Les ofrecemos un reciente artículo del Dr. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores. En dicho trabajo se recoge el texto completo de la conferencia que dio en la Parroquia Reina de la Paz de Patton, Pensilvania, EE.UU., el 21 de septiembre de 2020 (ella puede verse igualmente en YouTube). Aunque ciertas ideas de esa conferencia se han discutido en otros artículos del autor, algunos de ellos publicados en esta bitácora, la síntesis que se ofrece aquí representa un avance intelectual en la respuesta a lo que cada vez más ha llegado a ver como un estado empobrecido del discurso litúrgico, que se limita típicamente sólo a dos categorías (validez y licitud). Aunque se presta mucha atención a la idoneidad en el ámbito del arte sacro, ella merece ser considerada también como categoría litúrgica junto con el binomio mencionado anteriormente; y finalmente, unirlas con la categoría de autenticidad o legitimidad, como una perfección irreductiblemente distinta. Solamente considerando estas cuatro cualidades se puede llegar a una evaluación adecuada de la liturgia.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son la que acompañan la versión original.
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Las cuatro características de la liturgia: validez, licitud, idoneidad y autenticidad
Peter Kwasniewski
Se está haciendo cada vez más común
la celebración de la Misa tradicional, también conocida como “forma extraordinaria” del
rito romano. Pareciera que su popularidad es una consecuencia no querida tanto
del caos del actual pontificado como de la desilusión de muchos católicos con
sus párrocos y parroquias durante la pandemia de COVID-19. “¡Basta ya!” es la
exclamación que se oye frecuentemente. Lo que se busca es un culto respetuoso,
fervoroso, orientado a Dios, profundamente renovador, para sacerdotes que estén
verdaderamente comprometidos con el cuidado de las almas. Todo ello es, por
cierto, obra del Espíritu Santo, que tira de los hilos del corazón de los
católicos bautizados y confirmados, en quienes se ha plantado la semilla de la
vida trinitaria, que nos urge a entrar en los divinos misterios.
Sin embargo, en nuestro caso hay
también algunas dificultades. Por Internet circula una gran cantidad de
información buena, mala, indiferente, insegura. Los laicos católicos rara vez
están suficientemente equipados como para comprender las cosas que leen,
especialmente cuando entran en las espesuras de la historia y reforma de la
liturgia. ¿Cómo podrían los blogs darnos la capacidad de navegar por los mares
procelosos de la autoridad papal, de la fidelidad de la Iglesia a la Tradición,
del deber de obediencia (y de sus límites), etcétera? Hacen muchísima falta
exposiciones sobre temas litúrgicos que sean cuidadosas, bien pensadas, bien
informadas, que nos permitan profundizar en nuestra comprensión de los
complejos asuntos abordados, sin perder la sencillez de nuestra fe, o la
espontaneidad de nuestra vida interior, mientras luchamos por ser santos, como
el Señor nos pide ser.
Luego de muchos años, he comenzado a
darme cuenta de que casi siempre los individuos, en las discusiones litúrgicas,
apuntan a blancos diferentes, y ello ocurre porque hablan de diferentes
aspectos o propiedades de la liturgia, sin hacer las necesarias distinciones.
Hay, de hecho, cuatro propiedades que se supone que pertenecen siempre a
cualquier liturgia: validez, licitud, idoneidad y autenticidad. Todas ellas son importantes, ninguna de
ellas es prescindible, y tienen la misión de obrar en conjunto, en armonía,
para hacer florecer al máximo el culto divino que Cristo quiere para su
Iglesia. Los problemas que hemos experimentado en las décadas recientes se
deben en buena parte a que se ha puesto un énfasis exagerado en uno u otro de
estos rasgos, con descuido de los demás. Aquí voy a comenzar por definir cada
uno de ellos y luego diré cómo se relacionan unos con otros.
Validez
Primero, la validez. Al hablar de
validez nos preguntamos derechamente: ¿hay aquí sacramento o no? En el Concilio
de Florencia (1431-1445), la Iglesia adoptó oficialmente la terminología escolástica de
“materia y forma” para hablar de las dos partes de cualquier sacramento: las
cosas materiales que utiliza, y las palabras que se pronuncia en relación con
ellos.
Ese Concilio enseñó lo siguiente: “Todos los sacramentos se realizan mediante
tres elementos, a saber, determinadas cosas, que son su materia; las palabras,
que son su forma; y la persona, que es el ministro que confiere el sacramento
con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si cualquier de éstas falta,
no hay sacramento”.
Así, por ejemplo, en el bautismo se
vierte agua sobre la cabeza de una persona, mientras el ministro pronuncia las
palabras “yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo”. San Agustín dice: “Suprime las palabras, ¿qué es entonces el agua sino
agua? Agrega las palabras a este elemento, y aparece el sacramento”. El lavado
con agua en nombre de la Trinidad cumple, pues, espiritualmente lo que el lavado con agua realiza físicamente, es
decir, limpia y refresca. Por esto es que decimos que el sacramento “produce lo
que significa”. Y podemos examinar de este modo cada uno de los siete
sacramentos, y veremos cuál es la materia usada, cuáles las palabras, y cuáles
son los efectos que son significados por la combinación de materia y forma. Esta
es una materia sumamente rica, pero, en relación con mi tema, lo que aquí
analizamos es la validez, es decir, por qué tiene lugar el bautismo, y nuestra
respuesta es: porque se dijo las palabras correctas, con la materia correcta,
por alguien que era capaz de realizar la acción y que tenía la intención de
hacer lo que hace la Iglesia católica, aunque no comprendiera cabalmente qué es
ello.
A veces la teología católica parece
arcana y esotérica a algunos observadores, pero en realidad, los problemas de
validez surgen de vez en cuando en la historia de la Iglesia, y tenemos que
estar equipados para lidiar con ellos. Se nos viene aquí a la mente el caso
reciente y escandaloso del Rvdo. Matthew Hood. Este descubrió en agosto pasado,
mientras se desempeñaba como sacerdote en la arquidiócesis de Detroit, que
había sido bautizado por un diácono que usó la fórmula “Nosotros te bautizamos”,
declarada inválida por una decisión de la Congregación para la Doctrina de la
Fe publicada el 6 de agosto. Como resultado de ello, Hood se dio cuenta de que
no había sido jamás bautizado y, por tanto, no estaba ni confirmado ni ordenado
al sacerdocio, ya que cada sacramento subsiguiente descansa sobre el fundamento
de los precedentes, y tuvo que recibir esos sacramentos por primera vez, y
tratar de solucionar las complejas consecuencias provocadas sobre todas las personas que habían dependido de su ministerio. Por
ejemplo, todas las confirmaciones que había conferido, todos los matrimonios,
todas las absoluciones, todas las extremas unciones, todo eso era absolutamente
inválido y nulo. ¿Necesitamos más pruebas de que las palabras que pronunciamos
y las acciones que realizamos tienen
importancia?
