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lunes, 20 de abril de 2020

Réquiem para el catolicismo del Vaticano II

Les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski publicado hace casi dos años en OnePeterFive. Sin embargo, y sobre todo por los hechos ocurridos con ocasión de la pandemia de COVID-19 que afecta al mundo, su texto se ha vuelto todavía más actual. El autor trata de demostrar que todo lo que estamos viendo en la Iglesia no surgió por generación espontánea, sino que es consecuencia de los pontificados anteriores. El problema de fondo es la liturgia, que expresa la verdadera fe católica. La traducción ha sido hecha por la Redacción. 


***

Réquiem para el catolicismo del Vaticano II (1962-2018)

Peter Kwasniewski

Para algunos astutos observadores de la escena Vaticana -de acuerdo, olvidémonos de esta terminología y digamos “entre algunos cuerpos tibios con señales de consciencia”- es cosa sabida, desde hace varios años, que no se puede esperar que el papa Francisco, una de las causas mayores de los problemas que padece la Iglesia, sea parte de la solución de dichos problemas, entre los que se incluye todo lo que tenga que ver con abusos sexuales cometidos por clérigos o con el mortal golpe que dan los prelados progresistas. Con cada mes que pasa nos damos cuenta de que, para el pontífice peronista, todo es “business as usual”.

Sin embargo, como lo han hecho ver varios escritores, este pontificado ha sido, a pesar de los pesares, un tremendo don de la Divina Providencia. Sí, se puede verdaderamente afirmar tal cosa. Porque Francisco ha proyectado una claridad, imposible de poner razonable (o no razonablemente) en duda y, aún más, febrilmente amplificada, sobre la absoluta bancarrota del “catolicismo del Vaticano II”, con su liturgia peso ligero, su frívola oposición al mundo, el demonio y la carne, y su continuo compromiso con los poderes liberales dominantes.

Todo el mundo sabe a qué me refiero. Yo mismo fui, alguna vez, uno de esos estudiosos talmúdicos que procuraban cuadrar todos los círculos en los dieciséis documentos del Concilio. Yo mismo alabé su ortodoxia textual y lamenté que algunos secuestradores los descuidaran o distorsionaran, y estaba consciente de que la mentalidad católica leal siempre comenzaba diciendo “si sólo…”: “si sólo se celebrara la liturgia adecuadamente”; “si sólo se enseñara profusamente el catecismo”; “si sólo la gente pudiera en todas partes seguir la línea del gran Papa polaco” (más tarde “del gran Papa alemán”).

(Foto original del artículo)

En ese mundo solía yo vivir. Pero ahora me he mudado a una casa más grande y más bella llamada catolicismo tradicional. Me cansé de vivir en aquel edificio recién construido, supuestamente más económico energéticamente y más amigable con el medio ambiente pero, en realidad, de material ligero, lleno de corrientes de aire, fluorescente, infectado de insectos, a medio caer, que fue lo que produjo el único concilio ecuménico que no hizo definiciones solemnes y no emitió solemnes condenas. Me di cuenta, gracias a los estudios detallados de escritores como Wiltgen, Davies, Amerio, Ferrara, de Mattei y Sire, que hubo secuestradores que operaron no sólo después del Concilio, sino al interior del mismo, haciendo astutamente girar el timón hacia el progresismo y el modernismo que ansiaban secretamente, plantando “bombas de tiempo” en los documentos -frases ambiguas que podían ser interpretadas de este modo o del otro, y que lo fueron en la interminable guerra de posiciones entre liberales y conservadores de todo tipo, a todo nivel-. 

Me di finalmente cuenta de que el problema era la liturgia -no sólo por el modo de “celebrarse” mal en todo el mundo, lo que era obvio, sino en sí y por sí, por sus libros oficiales, por sus textos, por sus rúbricas-. Tampoco el nuevo Catecismo, con su difusa verbosidad y su resbalar sobre los temas difíciles, como la capitalidad del marido en el matrimonio, fue una solución mágica: de hecho ha sido rebajado al estatus de laguna para que se refleje el Narciso reinante, lo que le da casi tanto valor como a una entrevista en avión. Sobre todo, me di cuenta de que “simplemente seguir al Papa” dondequiera que vaya, por mar tierra o aire, no solamente no es la solución, sino que es una parte importante del problema.

