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martes, 12 de noviembre de 2019

Una entrevista al Dr. Peter Kwasniewski: "La belleza, mensajera de Dios"

A continuación les presentamos una traducción de una notable entrevista al Dr. Peter Kwasniewski, colaborador habitual de esta bitácora, la cual fue concedida a la revista Calx Mariae. En ella, el Dr. Kwasniewski se refiere a la belleza y su relación con la espiritualidad cristiana, especialmente cuando se manifiesta en las diversas artes sacras vinculadas a la liturgia católica.

La entrevista fue publicada originalmente en New Liturgical Movement. La traducción es de la Redacción; las imágenes son las que acompañan la publicación original.


***

Entrevista con el Dr. Kwasniewski acerca de “La belleza, mensajera de Dios”

Peter Kwasniewski

Quizá los lectores de New Liturgical Movement se interesen por conocer una nueva revista, Calx Mariae, que se publica cuatro veces al año por Voice of the Family en el Reino Unido. La editora, Maria Madise, me invitó a una imaginaria entrevista sobre el tema “La belleza, mensajera de Dios” para el núm. 3, que acaba de aparecer. Permítaseme decir, a pesar de ser yo mismo un colaborador, que el contenido y los valores de la producción son extremadamente elevados. Es verdaderamente, una de las mejores publicaciones que, desde hace mucho tiempo, he llegado a conocer, y los ojos irritados la apreciarán en estos días en que las noticias y novedades están dominadas por Internet. Para subscribirse o adquirir números individuales, véase el siguiente enlace.

Con autorización de la editora, se publica aquí la entrevista completa.

Maria Madise: A lo largo de la historia, la Iglesia ha procurado que exista música hermosa, arte, arquitectura y la más fina artesanía. ¿Por qué estas cosas tienen un papel crucial en la espiritualidad y la formación católicas?

Peter Kwasniewski: La razón es simple: fuimos creados por Dios como criaturas de carne y hueso. Aprendemos a partir de los sentidos. Cuando Dios le reveló la Ley a Moisés, recurrió a una alta montaña, con relámpagos, truenos, nubes negras, sangre y tablas de piedra. Cuando ordenó la construcción del Tabernáculo, mostró el modelo para el mismo, trabajado hasta en los detalles más mínimos, y exigió los materiales más caros. Cuando Dios habló a Elías, hizo primero un gran ruido, y luego se reveló a Sí mismo como una “voz pequeña y suave”. Cuando el Señor quiso entregarse más íntimamente a sus discípulos, usó pan y vino, en medio de un ritual religioso sumamente estructurado. Podemos pensar en miles de ejemplos, tomados de la revelación divina, de “teofanías”, o sea, de manifestaciones de Dios mediante diversos signos e imágenes. La liturgia judía continuó este modelo en el templo y en la sinagoga, y obviamente la liturgia cristiana hizo lo mismo, impulsada especialmente por el milagro del Hijo de Dios que se hizo de carne y hueso. La fe católica, respaldada con el poder de la Encarnación, desarrolló la más rica y más bella cultura que el mundo ha jamás conocido, pero lo hizo para el servicio de Dios, apuntando más allá de sí misma.

M.M.: ¿Cuál es la finalidad de la belleza? ¿Es práctica, o funcional?

P.K.: La belleza es el primer mensajero de Dios, y el último, y el más efectivo. Nos damos cuenta de que el mundo es bueno y ordenado debido a la belleza del cosmos, la que llegamos a entender intelectualmente sólo con posterioridad. Y tal como llegamos a conocer a Dios a través de su arte divino, conocemos también la belleza interior del hombre principalmente a través de las grandes obras del arte humano. Un pintor como Rembrandt nos ayuda a ver la belleza inmensa, conmovedora del rostro de un hombre o una mujer viejos, que quizá podríamos pasar por alto, o encontrar incluso feo. Cristo es “el más hermoso de los hijos de los hombres”, como dice la Escritura, pero Él mismo quiso convertirse en “un varón de dolores”, deforme más allá de todo lo imaginable, para decirnos a través de ello algo inolvidable sobre la invisible belleza del amor, del sacrificio por amor. La Iglesia, por lo tanto, no puede ni debe rehuir su papel de presentar a la humanidad este Amante inmortal, tanto por la belleza que apela a nuestros sentidos, como por aquel misterio más profundo que ningún sentido puede alcanzar.