Mencioné hace un momento que quien
realiza el sacramento tiene que tener la intención correcta. Algunos católicos
se enredan en esto de qué intención es la que hace falta, y tienden a exagerar
el carácter explícito y ortodoxo de la intención exigida. Todo lo que se
requiere es que el sacerdote tenga la intención virtual (no es necesario que
sea explícita) de realizar un ritual de la Iglesia católica usando las palabras
y acciones del rito según están establecidas en el libro litúrgico. No necesita
tener una buena comprensión teológica de lo que hace, e incluso podría tener
una comprensión herética de ello, como puede que, desgraciadamente, sea el caso
de muchos clérigos actuales, debido a su deficiente formación en el seminario.
Podría también estar administrando el sacramento por dinero, o por vanidad
personal, o para ser promovido a un cargo mejor, etcétera. Con todo, si piensa que
hace lo que la Iglesia hace -aunque lo entienda mal, o aunque peque debido a su
indignidad personal- esa intención es suficiente para la validez.
Si la competencia teológica, o las
motivaciones subjetivas o la santidad personal de un sacerdote fueran
componentes necesarios para la validez de un sacramento, viviríamos siempre en
la duda de si determinados sacramentos han sido eficaces, lo cual no es,
decididamente, lo que el Señor desea o lo que Él instituyó. Lo que Él quiso
hacer fue algo mejor: como lo enseña la Iglesia, Cristo mismo es el agente
primario de todo sacramento; Él es quien bautiza, quien confirma, quien
absuelve, quien realiza la transubstanciación. El sacerdote es un instrumento
inteligente -sí, inteligente, razón por la cual se requiere intencionalidad,
pero aun así, es un instrumento, como un martillo o un serrucho-.
(En ello está, dicho sea de paso, la razón de que los bautismos del diácono de
Detroit fueran inválidos, como Matthew Hood descubrió con horror: el diácono
decía “Nosotros te bautizamos”, refiriéndose a la comunidad cristiana, lo que
contradice precisamente esta verdad fundamental: “Soy YO, Jesucristo quien te bautizo mediante mi ministro visible, que
me da en préstamo su voz y sus manos”. Es interesante que la tradición
bizantina usa una fórmula completamente diferente en tiempo pasivo: “El siervo
de Dios, N.N., es bautizado en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Aunque muy diferente, esta
fórmula deja en claro que no es la comunidad local ni un hombre determinado
quien, por sí mismo, incorpora a una persona a Cristo, sino que más bien ello
tiene lugar por la acción misericordiosa de Dios: “El siervo de Dios es bautizado”, lo que implica que es
Cristo quien bautiza).
Para resumir este punto, voy a citar
al teólogo Roger Nutt:
“Se entiende que una celebración sacramental es 'válida' si se la ejecuta por el ministro apropiado de un modo tal que el sacramento es
efectivamente traído a la existencia. La invalidez ocurre cuando la celebración
es llevada a cabo por un ministro no autorizado o cuando la materia o la forma
son tan defectuosas que no se produce el signo. Una celebración inválida
indica, precisamente, que el sacramento no se ha producido jamás y que, por
tanto, ausente el sacramento, no se han conferido ninguno de sus efectos
sacramentales”.
Ahora bien, ¿quién decide si algo es
válido o no? El derecho canónico declara que “los sacramentos del Nuevo
Testamento fueron instituidos por Cristo el Señor y confiados a la Iglesia”
(de hecho, esto es un dogma de fide),
y luego el canon 841 llega a esta conclusión: “Puesto que los sacramentos son
los mismos para toda la Iglesia y pertenecen al depósito divino, sólo
corresponde a la autoridad suprema de la Iglesia aprobar o definir los
requisitos para su validez”. Por tanto, podemos decir sin ningún género de duda
que lo que cuenta como rito sacramental válido, y lo relativo a las condiciones
de su realización, son materia de la exclusiva competencia de la autoridad
suprema de la Iglesia, es decir, del Papa mismo, o del Papa en conjunto
con el colegio de los obispos, como ocurre en un concilio ecuménico.
No es posible, si profesamos la fe
católica, cuestionar o poner en duda la validez de un rito sacramental debida y
correctamente promulgado. Esto quiere decir, por ejemplo, que el Novus Ordo Missae o los demás ritos
sacramentales postconciliares, puesto que fueron promulgados por la suprema
autoridad de la Iglesia, deben ser aceptados como válidos, a pesar de todo lo
que merezcan ser criticadas sus deficiencias o su discontinuidad con la
tradición católica secular, y a pesar de lo mucho mejores que sean los ritos
tradicionales. La validez no tiene que ver con lo mejor o lo peor, lo más bello
o lo menos bello, con lo más digno o lo menor digno, sino que es un interruptor
binario con dos posiciones: encendido y apagado. La transubstanciación tiene
lugar o no tiene lugar. La cuestión de si los ritos litúrgicos son “como
debieran ser” se refiere necesariamente a otras propiedades, es decir, a la
legitimidad y la adecuación. Pero antes de abordarlas, necesitamos analizar la
segunda propiedad, la licitud.
Licitud
Entrando en esta propiedad, quisiera
partir de nuevo citando a Roger Nutt, quien dice, a continuación del texto suyo
que cité hace un momento, lo siguiente:
“Celebración lícita es aquella que
se realiza según el rito prescrito por la Iglesia, en tanto que una celebración
ilícita es la que se desvía claramente, de alguna manera, del rito prescrito.
Una celebración sacramental ilícita no vicia la validez ni, por tanto, la
realidad del sacramento […]”.
El P. Bernard Leeming dice, con
mayor precisión:
“El término válido se usa a menudo como diferente del término lícito, que se aplica a un sacramento en
cuya administración y recepción no se ha violado ley alguna; y ello porque la
administración ilegítima de un sacramento no produce ipso facto su invalidez. Así, un sacerdote que ha sido suspendido o
excomulgado puede administrar válidamente los sacramentos, excepto la
Penitencia, que requiere jurisdicción; pero peca si los administra obrando con
contumacia, y los fieles pecan si los reciben de él sin un motivo que lo
justifique”.