Y ¿cuál es el problema? El eclipse, en nuestra época, de toda idea coherente de lo que el catolicismo es, y ha sido y será siempre. Un eclipse deseado, ya que “los hombres aman la oscuridad más que la luz, porque sus obras son malas” (Jn. 3, 19).

La liturgia que nos dio Pablo VI, cortesía del arzobispo Bugnini y las estrellas de su Consilium, es en realidad una liturgia de categoría liviana que no puede sostener el peso de la gloria de Dios ni satisfacer las gravitantes necesidades del alma humana. Hay muchos que no conocen otra, y su situación me recuerda las fotografías en blanco y negro de las largas filas de gente en la Unión Soviética esperando su ración de pan. No es esto lo que la liturgia de la Iglesia ha ofrecido a sus fieles en las épocas pasadas, cuando les ponía a disposición un banquete real, una delicia de reyes, un atisbo del cielo y de unión con los santos y ángeles. No quiero decir que la liturgia preconciliar fuera siempre perfecta, porque sabemos que no lo fue, pero los ritos de la Iglesia poseían por sí mismos una densidad y belleza que hacía posible tener siempre al alcance una rica vida litúrgica. Los católicos que han regresado a la liturgia tradicional a menudo comentan asombrados: “¿Es eso lo que nos quitaron?”. Sí, eso fue: esa incomparable escuela de oración, ese báculo inflexible que sostenía nuestra debilidad, esa belleza consoladora capaz de atraer nuestras almas terrenales hacia el cielo. Sí, eso se nos quitó, y quienes lo hicieron sabían perfectamente lo que estaban haciendo y por qué.

Largas filas para comprar pan en la Unión Soviética

Más arriba he hablado de una “frívola oposición al mundo, el demonio y la carne”. Tal es la marca del catolicismo postconciliar. ¿Oponerse al mundo? No. Lo que tenemos que hacer es dialogar con él, comprenderlo, simpatizar con él, llegar a acuerdos con él, hacer causa común con él, reciclar su basura y adoptar sus lemas. Salieron de la Misa todas las antiguas oraciones que hablaban de guerra espiritual, de engaños del maligno, de necesidad de hacer violencia a nuestra naturaleza caída. Se suavizó todo, como reconocimiento de la bondad de todo y de todos (si al menos ellos se enteraran…). 

Se despojó al rito bautismal de los duros exorcismos que habían existido en él desde los tiempos apostólicos debido a la verdad revelada de que la humanidad, después de la caída, está bajo el dominio de Satanás, y los ciudadanos de cielo tienen que ser alejados de su influencia. Se suprimió los días de ayuno y abstinencia por doquier. La antigua tradición, en vez de ser renovada (como reclamaban las cabezas pensantes), fue ignorada o despreciada como superstición. Sólo hubo una dirección: cuesta abajo, dispensando, simplificando, abreviando, aboliendo.

En cuanto al autocontrol, la moral sexual de los cristianos en todo el mundo, especialmente en Occidente, donde nacieron los documentos y reformas conciliares, está en el abismo más profundo de todos los tiempos, no sólo por la imprevista intensidad de la revolución antiautoritaria de 1968, sino, mucho más, por la fundamental pérdida de fe en la verdad salvífica y en el poder liberador de los mandamientos de Dios.

