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viernes, 18 de septiembre de 2020

Soberbia y repetición en la liturgia

Les ofrecemos hoy un artículo del Prof. Augusto Merino Medina, conocido por nuestros lectores, donde se aborda el sentido que tenía la eliminación de reiteraciones en la liturgia romana. Deliberado o no, el resultado fue atenuar el carácter propiciatorio de la Misa, ocultando uno de sus fines a los fieles. Algo similar acabó pasando con los fines latréutico e impetratorio, quedando el Santo Sacrificio representado como una cena donde la comunidad se reúne para dar gracias a Dios, sin unirse real, verdadero y sustancialmente con su Muerte en el Calvario. Se trata de un texto que hace pensar si de verdad el resultado de la reforma litúrgica fue un provecho para los fieles. 

***

Soberbia y repetición

Augusto Merino Medina

De las muchas calamidades que se infligió al rito romano de la Misa durante la supuesta “reforma” posconciliar (que fue, en realidad, su “destrucción” posconciliar), hay una que quisiéramos comentar aquí por las gravísimas consecuencias que tuvo.

En el texto de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia se lee: “Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez; deben ser claros en su brevedad, y eviten las repeticiones inútiles” (núm. 34).

¿Qué es una repetición inútil? Así como es clara la idea de repetición, no lo es la de su inutilidad, porque la vida misma está llena de repeticiones inútiles que nadie, en sus cabales, se atrevería a criticar, y mucho menos suprimir. Las veces que un enamorado dice “te quiero” a quien ama (o las veces que una madre se lo dice a su hijo), ¿alcanzará, después de cierto número de repeticiones, la calidad de “inútil”? Para juzgar esa calidad, ¿qué cantidad de repeticiones será suficiente? ¿Debiera estimarse que, en un determinado momento, la expresión de un sentimiento intenso ya no debiera ser repetida ni una sola vez más por “inútil”? En el cortejo, ¿será la mujer (que siempre se rinde por lo que oye) la que decidirá que la declaración ya está suficientemente clara y su repetición, no obstante las variaciones (infinitas) de tono, de voz, de intensidad, de halagüeñas comparaciones (rosa, perla, etcétera), es superflua y no le causa ya efecto alguno? O, para aclarar el punto, ¿deberemos -lo que estaría mucho más a tono con el ambiente en que la “reforma” se dio- echar mano de la segunda ley de la dialéctica materialista, que postula la transformación de los cambios cuantitativos en cualitativos y analizar la cuestión desde esta perspectiva?

Vamos, con todo, a un terreno más próximo. ¿Será porque se trata de “repeticiones inútiles” que se ha dejado de rezar el rosario, o que ya nadie usa y ni siquiera conoce las letanías lauretanas? Parece que no, porque cada vez hay más “espíritus libres” dispuestos a repetir “om” y otros “mantras” hasta la extenuación y el sueño (que es en lo que suelen terminar esas “meditaciones”, como comprobó el propio Heidegger, en una época en que se interesó en el budismo zen). Entonces, ¿qué?

(Imagen: Pinterest)

No faltará el avispado que diga que a Dios no es necesario repetirle nuestras peticiones, citando probablemente a Jesús, quien dice (Mt. 6, 7): “Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar”. Pero lo que aquí nos enseña el Señor es a ser sobrios en el hablar, así sea con Dios, recogiendo la antigua sabiduría de Israel: “No abras inconsideradamente tu boca, ni sea ligero tu corazón en proferir palabras delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú en la tierra; por eso, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5, 1; trad. de Straubinger. La primera edición de la Biblia de Jerusalén, de 1956, traduce la última oración de este versículo del siguiente modo: “Donc sois sobre de discours”). Es improbable (no imposible) que haya alguien tan osado o tan necio como para sugerir que la liturgia de la Iglesia romana, antes de su destrucción postconciliar, carecía de sobriedad, especialmente cuando se la compara no ya con las liturgias paganas, sino incluso con las demás liturgias cristianas.

