdo está tan vivo en nuestros corazones, no deseó tener la tiara; ni tampoco su sucesor lo desea hoy. Éste no es el momento de regresar a una ceremonia y a un objeto considerado, erróneamente, como un símbolo del poder temporal de los Papas. Nuestro tiempo nos llama, nos exhorta, nos obliga a contemplar al Señor y sumergirnos en meditación humilde y devota sobre el misterio del poder supremo de Cristo mismo”.



Escudo de San Juan Pablo II
(Imagen: Wikimedia Commons)

Posteriormente, esta práctica se volvió norma y así quedó establecido en el derecho de la Iglesia. En la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis (1996) se dice que “[e]l Pontífice, después de la solemne ceremonia de inauguración del pontificado y dentro de un tiempo conveniente, tomará posesión de la Patriarcal Archibasílica Lateranense, según el rito establecido” (núm. 92), con lo cual ya no se habla de coronación sino de inauguración. Por eso, cuando en 2005 fue elegido papa Benedicto XVI, tampoco tuvo una coronación y éste incluso quitó la tiara de su escudo de armas y la sustituyó por una mitra. El papa Francisco siguió el mismo ejemplo y en su escudo de armas aparece una mitra en vez de la tradicional tiara propia de la heráldica vaticana. Sin embargo, en ambos casos, en el escudo de armas la mitra tiene un triple división en recuerdo de la tiara.


Escudo de Benedicto XVI
(Imagen: Infocatólica)

Escudo del papa Francisco
(Imagen: Sitio oficial del Vaticano) 

Pero aun así la tiara siguió vinculada al papado. En 1981, los católicos de Hungría ofrecieron una tiara a San Juan Pablo II. El Papa nunca la utilizó en público, pero ella se conserva en la Sacristía vaticana donde cierra la serie de tiaras papales.

Tiara que los católicos de Hungría ofrecieron a San Juan Pablo II
(Foto: Ceremonia y rúbrica de la Iglesia española)
 

Lo mismo hizo en mayo de 2011 un grupo de fieles encabezados por el empresario alemán Dieter Philippi, quienes regalaron al papa Benedicto XVI una tiara que nunca llegó a usar.

Benedicto XVI recibe una tiara de regalo de parte de católicos alemanes

En mayo de 2016, el Presidente del Parlamento de Macedonia, tras una audiencia con el papa Francisco, le obsequió una nueva tiara realizada a mano por unas religiosas ortodoxas utilizando perlas del lago Ohred.

Primer plano de la tiara regalada al papa Francisco
(Foto: Ceremonia y rúbrica de la Iglesia española)
 

Aunque no es usado actualmente como parte del ajuar papal, su simbolismo permanece en la heráldica de la Santa Sede y la bandera de la Ciudad del Vaticano. El Patriarca de Lisboa goza del derecho a usar la tiara en su escudo de armas, pero no coronarse con ella. Algo similar ocurre con ciudad española de Reus, que tiene el privilegio de coronar su escudo con una tiara merced al privilegio dado en su día por Benedicto XIII.

Emblema de la Santa Sede
(Imagen: Sitio oficial del Vaticano)

De igual forma, cada 29 de junio, Fiesta de San Pedro y San Pablo, la estatua de bronce del primer Papa que se encuentra en la parte derecha de la nave central de la Basílica Vaticana (concretamente, en el ángulo de uno de los machones de la cúpula, en la esquina de la nave de la epístola, frente al Altar de la Confesión y el baldaquino de Bernini) es coronada con un tiara del siglo XVIII. Para dicha ocasión se celebra una Misa pontifical presidida por el Santo Padre, revistiéndose la estatua con ricos ornamentos, como tradicionalmente ocurría con un Papa, con la ya mentada tiara, el anillo del pescador y un manto púrpura o rojo. También el 29 de julio se solía extender una decoración floral conocida como "nassa" o "red del pescador" sobre la fachada de San Pedro, para simbolizar la red con que Jesucristo lo hizo pescador de hombres. La estatua se viste también con la indumentaria papal durante la Fiesta de la Cátedra de San Pedro, el 22 de febrero. En 1857, el beato Pío IX concedió una indulgencia de cincuenta días al que besara el dedo gordo del pie del Apóstol, lo que explica el desgaste que tiene el bronce en esa parte. La estatua de San Pedro data del siglo XIV.

San Pedro broncíneo coronado con la tiara

viernes, 24 de noviembre de 2017

Los Canónigos regulares de San Juan de Kenty


Los Canónigos regulares de San Juan de Kenty fueron fundados el año 1998 por el Canónigo Frank Phillips, C.R., contando con la aprobación del entonces arzobispo de Chicago, S.E.R. Cardenal Francis George O.M.I. La agrupación se constituyó inicialmente como una asociación de derecho diocesano, para luego contar con las autorizaciones finales el año 2006, en que se constituyó como un instituto religioso de vida consagrada. Estos canónigos toman su nombre del clérigo polaco San Juan de Kenty o Cancio (1390-1473), destacado teólogo y escolástico de su tiempo, reconocido tanto por la práctica de las virtudes y la caridad fraterna como por su peregrinaje a Tierra Santa, donde deseaba sufrir el martirio a manos de los turcos otomanos, pero desde donde pudo volver sano y salvo a su tierra natal.

San Juan de Kenty
(Imagen: Canons Regular)

Esta agrupación de canónigos se caracteriza, desde su fundación, por un sostenido crecimiento orgánico, contando a la fecha con miembros provenientes de Canadá y los Estados Unidos. Su lema es “Instaurare Sacra” (restaurar lo sagrado) y en este sentido se dedican a la práctica litúrgica y sacramental dentro del contexto del ejercicio de su ministerio pastoral en parroquias. Cabe destacar que, desde su siempre han celebrado la liturgia en ambas formas del rito romano. En el caso de la hoy llamada forma extraordinaria del Rito Romano, esta fue celebrada inicialmente en aplicación de las disposiciones contenidas en el motu proprio Ecclesia Dei de San Juan Pablo II, y desde su entrada en vigor en 2007, bajo las normas promulgadas por S.S. Benedicto XVI en el motu proprio Summorum Pontificum.