Hoy, en 2018, estamos cosechando los frutos podridos de esta pérdida de fe, de esta falta de autocontrol, de este rechazar todo ascetismo y visión guerrera de la concepción cristiana de la vida, de este necio optimismo que recorrió a la Iglesia en la década de 1960 y engendró el fruto demoníaco del “catolicismo nietzscheano”. Este ha sido un continuo compromiso con las fuerzas reinantes del liberalismo, un socavar las exigencias del Evangelio, un suprimir las verdades duras, un suprimir el amor a Dios por sobre todas las cosas, como un fin en sí. Al final de todo esto lo que tenemos es un culto de la nada, un nihilismo concentrado en la inolvidable imagen de un sacerdote, luego cardenal de la Santa Iglesia Romana, que abusaba de un niño que resultó ser la primera persona que bautizó dos semanas después de su ordenación.

Durante mucho tiempo pensé que Juan Pablo II y Benedicto XVI estaban dando la buena pelea contra esta interpretación revolucionaria del cristianismo, pero luego de unos destacados encuentros interreligiosos, besos al Corán, larguísimas entrevistas con respuestas dialécticas a cada pregunta formulada y varios otros indicadores de este tipo, perdí mi entusiasmo por ellos en cuanto pastores, por mucho que haya admirado sus escritos filosóficos y teológicos (los que, por mucho que se le dé vuelta al asunto, no son el papel principal de un Papa). Fue para mí un shock sistémico darme cuenta de que estos Papas, aunque sin duda bien intencionados, nadaban en un lago de jugo de polvos más que en el océano de la Tradición, con la única diferencia que eran suficientemente vigorosos para seguir nadando y lanzar al cielo, de vez en cuando, un grito pidiendo ayuda, en vez de hundirse hasta el fondo, llevando atado al cuello, a guisa de piedra de molino, un cardenal.

Los últimos cinco años no son una catástrofe repentina que apareció de la nada, sino que son el concentrado del zumo extraído de los últimos cincuenta años, el último acto en una tragedia que ha venido escalando hasta hoy. Bergoglio es el destilado de las peores tendencias de Roncalli, Montini, Woytila y Ratzinger, sin ninguna de las cualidades que redimen a éstos. Los predecesores de Francisco fueron progresistas en conflicto consigo mismos e incoherentes; él es un modernista convencido. Tal como el conservadurismo político es liberalismo en cámara lenta, así el catolicismo postconciliar es modernismo en cámara lenta. Mientras más rápido la gente se dé cuenta de ello, más rápido rechazará todo ese fallido y tortuoso experimento del aggiornamento para favorecer una inequívoca adhesión a la fe católica en su liturgia perennemente joven, su doctrina magníficamente armoniosa y comprehensiva, su moral exigente y salvadora de la vida.

Juan Pablo II recibe una bendición de parte de unos nativos estadounidenses en 1987
(Foto: Akacatholic)

No olvidemos que Juan Pablo II y Benedicto XVI se involucraron en los encuentros de Asís, que nunca pusieron en duda la corrección de “arrasar con los bastiones”, de “volverse hacia el mundo” y abrazar la modernidad, todo lo cual fue la gran marca de fábrica del Concilio Vaticano II; ambos alentaron el feminismo con una mano[1] mientras que, con la otra, trataban de restringirlo y, sobre todo, ambos nombraron y promovieron a muchos de los terribles obispos y cardenales con los que sufrimos hoy, como lo demuestra la tabla siguiente:

Prelado
Consagrado obispo por
Creado cardenal por
Theodore McCarrick
Pablo VI
Juan Pablo II
Angelo Sodano
Pablo VI
Juan Pablo II
Tarcisio Bertone
Juan Pablo II
Juan Pablo II
Pietro Parolin
Benedicto XVI
Francisco
William Levada
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Marc Ouellet
Juan Pablo II
Juan Pablo II
Lorenzo Baldisseri
Juan Pablo II
Francis
Ilson de Jesus Montanari
Francisco
Leonardo Sandri
Juan Pablo II
Benedict XVI
Fernando Filoni
Juan Pablo II
Benedict XVI
Dominique Mamberti
Juan Pablo II
Francisco
Francesco Coccopalmerio
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Giovanni Lajolo
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Vincenzo Paglia
Juan Pablo II
Edwin O’Brien
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Renato Raffaele Martino
Juan Pablo II
Juan Pablo II
Donald Wuerl
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Paul Bootkoski
Juan Pablo II
John Myers
Juan Pablo II
Kevin Farrell
Juan Pablo II
Francisco
Seán O’Malley
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Oscar Rodríguez Maradiaga
Juan Pablo II
Juan Pablo II
Blase Cupich
Juan Pablo II
Francisco
Joseph Tobin
Benedict XVI
Francisco
Robert McElroy
Benedicto XVI
Edgar Peña Parra
Benedicto XVI
John Nienstedt
Juan Pablo II
Jorge Bergoglio
Juan Pablo II
Juan Pablo II
(Source: Unam Sanctam)

