Les ofrecemos esta semana la primera respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué ella se dice coram Deo y no coram populum (véase aquí el listado de preguntas).
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Una de las tradiciones litúrgicas más antiguas, de cuya existencia hay absoluta seguridad desde los mismísimos primeros años de la Iglesia, es orar a Dios de cara al oriente. Esta postura tiene antecedentes en el mundo del Antiguo Testamento, y se explica por cuanto, tanto en él como en el Nuevo Testamento, el culto divino que, por ser los seres humanos dotados de un cuerpo que se ubica en el espacio de acuerdo con los puntos cardinales, se dirige hacia donde nace la luz, es decir, el oriente, que representa a Dios.
En otros términos, Dios y Cristo,
concretamente, es la luz con que nace el día que ilumina al mundo y que aparece
en el oriente. El occidente, en cambio, es el reino donde la luz termina y, en
ese sentido, es el punto donde se inicia la noche. Hay en todo esto un lenguaje
no verbal, un lenguaje “cósmico”, que es extraordinariamente elocuente (tanto
los judíos como otros pueblos oran también vueltos hacia el oriente).
Por esta razón, apenas los
cristianos tuvieron, incluso ya durante las persecuciones, oportunidad de
edificar templos, ubicaron en ellos los altares de modo que la Misa se dijera
de cara al oriente, hacia donde se volvía no sólo el sacerdote sino, con él,
todos los fieles. No se trata, pues, de que el sacerdote diera la espalda a los
fieles, sino que tanto él como éstos estaban todos vueltos hacia el mismo
lugar. Del mismo modo, quienes caminan todos juntos en una misma dirección, dan
la espalda a los que vienen detrás, pero ello es inevitable si lo que importa
es llegar al punto al que todos se dirigen. Podría añadirse a esto otra imagen:
el sacerdote, que conduce a los fieles y va adelante, inevitablemente tiene que
darles la espalda si es que los guía en la dirección correcta a donde todos
quieren ir.
El papa Pablo VI celebra la Santa Misa en la Basílica de la Anunciación durante su viaje a Tierra Santa (1964)
(Foto: The Saint Bede Studio Blog)
Este lenguaje verbal dice muchas
cosas, y la principal es que el acto máximo de culto de la Iglesia, que es la Santa Misa, se ofrece a Dios y se centra en Él que, figurado en la luz, surge
en el oriente.
Del mismo modo, el que el sacerdote
se vuelva no hacia Dios en el oriente sino hacia los fieles donde quiera que
éstos estén, quita al culto su centro propio: ya no está de cara a Dios, sino de
cara a los hombres que asisten al culto. Es imposible no advertir aquí un giro
de incalculables consecuencias en el significado del culto: éste se vuelve, de
ser teocéntrico, antropocéntrico; el centro ya no es Dios, sino el hombre. No
es a Dios que, en tales circunstancias, se dirige el culto, por mucho que las
palabras digan otra cosa, sino al propio hombre; es un culto centrado en el
hombre mismo. Dios queda dejado fuera de su lugar propio; el culto se hace un
culto descentrado. Aquí el lenguaje no verbal -la postura, la orientación- dice
más que el verbal.
Por lo general, todas las iglesias
catedrales tienen el altar mayor orientado de tal forma que, en la santa Misa,
tanto el sacerdote como los fieles, estén de cara al oriente, o sea, de cara a
Dios. Cuando por diversas circunstancias, siempre excepcionales, ello no es
posible, la Santa Misa se dice teniendo el sacerdote al frente un crucifijo,
que viene a ser una especie de “oriente litúrgico”: en este caso, el centro del
culto sigue siendo Cristo, no los fieles.
Por otra parte, el que el sacerdote
diga la Santa Misa dando la espalda al pueblo -como hemos dejado sugerido ya,
esto no significa despreciar al pueblo- ayuda a los fieles a poner la mirada
interior en Dios mismo y, concretamente, en el crucifijo que está sobre el
altar, y hacia el cual el mismo sacerdote está vuelto. Pero cuando el sacerdote
dice la Santa Misa de cara al pueblo, es la cara del sacerdote quien, por la
naturaleza de la comunicación humana, adquiere importancia y precedencia: el
sacerdote se transforma en interlocutor, cuyo rostro actúa como foco que lo
atrae todo. Es su persona humana la que se hace relevante y ocupa el primer
lugar; no es la persona de Cristo, del cual el sacerdote es un mero instrumento
humano. Con esto, la personalidad humana del sacerdote pierde su carácter de humilde
instrumento racional que se pone al servicio de Cristo, que es quien ofrece en
realidad la Santa Misa, y se transforma en la persona principal del culto.
Añádase a esto que, modernamente, el sacerdote tiene en sus manos o a su
alcance el micrófono, y se advertirá que, de este modo, su persona adquiere la
importancia de un protagonista, o de un presentador de televisión, o de un
“animador” de espectáculos. La persona del sacerdote ya no se hace
transparente, permitiendo que los fieles miren a Cristo a través de él, sino
que se hace densa y opaca y detiene en sí misma la mirada de los fieles.
(Foto: Espada católica)
El verdadero culto católico, desde
la más remota antigüedad, ha sido un culto centrado en Dios; con el sacerdote
vuelto hacia el pueblo, se ha perdido esta referencia religiosa fundamental del
culto.
Por eso, muchos pensadores cristianos
creen que el paso primero y más importante para restablecer la sacralidad del
culto es que el sacerdote vuelva a ponerse “de cara a Dios”, igual que el resto
del pueblo, al cual él pertenece.
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