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sábado, 14 de noviembre de 2020

Las cuatro características de la liturgia: validez, licitud, idoneidad y autenticidad

Les ofrecemos un reciente artículo del Dr. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores. En dicho trabajo se recoge el texto completo de la conferencia que dio en la Parroquia Reina de la Paz de Patton, Pensilvania, EE.UU., el 21 de septiembre de 2020 (ella puede verse igualmente en YouTube). Aunque ciertas ideas de esa conferencia se han discutido en otros artículos del autor, algunos de ellos publicados en esta bitácora, la síntesis que se ofrece aquí representa un avance intelectual en la respuesta a lo que cada vez más ha llegado a ver como un estado empobrecido del discurso litúrgico, que se limita típicamente sólo a dos categorías (validez y licitud). Aunque se presta mucha atención a la idoneidad en el ámbito del arte sacro, ella merece ser considerada también como categoría litúrgica junto con el binomio mencionado anteriormente; y finalmente, unirlas con la categoría de autenticidad o legitimidad, como una perfección irreductiblemente distinta. Solamente considerando estas cuatro cualidades se puede llegar a una evaluación adecuada de la liturgia.  

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son la que acompañan la versión original. 

***

Las cuatro características de la liturgia: validez, licitud, idoneidad y autenticidad

Peter Kwasniewski


Se está haciendo cada vez más común la celebración de la Misa tradicional, también conocida como “forma extraordinaria” del rito romano. Pareciera que su popularidad es una consecuencia no querida tanto del caos del actual pontificado como de la desilusión de muchos católicos con sus párrocos y parroquias durante la pandemia de COVID-19. “¡Basta ya!” es la exclamación que se oye frecuentemente. Lo que se busca es un culto respetuoso, fervoroso, orientado a Dios, profundamente renovador, para sacerdotes que estén verdaderamente comprometidos con el cuidado de las almas. Todo ello es, por cierto, obra del Espíritu Santo, que tira de los hilos del corazón de los católicos bautizados y confirmados, en quienes se ha plantado la semilla de la vida trinitaria, que nos urge a entrar en los divinos misterios.

Sin embargo, en nuestro caso hay también algunas dificultades. Por Internet circula una gran cantidad de información buena, mala, indiferente, insegura. Los laicos católicos rara vez están suficientemente equipados como para comprender las cosas que leen, especialmente cuando entran en las espesuras de la historia y reforma de la liturgia. ¿Cómo podrían los blogs darnos la capacidad de navegar por los mares procelosos de la autoridad papal, de la fidelidad de la Iglesia a la Tradición, del deber de obediencia (y de sus límites), etcétera? Hacen muchísima falta exposiciones sobre temas litúrgicos que sean cuidadosas, bien pensadas, bien informadas, que nos permitan profundizar en nuestra comprensión de los complejos asuntos abordados, sin perder la sencillez de nuestra fe, o la espontaneidad de nuestra vida interior, mientras luchamos por ser santos, como el Señor nos pide ser.

Luego de muchos años, he comenzado a darme cuenta de que casi siempre los individuos, en las discusiones litúrgicas, apuntan a blancos diferentes, y ello ocurre porque hablan de diferentes aspectos o propiedades de la liturgia, sin hacer las necesarias distinciones. Hay, de hecho, cuatro propiedades que se supone que pertenecen siempre a cualquier liturgia: validez, licitud, idoneidad y autenticidad. Todas ellas son importantes, ninguna de ellas es prescindible, y tienen la misión de obrar en conjunto, en armonía, para hacer florecer al máximo el culto divino que Cristo quiere para su Iglesia. Los problemas que hemos experimentado en las décadas recientes se deben en buena parte a que se ha puesto un énfasis exagerado en uno u otro de estos rasgos, con descuido de los demás. Aquí voy a comenzar por definir cada uno de ellos y luego diré cómo se relacionan unos con otros. 

Validez

Primero, la validez. Al hablar de validez nos preguntamos derechamente: ¿hay aquí sacramento o no? En el Concilio de Florencia (1431-1445), la Iglesia adoptó oficialmente la terminología escolástica de “materia y forma” para hablar de las dos partes de cualquier sacramento: las cosas materiales que utiliza, y las palabras que se pronuncia en relación con ellos[1]. Ese Concilio enseñó lo siguiente: “Todos los sacramentos se realizan mediante tres elementos, a saber, determinadas cosas, que son su materia; las palabras, que son su forma; y la persona, que es el ministro que confiere el sacramento con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si cualquier de éstas falta, no hay sacramento”[2].