Por otra parte, es también probable que alguien traiga, desubicadamente, a colación aquello que agrega Jesús en el mismo pasaje: “No os asemejéis, pues, a ellos [los paganos], porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis” (Mt. 6, 8). Al respecto, C.S. Lewis, en su artículo “Trabajo y oración”, escribe lo siguiente:

“El argumento contra la oración […] dice lo siguiente: lo que uno pide, o bien es bueno para uno y para el mundo en general, o bien no lo es. Si es bueno, un Dios bueno y sabio lo hará de todos modos. Si no lo es, entonces Él no lo hará. En cualquier caso, la oración es superflua. Pero si resulta que este argumento es correcto, será un buen argumento no sólo contra la oración, sino también contra toda forma de acción. En cada acción, tal como en cada oración, uno trata de alcanzar ciertos resultados, que pueden ser buenos o malos. ¿Por qué, entonces, no argumentar, tal como hacen los opositores a la oración, que si el resultado es bueno, Dios hará que ocurra sin necesidad de nuestra participación, y que, si es malo, Dios lo impedirá, hagamos lo que hagamos? ¿Para qué lavarse las manos? Si Dios quiere que estén limpias, lo estarán sin necesidad de que nos las lavemos. Y si Él no lo quiere, permanecerán sucias (como lo descubrió Lady Macbeth) aunque usemos muchísimo jabón. ¿Para qué pedir que nos pasen la sal? ¿Para qué ponerse los zapatos? ¿Para qué hacer cualquier cosa?”.

Pero, despejado este punto y el de la supuesta falta de sobriedad de la liturgia romana, acerquémonos todavía un poco más a lo nuestro. ¿Cuál, de todas las repeticiones de gestos y palabras que figuraban en el rito milenario de la Misa, es la que parece ser el blanco más importante de esta impía poda practicada con las “repeticiones inútiles”? Se fueron las repeticiones tri-partitas del “Kyrie/Christe eleyson” (quizá por su excesivo carácter trinitario, poco amable con la sensibilidad arriana de muchos de los “expertos” litúrgicos). Partieron también las señales de la cruz hechas por cada uno sobre sí mismo (final del Gloria, del Credo, del Sanctus), o por el sacerdote sobre las especies eucarísticas. Partieron las muchas genuflexiones. Partieron también los muchos besos al altar. Pero, en rigor, a pesar de todo esto, todavía podría haberse conservado indemne la esencia misma de la Misa. ¿Cuál fue, entonces, el verdadero blanco al que se apuntó? Fue el ofertorio en su conjunto. Y ¿por qué?

Algunos explicarán su supresión por el deseo confeso de los “reformadores litúrgicos” de depurar la Misa de las “excrecencias” medievales que se le fueron añadiendo a lo largo de los siglos de la Alta Edad Media, entre las cuales la más importante fue, precisamente el Ofertorio. Pero no se trata de una “simple” excrecencia más, como podría considerarse que son las oraciones al pie del altar, o la recitación del Ultimo Evangelio. Si se examina someramente las oraciones que lo componen, se advertirá que prácticamente todas ellas rezuman la idea de “sacrificio”: “Recibe, oh Padre Santo […] esta hostia inmaculada que […] ofrezco a Ti, que eres mi Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los presentes y también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos; a fin de que a mí y a ellos nos aproveche para la salvación y la vida eterna”; “Ofrecémoste, Señor, el cáliz de la salud […] por nuestra salvación y por todo el mundo entero”; “Recibe, Trinidad Santa, esta oblación […] para que […] a nosotros nos aproveche para la salvación”. 