El término “lícito” viene del verbo
latino licere, que significa
permitir. La licitud se refiere a lo que está permitido y, por extensión, a lo
que se exige o prohíbe a los cristianos. En el ámbito de los sacramentos y de
la liturgia, se refiere primariamente a cuestiones como a quién se permite
administrar o recibir determinado sacramento, y en qué circunstancias. Si un
sacerdote u obispo en situación regular, siguiendo todas las condiciones
prescritas por el derecho canónico, celebra un rito litúrgico según los libros
promulgados por la suprema autoridad de la Iglesia, diciendo lo que está en
negro y haciendo lo que está en rojo (o sea, leyendo sólo los textos impresos,
y cumpliendo las rúbricas sin desviarse de ellas), celebra lícitamente. En
otras palabras ha hecho lo que tenía permiso para hacer, lo que se le pedía que
hiciera, sin hacer nada que le estuviera prohibido.
Por otra parte, no es lícito para un
sacerdote del rito latino celebrar una liturgia bizantina, a menos que antes
haya recibido autorización canónica para hacerlo. No es lícito a un sacerdote
reducido al estado laical o degradado decir Misa, ni tampoco a un sacerdote en
estado de pecado mortal; no es lícito celebrar la Misa con galletas de arroz y
sake en vez de pan de trigo y vino de uva (esto último haría la Misa también
inválida); no es lícito dejar ad lib
la oración inicial, o cantar una canción de John Lennon en lugar de un salmo, o
leer desde un archivador la Oración Eucarística escrita por los teólogos de la
liberación de Nicaragua. De hecho, toda desviación intencional de los libros
litúrgicos, ya sea en los textos o en las rúbricas, es ilícita, y hace ilícita
la liturgia en mayor o menor grado. Tampoco es lícito recibir la Comunión sin
haber ayunado por, al menos, una hora antes y, sobre todo, no es lícito a nadie
recibir la Comunión en estado de pecado mortal.
Dos cosas resultan inmediatamente
obvias con esta lista de ejemplos.
Primero, algunas de estas cosas son
materia meramente de derecho canónico, es decir, de Derecho positivo creado por
la Iglesia y cambiable por ella, en tanto que otras cosas son de Derecho
divino, que la Iglesia puede formular, pero que no crea y, por tanto, no puede
alterar jamás. La
norma de que debemos ayunar durante un lapso ante de la Comunión es una norma
positiva eclesiástica que puede variar y que ha variado mucho: hace no mucho
tiempo, la exigencia de ayuno era de tres horas (lo que era mucho mejor), y no
mucho antes de eso, la norma era ayunar desde la medianoche. Pero la norma de
estar en estado de gracia -en la medida en que podemos saberlo por el examen de
conciencia- para recibir la Comunión es materia de Derecho divino, como resulta
claro del capítulo 11 de la carta de San Pablo a los Corintios, donde dice que quien
come el Cuerpo de Cristo indignamente, come su condenación, y que el hombre
debe, por tanto, examinarse de modo apropiado. Ningún concilio ni papa podría
jamás cambiar esta norma.
Segundo, hoy la Iglesia, al menos en
las naciones occidentales, está en grave confusión, ya que la gran mayoría de
las liturgias son ilícitas de algún modo u otro; tanto el ministro como quienes
reciben los sacramentos se han habituado
a la ilicitud. La crisis de la Iglesia, como decía Joseph Ratzinger, está
causada en gran parte por la crisis de la liturgia.
La idea principal de esta propiedad
de la licitud es que la sagrada liturgia o culto divino y, con él, nuestra
santificación mediante los misterios de Cristo, es una actividad comunal,
eclesial, jerárquica. Cristo confió la obra y los medios de la santificación a
su Iglesia y, por tanto, a sus cabezas autorizadas. No se trata de algo “entre
Jesús y yo”, como nuestra época individualista, atomista, podría pensar; no es
una cuestión de conveniencia o elección personal sino, más bien, algo entre
Cristo y la Iglesia, algo en lo cual tenemos el privilegio de haber sido
insertados, como quienes reciben y están subordinados. En 2004, la Congregación
para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos promulgó una
instrucción llamada Redemptionis Sacramentum, que abordó muchos de los problemas y abusos litúrgicos más
comunes del Novus Ordo. En palabras
que son de aplicación universal, el documento dice, elocuentemente:
“El Misterio de la Eucaristía 'es
demasiado grande para que nadie se permita tratarlo según sus propios
caprichos, obscureciendo con ello su sacralidad y su universal ordenamiento'.
Por el contrario, todo aquel que obre de ese modo, dando rienda suelta a sus
propias inclinaciones, aunque sea sacerdote, daña la unidad substancial del
rito romano, que debiera ser vigorosamente preservada, y se hace responsable de
acciones que no son en modo alguno coherentes con el hambre y sed del Dios vivo
que experimenta el pueblo hoy día. Tales acciones no sirven al auténtico
cuidado pastoral ni a la verdadera renovación litúrgica sino que, por el
contrario, privan a los fieles de Cristo de su patrimonio y de su herencia. En
efecto, las acciones arbitrarias no conducen a una renovación verdadera, sino
que perjudican el derecho de los fieles cristianos a una celebración litúrgica
que sea expresión de la vida de la Iglesia, según la tradición y disciplina de
ésta. Al cabo, se introduce con ellas elementos distorsionadores y disonancias
en la celebración misma de la Eucaristía, que está orientada, en su propio y
elevado modo y por su misma naturaleza, a significar y producir
maravillosamente la comunión con la vida divina y la unidad del Pueblo de Dios.
El resultado de todo ello es producir inseguridad en materias de doctrina,
perplejidad y escándalo en el Pueblo de Dios y, casi como necesaria
consecuencia, una vigorosa oposición, todo lo cual confunde gravemente y
entristece a muchos fieles cristianos […] En cambio, es un derecho de todos los
fieles cristianos que la liturgia, y en particular la celebración de la santa
Misa, sea verdaderamente como la Iglesia quiere, según sus estipulaciones
dispuestas en los libros litúrgicos y en otras leyes y normas. Del mismo modo,
el pueblo católico tiene derecho a que el Sacrificio de la santa Misa se
celebre para él de un modo integral, de acuerdo con toda la doctrina del
Magisterio de la Iglesia”.