Así, por ejemplo, en el bautismo se vierte agua sobre la cabeza de una persona, mientras el ministro pronuncia las palabras “yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. San Agustín dice: “Suprime las palabras, ¿qué es entonces el agua sino agua? Agrega las palabras a este elemento, y aparece el sacramento”. El lavado con agua en nombre de la Trinidad cumple, pues, espiritualmente lo que el lavado con agua realiza físicamente, es decir, limpia y refresca. Por esto es que decimos que el sacramento “produce lo que significa”. Y podemos examinar de este modo cada uno de los siete sacramentos, y veremos cuál es la materia usada, cuáles las palabras, y cuáles son los efectos que son significados por la combinación de materia y forma. Esta es una materia sumamente rica, pero, en relación con mi tema, lo que aquí analizamos es la validez, es decir, por qué tiene lugar el bautismo, y nuestra respuesta es: porque se dijo las palabras correctas, con la materia correcta, por alguien que era capaz de realizar la acción y que tenía la intención de hacer lo que hace la Iglesia católica, aunque no comprendiera cabalmente qué es ello.

A veces la teología católica parece arcana y esotérica a algunos observadores, pero en realidad, los problemas de validez surgen de vez en cuando en la historia de la Iglesia, y tenemos que estar equipados para lidiar con ellos. Se nos viene aquí a la mente el caso reciente y escandaloso del Rvdo. Matthew Hood. Este descubrió en agosto pasado, mientras se desempeñaba como sacerdote en la arquidiócesis de Detroit, que había sido bautizado por un diácono que usó la fórmula “Nosotros te bautizamos”, declarada inválida por una decisión de la Congregación para la Doctrina de la Fe publicada el 6 de agosto. Como resultado de ello, Hood se dio cuenta de que no había sido jamás bautizado y, por tanto, no estaba ni confirmado ni ordenado al sacerdocio, ya que cada sacramento subsiguiente descansa sobre el fundamento de los precedentes, y tuvo que recibir esos sacramentos por primera vez, y tratar de solucionar las complejas consecuencias provocadas sobre todas las personas que habían dependido de su ministerio. Por ejemplo, todas las confirmaciones que había conferido, todos los matrimonios, todas las absoluciones, todas las extremas unciones, todo eso era absolutamente inválido y nulo. ¿Necesitamos más pruebas de que las palabras que pronunciamos y las acciones que realizamos tienen importancia?

Mencioné hace un momento que quien realiza el sacramento tiene que tener la intención correcta. Algunos católicos se enredan en esto de qué intención es la que hace falta, y tienden a exagerar el carácter explícito y ortodoxo de la intención exigida. Todo lo que se requiere es que el sacerdote tenga la intención virtual (no es necesario que sea explícita) de realizar un ritual de la Iglesia católica usando las palabras y acciones del rito según están establecidas en el libro litúrgico. No necesita tener una buena comprensión teológica de lo que hace, e incluso podría tener una comprensión herética de ello, como puede que, desgraciadamente, sea el caso de muchos clérigos actuales, debido a su deficiente formación en el seminario. Podría también estar administrando el sacramento por dinero, o por vanidad personal, o para ser promovido a un cargo mejor, etcétera. Con todo, si piensa que hace lo que la Iglesia hace -aunque lo entienda mal, o aunque peque debido a su indignidad personal- esa intención es suficiente para la validez.

Si la competencia teológica, o las motivaciones subjetivas o la santidad personal de un sacerdote fueran componentes necesarios para la validez de un sacramento, viviríamos siempre en la duda de si determinados sacramentos han sido eficaces, lo cual no es, decididamente, lo que el Señor desea o lo que Él instituyó. Lo que Él quiso hacer fue algo mejor: como lo enseña la Iglesia, Cristo mismo es el agente primario de todo sacramento; Él es quien bautiza, quien confirma, quien absuelve, quien realiza la transubstanciación. El sacerdote es un instrumento inteligente -sí, inteligente, razón por la cual se requiere intencionalidad, pero aun así, es un instrumento, como un martillo o un serrucho-[3]

(En ello está, dicho sea de paso, la razón de que los bautismos del diácono de Detroit fueran inválidos, como Matthew Hood descubrió con horror: el diácono decía “Nosotros te bautizamos”, refiriéndose a la comunidad cristiana, lo que contradice precisamente esta verdad fundamental: “Soy YO, Jesucristo quien te bautizo mediante mi ministro visible, que me da en préstamo su voz y sus manos”. Es interesante que la tradición bizantina usa una fórmula completamente diferente en tiempo pasivo: “El siervo de Dios, N.N., es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Aunque muy diferente, esta fórmula deja en claro que no es la comunidad local ni un hombre determinado quien, por sí mismo, incorpora a una persona a Cristo, sino que más bien ello tiene lugar por la acción misericordiosa de Dios: “El siervo de Dios es bautizado”, lo que implica que es Cristo quien bautiza).