Canónigos Regulares de San Juan de Kenty junto con el entonces Arzobispo de Chicado, Cardenal George
(Imagen: Canons Regular)

Cabe precisar primeramente que los canónigos regulares corresponden a una de las diferentes formas de vida religiosa que coexisten al interior de la Iglesia Católica, de la cual trataremos con mayor extensión en una entrada posterior. Así como los benedictinos son monjes que viven en la clausura del monasterio, o lo dominicos o franciscanos son frailes dedicados a la predicación en medio del mundo, los canónigos regulares presentan sus propias características que los distinguen de otras formas de vida religiosa y también del clero secular. Estas corresponden, principalmente, a la vida comunitaria sujeta a la observancia de una regla de vida en común, y el combinar el oficio clerical con la vida apostólica. En este sentido, la canonjía se diferencia del monasterio al no existir en la primera una clausura estricta, y del clero secular, de la obligación del rezo en comunidad del Oficio Divino.

Por otro lado, las órdenes de canónigos regulares se diferencian de las órdenes mendicantes por cuanto en las primeras el estado clerical resulta esencial. Su origen se encuentra en los capítulos catedralicios, donde los canónigos formaron comunidades de vida en común, siguiendo mayoritariamente la Regla de San Agustín, tal como es el caso de los Canónigos Regulares de San Juan de Kenty. Si bien existen algunas comunidades de canónigos que permiten la presencia de hermanos legos entre sus miembros, la gran mayoría de ellos son normalmente sacerdotes, destinados al cumplimiento del deber de dar culto a Dios a través de la liturgia, que es el elemento central de la vida sacerdotal. En la eventualidad de existir hermanos legos en una canonjía, estos se dedican principalmente a labores no sacerdotales, pero vinculadas a la celebración solemne de la Santa Misa y el rezo del Oficio Divino.


Iglesia de San Juan de Kenty en Chicago
(Imagen: Church Pop)

En el caso de los canónigos regulares de San Juan de Kenty, esta vocación esencialmente litúrgica se manifiesta a través de la celebración del Santo Sacrificio de la Misa y el rezo del Oficio Divino, tomando como fuente la riqueza de la herencia litúrgica de la Iglesia. Por ello, estos canónigos celebran ambas formas del rito romano indistintamente, al corresponder ambas a la manifestación de la misma “Lex Credendi” de la Iglesia. En un sentido amplio, la misión y carisma de los canónigos regulares de San Juan de Kenty es ayudar a los fieles a redescubrir el profundo sentido de lo sagrado a través de la liturgia, las devociones tradicionales, el arte y la música sacra, así como la instrucción y catequesis en la doctrina y enseñanzas de la Iglesia.

Parroquia de San Juan de Kenty, Chicago
(Imagen: Church Pop)

En la actualidad, los Canónigos Regulares de San Juan de Kenty mantienen dos parroquias en la arquidiócesis de Chicago y una en la vecina diócesis de Springfield, Illinois. La principal de éstas es la Parroquia de San Juan de Kenty, una imponente iglesia de estilo románico originalmente destinada a la colonia polaca asentada en la ciudad, ubicada en el centro de de Chicago y que ofrece diariamente la Santa Misa en ambas formas del rito romano. La forma ordinaria, comúnmente referida como Novus Ordo, es celebrada tanto en inglés como en latín. Adicionalmente, los canónigos rezan públicamente y en comunidad el oficio divino además de ofrecer clases y seminarios para el estudio del latín, griego, historia de la Iglesia, formación religiosa, catequesis y cultura católica. A esta iglesia se suma la parroquia de San Pedro, de la misma arquidiócesis, pero en la ciudad de Volo, y la parroquia de Santa Catalina Drexel en la vecina diócesis de Springfield, Illinois. En todas ellas, los canónigos celebran la Santa Misa en ambas formas del rito romano, velando por la aplicación de la catequesis litúrgica impulsada por S.S. Benedicto XVI, en la que debe primar una lectura de continuidad en el entendimiento de la reforma litúrgica impulsada con posterioridad al Concilio Vaticano II. Esta agrupación administra a su vez una casa de retiros en la ribera del lago Michigan.


Parroquia de San Juan de Kenty
(Imagen: A calling)


Adicionalmente a estos apostolados, cabe destacar la activa participación de los canónigos en el internet y los medios de comunicación modernos. Así, son los encargados de mantener la página de subsidios Sancta Missa (la cual se puede consultar aquí o permanentemente en la barra lateral de nuestro blog) donde ofrecen a sus lectores tutoriales multimedia para la celebración de la liturgia conforme al rito romano, junto con versiones digitales de todos los libros litúrgicos. Además de servir al perfeccionamiento de los sacerdotes en el necesario ars celebrandi, otro de los objetivos de este sitio web es la formación espiritual e intelectual del laicado en el entendimiento de los sagrados misterios y la significación de su inefable belleza. Otras iniciativas de difusión impulsadas y dirigidas por los Canónigos Regulares de San Juan de Kenty son la editorial “Biretta Books” y la sastrería eclesiástica “Seraphic Vestments”.

A continuación les ofrecemos una galería fotográfica tomada desde su sitio web, donde se puede apreciar la belleza del ars celebrandi procurado por esta agrupación de canónigos:















martes, 21 de noviembre de 2017

Una entrevista al Profesor Peter Kwasniewski sobre el sentido de la Misa tradicional

Les ofrecemos hoy una entrevista hecha por el sitio croata Bitnio al profesor Peter Kwasniewski, visitante frecuente de esta bitácora.  Ella fue traducida después al inglés por Rorate Caeli precedida de una nota explicativa, de donde hemos tomado el texto para hacer la traducción, y tiene interés porque aborda el descubrimiento de la liturgia tradicional y las objeciones que habitualmente suelen hacerse para confrontarla con aquella reformada. La traducción castellana es de la Redacción y las fotos son las originales usadas por el artículo croata. 


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La página católica croata Bitno acaba de publicar una sustanciosa entrevista con nuestro colaborador, el Dr. Peter Kwasniewski, sobre el descubrimiento de la antigua Misa, los liturgistas progresistas, las objeciones más comunes, la postura ad orientem, la opcionitis, el arqueologismo y otros temas. La entrevista se grabó en Nursia (Umbria, Italia) en julio pasado, y fue luego transcrita y traducida al croata por el entrevistador (lo cual explica el tono coloquial que aparece a veces). Su historia es la de muchos de nosotros, porque muestra cómo el descubrimiento de la Misa tradicional nos cambió para siempre la vida y cómo se dieron posteriormente las cosas. 

Se ha ofrecido a Rorate Coeli la traducción al inglés. Las fotos son las que aparecen en el sitio croata.

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Entrevista al Prof. Peter Kwasniewski 

Antes de comenzar hoy las preguntas, Dr. Kwasniewski, diga por favor algo a los lectores sobre sí mismo. ¿Dónde hizo usted sus estudios y dónde enseña?