Francisco no tiene la culpa. De hecho, lo que está haciendo es cosechar sombríamenge lo que aquellos sembraron, al mismo tiempo que demuele mucho de lo que ellos construyeron. Al cabo, hay sólo dos razones para el cónclave de cardenales que votaron por Bergoglio: Woytila y Ratzinger. Dicho en términos más generales, ambos son la razón por la que tenemos un episcopado mundial compuesto por una ínfima minoría de obispos tradicionales (o sea, obispos que creen, predican, enseñan e imponen la fe católica como fue enseñada, entre otros, por el Concilio de Trento) y una inmensa mayoría de feroces liberales, de desdentados conservadores y de burócratas traga-tintas. Si Juan Pablo II hubiera empleado menos tiempo en sus vueltas por el mundo y en escribir masivas, densas y hoy grandemente olvidadas encíclicas (la única excepción es Veritatis Splendor), y más tiempo en su deber más importante, el de vetar y elegir obispos de probada ortodoxia doctrinal, probidad moral y dedicación a la sagrada liturgia, sin sombra de liberalismo ni relajación, la Iglesia estaría hoy en una situación dramáticamente diferente. Lo mismo podría decirse del bienamado pero ineficiente profesor-vuelto-pontífice, Benedicto XVI, cuya personalidad retraída se transformó, el 11 de febrero de 2013, de excusable tic, en pesadilla.

Estos Papas también supieron -como lo podemos ver ahora con mayor detalle- de la perversa conducta existente en los altos círculos, y rara vez tomaron medidas decisivas y severas para erradicarla. Bergoglio celebra el vicio contra natura, y sus predecesores lo toleraron. Bergoglio desvergonzadamente promueve a los enemigos del catolicismo que sus predecesores tuvieron miedo de combatir.

***

¿Se podría decir, al cabo, que los católicos creyentes y practicantes en general han despertado de su sueño dogmático? Ojalá fuera así. Pero, ay, la capacidad de la mente humana para ignorar la realidad incluso cuando se le desmorona sobre la cabeza es demasiado real, y la capacidad de la ideología de nublar los ojos y ensordecer los oídos no es menos escandalosa. Pero para quienes tienen los ojos abiertos para ver y los oídos abiertos para oír, la verdad ha aflorado a plena luz: la fe católica, tal como la creyeron y vivieron nuestros antepasados, la fe católica tal como la conoció y amó una vasta multitud de testigos, esa fe católica es completamente diferente de lo que el Vaticano trata de vender hoy. Lo que el nuevo régimen ofrece es efímero, frágil y contradictorio, y se mantiene unido sólo por la fuerza.

Bendición Urbi et Orbe del papa Francisco (27 de marzo de 2020)
(Foto: Voanoticias)