M.M.: ¿Cuál es el papel de la belleza en la formación de los niños y de los jóvenes?

P.K.: Lo primero que ve un infante en el mundo es el rostro de su madre, que fundamenta una primera y permanente visión de la belleza, no tal como la ve el mundo, sino porque el amor revela la verdad. A medida que el niño crece en familia, sus padres tienen la obligación grave de entrenarlo en el amor a lo bello, mediante la lectura de buenos cuentos, la memorización de poesías, mostrándole buenas obras de arte, haciendo arte juntos, y asistiendo a una liturgia que sea muy bella en lo exterior, si ello es posible. Todas estas cosas son parte de una sutil y envolvente educación del gusto, de la sensibilidad, del instinto, de la intuición. Cuando crecemos con la belleza, adquirimos el sentido de lo apropiado, del respeto, de la nobleza, de la dignidad. Estas son actitudes proto-religiosas o para-religiosas que influyen grandemente en el curso de nuestras vidas. Sin ellas somos mucho más vulnerables a los vientos de las falsas doctrinas y de las excusas torpes.

 Una típica esquina europea

M.M.: ¿Cómo le explicaría usted a alguien qué es exactamente la cultura, y qué es cultura católica?

P.K.: No es fácil definir la cultura. En una reciente conferencia hice un ensayo al respecto: cultura “es el modo compartido en que una sociedad o un pueblo acostumbra a expresarse, a celebrar y a inculcar su visión de la realidad”. Quizá esto sea demasiado general. La cultura se preocupa siempre de la expresión concreta de las ideas y de los valores; de cómo comemos nuestros alimentos, de qué bebemos y cuándo y por qué; de cómo nos vestimos y hablamos; de cómo se ven nuestros edificios y vehículos. Todo esto es cultura y, de hecho, expresa una visión del mundo (o, quizá, una mezcla ecléctica de visiones del mundo).

Sobre todo en Europa, los católicos desarrollaron una cultura riquísima, en que incluso los objetos más pequeños de uso diario eran bellamente decorados y, a menudo, en relación con doctrinas de la fe. De este modo, existió un continuo desde una copa en el hogar hasta el cáliz sobre el altar, desde la campanilla de la mesa del comedor hasta la campana de la catedral, desde el mantel del comedor hasta el corporal en la iglesia. Las imágenes de la Virgen y de los santos presidían en todas partes -eran nuestros compañeros en este mundo, pero como recordatorio de que “no tenemos aquí ciudad duradera, sino que esperamos otra que ha de venir”-.

La cultura católica es, pues, lo producido y atesorado por una sociedad que se inspira en la fe, un ambiente que vuelve la mente hacia Dios de un modo suave y frecuente, haciendo uso de la refinada belleza de las bellas artes y del genio áspero del arte folclórico, de la majestad impresionante de los ceremoniales y de la fuerza estabilizadora de los ritos. El resultado es que toda la vida se impregna gozosamente de la inmensa realidad de Dios, demasiado grande para ser limitada a un determinado campo o por una determinada expresión.

M.M.: ¿Debiera haber un traslapo de la cultura litúrgica con la popular? En caso afirmativo, ¿en qué forma? En caso negativo, ¿por qué no?

P.K.: Creo, de hecho, que es una tragedia que la alta cultura y la cultura popular se hayan separado casi totalmente, y que la liturgia ya no sea el motor de la cultura, tal como lo fue por más de mil años. La “inculturación” actual es, a menudo, barata, azarosa y secular, debido a que no está guiada por un pensamiento sólido y claro, enraizado en la Revelación divina y en la Tradición de la Iglesia.

Por ejemplo, la gente trata de tomar la música pop contemporánea e introducirla en la liturgia. Esto es un enorme error, porque esa música está saturada de emocionalismo, y asociada estrechamente con la anti-cultura liberal y su promiscuidad sexual. Su efecto es exactamente el contrario de lo que la música de iglesia debe producir: elevar el alma a Dios, purificar el corazón de afectos desordenados, disciplinar el cuerpo. En vez de ayudar en nuestra asimilación de la Palabra de Dios, promueve, más bien, la secularización de la religión.