Nací en Chicago, Illinois, y crecí en Nueva Jersey, donde asistí a una escuela primaria católica, y luego a una escuela secundaria para niños dirigida por benedictinos. Durante este período canté en el coro de varias parroquias y escuelas, y comencé a estudiar música. Luego fui al Thomas Aquinas College, en California, para obtener el grado de licenciado (bachelor) en artes liberales, y posteriormente a la Catholic University of America para los grados de MA y PhD en filosofía, con especial énfasis en Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. El International Theological Institute de Gaming, en Austria, me contrató a continuación, en la época del cardenal Schönborn, y ahí enseñé filosofía y teología durante casi 8 años. Volví a los Estados Unidos a colaborar en el establecimiento de una nueva escuela de artes liberales inspirada en el movimiento de los "grandes libros" [Nota de la Redacción: véase aquí lo que hemos dicho sobre ese movimiento y su adopción por parte de John Senior], denominada Wyoming Catholic College. Durante la última década, he dado cursos de filosofía, teología, historia del arte y música. Para mí, la actividad más gratificante es dirigir el coro del college y las “scholas” en la liturgia.

¿Cómo conoció la Misa tradicional? ¿De dónde surgió su interés por ella?

Las cosas se dieron gradualmente, ya que yo no crecí con esa Misa. Nací en 1971, de modo que nunca asistí a ella. Ni siquiera sabía que existiera, como le ocurre a muchos de mi generación y a otros más jóvenes. Nosotros somos aquéllos a quienes se refería Benedicto XVI en su carta a los obispos de 7 de julio de 2007 cuando dice “que se pensaba, al comienzo, que los interesados en la antigua liturgia irían desapareciendo con las generaciones de más edad, en tanto que se ha demostrado ahora que los jóvenes han descubierto en esta forma un encuentro con el misterio de la Eucaristía que les resulta particularmente adecuado”. Esto es lo que me ocurrió a mí. Descubrí, al terminar la secundaria, cuando tenía entre 17 y 18 años, que existía algo llamado liturgia tradicional en latín. Como no la había en la región en que yo vivía, mi conocimiento de ella fue de tipo teórico. Hacia aquel tiempo, cada vez me interesaba más en la fe, y comencé a estudiarla detenidamente y a procurar vivirla más plenamente. Así, cuando se me dio la oportunidad en el college de comenzar a asistir periódicamente a la liturgia tradicional, ella empezó a hablarme en los hechos.

¿Qué le impresionó cuando comenzó a asistir a ella?

Sentí que había un profundo sentido del misterio de la Misa, de la reverencia que le debemos. Y me impresionó realmente la seriedad de la liturgia. Naturalmente sabemos que una Misa que se celebra con la intención adecuada y con la materia adecuada es una Misa válida, pero en muchas liturgias a la que había asistido en mi vida, se tenía la impresión de que las personas no tomaban realmente en serio lo que hacían. Y cuando comencé a ir a la Misa antigua, me pareció que había en ella un absoluto enfocarse en Dios y en Nuestro Señor Jesucristo. Esto fue algo que me atrajo y me motivó, porque me hizo pensar “¿si realmente creemos en lo que decimos que creemos de la Misa y la Eucaristía, por qué no deberíamos siempre tratarlas con esta profunda adoración y reverencia y devoción y cuidado y seriedad? ¿Qué motivos habría para no hacerlo?”

Comenzó así, para mí, un viaje de varios años, al término de los cuales simplemente me encontré yendo a la liturgia tradicional cada vez que podía, y yendo a la nueva sólo cuando tenía obligación de hacerlo, o cuando me sentía capacitado para influir positivamente en el modo en que se la celebraba, normalmente por medio de la dirección de la música sagrada.

 El Prof. Dr. Peter Kwasniewski

La narrativa litúrgica común de algunos profesores es que, antes del Concilio Vaticano II, los tiempos fueron malos: la liturgia era distante, incomprensible para los fieles, concebida casi como un ritual mágico: el sacerdote realizaba su acto de magia y los fieles eran observadores pasivos, como en una obra de teatro o una ópera. Básicamente, la abuela rezaba el rosario y en eso consistía toda su participación. Entonces llegó el Concilio y sus reformas, que barrieron con las repeticiones inútiles y todas las adherencias e impurezas medievales que se habían colado en la liturgia original y pura de la primitiva Iglesia. El Vaticano II insistió en que se vernaculizara la Misa para que se hiciera comprensible, y se dio vuelta los altares hacia el público para que éste pudiera comprender lo que estaba ocurriendo y participara activamente en ello. Estamos ahora, pues, viviendo en los buenos tiempos nuevos. Pero usted no adhiere a esta narrativa, ¿no es cierto?

No. Y, por cierto, usted ha tocado una cantidad de tópicos diversos, por lo que le pido que me permita abordar varios de ellos.

El primero y más básico es que jamás entenderemos el misterio de la sagrada liturgia, jamás lo comprenderemos, porque es de Dios y para Dios. San Agustín dice: “Si lo comprendes, no es de Dios”. Es obvio que queremos tener alguna noción de lo que estamos haciendo, de aquello en que estamos involucrados; pero la idea de hacerlo totalmente inteligible a la gente conduce a un cierto rebajamiento de la liturgia, en la que, de pronto, las oraciones recurren al lenguaje cotidiano y el misterio se evapora, es decir, se evapora la idea de que estamos participando en un sacrificio portentoso, que trasciende al tiempo, cósmico, más importante que cualquier otra cosa que hagamos, más misterioso que cualquier otra cosa que hagamos, algo que es verdaderamente trascendente, que debiera dejarnos mudos, llenos de estupor.

La idea de que uno puede envolver todo eso como un paquete y entregárselo a la gente diciendo “Ya está. Ahí lo tienen. Nosotros hemos cumplido con nuestro encargo”, es algo que contraría profundamente la naturaleza de la liturgia. Por eso es que, cuando observamos la historia de la liturgia en todas las épocas y en todas partes, vemos que siempre hay rasgos de la liturgia que enfatizan su solemnidad, su sacralidad, su particularidad, el hecho de que es algo que está separado del curso de la vida cotidiana.