El mismo documento dice más
adelante:
“De un especialísimo modo, que cada
uno haga todo lo que esté a su alcance para asegurarse de que el Santísimo
Sacramento de la Eucaristía esté protegido de toda y cualquiera falta de
respeto o distorsión, y de que se corrija cuidadosamente todos los abusos. Esto
es un gravísimo deber que corresponde a todos y cada uno, y todos están
obligados a darle cumplimiento sin favoritismo alguno”.
Lamentablemente, Redemptionis Sacramentum parece haber
ido a parar a aquel especial lugar en los cielos o más allá del océano o debajo
la tierra, adonde van a parar, para su eterno descanso, todos los documentos
vaticanos que no son bienvenidos. Y ahí se lo ha olvidado como a los difuntos
de quienes no se tiene memoria. En la actual situación de COVID-19, hemos visto
cuán prestamente los obispos y sacerdotes, en su frenesí por evitar la
contaminación con el virus o su transmisión, violan la ley litúrgica del modo
más escandaloso. De hecho, el Dr. Joseph Shaw plantea un punto muy importante
acerca de los clérigos que están dispuestos a experimentar con la liturgia o a
manipularla:
“La razón por la que se sienten
libres de hacer lo que quieran con la liturgia no es que se preocupen
seriamente de la validez litúrgica y ella les importe mucho, sino que la
validez sacramental tampoco les importa. Puede que estén influidos por la idea
de que los obispos y la Santa Sede cuidan mucho la validez, y puede que nos
consuelen con el pensamiento, cada vez que ello es posible, que el sacramento
fue válido en este o aquel caso; pero si realmente les importara la validez,
tomarían la liturgia en serio, y ello es algo que, claramente, no están
haciendo. Los abusos litúrgicos son una ofensa a Dios, como todo abuso de algo
sagrado. Son también una ofensa al Señor, que instituyó los sacramentos para
nuestra salvación, y a la Santa Madre Iglesia, que los ha rodeado de ceremonias
y textos que tienen por fin dar gloria a Dios y ayudarnos en nuestra
participación. Finalmente, son una
ofensa al propio sacerdocio, que debiera proteger la liturgia de toda
profanación, y cuya función es administrarla a los demás para el bien de sus
almas”.
La mención de las “ceremonias y
textos que tienen por fin dar gloria a Dios y ayudarnos en nuestra
participación” es el puente perfecto para pasar a la tercera propiedad, la
adecuación o idoneidad.
Idoneidad
Considerése la siguiente declaración:
“Todo lo que importa es que Jesús está presente; todo lo demás es secundario”
O, más sucintamente, “la Misa es la Misa”. Sin duda importa mucho que Jesús
esté presente porque, de otro modo, no comeríamos más que comida ordinaria.
Pero la liturgia tiene una finalidad más importante que servirnos una comida, e
incluso la presencia del Señor tiene un alcance y un propósito mayor que la
comunión sacramental. La Misa es el acto solemne, público, de adoración, de
acción de gracias y de petición que Cristo el Sumo Sacerdote ofrece a Dios
Padre y, junto con Él, todo su Cuerpo Místico, a Él unido. Es el principal acto
de la virtud de la religión, por el cual ofrecemos a Dios un sacrificio de
alabanza digno de su gloria. Es la principal expresión de las virtudes
teológicas de la fe, la esperanza y la caridad. Es el reino de los cielos que
irrumpe en nuestro tiempo y espacio terrenales. Es la fiesta nupcial del Rey de
Reyes. Es la recapitulación de todo el universo creado en su Alfa y su Omega.
Debido a que son todas estas cosas,
la Iglesia a través de los siglos no ha escatimado esfuerzos ni gastos por
aumentar la belleza y elevar la solemnidad de sus ritos litúrgicos. Como lo
dijo adecuadamente Juan Pablo II: “Como la mujer que ungió a Jesús en Betania,
la Iglesia no ha temido ninguna 'extravagancia', dedicando sus mejores recursos
a expresar su maravilla y su adoración ante el insuperable don de la
Eucaristía”. Y así,
aunque pueda ser verdad que las únicas cosas necesarias para tener una Misa válida en el rito romano son el pan
sin levadura hecho de trigo y el vino hecho de uvas, un sacerdote, y las
palabras de la consagración, creer que esto es suficiente para el ofrecimiento del Santo Sacrificio de la Misa
sería revelar una visión reductivista, minimalista y mezquina de las cosas. Dar
gloria a Dios y santificar nuestras almas no pueden separarse de la idoneidad
del culto que le damos. Lo que declara el Concilio de Trento sobre el Canon
romano puede aplicarse más en general a toda la vida litúrgica de la Iglesia:
“Y siendo conveniente que las cosas
santas se manejen santamente; constando ser este sacrificio el más santo de
todos; estableció muchos siglos ha la Iglesia católica, para que se ofreciese,
y recibiese digna y reverentemente, el sagrado Canon, tan limpio de todo error,
que nada incluye que no dé a entender en sumo grado, cierta santidad y piedad,
y levante a Dios los ánimos de los que sacrifican;
porque el Canon consta de las mismas palabras del Señor, y de las tradiciones de
los Apóstoles, así como también de los piadosos estatutos de los santos
Pontífices”.
La esencia de la liturgia de la
Iglesia es sencilla: está de antemano contenida en el Corazón de Cristo,
nuestro Eterno Sumo Sacerdote, donde reside perpetuamente todo culto perfecto.
Pero las “vestiduras” de ese culto son de decisiva importancia para nosotros,
que interactuamos con el Señor mediante su Cuerpo visible, la Iglesia, y sus
ritos visibles. El modo cómo esos ritos se estructuran y realizan y cómo se
toma parte en ellos es algo que influirá inevitablemente en nuestra comprensión
de los misterios de la fe y en nuestra capacidad de hacerlos vida. Los vestidos
con que envolvemos el cuerpo de nuestras oraciones son muchísimo más importante
que cualquier vestimenta que se ponen los seres humanos.
Cuando alguien se siente atraído a
la liturgia latina tradicional por su belleza visual y auditiva, no es porque
se quede detenido en estas cosas, sino porque ellas giran en torno a la
realidad del Sacrificio de la Cruz, y lo hacen aparecer con una consoladora
claridad. Las propiedades sensibles o perceptibles armonizan de tal modo con la
naturaleza del misterio que el resultado de ello es el esplendor de la verdad.
