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martes, 3 de marzo de 2020

El cuidado de las cosas pequeñas en la liturgia

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, quien es bien conocido por nuestros lectores. En él se aborda una cuestión que, aunque puede parecer obvia, entraña profundas consecuencias espirituales. Se trata de la observancia de las rúbricas, que permite al sacerdote unirse de mejor forma a Dios, evidenciando su carácter de instrumento para difundir la gracia entre los fieles. De esta forma, el respeto a lo que la Iglesia manda con la liturgia es un modo de expresar la confianza de la propia pequeñez ante Dios, el cual será conocido dentro de la historia de la espiritualidad como la "pequeña vía" merced a la obra de Santa Teresa de Lisieux (1873-1897). Esto vale también para los fieles, que con la ayuda de un misal y la profundización del sentido de cada uno de los ritos pueden ir penetrando en el misterio que entraña la Santa Misa. 


El texto fue publicado en New Liturgical Movement. La traducción pertenece a la Redacción y las imágenes son las que acompañan el artículo original. 

Peter Kwasniewski

***

El “pequeño camino litúrgico”:  el valor espiritual de observar detalladamente las rúbricas

Peter Kwasniewski

Uno de los puntos más fuertes de la liturgia tradicional  consiste en no dejar entregado nada a la voluntad o la imaginación del sacerdote (y se puede decir lo mismo de los demás ministros que asisten en el presbiterio). La liturgia  fija coreográficamente los movimientos del mismo, prescribe sus palabras, moldea su mente y su corazón de acuerdo con ella misma, y todo ello a fin de dejar en claro que es Cristo quien actúa en y a través de él. En palabras del salmista: “Sabed que el Señor es Dios, Él nos hizo a nosotros, y no nosotros a Él. Nosotros somos su pueblo y las ovejas de su redil” (Sal. 99, 3). Las ovejas han de seguir las huellas de su pastor. El clero no es ni será jamás el principio primero de la liturgia. Como dice Sano Tomás de Aquino con ejemplar humildad, el sacerdote y todo otro clérigo son un “instrumento animado” del Eterno y Sumo Sacerdote: “El orden sagrado no crea un agente principal, sino un ministro y un cierto instrumento de la operación divina”.


Los ministros son como martillos o cinceles o serruchos racionales, mediante los cuales un artesano más grande lleva a cabo su trabajo de santificación, al tiempo que les otorga la inmensa dignidad de descansar en sus manos y tomar parte de su obra. Monseñor Ronald Knox lo expresa del siguiente modo:

“El filósofo Aristóteles, al definir la posición del esclavo, usa estas palabras: 'un esclavo es un instrumento viviente'. Y eso es lo que es un sacerdote, un instrumento vivo de Jesucristo, a quien presta sus manos para que sean las manos de Cristo, y su voz para que sea la voz de Cristo, y sus pensamientos para que sean los pensamientos de Cristo. No hay, no debiera haber nada en él de sí mismo, de comienzo a fin, excepto cuando la Iglesia, benévolamente, le permite por un momento permanecer en silencio centrado en sus propias intenciones especiales, para beneficio de vivos y de muertos. Quienes no pertenecen a nuestra religión quedan a veces perplejos y aun se escandalizan al contemplar las ceremonias de la Misa: 'es todo tan mecánico', dicen. Pero, efectivamente debe ser mecánico: lo que ven no es un hombre sino un instrumento viviente, que se vuelve hacia acá y hacia allá, que se inclina y se reincorpora, que realiza gestos, todo ello en obediencia a un orden preestablecido, el orden de Cristo, no nuestro orden. Los católicos sabemos que la Misa mejor dicha es aquella que se dice sin que nos demos cuenta de cómo se la dice, porque no esperamos excentricidades de una herramienta, de la herramienta de Cristo”.  