La liturgia bizantina rebosa de esto. Y aunque la liturgia bizantina se celebra en el idioma del pueblo, tiene su iconostasio, hay en ella una cantidad de cosas que están reservadas al clero, hay muchas oraciones que se dicen en silencio, existe todo tipo de señales de reverencia y temor que nos indican que no estamos en la plaza del mercado, que esto no es un lugar para hacer negocios, que no es una sala de clases: estamos en un tiempo especial, sagrado. Y la liturgia necesita tener elementos que nos transmitan todo esto. Uno de ellos, para nosotros en Occidente, fue el latín. Sí: hubo un tiempo en que el pueblo hablaba latín, pero no hablaba el latín de la liturgia, que es un latín muy formal, elevado, pulido, elegante, elocuente, poético. Y con el correr del tiempo, el latín se transformó en una especie de distintivo de lo especial que es la liturgia: “este es el único lugar donde existen estas oraciones dichas de este modo”. Y poco a poco ello se transformó, me atrevería a decir, en una especie de sacramental, como el agua bendita o el rosario, transformándose en algo que nos acercaba a lo santo, aun cuando, en sí mismo, el latín no es más que una lengua. Pero el latín de la liturgia se transformó en un vehículo sagrado que nos conectaba con lo divino.

Quisiera decir también, en relación con esto, que los liturgistas de la décadas de 1950, 1960 y 1970 fueron a menudo culpables de cierto desprecio por el pueblo, en el sentido de que se referían a él como si fuera incapaz de comprender, simplemente ignorante, iletrado, poco pulido, un desastre… En cambio nosotros, que éramos inteligentes, liturgistas expertos, teníamos que entrenarlo nuevamente y mostrarle lo que significaba realmente ser cristianos. Fue una arrogancia increíble. La fe católica floreció durante siglos y siglos entre personas que “no entendían de liturgia”. ¿Florece, acaso, ahora, con todos los consejos de los expertos? A mí me parece que no. No se puede culpar solamente a la reforma litúrgica, pero ciertamente lo que entonces se predijo no ha tenido lugar sino que ocurrió todo lo contrario. Ahora, si ella es una causa o una coincidencia, habría que discutirlo en otra ocasión. 

El Catecismo de la Iglesia Católica cita al Cura de Ars. Hay una famosa historia del Cura de Ars, que encontró un día a un hombre en su iglesia, que se sentaba ahí, simplemente, durante largos ratos, hasta que el Cura le preguntó un día: “¿Qué hace usted?”. Y el hombre contestó: “Yo lo miro, y Él me mira”. El Catecismo cita esto como ejemplo de oración contemplativa, que es la esencia de la oración. Tal es el tipo de oración que la gente encontraba en la antigua liturgia, y eso es lo que la abuela hacía la mayor parte del tiempo, no un mero repasar inconscientemente las cuentas el rosario. 

Me parece que tenemos que recapturar o reconocer la profunda piedad que tenía el pueblo, alimentada por la liturgia. Hay varias otras cosas que usted mencionó: ¿quiere que me refiera a ellas una por una?

Lo que voy a hacer es simplemente mencionarle algunas típicas objeciones que se oye, para que usted pueda responderlas. Una de ellas es más o menos esta: El Concilio Vaticano II pidió más participación activa. Pero uno no puede participar a menos que comprenda las oraciones y lecturas y lo que está teniendo lugar. Necesitamos por ello una liturgia en vernáculo.

De acuerdo [eso es lo que se dice]. Puedo ser ahora más específico en relación con esto. El Concilio Vaticano II define “participación activa” fundamentalmente como la compenetración de la inteligencia y del corazón con lo que está teniendo lugar. De modo que lo primero que presupone la participación activa es que uno entienda lo que es la Misa, lo que es la liturgia, es decir, el santo sacrificio de la cruz, y que la participación de uno es en la pasión redentora del Señor y en todos los misterios de su vida. Así, si uno no entiende eso, si la liturgia no alimenta esa honda comprensión en la mente y en el corazón, no tiene mayor importancia cuántas veces uno se ponga de pie, o se siente, o se arrodille, o hable, o cante, o aplauda. No tiene importancia lo que se hace activamente en lo exterior, si en la Misa uno no tiene esa participación interior.

Creo que es verdad que hubo épocas y lugares en que el pueblo pudo haber estado más involucrado en la liturgia, pudo haber tenido una mayor comprensión de las oraciones, pudo haber entonado los cantos como Pío X lo pidió –y lo pidieron Pío XI, Pío XII y muchos otros papas- y como ocurría en muchos lugares; o sea, es verdad que a la participación exterior le corresponde un lugar, pero no le corresponde el lugar más importante. Lo que hemos presenciado es una transición desde un mundo católico en que la participación fue real, pero principalmente silenciosa e interior, a un mundo en que la participación es exterior y verbal, pero no muy interior, y sin mucha comprensión, o sin experimentar el espíritu de la liturgia del modo en que se refieren a ella Guardini o Ratzinger. Está claro que necesitamos una participación tanto interior como exterior, y que ambas constituyen la participación activa. Existe un auténtico peligro en la comprensión simplista de “activo”.

A veces se dice que quizá una mejor traducción de la expresión “participación activa” sería “participación real”, ya que la palabra latina “actuosa” significa real, no actividad en el sentido de que “hago estas cosas”.

Sí, creo que eso es verdad: "participar activamente" quiere decir estar completamente comprometido, con todas las fuerzas.

Analicemos lo siguiente: el idioma original del rito romano fue el griego, y sólo se lo tradujo al latín cuando el pueblo dejó de entender el griego. Por lo que los reformadores, lo que hicieron, es básicamente lo mismo. Hicieron comprensible la liturgia, o al menos, más accesible a la gente, por una preocupación pastoral. ¿Por qué habríamos de desear algo que la mayor parte de las personas no entiende?

Interesante pregunta. La Iglesia primitiva oraba en griego. Este no era necesariamente el lenguaje de todo el mundo, pero sí era una lengua muy extendida, y era la lengua de la intelligentsia, de modo que en esta lengua la liturgia pudo celebrarse de un modo formal. Y parece que la Iglesia, que siempre actúa de modo profundamente conservador, titubeó por largo tiempo antes de hacer el cambio del griego al latín. Me refiero a la Iglesia de Roma, la Iglesia de Occidente, para decirlo así. Y cuando se hizo el cambio, el tipo de latín a que se tradujo la liturgia fue, como acabo de decir, una versión noble y elevada de la lengua latina. No fue el latín de la calle, no fue el vernáculo en el sentido de lengua de todos los días.

