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martes, 7 de mayo de 2019

Algunos consejos sobre el sacramento del matrimonio

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del prolífico Dr. Peter Kwasniewski, en el cual se refiere a varios problemas de frecuente ocurrencia en torno al rito del matrimonio y al modo descuidado, cuando no derechamente sacrílego, en el que éste es celebrado en el rito reformado. El autor sugiere varios puntos que podrían contribuir a una celebración más digna y decorosa de este importante sacramento en el contexto del Novus Ordo, sin perjuicio de que algunas de dichas sugerencias puedan aplicarse también al rito tradicional.

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement, y ha sido traducido por la Redacción. Las fotos son aquellas que acompañan al artículo original.


***

Problemas de la ceremonia de casamiento, y cómo podrían solucionarse

Peter Kwasniewski

Ahora que comenzamos el mes de mayo, iniciamos [en el hemisferio norte] la principal temporada de casamientos, cuya mayor parte tiene lugar los días sábados de los meses más cálidos.

La Iglesia católica siempre, a través de las diversas épocas, ha tenido una postura decidida y sin ambigüedades sobre la santidad e indisolubilidad del matrimonio, y sobre el carácter natural y la bondad y prioridad en la sociedad que tiene la familia que, con la bendición de Dios, surge de la unión del hombre y de la mujer.

Se da, no obstante, una monumental separación entre esta elevada doctrina y el modo deplorable, si no sacrílego, en que, a menudo, se celebran los casamientos[1]. La experiencia, los registros y las pruebas que proporciona el anecdotario demuestran que un excesivo número de casamientos católicos no se celebran de un modo acorde con lo sagrado de la ocasión sino que, al contrario, se transforman en un carnaval, donde el celebrante actúa de “maestro de ceremonias de los anillos”. A veces, el mareador jolgorio en la iglesia, antes o después de la Misa, es tan estridente que apenas se oye al organista, aunque toque a todo volumen. El sermón se transforma en la versión, propia del sacerdote, de un brindis durante la recepción, o en una especie de sentimental charla junto al fuego con los contrayentes, llena de reminiscencias, historias repetidas y consejos domésticos. “El beso de la novia” puede llegar a ser todo un episodio, con silbidos y aplausos. Y, no faltaba más, ¡todo el mundo comulga! Un espacio bello y sagrado se transforma en pista de deportes o de desfile de modas.

A propósito de esto, uno recuerda el reproche de Ratzinger:

“Cada vez que estallan los aplausos en la liturgia debido a algo que realizan los seres humanos, se trata de un indicio seguro de que la esencia de la liturgia ha desaparecido totalmente y se la ha reemplazado por una especie de entretención religiosa. Pero el interés decae rápidamente: no se puede competir en el mercado de las actividades de entretención mediante una mayor incorporación de diversos tipos de juegos de luces religiosos”[2].  

Si verdaderamente creemos en “la santidad del matrimonio”, hay que poner coto a esta especie de parodia hollywoodense. Y si no hacemos para ello todo lo que está a nuestro alcance, estamos efectivamente aceptando una redefinición secularista del matrimonio y haciendo posible que los fieles sean formados por ella y en ella. El clero debiera tomar como modelo a Jesús que expulsó a los cambistas de dinero del Templo: “Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis transformado en una cueva de ladrones” (Mt. 21, 13). Jesús no nombró un Comité Pontificio para las Relaciones con los Ladrones, ni hizo un reconocimiento público de lo mal que los ladrones han sido tratados a través de los siglos, sino que simplemente trazó una línea entre lo sagrado y lo profano, y los expulsó a latigazos. La casa de Dios es, en primer lugar y por sobre todas las cosas, una casa de oración. El profeta Isaías dice: “Al Señor de los ejércitos, a Él debéis reverenciar, Él sea vuestro temor” (Is. 8, 13). Y el profeta Malaquías: “El hijo honra a su padre y el siervo a su señor. Si Yo soy Señor, ¿dónde queda mi respeto?, os dice el Señor de lo ejércitos a vosotros, sacerdotes” (Mal. 1, 6).

Vinculada al temor del Señor y al respeto por su templo se presenta la oportunidad evangelizadora de una bella liturgia. No quiero decir con esto, naturalmente, que la liturgia deba transformarse en una ocasión de catequesis o de apologética, sino que simplemente debe ser como es debido, digna, expresiva y noble, y así tocará los corazones y las mentes de algunos, al menos, de los católicos no practicantes y de los no creyentes que estén presentes. Citando a Ratzinger otra vez:

“Si la liturgia es presentada como un taller para que realicemos nuestras actividades, se olvida lo que es esencial: Dios. Porque la liturgia no es acerca de nosotros, sino acerca de Dios. El olvido de Dios es el peligro más inminente de nuestra época. Y frente a esto, la liturgia debiera ser un proponer un signo de la presencia de Dios. Pero, ¿qué sucede si el hábito de olvidar a Dios sienta sus reales en la liturgia misma, y si en la liturgia sólo pensamos en nosotros? En todas y cada una de las reformas, y en cada celebración litúrgica, la primacía de Dios debiera ser lo primero y lo más importante que se tiene en vista”[3].