El clero es instrumento privilegiado, por cierto, pero no deja de ser instrumento, y la liturgia sigue siendo la obra de Cristo, el Gran Artesano, el carpintero del arca de la alianza, el arquitecto de la Jerusalén celestial, el Nuevo Canto y el Director del coro. Tanto en la forma externa como en el texto, en la música y en el ceremonial, la liturgia ha de proclamar luminosamente que se trata de la obra de Cristo y de su Iglesia, no el producto de un individuo carismático o de una comunidad de base.

En una entrevista de febrero de 2016, se preguntó a S.E.R. Athanasius Schneider qué había aprendido de la celebración de la Misa en su forma tradicional. He aquí la elocuente respuesta del obispo:

“La lección más profunda que he aprendido de la celebración de la forma tradicional de la Misa es la siguiente: yo soy sólo un pobre instrumento de una acción sobrenatural y sacratísima, cuyo principal actor es Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote. Durante la celebración de la Misa siento que pierdo, en cierto sentido, mi libertad individual porque las palabras y los gestos me son prescritos hasta en los más pequeños detalles, y no se me permite cambiarlos. Siento profundamente en mi corazón que soy sólo un servidor y un ministro que, sin embargo, con libre albedrío, con fe y amor, llevo a cabo no mi voluntad, sino la de Otro”.

¿Cuánto gana y cuánto pierde un sacerdote por cumplir -o no cumplir- los “más pequeños detalles” del rito litúrgico que le ha sido legado por la Tradición y la ley eclesiástica? 

Para responder, volvámonos hacia una gran escritora de la época de oro de la espiritualidad francesa, Catherine de Bar (1614-1698), que usó como religiosa el nombre de Madre Mectilde del Santísimo Sacramento. En su correspondencia de la Condesa de Chateauvieux, la Madre Mectilde escribe:

“Lo primero que advierto en vos, queridísima hija, es que no tenéis suficiente amor a las cosas pequeñas, y no las consideráis a la luz de la Divina Providencia. Esta es la razón por que les prestáis tan poca atención y les tenéis tan poco respeto, por lo cual perdéis muchas gracias […] A veces Dios pide sólo un pequeño acto de fidelidad para hacernos grandes santos. Debierais estar siempre en un estado de santa y amorosa atención ante Dios, a fin de daros a Él siempre en todo […] Si pudierais imaginaros las pérdidas de que sois causa cuando actuáis de un modo puramente humano, os volveríais inconsolable. ¿Acaso no es una culpa grande el que un alma que puede dar gloria a Dios lo prive de ella a fin de dar precedencia a sus propios deseos, argumentando que las pequeñas acciones de la vida no tienen importancia y no necesitan ser sometidas a control? ¡Oh, hija mía, si hubierais comprendido verdaderamente cómo habéis sido redimida y hasta qué punto pertenecéis a Jesucristo, tendrías una solicitud mucho mayor por darle honor! Si ni el más pequeño latido de vuestro corazón os pertenece, tampoco os pertenece, y con mucho mayor razón, la menor de vuestras acciones, que dura mucho más que un latir del corazón”.

Madre Mectilde (Catherine de Bar)

En estas palabras encontramos un sorprendente anticipo del “pequeño camino”, mucho más conocido, de Santa Teresa de Lisieux.  La Madre Mectilde ve claramente que los pequeños actos de fidelidad son el terreno donde se pone a prueba nuestro deseo de ser grandes santos, y que debiéramos tratar de no actuar jamás en un sentido puramente humano, o por nuestros propios medios.

Si aplicamos la doctrina de la Madre Mectilde a la comparación que hace monseñor Knox y a la experiencia de S.E.R. Athanasius Schneider, podremos tener una nueva comprensión de los enormes beneficios espirituales de la liturgia romana tradicional para los ministros que cumplen sus mil pequeñas exigencias, que son ocasión de ponerse a sí mismos en un estado de santa y amorosa atención frente a Dios. No hay una sola palabra ni un movimiento que sea considerado trivial y que no necesite ser normado: todas las acciones están ordenadas hacia Su gloria.