Para resumir este punto, voy a citar al teólogo Roger Nutt: 

“Se entiende que una celebración sacramental es 'válida' si se la ejecuta por el ministro apropiado de un modo tal que el sacramento es efectivamente traído a la existencia. La invalidez ocurre cuando la celebración es llevada a cabo por un ministro no autorizado o cuando la materia o la forma son tan defectuosas que no se produce el signo. Una celebración inválida indica, precisamente, que el sacramento no se ha producido jamás y que, por tanto, ausente el sacramento, no se han conferido ninguno de sus efectos sacramentales”[4].

Ahora bien, ¿quién decide si algo es válido o no? El derecho canónico declara que “los sacramentos del Nuevo Testamento fueron instituidos por Cristo el Señor y confiados a la Iglesia”[5] (de hecho, esto es un dogma de fide), y luego el canon 841 llega a esta conclusión: “Puesto que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia y pertenecen al depósito divino, sólo corresponde a la autoridad suprema de la Iglesia aprobar o definir los requisitos para su validez”. Por tanto, podemos decir sin ningún género de duda que lo que cuenta como rito sacramental válido, y lo relativo a las condiciones de su realización, son materia de la exclusiva competencia de la autoridad suprema de la Iglesia, es decir, del Papa mismo, o del Papa en conjunto con el colegio de los obispos, como ocurre en un concilio ecuménico.

No es posible, si profesamos la fe católica, cuestionar o poner en duda la validez de un rito sacramental debida y correctamente promulgado. Esto quiere decir, por ejemplo, que el Novus Ordo Missae o los demás ritos sacramentales postconciliares, puesto que fueron promulgados por la suprema autoridad de la Iglesia, deben ser aceptados como válidos, a pesar de todo lo que merezcan ser criticadas sus deficiencias o su discontinuidad con la tradición católica secular, y a pesar de lo mucho mejores que sean los ritos tradicionales. La validez no tiene que ver con lo mejor o lo peor, lo más bello o lo menos bello, con lo más digno o lo menor digno, sino que es un interruptor binario con dos posiciones: encendido y apagado. La transubstanciación tiene lugar o no tiene lugar. La cuestión de si los ritos litúrgicos son “como debieran ser” se refiere necesariamente a otras propiedades, es decir, a la legitimidad y la adecuación. Pero antes de abordarlas, necesitamos analizar la segunda propiedad, la licitud.

Licitud  

Entrando en esta propiedad, quisiera partir de nuevo citando a Roger Nutt, quien dice, a continuación del texto suyo que cité hace un momento, lo siguiente: 

Celebración lícita es aquella que se realiza según el rito prescrito por la Iglesia, en tanto que una celebración ilícita es la que se desvía claramente, de alguna manera, del rito prescrito. Una celebración sacramental ilícita no vicia la validez ni, por tanto, la realidad del sacramento […]”[6].

 El P. Bernard Leeming dice, con mayor precisión:

El término válido se usa a menudo como diferente del término lícito, que se aplica a un sacramento en cuya administración y recepción no se ha violado ley alguna; y ello porque la administración ilegítima de un sacramento no produce ipso facto su invalidez. Así, un sacerdote que ha sido suspendido o excomulgado puede administrar válidamente los sacramentos, excepto la Penitencia, que requiere jurisdicción; pero peca si los administra obrando con contumacia, y los fieles pecan si los reciben de él sin un motivo que lo justifique[7].

El término “lícito” viene del verbo latino licere, que significa permitir. La licitud se refiere a lo que está permitido y, por extensión, a lo que se exige o prohíbe a los cristianos. En el ámbito de los sacramentos y de la liturgia, se refiere primariamente a cuestiones como a quién se permite administrar o recibir determinado sacramento, y en qué circunstancias. Si un sacerdote u obispo en situación regular, siguiendo todas las condiciones prescritas por el derecho canónico, celebra un rito litúrgico según los libros promulgados por la suprema autoridad de la Iglesia, diciendo lo que está en negro y haciendo lo que está en rojo (o sea, leyendo sólo los textos impresos, y cumpliendo las rúbricas sin desviarse de ellas), celebra lícitamente. En otras palabras ha hecho lo que tenía permiso para hacer, lo que se le pedía que hiciera, sin hacer nada que le estuviera prohibido.