Lo interesante de todo esto es que, habiéndose hecho ese cambio, un cambio fundamental, la Iglesia jamás –jamás hasta fines del siglo XX- lo cuestionó seriamente. Debemos respetar el hecho de que el ritmo del cambio en la historia litúrgica se va haciendo más lento a medida que pasan los siglos. Se añade algunas cosas, pero se preserva lo que ya existe. Y, como católicos, creemos que el Espíritu Santo guía el desarrollo de la liturgia, el desarrollo orgánico de la liturgia. Así pues, si hubiera sido realmente necesario o al menos aconsejable que la Iglesia cambiara del latín a otras lenguas, ella lo hubiera llevado a cabo, y además mucho más tempranamente. El hecho de que no lo hizo ni siquiera luego de que otras lenguas evolucionaran a partir del latín –especialmente las lenguas romances- ni tampoco cuando los misioneros trajeron la liturgia en latín al Nuevo Mundo o a las tribus de África que no tenían idea alguna del latín. El hecho de que la Iglesia adhirió firmemente a ese legado litúrgico latino significó que éste se había transformado para ella en algo más que una convención de carácter práctico: se había convertido en algo sagrado, precioso, algo extremadamente valioso que no era una pura cosa externa, no era como el color de ojos o de pelo de una persona, o como el estilo de su vestimenta.

He aquí una buena comparación: las vestimentas de la liturgia se desarrollaron un poco en unos cuantos siglos. Como se sabe, los ornamentos de la liturgia son adaptaciones de la antigua vestimenta romana, de la vestimenta romana común. Pero a partir de cierto momento, el desarrollo de la vestimenta litúrgica se detuvo. Entre tanto, la vestimenta secular siguió desarrollándose, y ha habido cientos de diferentes estilos de vestidos; pero la vestimenta litúrgica apenas se desarrolló. Hay varios tipos diferentes, diferentes cortes, diferentes estilos, pero todos ellos son fundamentalmente iguales: siempre está el alba, y la casulla, y el amito, y el manípulo, aunque se den en diferentes formas y colores. Así, en la historia de la liturgia hubo un mayor desarrollo al comienzo, y un menor desarrollo posteriormente. Esto, para mí, tiene mucho sentido porque, a medida que la liturgia arriba a una cada vez mayor plenitud y perfección, ya no debería necesitar cambiar mucho más.  

Me resulta curioso que nunca tuvimos quejas serias de nadie sobre el latín, salvo de parte de los expertos. El experto, que se auto titulaba como tal, insistía en que “Oh, no, tenemos que cambiar esto en pro del pueblo común”. Pero el pueblo común no andaba por ahí clamando o firmando peticiones o marchando con pancartas que dijeran “Necesitamos liturgia en italiano, o castellano, o francés, o alemán”. Al pueblo le gustaba el hecho de que fuera siempre lo mismo y que, donde quiera que fuera uno, se encontrara siempre con la misma liturgia.

Quizá un punto relevante aquí sería que la propia Constitución conciliar sobre reforma litúrgica, Sacrosanctum Concilium, dice que debiera conservarse, no abolirse, el latín.

Exacto. Dice que los límites del vernáculo podían extenderse, podía extenderse su uso pero, a continuación, dice que ello sólo tendría sentido en el caso de las partes de la Misa que cambian día a día. 

Así pues, otra forma de abordar su pregunta es la siguiente: la mayor parte de la liturgia de la Iglesia es estable, se repite. No hace falta más que oír el Kyrie o el Gloria unas pocas veces para entender qué es lo que se está diciendo. Sé por experiencia que mis hijos, y los de muchas otras familias en las comunidades en que he vivido, pueden cantar, y recitar y comprender sin dificultad las oraciones en latín de la liturgia que se repiten.

Lo cual nos remite a ese desprecio por la inteligencia de los católicos comunes y corrientes. La liturgia de la Misa puede imprimirse en unas pocas páginas, no es un texto largo. Y, aparte de eso, por cierto, tenemos el hecho de que, a medida que pasa el tiempo, disminuye el analfabetismo, y un aspecto del Movimiento Litúrgico, en su fase más sana, fue la introducción del pueblo a las oraciones de la liturgia mediante los misales individuales impresos. Hacia mediados del siglo XX, todo el que podía leer podía seguir la liturgia al revés y al derecho, de comienzo a fin, sin necesidad de seguirla paso a paso, aunque podía hacerlo, y a menudo lo hacía precisamente así. En realidad, de lo que se trata es de educar a la gente sobre las riquezas que ha heredado y no de cambiarlo todo presuponiendo que la gente no tiene ni va a tener nunca educación. Tal cosa me parece una actitud derrotista.

¿Cree usted que el éxodo de fieles que se produjo a mediados de las décadas de 1960 y de 1970 tuvo que ver con la reforma litúrgica?

Creo que hubo una cantidad de causas culturales, pero no cabe duda alguna de que el número, la magnitud y el rápido ritmo de los cambios jugaron un papel enorme en la desorientación y desencanto y pérdida de la propia herencia que experimentaron los católicos por obra de su propia Iglesia. Fue como si, de improviso, el clero le comenzara a imponer una nueva religión, con nuevos “valores” y nuevas “prioridades”. Algunos se adaptaron de buena gana, otros lo hicieron a regañadientes, y hubo demasiados que se marcharon por las puertas abiertas para no volver jamás. Bill Buckley, un famoso  periodista político estadounidense, decía que quería creer que los cambios que la jerarquía dejaba caer desde lo alto eran, de algún modo, buenos para el pueblo, pero añadía que ello constituía el más exigente acto de fe que jamás se le había pedido hacer, cuyos frutos nunca llegó a ver. Podría hablarse aquí de una transubstanciación al revés: teníamos el cuerpo vivo de la Tradición católica, con toda su belleza y nobleza, y ahora la Iglesia lo transformaba de nuevo en pan común y corriente. Pero lo que deseamos en nuestro corazón es el cuerpo viviente. El mundo está lleno de pan y lo da con generosidad a quienes sirven a sus intereses. La Iglesia está para darnos lo que el mundo no puede. Estoy, al cabo, simplemente haciendo variaciones sobre la sobria frase de Ratzinger: “La crisis en la Iglesia ha sido, en gran medida, causada por la crisis en la liturgia”.

El cardenal Sarah ha venido diciendo algo parecido sobre el controvertido punto de la orientación litúrgica. Uno de los argumentos que se esgrimen en favor de “versus populum” es que el laicado debe unirse al sacrificio de la Misa, pero el laicado tiene también un carácter real y sacerdotal, aparte del sacerdocio ministerial del sacerdote. Y por eso, el laicado tiene derecho a ver lo que ocurre sobre el altar, y ello implica que “versus populum” es la mejor alternativa.