Pero también es posible realizar la inculturación. Los misioneros que vinieron de Europa al Nuevo Mundo, a menudo incorporaron los rasgos externos de las culturas evangelizadas en la música, las devociones, las artes visuales. Por ejemplo, los misioneros españoles en México enseñaron a los indígenas a componer en el estilo de la polifonía renacentista, pero permitieron y aun alentaron la inclusión de flautas indígenas y de percusión. El resultado tiene un sabor eclesiástico, pero con un toque centroamericano (si le interesa oír algo de ella, búsquela en el San Antonio Vocal Arts Ensemble, o SAVAE).

 El Hijo Pródigo como metáfora (detalle de Rembrandt)

M.M.: ¿Qué deberes tenemos como herederos de la Tradición católica? ¿Debiéramos reformarla, preservarla o recrearla?

P.K.: Esta es una pregunta importante. He aquí lo que el Señor mismo nos enseña en la parábola del hijo pródigo. Lo que le hacemos a nuestra herencia familiar, o lo que hacemos con él, demuestra lo que pensamos de nuestro padre, de toda nuestra familia. Ahora bien, nadie podría negar que cosas como el latín, el canto gregoriano y el celebrar la Misa ad orientem son tesoros centrales, constitutivos y característicos de nuestro patrimonio católico. La reforma litúrgica los suprimió o marginalizó, procediendo como el hijo pródigo que malgasta la riqueza de la familia en vivir mal, y termina empobrecido y miserable. La única vía de escape de esta situación es lo que nos dice la parábola: conversión, arrepentimiento, regreso y reinstalación en la casa del padre.

La actitud correcta frente a nuestra herencia es protegerla, preservarla, defenderla y usarla todo lo posible. Para ello debemos conocerla, y a medida que mejor la conozcamos, más la querremos. Este amor, a su vez, inspirará nuevas obras bellas en continuidad con lo que ha existido antes. Tal es la experiencia de todo artista católico serio -arquitecto, pintor, iconógrafo, escultor, compositor, poeta-. Si conocemos nuestra Tradición, la imitamos, la emulamos, la desarrollamos y la transportamos hasta el siglo XXI. No es necesario buscar originalidad. La única persona plenamente original es Dios Padre, puesto que Él no tiene origen en nadie más; incluso el Hijo no es original, sino originado; y el Espíritu Santo lo es por el Padre y el Hijo. Dios mismo nos enseña que la perfección de las personas, después del Padre, consiste en derivar unas de otras. La criatura que quiso ser enteramente original fue Lucifer, de quien el Señor dice que es “el padre de la mentira” porque “habla desde sí mismo”. A eso nos conduce la originalidad pura: al infierno. Y eso es, por cierto, lo que vemos en tantos artistas modernos.

A propósito, Martin Mosebach ha observado que la noción de reforma tiene sentido sólo si se toma la palabra en serio: un regreso a la forma, un formar de nuevo lo que ha perdido la buena forma. Reforma no significa un relajo, un largarse a vagar, un destruir las cosas, sino que más disciplina, más apego a los buenos modelos, más auto-control, más humildad al servicio de lo grande. Ese es el tipo de reforma que la Iglesia necesita siempre, no la “reforma” que se nos ha dado en el último medio siglo, que debiera llamarse más bien “deforma”.

M.M.: ¿Cómo describiría usted su propio descubrimiento de la Tradición católica y qué efecto tuvo ello en su formación y en su trabajo?

P.K.: Para mí, el descubrimiento del canto gregoriano fue una inmensa revelación. No podría decir porqué me fascinó tanto a la temprana edad de 17 años, pero el canto gregoriano es hipnotizante y cautivante de un modo en que ninguna otra música lo es. Al oír discos de la Wiener Hofburgkapelle, aprendí a leer los neumas en un viejo Graduale Romanum que había sido descartado en la escuela benedictina para niños a la que por entonces asistía. Pienso que también tuvieron importancia mis estudios de composición -a los que me introdujeron los corales de J.S. Bach, que trataba de imitar en mis ejercicios-: hay algo en este tipo de disciplina que ayuda al alma a percibir la belleza no como algo vago, esponjoso y sentimental, sino como resultado de trabajo, conocimiento, norma.

Otras influencias importantes al final del colegio fueron la lectura de los diálogos de Platón y del libro Fundamentals of Catholic Dogma [Manual de Teología Dogmática], de Ludwig Ott. Por aquel tiempo, pensaba que Platón, aunque pagano, era verdaderamente “uno de los nuestros” -una especie de “católico en el armario”- y que educarse significaba leer a Platón y otros autores como él. Todo esto me hizo desear ir a la universidad para poder sumergirme en las riquezas del catolicismo, que ya había comenzado a gustar. Es por eso que fui al Thomas Aquinas College, en California, donde pude estudiar los “Grandes Libros”.