Por otra parte, no es lícito para un sacerdote del rito latino celebrar una liturgia bizantina, a menos que antes haya recibido autorización canónica para hacerlo. No es lícito a un sacerdote reducido al estado laical o degradado decir Misa, ni tampoco a un sacerdote en estado de pecado mortal; no es lícito celebrar la Misa con galletas de arroz y sake en vez de pan de trigo y vino de uva (esto último haría la Misa también inválida); no es lícito dejar ad lib la oración inicial, o cantar una canción de John Lennon en lugar de un salmo, o leer desde un archivador la Oración Eucarística escrita por los teólogos de la liberación de Nicaragua. De hecho, toda desviación intencional de los libros litúrgicos, ya sea en los textos o en las rúbricas, es ilícita, y hace ilícita la liturgia en mayor o menor grado. Tampoco es lícito recibir la Comunión sin haber ayunado por, al menos, una hora antes y, sobre todo, no es lícito a nadie recibir la Comunión en estado de pecado mortal.

Dos cosas resultan inmediatamente obvias con esta lista de ejemplos.

Primero, algunas de estas cosas son materia meramente de derecho canónico, es decir, de Derecho positivo creado por la Iglesia y cambiable por ella, en tanto que otras cosas son de Derecho divino, que la Iglesia puede formular, pero que no crea y, por tanto, no puede alterar jamás[8]. La norma de que debemos ayunar durante un lapso ante de la Comunión es una norma positiva eclesiástica que puede variar y que ha variado mucho: hace no mucho tiempo, la exigencia de ayuno era de tres horas (lo que era mucho mejor), y no mucho antes de eso, la norma era ayunar desde la medianoche. Pero la norma de estar en estado de gracia -en la medida en que podemos saberlo por el examen de conciencia- para recibir la Comunión es materia de Derecho divino, como resulta claro del capítulo 11 de la carta de San Pablo a los Corintios, donde dice que quien come el Cuerpo de Cristo indignamente, come su condenación, y que el hombre debe, por tanto, examinarse de modo apropiado. Ningún concilio ni papa podría jamás cambiar esta norma.

Segundo, hoy la Iglesia, al menos en las naciones occidentales, está en grave confusión, ya que la gran mayoría de las liturgias son ilícitas de algún modo u otro; tanto el ministro como quienes reciben los sacramentos se han habituado a la ilicitud. La crisis de la Iglesia, como decía Joseph Ratzinger, está causada en gran parte por la crisis de la liturgia.

La idea principal de esta propiedad de la licitud es que la sagrada liturgia o culto divino y, con él, nuestra santificación mediante los misterios de Cristo, es una actividad comunal, eclesial, jerárquica. Cristo confió la obra y los medios de la santificación a su Iglesia y, por tanto, a sus cabezas autorizadas. No se trata de algo “entre Jesús y yo”, como nuestra época individualista, atomista, podría pensar; no es una cuestión de conveniencia o elección personal sino, más bien, algo entre Cristo y la Iglesia, algo en lo cual tenemos el privilegio de haber sido insertados, como quienes reciben y están subordinados. En 2004, la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos promulgó una instrucción llamada Redemptionis Sacramentum, que abordó muchos de los problemas y abusos litúrgicos más comunes del Novus Ordo. En palabras que son de aplicación universal, el documento dice, elocuentemente:

El Misterio de la Eucaristía 'es demasiado grande para que nadie se permita tratarlo según sus propios caprichos, obscureciendo con ello su sacralidad y su universal ordenamiento'. Por el contrario, todo aquel que obre de ese modo, dando rienda suelta a sus propias inclinaciones, aunque sea sacerdote, daña la unidad substancial del rito romano, que debiera ser vigorosamente preservada, y se hace responsable de acciones que no son en modo alguno coherentes con el hambre y sed del Dios vivo que experimenta el pueblo hoy día. Tales acciones no sirven al auténtico cuidado pastoral ni a la verdadera renovación litúrgica sino que, por el contrario, privan a los fieles de Cristo de su patrimonio y de su herencia. En efecto, las acciones arbitrarias no conducen a una renovación verdadera, sino que perjudican el derecho de los fieles cristianos a una celebración litúrgica que sea expresión de la vida de la Iglesia, según la tradición y disciplina de ésta. Al cabo, se introduce con ellas elementos distorsionadores y disonancias en la celebración misma de la Eucaristía, que está orientada, en su propio y elevado modo y por su misma naturaleza, a significar y producir maravillosamente la comunión con la vida divina y la unidad del Pueblo de Dios. El resultado de todo ello es producir inseguridad en materias de doctrina, perplejidad y escándalo en el Pueblo de Dios y, casi como necesaria consecuencia, una vigorosa oposición, todo lo cual confunde gravemente y entristece a muchos fieles cristianos […] En cambio, es un derecho de todos los fieles cristianos que la liturgia, y en particular la celebración de la santa Misa, sea verdaderamente como la Iglesia quiere, según sus estipulaciones dispuestas en los libros litúrgicos y en otras leyes y normas. Del mismo modo, el pueblo católico tiene derecho a que el Sacrificio de la santa Misa se celebre para él de un modo integral, de acuerdo con toda la doctrina del Magisterio de la Iglesia[9].