Si me lo permite, creo que ese argumento es muy débil. Los fieles no tienen un “derecho” a ver lo que ocurre sobre el altar porque, en cierto sentido, no hay nada que ver. El milagro de la transubstanciación no se ve y, como dijo alguien, cuando el sacerdote cambió de postura y se dio vuelta, y cuando el pueblo comenzó a ver lo que el sacerdote había estado haciendo, de pronto el pueblo se dio cuenta de que no era gran cosa, después de todo. En realidad, la Misa se dirige a nuestra fe, no a nuestra vista. No se trata de mirar un espectáculo, como podría ser una demostración culinaria que se desarrolla ahí adelante, en que se pone un poco de aliño o de hierbas, y uno aprende cómo mezclarlas uno mismo. No, nunca uno va a poder a hacer esas cosas a menos que uno sea un sacerdote, por lo que no necesita “verlas”.

La cuestión de fondo aquí es que, cuando el sacerdote mira hacia el oriente, está mirando en la misma dirección que el pueblo. O, más bien, el pueblo mira en la misma dirección que el sacerdote. Y queda claro que todos están ofreciendo el sacrificio: el sacerdote, en su forma sacerdotal propia, y el pueblo en su forma bautismal, con su sacerdocio bautismal. Todos se unen para ofrecer el sacrificio hacia el Oriente, y la Escritura dice que el Oriente es un símbolo de Cristo que ha de venir, y llegará a nosotros desde el Oriente. Así, este signo escatológico es el signo de nuestro anhelo de Cielo, de que Cristo regrese. Como dice el Apocalipsis, “Maranatha”, “El Señor Jesús viene". Ese simbolismo en su conjunto hace, de acuerdo con mi experiencia, que el pueblo se sienta más involucrado en el ofrecimiento de la Misa, no menos involucrado.

Si el sacerdote se vuelve para ponerse de cara al pueblo, surge de pronto una dinámica en que el sacerdote y el pueblo se enfrentan mutuamente, y el sacerdote se convierte en alguien que está frente al pueblo como quien tiene que entretenerlo o animarlo o llamar su atención y tener cuidado de cómo se le ve el pelo o la cara. Surge de pronto una dicotomía, incluso un antagonismo entre ambas partes, en tanto que, cuando el sacerdote se da vuelta al revés, se hace anónimo, es un ícono de Cristo, y todo el pueblo puede, para decirlo de algún modo, ascender al cielo encaramado en su casulla. Creo que ésta es, exactamente, la experiencia del pueblo que asiste a una Misa que se celebra ad orientem. 

Cuando la gente va a Misa y ve que el sacerdote no está vuelto hacia ella, puede que le resulta incómodo al principio, pero le ayuda a darse cuenta de que todo esto no gira en torno a nosotros: el sacerdote no nos habla a nosotros, le habla a Dios. El sacerdote ofrece a Dios un sacrificio, del cual nos beneficiamos. Y por tanto, es muy importante para nosotros que la Misa no se dé vuelta hacia nosotros: ello es un error fundamental; es lo que llamamos antropocentrismo. 


¿Fue Ratzinger quien dijo que el sacerdote “no le da la espalda al pueblo”, sino que más bien actúa encabezándolo? 

Exactamente. Alguien, con buen humor, preguntaba un vez: “¿quiere usted que en el avión el piloto esté vuelto hacia la cabina o vuelto hacia adelante?”. Cada vez que un grupo va hacia alguna parte, todos deben mirar en la misma dirección.

A menudo se les dice a los partidarios de la “reforma de la reforma” y a los tradicionalistas: “Vosotros insistís en el desarrollo orgánico, y objetáis que sean unos comités los que tomen las decisiones. Pero lo que hizo Trento no fue desarrollo orgánico, sino que hizo exactamente lo mismo que los reformadores, luego del Vaticano II: obrando lo mejor posible, consiguió algunos expertos y procuró restaurar la liturgia de los Padres. Y luego impuso el rito, resultado del trabajo de los expertos”.  

Este argumento es terriblemente falaz. Cualquiera que haya estudiado la historia de la liturgia sabe que la reforma que tuvo lugar después del Concilio de Trento consistió en reformas menores, en comparación con las que ocurrieron a mediados de la década de 1960. Por ejemplo, el orden la de la Misa contenida en el misal de Pío V, promulgado en 1570, es fundamentalmente el mismo que se encuentra en Roma en el siglo XV, el mismo que se encuentra en el siglo XIV, y así se puede seguir retrocediendo.

El corazón mismo de la Misa, el Canon Romano, data del siglo VI y de antes, aunque su forma definitiva ya se nos da en el siglo VI. Así es que, de hecho, los cambios efectuados en el período tridentino, en tiempos de San Pío V, son tales que cualquiera puede darse cuenta de que son cosméticos, cambios menores. Quizá el cambio mayor fue la abolición de la mayor parte de las Secuencias. Y hay quienes hoy lo lamentan. Pero lo que aquel comité pensó fue que, de todas las partes de la Misa, ellas eran la adición más reciente, y eran también las que estaban más restringidas a ciertas regiones, o sea, eran cosas que habían surgido mucho más recientemente, y a fin de preservar mejor lo que todos habían preservado hasta aquella época, se pensó que era aconsejable una simplificación de las Secuencias. Se puede estar o no de acuerdo con esto, pero lo interesante es que ellas fueron el único blanco importante o la única víctima, si se pudiera decir así, de aquel comité, o sea, algo que se había desarrollado hacía poco, no cosas que ya estaban asentadas desde hacía siglos, y que no se le hubiera pasado por la mente suprimir.

Otra cosa que hay que advertir es que la edición que hizo San Pío V del misal añadió algunas cosas al orden de la Misa. Por ejemplo, las oraciones al pie del altar, que son muy queridas por todos los católicos que asisten a la Misa antigua en cualquier parte del mundo (salmo 42, el doble Confíteor, el diálogo, las oraciones mientras se sube al altar). Esos elementos comenzaron como preparación privada del sacerdote, pero Pío V ordenó que se incluyeran en el orden de la Misa. Y ello constituyó un enriquecimiento de la Misa, no fue cambiar nada, o eliminar algo: fue un añadir algo. Esa es la forma general en que la historia de la liturgia opera, por adición, no por substracción. Del mismo modo, el último Evangelio se fusionó con la liturgia, en tanto que anteriormente había sido una devoción privada del sacerdote, a modo de acción de gracias.

Hay que distinguir entre cambios litúrgicos que consisten en enfatizar o añadir, y cambios litúrgicos que consisten en desordenar o incluso en demoler.