La alternativa es igualmente clara: la religión compleja, pero internamente coherente enseñada por los Padres y Doctores de la Iglesia, saboreada por los monjes y místicos, proclamada con autoridad por los grandes concilios, codificada unánimemente por centenares de catecismos y, sobre todo, encarnada luminosa y exultantemente en los grandes ritos litúrgicos de Oriente y Occidente, legado en común de todos los cristianos ortodoxos que adoran a la Trinidad tres veces Santa según una tradición ininterrumpida, eso, eso es el catolicismo. No hay otro. No se lo busque donde no puede ser encontrado. No se esfuerce ni se esguince el cuello tratando de contemplar las novedades como si fueran tradición, porque no se puede hacer tal cosa. No se cuele los mosquitos mientras se traga el camello. Préstese nuevamente atención a la única fe verdadera que los misiones difundieron por el mundo en la primera evangelización. ¿Cuánto irá a costar liberar a cada católico de las las ilusiones de la supuesta “primavera” del Vaticano II? Lo ignoro. Puede que sólo la muerte sea capaz de rescatar a algunos de las celosas garras del nuevo paradigma, pero existen ciertos indicios de que el encantamiento -o, más precisamente, el espejismo- se está desvaneciendo, a medida que muchos encuentran el camino que devuelve a la divina religión de Cristo.

El período Vaticano II, que comenzó oficialmente en 1962, terminó oficialmente con el affaire McCarrick y la Viganó-gate en 2018. Cincuenta y seis años de períodos alternados de desórdenes y de pereza vital causaron la enfermedad cardíaca de esta similitud humana de la Iglesia, y se murió de un súbito ataque al corazón. Enterrémosla en terreno no sagrado, con el ardiente deseo de que descanse en silencio en la tumba y no se levante nunca más. 




[1] Por ejemplo, asegurándose de que el Catecismo no contenga referencia alguna a que el marido es cabeza, a pesar de que ello es enseñado más frecuentemente en el Nuevo Testamento que muchas otras doctrinas de nuestra fe; aprobando el uso de niñas acólitas, o la costumbre de usar lectoras femeninas en la Misa, contradiciendo 2000 años de tradición universal en las Iglesias que descienden de los apóstoles.

Nota añadida el 21 de noviembre [de 2018]: Quienes piensen o se sientan tentados de pensar que exagero la amplitud de las contradicciones entre el Magisterio Católico y la “teología oficial” que ha emanado durante las últimas cinco décadas desde el Vaticano (incluyendo a Juan Pablo II y Benedicto XVI), debieran leer el ensayo de Thomas Pink, “Vatican II and Crisis inthe Theology of Baptism” recientemente publicado por The Josias. Decir que este artículo es un gran abridor de ojos es decir muy poco. En todo caso, confirma en profundidad y con detalle lo que aquí he presentado en términos generales.

3 comentarios:

  1. Soy católico tradicionalista o tradicional o conservador... o católico simpliciter; y por eso reconozco como Magisterio de la Iglesia a todos los Concilios Universales (ecuménicos), sin ruptura - con continuidad; como dijera el Papa Benedicto XVI. La Iglesia de Cristo, la única, ni preconciliar ni postconciliar. Cuando elegimos qué parte del Magisterio aceptar y qué parte no, necesitamos hacer un discernimiento teológico, según los diversos grados de Magisterio: una constitución dogmática tiene más certeza que una pastoral, como vemos en el Vaticano II

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    1. Muchas gracias por leernos, Padre. De ninguna manera ni el autor ni nosotros negamos el Concilio Vaticano II y su magisterio. El argumento del autor es más bien de orden sociológico, y se refiere al efecto que produjo la llamada a abrazar el mundo en todos los ámbitos de la actividad eclesial. Era, por ejemplo, lo que decía Thomas Calmel O.P. refiriéndose al Canon Romano: no hay problemas cuando la Misa se entiende según la enseñanza tradicional; las dificultades surgen cuando son las nuevas corrientes teológicas las que empiezan a penetrar y a dar un nuevo sentido de las mismas cosas. A eso se refiere el autor: el Magisterio sigue siendo la enseñanza perenne extraída de la Revelación, los sacramentos siguen siendo los signos de la gracia, pero ellos tienen una significación distinta en el fiel que los recibe.

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  2. Como siempre, muy interesantes sus publicaciones. Para ilustrar lo que dice el autor sobre la reforma del ritual del Bautismo, les paso este link de un artículo de Paix Liturgique, en español:
    http://es.paix-liturgique.org/aff_lettre.asp?LET_N_ID=2726

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