Para hombres que son compuestos de cuerpo y alma, para cristianos que son
discípulos del Verbo encarnado, ambos elementos deben concurrir: la verdad y el esplendor. Dom Gerard Calvet
escribe un comentario perfecto:
“Uno entra a la Iglesia por dos
puertas: la puerta de la inteligencia y la puerta de la belleza. La puerta más
estrecha […] es la de la inteligencia, que se abre a los intelectuales y eruditos.
La puerta más ancha es la de la belleza. La Iglesia, en su impenetrable
misterio […] tiene necesidad de una epifanía terrenal accesible a todos: he ahí la
majestad de sus templos, el esplendor de su liturgia y la dulzura de sus
cánticos. Considérese el caso de un grupo de turistas japoneses que visitan la
catedral de Notre Dame de París: contemplan la altura de los vitrales, la
armonía de las proporciones. Supongamos que, en ese momento, los ministros
sagrados entran en procesión a rezar las Vísperas solemnes, revestidos con
capas pluviales de terciopelo recamado. Los visitantes miran en silencio, están
cautivados: la belleza ha abierto para ellos sus puertas. Ahora bien, la Summa Theologiae de santo Tomás de
Aquino y Notre Dame de París son productos de la misma época. Ambas dicen lo
mismo. Pero, ¿quién de los visitantes ha leído la Summa de santo Tomás? Podemos encontrar este mismo fenómeno a todos
los niveles. Los turistas que visitan la Acrópolis de Atenas se encuentran con
una civilización de la belleza. Pero, ¿quién de entre ellos es capaz de
entender a Aristóteles? Y así ocurre con la belleza de la liturgia, que merece,
por sobre todas las cosas, ser llamada esplendor de la verdad: ella abre de
igual modo a pequeños y grandes los tesoros de su magnificencia, la belleza de
la salmodia, los cánticos y textos sagrados, los cirios, la armonía de los
movimientos y la dignidad de las posturas. Con soberano arte la liturgia ejerce
una influencia verdaderamente seductora en las almas a las que toca directamente,
incluso antes de que el espíritu la perciba”.
Dado que las cosas exteriores
están para decirnos algo de la realidad a cuyo servicio se encuentran, y nos
atraen hacia ella, debemos cuidar de que ellas sean armónicas, que el aspecto
exterior no contradiga, ni abierta ni sutilmente, lo interior. Sería poco
adecuado poner a un pobre las ropas de un rey, o poner un anillo de oro en la
trompa de un cerdo: habría discordancia entre la decoración y el objeto
decorado. Lo mismo vale en sentido contrario: un rey no se viste con andrajos
sucios ni monta a caballo con una montura barata. Poner las vestimentas reales
a un rey y decorar su montura de un modo real: eso es dignum et justum. La superficie debiera corresponder a la
naturaleza de la cosa y conducirnos a ella directamente. Esto no es “quedar
atrapado en” las exterioridades, sino ser atrapado por exterioridades que nos conducen hacia el significado interior.
En otras palabras, aunque no es
necesaria para la validez o licitud que una liturgia se vea o se oiga como si
fuéramos ingresando al reino del Dios trascendente, que realiza algo divino y
transformador en nosotros, es, sin embargo, grandemente idóneo o adecuado que ella se realice de este modo. Y, de hecho, no
se puede entender toda la historia de la liturgia a menos que captemos este
dato esencial: prácticamente todo su
desarrollo puede ser atribuido a las exigencias de la idoneidad.
No debiera sorprendernos el papel
que ésta tiene. La idoneidad o adecuación (convenientia,
en el lenguaje de los teólogos) es uno de los conceptos centrales de la
teología dogmática, como podemos ver en los escritos de San Anselmo y de Santo
Tomás de Aquino. Convenientia es una
especie de necesidad, una necesidad basada en lo que es apropiado a determinada
situación, lo que es decoroso, propio, armonioso, coherente con todos los
factores presentes o con el ente sobre el cual estamos discurriendo. Cuando
Santo Tomás aborda la cuestión “¿Debía Dios crear el mundo?”, su respuesta es:
“No, no por necesidad absoluta, porque Dios, como bien infinito, es
autosuficiente y no necesita nada más; pero era adecuado que compartiera Su
bondad causando la existencia de bienes finitos”. Esto nos lleva de inmediato a
otra pregunta: “Una vez que Dios creó, ¿debía crear una creatura racional o
intelectual?”. Y, de nuevo, la respuesta es: “Dios es libre de crear cualquier
mundo que desee; pero era conveniente que coronara el orden de la creación con
creaturas que fueran semejantes a Él todo lo posible, es decir, que poseyeran
intelecto y voluntad”. Mucho más adelante, cuando Santo Tomás llega a la
cuestión “¿Fue la Encarnación necesaria para la salvación de la humanidad?”,
responde de nuevo del mismo modo: “No fue simplemente necesario, porque Dios
pudo haber salvado al hombre con sólo quererlo en su Omnipotencia. Sin embargo,
fue sumamente adecuado, por muchas razones, que el Hijo de Dios se hiciera
hombre: puesto que el hombre había pecado, era adecuado que el hombre reparara;
pero sólo un hombre sin pecado, de mérito infinito, podía reparar por el pecado
de Adán y por todos los pecados subsiguientes; además, el hombre abandonó los
bienes espirituales por los bienes corporales, por lo que fue bueno que fuera
restaurado a la vida espiritual por la vida corporal de Cristo; porque la
dignidad de la naturaleza humana reside en la imagen de Dios en el alma, fue
adecuado que el Verbo, imagen perfecta de Dios, restaurara esa imagen reflejada
en el hombre; nada podría haber mostrado mejor el extravagante amor de Dios que
el que su Hijo se abajara al estado humano, sufriera y muriera para rescatar a
los esclavos; etcétera (Santo Tomás de Aquino da muchos de estos argumentos en
apoyo de la adecuación de la Encarnación y de la Pasión).
Mi idea en todo esto es que, como lo
sostiene el eminente tomista R.P. Gilbert Nacisse OP, convenientia es el principio motor central de la teología tomista;
sin él, la teología sería incapaz de desarrollo. Del mismo modo, también la
liturgia de la Iglesia hubiera sido estéril si no hubiera sido por la conciencia,
siempre creciente y causada por el Espíritu Santo, de los muchos modos en que
los sagrados misterios pueden ser más plenamente expresados en palabras y
gestos, en vestimentas y vasos sagrados, en música y arquitectura, en todo lo
que pertenece a los sentidos, la imaginación, la memoria y a la capacidad de
simbolismos del intelecto. La idoneidad está íntimamente conectada con la
belleza, incluyendo la belleza oral o honestas,
palabra latina que se refiere a la condición de ser una cosa respetable,
honorable, correcta, digna.