Recuerdo que un sacerdote me decía en Irlanda que, cuando celebraba una Misa Novus Ordo en inglés, con sólo rezar lentamente, cantando los textos o manteniendo silencio en los momentos apropiados, y obrando en general como si creyera en lo que estaba teniendo lugar y orando sinceramente por los difuntos, se le acercaba, al término de la Misa, una cantidad de gente que le decía: “Por Dios, padre, si todas las Misas fueran como ésta, empezaría a venir de nuevo a la iglesia”.

¿No ha habido acaso un fracaso increíble en el hacerse cargo del hecho obvio de que el tratar los más sagrados misterios de forma casual y horizontal conduce necesariamente al eclipse de Dios? Me refiero al eclipse de su paternidad trascendente y a su derecho a nuestro rendido homenaje, intelectual y moral, así como también al eclipse de la propia naturaleza del hombre, de su necesidad de redención, de su capacidad para lo infinito y lo eterno, de su destino celestial, con toda la auto-negación y el auto-control que ello nos exige aquí y ahora. El uso de prácticas absolutamente ajenas, como “el cirio de la unidad”, o el vaso de arena para significar la unión de dos familias o de dos vidas, es un ejemplo del énfasis en la horizontalidad que, junto con la invención de ritos enteros, es uno de los peores legados de la agitación general en pro de reformas litúrgicas que ha afligido a las iglesias cristianas y a las comunidades eclesiales durante el siglo XX.

Jamás habrá una renovada aceptación de toda la verdad sobre el matrimonio y la familia, ni una adhesión a la ley divina y natural, sin una renovada aceptación de toda la verdad sobre la sagrada liturgia, sin una adhesión a la ley natural del homenaje religioso (obligación de la criatura hacia su Creador) y a la ley divina del culto cristiano (el sacrificio de la Cruz).


He aquí, a continuación, unas pocas sugerencias para que los casamientos puedan mejorar en el contexto del Novus Ordo (algunas de ellas podrían aplicarse también, mutatis mutandis, a los casamientos tridentinos).

1. La precondición más importante para re-sacralizar los casamientos es que, quienes van a casarse, previamente conozcan algo de la belleza, la santidad y las elevadas exigencias del sacramento, no como se lo describe en algún vulgar y vago panfleto, sino por la lectura en común, por partes, de alguna exposición sólida del tema. En todos mis años de experiencia, el mejor documento que he encontrado es la encíclica Casti Connubii de Pío XI, que tiene la ventaja de ser relativamente breve, franca y exigente. Me imagino que algunas parejas no la leerán jamás, pero otras sí podrían leerla y sentirse motivadas a conversaciones honestas y difíciles que es necesario que tengan lugar, como las relativas a las razones que tiene la enseñanza de la Iglesia sobre el bien de la abstención antes del matrimonio y de la castidad en él; o al corrosivo mal de la contracepción; o a la inherente ordenación de la vida matrimonial a la generación y educación de los hijos; o a los papeles, diferentes pero complementarios, de marido y mujer en la familia.

2. Debiera reestablecerse la ceremonia de los esponsales, como una forma sagrada de mostrar el camino del compromiso y la preparación. Para que esta sugerencia no sea interpretada como una forma de retrógrado romanticismo, vale la pena mencionar que a menudo se sabe de esponsales en los colegios más tradicionales de la Newman Guide. Mi mujer y yo celebramos esponsales en una ceremonia realizada por el sacerdote que nos casó unos seis meses después, y ello se nos ocurrió porque lo habíamos visto hacer a mucha otra gente. Con todo, el rito no es todavía conocido tan bien como debiera, y la reciente publicación, por la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos de una patética “bendición del compromiso” podría despistar a mucha gente sobre lo que el asunto es realmente. Se puede conocer el rito tradicional de los esponsales en muchos lugares, como éste, éste y éste. Si se busca en Google, aparece una cantidad de buenos artículos sobre el tema.

3. El párroco o el celebrante debiera insistir en que se toque música apropiada en el casamiento: cantar el Ordinario de la Misa y los Propios de la Misa nupcial (quizá en salmodias sencillas, si el coro no puede hacer otra cosa), y piezas adicionales elegidas de una lista de himnos y otras composiciones instrumentales apropiadas[4]. Un amigo sacerdote me contó una historia deliciosa: un día se reunió con una joven para revisar los preparativos de su Misa de matrimonio. Ella le dio una lista de canciones populares que quería que se cantaran en la Misa. El sacerdote sonrió y le dijo: “Aceptaré esas canciones si usted accede a una petición mía”. “¿De qué se trata, padre?”. “Que usted toque canto gregoriano en la recepción”. “Pero, padre, ¡eso no es apropiado para la ocasión!”. “Cierto. Pero tampoco son apropiadas estas canciones para un acto de culto divino. Pensemos, de nuevo, qué música se va a tocar en la Misa”.