La Madre Mectilde desarrolla esta idea en otro pasaje de la misma correspondencia:

“El Evangelio nos dice hoy, en dos palabras, en qué consiste la santidad cristiana: es una maravillosa lección, por favor oíd. La ley dice 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente'. Considerad bien estas cosas y veréis cuánto se os pide que deis a Dios, incluso las menores de vuestras acciones […] En una infinidad de lugares de la Sagrada Escritura encontraréis que se habla de vuestra incapacidad para gobernaros a vos misma, incluso uno solo de vuestros pensamientos, sin robarlo a Jesucristo. Porque, en estricto derecho, no podéis hacerlo: habéis sido comprada; quien compra el árbol, compra los frutos. Por tanto, ya no os pertenecéis. Considerad bien esta verdad repetid a menudo estas palabras 'ya no me pertenezco, pertenezco a Jesucristo; Él me ha rescatado por amor y, por tanto, soy necesariamente esclava de su amor. ¡Oh digna esclavitud…!

“Sed, pues, muy prolija en estas pequeñas cosas. Todo se hace para un Dios grande. Es necesario que todo lo hagáis concienzudamente, es decir, prestando atención a Dios y con el deseo sencillo de glorificarlo y de agradarlo en todo […] Él quiere que seáis así de fiel [en las cosas más pequeñas] y así Él os elevará a otras aun mayores. Quien no aprecia las cosas pequeñas, pronto caerá en mayores desórdenes”.

¡Qué convincente es la doctrina de la Madre Mectilde sobre la santa esclavitud de Cristo, expresada en un constante ofrecerle cada cosa pequeña, cada pequeño acto, hecho para el gran Dios, el Señor de cielos y tierra!


Podemos ver en ella una glosa de las enseñanzas del propio Señor: “El que es fiel en lo poco, será fiel también en lo mucho; y el que es injusto en lo pequeño, será también injusto en lo grande” (Lc. 16, 10). Adviértase el énfasis puesto en la justicia: el que es infiel a Dios en las cosas pequeñas, será también injusto con Él en las grandes -no desamorado, sino injusto-. Se trata aquí de justicia, de los “derechos de Dios”, ya que, como dice la Madre Mectilde tan vívidamente, le pertenecemos como propiedad Suya.

Al hablar de fidelidad y de justicia, el Señor se refiere a la virtud de la religión, vale decir, a dar a Dios lo que le debemos, lo mejor de nuestras capacidades. Si no somos capaces de entregarle nuestros miembros sometidos a control, nuestras reverencias, nuestras genuflexiones, nuestros besos, nuestros ojos disciplinados, nuestra cuidadosa pronunciación de las palabras, ¿cómo podemos engañamos a nosotros mismos pensando que le vamos a entregar nuestra mente y nuestra voluntad, nuestro amor, nuestro servicio a los demás?  

La escuela por excelencia de la total fidelidad a las cosas pequeñas y a las grandes es la sagrada liturgia, en la que obedecemos a las rúbricas pequeñas al tiempo que ponemos las manos en las más grandes cosas, la carne y sangre mismas de Dios. Animados por la enseñanza de la Madre Mectilde, ¿no debiéramos decir que una liturgia que ofrece al celebrante y a quienes participan en ella un mayor número de oportunidades de someterse al designio de Otro y obedecer su Voluntad, especialmente en los “más pequeños detalles”, es una liturgia que produce un mayor número de frutos de santidad?

Si se me permite acuñar una fórmula, diría que esto no es sino el “pequeño camino litúrgico”, la enseñanza que Santa Teresa de Lisieux aplicó a ese ámbito en que siempre fue practicado, sin fanfarria, hasta tiempos recientes, cuando se podó las rúbricas, se multiplicó las opciones para el celebrante, se adoptó un estilo relajado y se desechó mil años de la piedad de Occidente como si fuera oscurantismo. Con el abandono de este Pequeño Camino sobrevino un aluvión cada vez mayor de infidelidad, de impiedad, de depravación. “El que no aprecia las cosas pequeñas, pronto caerá en grandes desórdenes”.

Gracias a Dios, estamos comenzando a ver una restauración de las cosas pequeñas, por lo que algún día podremos ver nuevamente emerger, de la liturgia, una gran santidad.

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