Genealogía de Cristo
Autenticidad
Finalmente, además de la validez,
licitud e idoneidad, tenemos que considerar la continuidad histórica dentro de
un rito y su desarrollo orgánico: esto es lo que llamo “autenticidad”, aunque
bien podría llamarse “legitimidad”, en el sentido de “bien nacida”, que tiene
un origen noble. Para comprender la autenticidad, necesitamos analizar cuatro
verdades.
Primero, como lo he dicho recién,
existe un verdadero desarrollo en lo que toca a los ritos litúrgicos
cristianos. Estos no descienden del cielo ya perfectos. Tal como en el caso del
dogma y la moral, así ocurre con la liturgia: el Señor concede a los seres
humanos la dignidad de ser verdaderas causas de la articulación de la doctrina,
la aplicación de las leyes y el enriquecimiento del culto público.
Segundo, el auténtico desarrollo
comienza en lo que el Señor confió a los apóstoles, y le permanece fiel. El
“depósito de la fe” contiene todos los principios de la sagrada doctrina, de
tal modo que nada que se desarrolle posteriormente en los concilios ecuménicos
o en el magisterio papal puede contradecirlo. Del mismo modo, los apóstoles, al
dispersarse por todos los rincones de la tierra, llevaron consigo las semillas
o principios de los ritos litúrgicos que posteriormente florecieron como ritos
mayores de la Iglesia, en Oriente y Occidente. No existe rito litúrgico alguno
que no pertenezca a una clara tradición apostólica que se ha extendido
continuamente a través del tiempo. No se puede fabricar un rito ex nihilo. De ahí el pronunciamiento de
Trento que anatematiza a cualquiera que cambie por otros los ritos recibidos y
aprobados.
Tercero, el Señor ha prometido que
el Espíritu Santo enseñará a la Iglesia “toda la verdad”, lo que incluye el
desarrollo de su liturgia. A medida que la liturgia se desarrolla, se hace cada
vez más plena y más perfecta, ya sea como expresión de los misterios de la fe, ya
sea como vehículo para inculcar apropiadas virtudes en los fieles y para
estimular en ellos los actos de fe, esperanza y caridad que tales misterios
exigen. Por ello, así como los credos de la Iglesia crecen en su plenitud hasta
que alcanzan una determinada perfección, así también los ritos litúrgicos de la
Iglesia crecen con el tiempo hasta que alcanzan la perfección en el texto, la
música, el ceremonial, y en todos los signos que son aptos tanto para la
expresión de los misterios como para su impresión en los fieles. El Espíritu
Santo, por decirlo de algún modo, adopta contramedidas ante la atenuación del
conocimiento apostólico -que es insuperable- de la verdad divina, instalando, a
lo largo de la historia, ciertas proposiciones doctrinales y ciertos ritos
litúrgicos que son parámetros concretos de la fe y del culto.
Así como Dios reveló a Moisés el modelo exacto del tabernáculo que debía
construir, así
también el Hijo de Dios llevó a su plenitud todos los tipos proféticos al
ofrecer su propio sacrificio como la perfección de todo culto: nada quedó
entregado al acaso, cada detalle fue deliberado y controlado.
Y así también esta exactitud y plenitud se perpetúan en una nueva modalidad
sacramental, que se manifiesta exteriormente en la cristalización acumulativa de
las formas litúrgicas y en su inclusividad.
Cuarto, la velocidad del cambio
litúrgico disminuye con el paso del tiempo, en la medida en que el rito alcanza
la plenitud que para él quiso la Divina Providencia. Se puede esperar que un
rito, alcanzado cierto estado, sea relativamente permanente e inmóvil, por lo
que resulta un cumplido, más que una crítica, decir que él “apenas ha cambiado
en 400 años”, cosa que podemos decir del Misal romano en el lapso que va entre
finales del siglo XVI y mediados del siglo XX. El clero que celebra un
determinado rito y los fieles que asisten a él comprenderán que es conveniente que el rito sea permanente e
inmóvil. No se trata sólo de que las liturgias de por sí tienden a la
estabilidad y la constancia, sino que se ve este proceso de estabilización y
permanencia como deseable y apropiado para la vida de la Iglesia: se lo
considera una bendición del Señor quien, habiendo hecho surgir sucesivas
generaciones de santos para fortalecer y enriquecer la liturgia, la sella ahora
con su suprema bendición, impartiéndole una participación en su propia
inmutabilidad y eternidad.
Como corolario, se puede decir que, en la medida en que la liturgia llega a la
perfección, sus cambios serán cada vez más incidentales o accidentales. Así, en
la primera parte del primer milenio, algo tan básico como la oración
Eucarística de la Misa estuvo todavía en proceso de crecimiento; en la segunda
mitad del primer milenio, se completó el corpus
del canto gregoriano; en la primera mitad del segundo milenio, los ritos de
Semana Santa alcanzaron la plenitud del esplendor ceremonial; en la segunda
mitad del segundo milenio (hasta la reforma litúrgica), el crecimiento se
refirió sólo a adiciones o modificaciones de fiestas en el calendario
litúrgico.
De estas cuatro verdades se sigue
que todo rechazo, significativo o global, de los elementos que han llegado a
ser añadidos o aceptados en el curso de largos períodos de tiempo en la
historia de la Iglesia, constituiría un pecado contra el Espíritu Santo, y todo
intento de reformular el rito a partir de cero sería reflejo de una falsa
teología de la Iglesia y de la Trinidad. Para
que una liturgia sea auténtica o legítima, debe permanecer en manifiesta y
sustancial continuidad con su forma histórica, bien establecida y perfeccionada.
Si alguien osara esbozar un rito litúrgico a partir de cero, o cosiendo unos
con otros partes o trozos de la antigua tradición y aliñándolo todo con
novedades creadas por un comité de académicos, el resultado sería ilegítimo o
inauténtico, aunque contuviera la forma y materia correctas del sacramento en
cuestión, aunque fuera promulgado por la suprema autoridad de la Iglesia,
aunque fuera decorado con incienso y campanillas[*] hasta el límite de lo humanamente
posible.