4. Ya cerca del casamiento, si se trata de católicos que tienen algo de fe y son de mente abierta, se podría sugerirles que celebren una Hora Santa después del ensayo del casamiento, mientras el sacerdote oye la confesión, especialmente la de la novia, el novio, y el cortejo. Esta práctica tiene, entre otros beneficios, el de aumentar mucho la posibilidad de que los contrayentes se casen en estado de gracia, para poder recibir efectivamente los frutos del sacramento del matrimonio, en vez de comprometerse mutuamente en estado de pecado mortal. (Los teólogos enseñan que cuando los contrayentes se casan en estado de pecado, se unen indisolublemente, pero que el contrayente en estado de pecado no recibe realmente la gracia del sacramento hasta que sea restaurado, mediante la absolución o la contrición perfecta, al estado de gracia, momento en que se dice que la gracia sacramental “revive”).

5. En la ceremonia misma, el sacerdote debiera usar los paramentos y vasos sagrados más hermosos de que disponga; cantar las partes que le corresponden en la Misa; evitar el peligro del histrionismo, y preocuparse de que la ceremonia se celebre con solemnidad. Este ars celebrandi, junto con la música ya mencionada y la Hora Sagrada y las confesiones, acentuará la sacralidad del gran misterio que se celebra.

Cuando discuto estos asuntos con los sacerdotes, me encuentro por lo general con dos reacciones (incluso de la misma persona): “tienes razón” y “es imposible”. Pienso que existe mucho desaliento en materia de casamientos y de funerales porque tales ocasiones, más que otras, hacen al clero ver cuán horrorosa es la ausencia de conocimientos de fe y moral en la mayoría de los bautizados como católicos. En ninguna otra parte se ve tan claramente el colapso posconciliar de la Iglesia y la destrucción de la liturgia.

Con todo, sostengo, con Santa Teresa, que el desánimo es una forma de orgullo, y que Cristo lo que hace es buscar unos “pocos hombres buenos” que hagan grandes esfuerzos, piedra a piedra, para elevar la seriedad y belleza de toda nuestra vida sacramental -trátese de bautismos, confirmaciones, casamientos, funerales, o Misas diarias o dominicales-. Obviamente, aquí se trata de un proyecto a largo plazo; pero comienza con cualquier mejora que podamos hacer aquí y ahora. Aun obrando con todo el cuidado y buena voluntad del mundo, ofenderemos a mucha gente ignorante, pero luchemos por explicarle, con claridad y paciencia, las razones que hay para pedirle todo lo que le pedimos o proponemos que se haga. 






[1] Existe una parecida brecha entre la escatología católica y los funerales actuales, que han degenerado hasta llegar a ser velorios sensibleros del tipo “protestante popular”. El propósito principal de la Misa de difuntos es orar por el alma del muerto, para que se salve y, si tiene necesidad de purificación (como es el caso de la mayoría de las almas que se salvan), sea liberado pronto de los fuegos del purgatorio. De ahí que la Misa de réquiem se centre en el fiel muerto: no hay homilía, ni ciertas bendiciones de objetos o del pueblo; se dice un Agnus Dei especial por el descanso de las almas; los Propios son una trama de oraciones por los difuntos, etcétera. El modo en que los funerales modernos se han convertido en un alivio emocional para los vivos y en la “celebración” de la vida mortal del difunto es, en realidad, doblemente poco caritativo: primero, priva a los cristianos de la oportunidad amar todo lo que puedan y de rezar por el alma de su querido difunto, ejercitándose con ello en un acto de gran misericordia espiritual, en vez de convertirse en receptores pasivos de ella; segundo, priva al alma del difunto del poder y del consuelo de la oración colectiva que se hace por ella. Por cierto, todo esto supone una comprensión ortodoxa de las cuatro postrimerías [Nota de la Redacción: Véase lo dicho sobre el rito de exequias en esta entrada].

[2] Ratzinger, J., The Spirit of the Liturgy, trad. de John Saward (San Francisco, Ignatius Press, 2000), pp. 198-99; también en Collected Works, vol. XI: Theology of the Liturgy (San Francisco, Ignatius Pres, 2014), p. 125.

[3] Ratzinger, J., Preface, en Reid, A., The Organic Development of the Liturgy: The Principles of Liturgical Reform and Their Restoration to Twentieth-Century Liturgical Movement Prior to the Second Vatican Council (San Francisco, Ignatius Press, 2005), p. 13; también en Theology of Liturgy, cit., pp. 593-594.

[4] El libro del Rvdo. Samuel Weber The Proper of the Mass forSundays and Solemnities tiene varios formularios de los Propios de la Misa nupcial, desde el tono de salmodia hasta el melismático.

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