En el tópico del énfasis, ¿no podría alguien decir: la nueva Misa introdujo muchas, muchas opciones, incluso nuevos cánones y Plegarias Eucarísticas para Misas con niños y otras cosas por ese estilo, de modo que si la liturgia se desarrolla por vía de adición, he aquí que tenemos una cantidad de nuevas opciones? ¿Acaso no es bueno eso?

No, no, las opciones son terribles, terribles, terribles. Conduce a lo que se ha llamado “opcionitis”. En todas las liturgias tradicionales de Oriente y Occidente se puede observar lo siguiente, cualquiera de ellas que se considere –ya sea la mozárabe, o la sirio-malabar, o la bizantina, o la ambrosiana, o la romana, o cualquier otra-: se llega a un cierto punto en el tiempo después del cual (y ello ocurre harto tempranamente, por cierto en el primer milenio e incluso en la primera mitad del primer milenio) nos encontramos con el desarrollo de formas litúrgicas fijas, de modo que los sacerdotes y obispos reciben determinado cuerpo de oraciones, y textos, y cánticos, y lecturas, y son éstos los que se usa. Nadie mete mano en ellos, sino que se los perpetúa. Fuere lo que fuere que ocurrió en los primeros siglos –y tenemos testimonios muy escasos e incompletos de aquel período- el hecho es que se dio una tendencia inherente en la Cristiandad hacia la fijación de las formas litúrgicas. Y esto no es ningún tipo de corrupción tardo-medieval. Esto se puede ver desde muy temprano: se ve en San Gregorio Magno, que murió, me parece, en 604. De modo que esto es muy temprano. Y San Gregorio Magno es quien hace que muchas plegarias finalicen de tal modo que tengan nobleza y estabilidad formal.

La razón de esto, me parece, es muy sencilla: cuando uno enfrenta a las realidades más sagradas y solemnes de todas, uno quiere emplear las oraciones más nobles y bellas y ortodoxas y bien expresadas que se pueda. Y si se las ha heredado, ¿por qué habría de creerse que uno es mejor que sus antecesores, que uno puede inventar una oración mejor, o que se podría hacer espontáneamente algo mejor? De hecho, cada vez que alguien tiene que hacer algo extemporáneamente, ello es embarazoso, como se ve en las fiestas de matrimonio, cuando hay que hacer un brindis. Si en tales casos se pudiera memorizar algún brindis famoso, probablemente uno terminaría haciéndolo mucho mejor que si tuviera que inventar su propio brindis. Y se trata aquí de un simple brindis, que no tiene ningún significado perdurable. En cambio, cuando se trata del tremendo sacrificio de la Misa, o de un bautismo, o confirmación, o absolución, o cualquier otro sacramento, hay una razón para que el pueblo cristiano obre con su instinto de preservación y conservación, de fijeza y estabilidad. 

Lo que las modernas opciones han causado en la liturgia, y especialmente en las palabras iniciales del sacerdote, a quien se le dice que hable con sus propias palabras, o “use otras palabras similares”, es haber dado lugar a un montón de banalidades en la liturgia, a una pseudo-liturgia de estándares disminuidos, de segunda clase. Y nunca se sabe con qué se va a encontrar uno, lo cual es un problema. Es como ir a un McDonalds o un Burger King: ¿elegiremos esta opción, o esa otra, o la otra? En este sentido, ello es muy desconcertante para los fieles, que simplemente quieren ir y librarse de la confusión y complejidad del mundo profano y concentrarse solamente, todo lo que puedan, en el Señor y darle al Señor esos momentos. Si uno va y las cosas están constantemente cambiando, como un piso que se mueve bajo los pies, es muy difícil establecer una relación de oración. Esto es simplemente un aspecto muy inquietante de la nueva liturgia.

Supuestas las diversas opciones que son litúrgicamente legítimas en el misal de Pablo VI, se puede decir Misa de una forma (ad orientem, sólo en latín, cantando las lecturas) que, para un observador ajeno, la haría indistinguible de la antigua Misa. Pero también se la puede celebrar de un modo completamente diferente, que subraya las diferencias que existen entre lo que ahora llamamos “las dos formas”.  

Es verdad. Martin Mosebach ha escrito: “¿Se puede celebrar la Misa nueva reverente y bellamente? Sí. Pero constituye un problema el que ello sea posible”. En otras palabras, sería necesario celebrarla reverente y bellamente. Ocurre lo mismo con la liturgia antigua: si se obedece las rúbricas, se la celebrará como se debe, adecuadamente, como corresponde. Lo que Mosebach ha querido decir es que, con la Misa nueva, el sacerdote tiene que ser un santo. Por cierto que el sacerdote debiera siempre ser santo, pero con la Misa nueva, si no lo es, la liturgia puede transformarse en un desastre, mientras que si lo es, la celebrará devota y reverentemente.

La Misa tradicional, por el contrario, es como un avión de carga: es una máquina construida por genios que puede ser operada por idiotas. Es decir, es en cierto modo a prueba de bombas. No se la puede hacer depender de la personalidad del celebrante.

Dado que nos queda poco tiempo, permita que le presente un último argumento. Es ampliamente sabido que Benedicto XVI ha dicho que lo que una generación ha considerado sagrado, no puede súbitamente comenzar a ser considerado peligroso y a ser totalmente desechado. Pero la Misa nueva restauró muchas de las cosas que los antiguos tenían por sagradas en su liturgia, tales como la oración de los fieles, o la procesión del ofertorio (la procesión con las ofrendas) o la comunión en la mano. Estas, pues, no debieran ser consideradas peligrosas ni desechadas hoy día. 

Eso es lo que la gente llama un sofisma. Hay dos niveles diferentes para responder ese tipo de argumento. Uno de ellos es simplemente hacer ver, como lo hizo Pío XII en su gran encíclica Mediator Dei de 1947, que el solo hecho de que algunas cosas se practicaron en la Iglesia antigua y han caído en desuso durante muchos siglos, no es razón para poder o deber reintroducirlas automáticamente en la actualidad. De hecho, la Iglesia profundiza, crece en su comprensión de la liturgia y de lo que ella realiza. Tal es el motivo para que, para comenzar, tengamos un desarrollo litúrgico. 