Podría ser sacramentalmente válido, canónicamente lícito, y externamente bello,
pero seguiría careciendo de la propiedad de la autenticidad o legitimidad en el
contexto del específico rito o tradición eclesial para el que se lo destinara.
El 8 de septiembre pasado, mientras
rezaba los Laudes de la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen, me
impresionaron varias antífonas que realzan la noble ascendencia de la Virgen. “Nativitas gloriosae Virginis Mariae, ex
semine Abrahae, orta de tribu Juda, clara ex stirpe David […] Regale ex progenie
Maria exorta refulget”: “Hoy es la Natividad de la gloriosa Virgen María,
nacida de la semilla de Abraham, de la tribu de Judá, de la clara estirpe de
David […] Nacida de una estirpe real, brilla María”. La liturgia pone
verdaderamente énfasis en que el 8 de septiembre no estamos celebrando solamente
la bondad de María como individuo o su futuro papel como Madre de Dios, sino
también su genealogía llena de historia, su procedencia de los patriarcas, la
línea real de su sangre, su estatuto dinástico, su condición real.
Debiéramos pensar en la liturgia
romana tradicional de un modo análogo: no sólo lo que ella es hoy o lo que será
en el futuro, sino lo que ha sido durante siglos en los labios y los corazones
de innumerables creyentes que nos han precedido: surgida de la semilla de los
Apóstoles Pedro y Pablo, de la conjunción de la Roma papal con el imperio
Carolingio, de la famosa familia de la Iglesia de rito latino. Y tal como el
Oficio dice de la Virgen “cujus vita
inclyta cunctas illustrat ecclesias” (“cuya vida ilustre ilumina a las
iglesias”), así podemos nosotros decir también de todas las liturgias
tradicionales, tomadas en conjunto: sus “vidas” ilustres iluminan a las
Iglesias.
Comparación de las propiedades
Una vez definidas las cuatro propiedades,
quisiera dedicar la parte final de mi conferencia a mostrar cómo se relacionan
mutuamente de diversos modos.
Advierto que a menudo las
discusiones litúrgicas se reducen a puntos sobre la validez y licitud
-básicamente, se estudia si realmente se ofreció la Misa, y si la Misa se
ofreció de acuerdo con las normas de la Iglesia-.
La validez y la licitud son, sin embargo, un conjunto demasiado restringido de
parámetros para evaluar adecuadamente las realidades litúrgicas. La propiedad
de la idoneidad cubre un ámbito mucho más extenso, y se refiere a una cantidad
de temas de influencia mucho mayor en cómo experimentamos
la Misa, cómo cumple su papel en
cuanto ejercicio de la virtud de la religión, y cómo moldea al fiel. Las Misas celebradas sin idoneidad, con el paso del
tiempo hacen más daño espiritual al
clero y los fieles, debido a que les inculcan malos hábitos espirituales, que
algunas Misas que pueden ser válidas pero ilícitas, o válidas y lícitas, pero
carentes absolutamente de un adecuado espíritu litúrgico transmitido por las
prácticas tradicionales. Una actitud irreligiosa o irreverente, o una práctica incorrecta,
no pueden sino tener efectos negativos en la vida interior de una persona, en
tanto que la sencilla eficacia del sacramento y la legalidad de lo que se hace,
aunque importantes, no serán igualmente formativas desde un punto de vista
psicológico.
No es la validez el punto donde ha
de trazarse el límite, como a menudo hacen los conservadores (“bueno, no se
puede decir que el Novus Ordo es inválido,
¿de acuerdo? Así que dejen de quejarse”). Quienes se preocupan sólo de la
validez se van a encontrar muy pronto con que la validez misma está amenazada.
La garantía de validez es la existencia de una gruesa barrera de idoneidad y
autenticidad, que rodea el núcleo de materia y forma, que expone el significado
de la materia y de la forma, que declara la intención del ministro, que prepara
bien a los receptores para recibir la gracia, y que ofrece toda la ceremonia a
Dios como un gesto de amor y fe que sabemos que Le agrada. Cuando el
conservador o el liberal dicen que “No debiéramos discutir sobre liturgia;
después de todo, la Misa es la Misa, y la Eucaristía es la Eucaristía”, el
problema básico que se plantea es que no están mirando a la liturgia, sino al
sacramento confeccionado y recibido, en aislación del acto de culto divino en
su conjunto. La liturgia es más que un envase o un mecanismo para “fabricar” la
Eucaristía, así como el sacerdote es más que una máquina para producir la
transubstanciación, y el Señor es más que un rescate de nuestras almas, como si Él fuera un medio y no un fin: Él es también el amigo de nuestras almas, y el
Dios a quien adoramos con temor y temblor, y en ninguna de estas calidades es
reducible a un medio, como el dinero que pagamos por las mercancías. La
liturgia, en su totalidad concreta, y no sólo el sacramento considerado
abstractamente, es lo que nos alimenta y nos forma. Esta es la razón por qué concentrarse
sólo en la validez y la licitud tiende a promover una mentalidad reduccionista
y utilitaria.
Después de decir que una liturgia es
válida y lícita, no hemos terminado de decir todo lo que necesita ser dicho: sólo hemos comenzado.
El comienzo consiste en preguntar: “¿Cumple la liturgia con lo que dice el
derecho canónico?” Pero el final consiste en preguntar: “¿Es esta liturgia
digna de su Divino Maestro (en la medida en que está a nuestro alcance hacerla
así, aquí y ahora), digna de su propia tradición apostólica, adecuada para
manifestar la verdad y la belleza de la fe, y apta para producir la
santificación de los creyentes?”.
Reducir la liturgia a una mera
cuestión de validez es como reducir las galletas a calorías, la intimidad
conyugal al embarazo, un cuento o un poema a su “moraleja”, un trabajo a la
paga, la escuela a los diversos cursos, el lenguaje a la transmisión de datos.
En cada uno de estos pares de conceptos, el segundo bien podría resultar ser el
aspecto más característico o útil del primero, pero no es necesariamente el
concepto más importante, típico, decisivo o significativo en cada par y desde
cualquier perspectiva. Comer galletas en invierno, al lado de la chimenea
chisporroteante se sitúa en un nivel diferente del conteo de calorías; el
matrimonio está ordenado a la prole, pero tiene su realidad propia como un
estado de vida santo para los esposos; un cuento o un poema concierne tanto al
modo en que es narrado y a la belleza de las palabras como a las lecciones que
podríamos derivar de ellos; realizar un trabajo, o asistir a la escuela, es una
experiencia interpersonal capaz de cambiar la vida, y no puede resumirse en el
salario o el curso en que se está; una lengua -¡santo cielo!- es infinitamente
más que un instrumento para entregar trozos de información.