En realidad, toda las preciosas oraciones del Ofertorio están empapadas de la idea de sacrificio. Pero no sólo eso: se alude en ellas -y este es el quid del asunto- a un sacrificio “propiciatorio”, que es el concepto que constituye la verdadera piedra de toque del rechazo protestante a la concepción de la Misa como sacrificio. Cranmer, el gran reformador protestante inglés, decía, respondiendo a un oponente: “Me interpreta mal [al decir] que yo niego el sacrificio de la Misa […] La controversia no se refiere a si la sagrada comunión es o no un sacrificio (porque en esto el Dr. Smith y yo estamos de acuerdo con el citado Concilio de Éfeso), sino a si se trata o no de un sacrificio propiciatorio […]” (Works, Cambridge, Parker Society, 1844, t. 1, p. 363, apud Cekada, A., Work of Human Hands, West Chester, Ohio, SGG Resources, 2015, 2a ed., p. 109).

El asunto queda, pues, perfectamente claro. El hecho de que el Ofertorio es como un primer ofrecimiento de la Sagrada Víctima, que se repite después en el Canon, fue presentado como una duplicación previa e innecesaria de algo que se hace posteriormente en el Canon, por lo que aquel pasaje de la Sacrosanctum Concilium sobre las “repeticiones inútiles” (que parece haber sido puesto allí -como una bomba de tiempo- con la sola intención de justificar luego la supresión del Ofertorio con todas sus consecuencias teológicas) se invocó aquí y, de un golpe, se acabó con la molesta proclamación de la Misa como “sacrificio propiciatorio”, que la programada supresión del Canon romano (salvado a último momento por Pablo VI) habría hecho desaparecer sin dejarse huella alguna. Pero aunque esa supresión fue un objetivo de los “reformadores litúrgicos” que no pudo cumplirse tan limpiamente como era su propósito, se logró de todos modos oblicuamente por la desaparición en la práctica del Canon romano, reemplazado casi universalmente por la “Plegaria Eucarística II”, en la cual se evita cuidadosamente el concepto de “sacrificio propiciatorio”.

(Foto: Pinterest)

Cabe preguntarse: si el Ofertorio no ofreciera una parte de la Misa de contenido teológico tan fundamental, los “reformadores litúrgicos” ¿hubieran emprendido la impía tarea de podar las “inútiles repeticiones” que encontramos en la Misa? Muy probablemente no, porque si se suprimió la reiteración del Kyrie y otros elementos, todo se hizo a fin de poder justificar con ello también la supresión del Ofertorio, como una repetición o una “excrecencia” más.

Cuando se mira este aspecto de la “reforma litúrgica” se encoge el corazón ante el espectáculo de la soberbia que llevó a la supresión, en el Novus Ordo de la Misa, de tantos elementos de gran belleza, cargados de sentido y de significación. No se puede menos que ver en todo esto otra manifestación de la soberbia diabólica que dirigió la impía destrucción del rito más sagrado de la fe, del “misterio de la fe”. Pretender que lo que se repite en el rito romano es “inútil” o carente de significado es incurrir en la necedad de que hablamos al comienzo de estas líneas. Y ello es, precisamente, soberbia. Quienes tienen espíritu de niños, tan esencial para entrar al reino de los cielos (“si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”, Mt. 18, 3), se encantan con las repeticiones: ¿no piden acaso los niños que se les lea una y otra y otra vez el mismo cuento favorito antes de dormirse? 

Escribe Chesterton en el capítulo “La ética de Elfland” de Ortodoxia

“Porque los niños abundan en vitalidad, porque son de espíritu valiente y libre, quieren que las cosas se repitan y permanezcan siempre iguales. Los niños siempre dicen: “¡Otra vez!”, y los mayores las repiten una y otra vez hasta casi morir de cansancio. Los mayores no son lo suficientemente fuertes como para exultar en la monotonía. Pero quizá Dios sí es lo suficientemente fuerte como para exultar en la monotonía. Es posible que Dios, cada mañana, le diga al sol “¡Hazlo otra vez!, y cada atardecer le diga a la luna “¡Hazlo otra vez!”. Puede que no sea una necesidad automática lo que hace que todas las margaritas sean iguales; puede ser que Dios haga cada margarita por separado, sin haberse cansado nunca de hacerlas. Puede que Dios tenga el apetito eterno de la infancia, porque nosotros hemos pecado y hemos envejecido, pero nuestro Padre es más joven que nosotros”.

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