El Thomas Aquinas College me introdujo a un mundo de inmensa profundidad y belleza, que incluía la Misa Tradicional, en la que anida todo lo que en la fe católica es purísimo, altísimo y amabilísimo. Pienso en aquel versículo del salmo: “Incluso el gorrión encuentra su morada, y la golondrina un nido para poner sus polluelos: tus altares, oh Señor de los ejércitos, mi Rey y mi Dios” (Sal. 84, 3). La Misa verdaderamente fue, y debe volver a ser, la fuerza que inspire a la cultura católica. Ciertamente para mí y para mi familia ha sido el lugar donde encontramos nuestro hogar espiritual, y donde podemos educar a nuestros hijos en la paz y el buen olor de Cristo.

 Una esquina para la oración

M.M.: Hay tanto en la cultura moderna que es feo, incluso grotesco, que muchos tienen una verdadera hambre de lo hermoso y lo bueno. ¿Podría sugerirnos cómo podemos satisfacer esta hambre?

P.K.: Creo firmemente, como lo dije antes, que necesitamos rodearnos de belleza. No me refiero a un amontonamiento de cosas o a un estilo kitsch, sino a una decoración adecuada, invirtiendo en obras de arte, si están a nuestro alcance, oyendo música verdaderamente buena (y con esto no me remito a ningún período en particular, pero ciertamente no al pop, al rock, al rap, al tecno ni ninguna de esas barbaridades, que son el equivalente musical de la comida chatarra o de las drogas), y tratando de entender el mejor arte que la civilización europea y católica nos ha legado. Podría recomendar varios pasos prácticos.

Primero, buscar la más bella celebración litúrgica que se pueda encontrar y asistir a ella. Si es en una iglesia bella, mejor todavía. La liturgia es el lugar donde la mayor parte de las bellas artes florecieron y donde se supone que se las experimenta, como ofrendas a Dios, capturadas por el movimiento ascendente de la oración (e idealmente colaborando con él). La liturgia no es sólo “la raíz y culminación” de la vida cristiana, sino que es también -o lo ha sido antes y debiera volver a serlo- la fuente y culminación también de la cultura cristiana.

Segundo, piense en las habitaciones donde vive y trabaja, y en cómo podría elevarlas con reproducciones, acuarelas, grabados, etcétera. Toma tiempo encontrar obras de arte “originales” pero, mientras tanto, o complementariamente, una buena cantidad de buenas reproducciones de Fra Angelico, Giotto, Rembrandt o Vermeer puede cambiar mucho el ambiente, favoreciendo un espíritu más contemplativo (recomiendo The Catholic Art Company, que tiene un buen surtido, y no vende basura ni apoya causas inmorales).

Tercero, elija un rincón de su casa y transfórmelo en “rincón de oración”, con íconos o imágenes sagradas, una vela, agua bendita, rosarios, flores. Debiera ser un lugar donde resulte natural reunirse para las oraciones de la mañana o de la noche (sobre esto se puede leer más en el libro The Little Oratory: A Beginner’s Guide to Praying in the Home, de David Clayton y Leila Lawler). A partir de este rincón se pueden desarrollar otras hermosas costumbres (véase el libro We and Our Children: How to Make a Catholic Home, de Mary Reed Newland).

Cuarto, compre algunos buenos discos de música sagrada o “clásica”, y dése el tiempo para escucharlos, para educar el oído y el alma (en LifeSite News he escrito algunos artículos atingentes: What makes Gregorian chant uniquely itself—with recommended recordings y These new recordings of sacred music will transport you to the courts of the King).

Quinto, dése tiempo para continuar su educación. No se puede encarecer suficientemente las conferencias del historiador del arte William Kloss, disponibles en The Great Courses: son exploraciones del genio de los grandes artistas, que abren los ojos y fascinan, que tienen un don especial para ver -ayudándonos a ver también nosotros- las luminosas profundidades de la realidad. Obviamente, si se puede visitar un buen o gran museo, habría que hacerlo de forma regular.