(Esto último, dicho
sea de paso, es parte de la defensa del latín como lengua litúrgica; el latín
tiene un significado, una presencia, una función que van mucho más allá que la
comunicación mundana. El latín representa mucho más que los términos contenidos
en un diccionario, porque está permeado con lo sagrado, como una vestimenta se
impregna con el aroma del incienso; se ha solemnizado y consagrado por siglos
de uso, hasta el punto de que su solo sonido está cargado de historia cultural
y del misterio sobrenatural de la Iglesia. De ahí que, abandonar el latín en el
culto es, para la Iglesia de rito latino, un modo simbólico de abandonar su
propia historia y el misterio de su Señor; es un excelente ejemplo de repudio
de la autenticidad, de burla del propio nacimiento noble y de la propia
genealogía familiar).
Creo que es de vital importancia,
especialmente en la actualidad, mirar más allá de la validez, tomando
cuidadosamente en consideración la licitud, la legitimidad y la idoneidad. La
licitud implica, por lo menos, la realización según los procedimientos
adecuados y de acuerdo con la tradición canónica. La idoneidad incluye, por lo
menos, una relación correcta entre medios y fines, lo esencial y lo accidental,
la realidad y las apariencias. La legitimidad involucra, por lo menos, la
continuidad con lo precedente y la recepción humilde y agradecida de la
Tradición. Por ello es que jamás es suficiente preguntar si determinado rito
sacramental es válido, sin preguntar además si es lícito, apropiado y legítimo,
porque si falla en relación a cualquiera de estas áreas, deja de servir al bien
común de la Iglesia, y es, al menos, una falta de prudencia de parte del
legislador o del ministro responsable de él.
Como hemos visto, la forma completa
de la pregunta litúrgica es la siguiente: “¿Es este rito o celebración
litúrgica válida, lícita, idónea y auténtica?” Estas cuatro propiedades podrían
ordenarse junto con las “cuatro señas” de la Iglesia: una, santa, católica y
apostólica. La validez corresponde a la unidad: éste es el único bautismo, o el
único sacrificio verdadero, etc., del único Dios verdadero en la única Iglesia
de Cristo. Licitud corresponde a la catolicidad: comunión con la jerarquía y
los fieles de la misma Iglesia. Idoneidad corresponde a santidad: hacer lo que
es santo de un modo santo. Autenticidad o legitimidad corresponde a
apostolicidad, es decir, derivación y desarrollo de la liturgia a partir de las
raíces apostólicas y en continuidad con ellas. Como ha dicho, de modo
memorable, Joseph Ratzinger:
“La Iglesia no ora en una especia de
mítica omnitemporalidad, no puede renunciar a sus raíces. Ella reconoce el
verdadero hablar de Dios precisamente en la concreción de su historia, en el
tiempo y en el espacio: a ambos nos amarran Dios, y mediante ambos estamos
todos amarrados en mutua unión. El aspecto diacrónico, el orar con los Padres y
los Apóstoles, es parte de lo que denominamos rito, pero incluye también un
aspecto local, que se extiende desde Jerusalén a Antioquía, Roma, Alejandría y
Constantinopla. Los ritos no son sólo, pues, producto de la inculturación, por
mucho que puedan haber incorporado elementos de las diversas culturas. Ellos son formas de la tradición apostólica y
de su desenvolvimiento en los grandes lugares de la tradición”.
Finalizaré con una comparación
extensa. Desde el tiempo de los antiguos griegos hasta la Alta Edad Media, los
filósofos aceptaron la idea de que hay cuatro elementos: tierra, aire, fuego y
agua. Aunque nuestra actual tabla periódica contiene 118 elementos, el antiguo
cuarteto todavía posee una belleza poética y una capacidad de sugerir que la
mantienen viva, como metáfora. Al meditar en los cuatro elementos, comencé a
ver cómo coinciden con las cuatro propiedades que he estado analizando. La
validez es como la tierra: el fundamento, la roca sólida, lo más útil, pero no
algo a lo que se le toma una fotografía o sobre lo que se envía una carta a
casa. Pero sin la tierra, no existiría posibilidad alguna de cultivos ni
construcciones; y del mismo modo, sin validez no se comunicaría jamás la gracia
sacramental a los cristianos, no se plantaría ninguna semilla divina, no se
construiría ningún castillo interior. La licitud es como el aire, el elemento
en el que vivimos y nos movemos. Cuando todo anda bien, cuando el aire es
limpio, claro y fresco, no nos damos cuenta de que lo respiramos; de un modo
parecido, la liturgia que cumple con las exigencias de las normas debiera ser
la atmósfera que damos por supuesta, en la cual moramos, no algo en lo que nos
fijamos especialmente. Normalmente, lo que nos mueve a notar la atmósfera es la polución o la niebla densa que, en el
ámbito de la liturgia, estaría constituida por los abusos litúrgicos, la
creatividad ad lib, la irreverencia
eucarística, el escándalo público y todo ese tipo de cosas. La idoneidad es
como el fuego, que se alza impetuosamente a los cielos, apunta a Dios, ilumina,
calienta. Cuando la liturgia es realizada como se debe, nos calentamos con su
belleza y nos iluminamos con su luz simbólica; dirige nuestras mentes a Dios,
eleva nuestros corazones al cielo, a ese divino Fuego de Amor que se reveló a
sí mismo en el Monte Sinaí y se detuvo en las cabezas de los discípulos el día
de Pentecostés. La autenticidad o legitimidad es como el agua, el elemento que limpia
y da vida. Así como el agua fluye de un lugar a otro, así fluye la Tradición de
generación en generación, llevando vida adonde quiera que llega y penetra; y
así como las fuentes de las montañas son el origen lejano de los arrolladores
ríos en los valles de allá abajo, así también los Apóstoles reunidos en el piso
de arriba, son el origen de las seis familias de tradición que de ellos
derivan: la armenia, la caldea, la antioquena, la alejandrina, la bizantina y
la romana. Cuando
nos apegamos con fuerza a la validez, la licitud, la idoneidad y la
autenticidad, caminamos sobre terreno sólido, respiramos aire saludable, nos
calentamos e iluminamos con el fuego, y nos refrescamos con el rocío del
Espíritu.