En la primitiva Iglesia, si los fieles recibían la comunión en la mano –y, dicho sea de paso, existe un debate académico sobre cuán extendida estaba la costumbre e incluso sobre cómo interpretar ciertos textos patrísticos sobre ella-, lo hacían con mucha reverencia, se cubrían las manos con un paño, y se tomaban muchas precauciones para que no se perdiera miga alguna, precauciones que hoy ya no se toman. Así es que hemos revivido un remedo de algo que se hacía de un modo diferente en la Iglesia antigua. Ahora, el motivo de que esa práctica desapareciera fue que, en cierto momento, la gente pensó: “La verdad es que esto no está funcionando bien. Cambiémoslo por algo que funcione mejor”. Y de hecho, surgió un mejor modo de distribuir la comunión y nosotros, invocando prácticas arcaicas, hemos tratado de revivir esta práctica concreta, pero ni siquiera lo hemos hecho del modo en que lo hacían los antiguos. Y mientras tanto, le hemos dado las espaldas a una práctica superior que se desarrolló sabiamente.

Por tanto, lamento decir que hay un montón de… cómo decirlo… engaños en la formulación de ese tipo de argumentos. La gente quiere “regresar a las prácticas primitivas” no porque esté llena de respeto por los antiguos (eso se puede ver en la forma cómo se hace vista gorda de las prácticas ascéticas de los antiguos…), sino porque el pluralismo subdesarrollado de las prácticas primitivas le sirve de matriz para su agenda modernista –como la agenda de negar la Presencia Real, o de ponerla al mismo nivel que la presencia de Cristo en el pueblo-.

El otro tipo de respuesta a este argumento es que, a veces, de lo que los académicos o los expertos nos dicen que se hacía en la antigua Iglesia, se reconstruye esto o aquello sobre la base de pruebas fragmentarias, y luego vienen otros académicos y prueban que los primeros estaban equivocados. En la primitiva tradición latina no había procesión del ofertorio del tipo que tenemos hoy, en que una pareja trae pan y vino por el medio del pasillo central y se lo entrega al sacerdote, quien lo lleva al altar. Existen poquísimas pruebas de que jamás haya existido en las liturgias occidentales algo parecido. Por otra parte, e irónicamente, siempre existió algún tipo de rito de ofertorio, pero eso fue precisamente lo que Bugnini y el Consilium eliminaron de la liturgia cuando la reformaron. El modo como ahora se hace en el Novus Ordo no corresponde a nada que haya sido hecho jamás históricamente en la liturgia cristiana. Es una especie de arqueologismo artificial, no es siquiera la recuperación de nada real. 


¿Qué hay de la oración de los fieles?

Es la misma cosa: corresponde a una teoría que se encuentra en autores como Josef Jungmann, en el sentido de que cuando el sacerdote dice “Oremus” al comienzo del ofertorio, ello es una especie de remanente de introducción a una oración de los fieles. Pero hay otros buenos investigadores que dicen “No, no es en absoluto su propósito”, y dicen que las oraciones que encontramos, por ejemplo, en el Viernes Santo –esas largas intercesiones- se usaban en ocasiones especiales, no eran para todos los días, ni siquiera para todos los domingos (estamos hablando del rito romano y sus derivados; el rito ambrosiano tiene maravillosas intercesiones, afines a las de la liturgia bizantina).

Además de tener cuidado de no ignorar que el Espíritu Santo guía a la Iglesia e inspira el desarrollo de la liturgia, también hay que ser desconfiar de las teorías de los académicos porque ellas a menudo resultan falsas. Por ejemplo, hubo investigadores que alegaron que “versus populum” fue el formato original de la liturgia. Hoy casi nadie sostiene semejante cosa. Los investigadores tienen toda suerte de teorías al respecto, pero no ésa. Es peligroso comprometerse, conectarse con una carreta que está siendo arrastrada por los investigadores, porque podrían hacer que uno se desbarrancara. Pero si uno se conecta con la Tradición, se le garantiza que sigue la línea querida para la Iglesia por el Espíritu Santo.

Una última cuestión. ¿Es verdad que usted ha escrito un par de libros sobre la liturgia y que contribuye al New Liturgical Movement? ¿Podría contarnos algo sobre esto?

Por cierto, y gracias por la pregunta. Hace tres años publiqué un libro titulado Resurgent in the Midst of Crisis. El subtítulo es Sacred Liturgy, the Traditional Latin Mass, and Renewal in the Church [Nota de la Redacción: el título ha sido traducido al castellano como Resurgimiento en medio de la crisis. Sagrada liturgia, Misa tradicional y renovación en la Iglesia]. Se trata de una serie de ensayos que tratan sobre diferentes aspectos importantes de la liturgia. Mi propósito es mostrar al público qué es lo que se juega en estas cuestiones. Hay mucho en juego. Por ejemplo, hay un capítulo sobre por qué fue tan mala idea el abandonar la celebración privada de la Misa en favor de las concelebraciones. Hay otro capítulo titulado “Latín, el lenguaje litúrgico ideal”, donde argumento que el latín no es simplemente una tradición del pasado sino algo vitalmente importante para la unidad, la auto-identidad, de la Iglesia católica en el mundo pluralista posmoderno.  Me alegra decir que este libro se ha publicado en checo, polaco y alemán, y pronto estará disponible en castellano y portugués [Nota de la Redacción: la traducción castellana ha sido preparada por nuestra Asociación y será publicada prontamente, habiéndose publicado como anticipo el capítulo 14 en esta bitácora (véase aquí y aquí)], y se lo está traduciendo al italiano, al francés y al bielorruso. Parece que ha dado en el clavo.

El libro más reciente apareció el verano pasado: Noble Beauty, Transcendent Holiness: Why the Modern Age Needs the Mass of Ages [Nota de la Redacción: el título podría traducirse al castellano como "Noble belleza, santidad trascendente: por qué la edad moderna necesita la Misa de siempre"; el libro puede ser adquirido aquí]. Yo describiría este libro como una apología, a alto nivel, de la recuperación de la liturgia tradicional para el mundo moderno y posmoderno. Es decir, suponiendo que la liturgia tradicional tuvo un rol central en el pasado, quiero plantear que ella es especialmente importante para el mundo actual, que responde a nuestras necesidades particulares ahora mejor que nunca. Eso suena paradojal, porque se podría pensar: “¿Cómo puede una complicada liturgia medieval responder a las necesidades del hombre del siglo XXI?”. Desarrollo extensamente mi argumentación al respecto: nuestros problemas, aquello que nos falta, que hemos perdido, que nos confunde, la liturgia tradicional los enfrenta de un modo que la nueva liturgia no lo hace. La nueva liturgia confirma o apoya en nosotros nuestros errores modernos y falsos conceptos modernos, no nos ayuda a disipar nuestro moderno malestar espiritual. “La Messe de toujours”, “la Misa de siempre”, ella sí nos provoca y nos desafía del modo que nos hace falta.