Sexto, al menos una vez al año, haga una peregrinación. El peregrino disfruta también de las vistas y sonidos del viaje y de su punto de llegada, pero tiene una finalidad más elevada que la del mero turista. La experiencia estética se hace más significativa cuando va unida al amor a Dios, a la práctica de la religión, y a la expresión de la devoción a un santo o al Señor mismo. Esto es lo que amé, dicho sea de paso, al asistir a la Misa pontifical de réquiem de Todos los Santos en la iglesia de San Juan Cancio el pasado 2 de noviembre: el coro y la orquesta interpretaron el Réquiem de Mozart en su auténtico contexto litúrgico: oírlo en el lugar y momento apropiado hizo la música todavía más hermosa.

Séptimo, si se tiene los medios, o si se tiene influencia sobre gente con medios, debiéramos tratar de patrocinar nuevas obras de arte que sean verdaderamente bellas y, si son para la Iglesia, verdaderamente sagradas también. Me causan admiración el clero y los laicos que, cuando se aproxima alguna ocasión especial, encargan una pieza de música o una pintura para ella. Obviamente, como compositor que soy, me doy cuenta de que si los católicos dejan de encargar y de desear buen arte para la Iglesia, los buenos artistas van a perecer de hambre y desaparecer. Lo mismo se puede decir del apoyo a los programas musicales y a las restauraciones correctas de las iglesias (que a menudo deshacen el daño producido por los iconoclastas posconciliares).

M.M.: En su nuevo libro Tradition and Sanity, usted presenta una cantidad de argumentos muy convincentes a favor del regreso a la liturgia tradicional, no sólo por razones litúrgicas o estéticas, sino porque el modo cómo vivimos el Sacrificio de la Misa, está en el corazón mismo de cada aspecto de nuestras vidas. ¿Podría explicarnos esto un poco más?

P.K.: Siguiendo con lo que dije anteriormente sobre cómo un hijo agradecido debiera tratar la casa de su padre y su patrimonio familiar, diría ahora que adorar a Dios con la liturgia romana en la forma en que se ha desarrollado orgánicamente durante un período de más de 1.500 años es crucial para tener (o, para muchos, para recuperar) una identidad estable, una espiritualidad profunda, un sano fundamento doctrinal, y una orientación para la vida moral. Y esto, además de los obvios méritos literarios y artísticos que tiene la antigua liturgia y que ha sido fuente de inspiración durante tantos siglos.

Dado que el catolicismo es, de por sí, una religión de tradición, debiera producirnos gran turbación que algunos católicos actuales oren de un modo terriblemente diferente, y aún contradictorio, del que usaron nuestros antepasados, incluida la gran mayoría de los santos. O éstos se equivocaron y nosotros tenemos la razón, o, lo que es más probable, nosotros nos hemos descarrilado en la búsqueda de la modernización, y necesitamos volver sobre nuestros pasos, si queremos alcanzar con seguridad nuestro destino. La liturgia no es algo que cada época necesite rediseñar y recrear a su propia imagen. Por el contrario, las vicisitudes de la historia son en gran medida trascendidas en un punto en reposo, en un centro inmovible, en una estrella polar con respecto a la cual podemos siempre orientarnos. Se podría aplicar a la Misa el lema cartujo: “la Cruz está inmóvil mientras el mundo da vueltas”. A mi juicio, ésta es la razón de por qué la antigua liturgia está actualmente ganando para sí a tantos “convertidos”. El mundo da vueltas a una velocidad enloquecida, sin control, y desgraciadamente, debido al prejuicio conciliar del aggiornamento, el mundo ha arrastrado en pos de sí a la liturgia, como una luna que órbita en torno a su planeta. La liturgia romana clásica permanece en su grandeza y al parecer, lo que no es sorprendente, es más “relevante” para nosotros hoy que lo que fue diseñado por un comité en la década de 1960.

Mi libro aborda todo esto, pero también la crisis del papado y de la evangelización, que me parecen estar vinculadas con la trágica decisión de “reorientar” el catolicismo según nuevas líneas. Esto no ha conducido a una renovación, sino a una acelerada deformación e irrelevancia. Gracias a Dios, vemos que un contra-movimiento adquiere fuerza en todo el mundo, caracterizado por su oposición, punto por punto, al programa oficial. Tal será el drama de las próximas décadas: cómo esta masiva “guerra civil” dentro de la Iglesia se desarrolla bajo las manos de la Providencia Divina.

He aquí el contenido del tercer número de Calx Mariae:

 

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