El mismo documento dice más adelante:

De un especialísimo modo, que cada uno haga todo lo que esté a su alcance para asegurarse de que el Santísimo Sacramento de la Eucaristía esté protegido de toda y cualquiera falta de respeto o distorsión, y de que se corrija cuidadosamente todos los abusos. Esto es un gravísimo deber que corresponde a todos y cada uno, y todos están obligados a darle cumplimiento sin favoritismo alguno[10].

Lamentablemente, Redemptionis Sacramentum parece haber ido a parar a aquel especial lugar en los cielos o más allá del océano o debajo la tierra, adonde van a parar, para su eterno descanso, todos los documentos vaticanos que no son bienvenidos. Y ahí se lo ha olvidado como a los difuntos de quienes no se tiene memoria. En la actual situación de COVID-19, hemos visto cuán prestamente los obispos y sacerdotes, en su frenesí por evitar la contaminación con el virus o su transmisión, violan la ley litúrgica del modo más escandaloso. De hecho, el Dr. Joseph Shaw plantea un punto muy importante acerca de los clérigos que están dispuestos a experimentar con la liturgia o a manipularla:

La razón por la que se sienten libres de hacer lo que quieran con la liturgia no es que se preocupen seriamente de la validez litúrgica y ella les importe mucho, sino que la validez sacramental tampoco les importa. Puede que estén influidos por la idea de que los obispos y la Santa Sede cuidan mucho la validez, y puede que nos consuelen con el pensamiento, cada vez que ello es posible, que el sacramento fue válido en este o aquel caso; pero si realmente les importara la validez, tomarían la liturgia en serio, y ello es algo que, claramente, no están haciendo. Los abusos litúrgicos son una ofensa a Dios, como todo abuso de algo sagrado. Son también una ofensa al Señor, que instituyó los sacramentos para nuestra salvación, y a la Santa Madre Iglesia, que los ha rodeado de ceremonias y textos que tienen por fin dar gloria a Dios y ayudarnos en nuestra participación. Finalmente, son una ofensa al propio sacerdocio, que debiera proteger la liturgia de toda profanación, y cuya función es administrarla a los demás para el bien de sus almas”.

La mención de las “ceremonias y textos que tienen por fin dar gloria a Dios y ayudarnos en nuestra participación” es el puente perfecto para pasar a la tercera propiedad, la adecuación o idoneidad.

Idoneidad

Considerése la siguiente declaración: “Todo lo que importa es que Jesús está presente; todo lo demás es secundario” O, más sucintamente, “la Misa es la Misa”. Sin duda importa mucho que Jesús esté presente porque, de otro modo, no comeríamos más que comida ordinaria. Pero la liturgia tiene una finalidad más importante que servirnos una comida, e incluso la presencia del Señor tiene un alcance y un propósito mayor que la comunión sacramental. La Misa es el acto solemne, público, de adoración, de acción de gracias y de petición que Cristo el Sumo Sacerdote ofrece a Dios Padre y, junto con Él, todo su Cuerpo Místico, a Él unido. Es el principal acto de la virtud de la religión, por el cual ofrecemos a Dios un sacrificio de alabanza digno de su gloria. Es la principal expresión de las virtudes teológicas de la fe, la esperanza y la caridad. Es el reino de los cielos que irrumpe en nuestro tiempo y espacio terrenales. Es la fiesta nupcial del Rey de Reyes. Es la recapitulación de todo el universo creado en su Alfa y su Omega.

Debido a que son todas estas cosas, la Iglesia a través de los siglos no ha escatimado esfuerzos ni gastos por aumentar la belleza y elevar la solemnidad de sus ritos litúrgicos. Como lo dijo adecuadamente Juan Pablo II: “Como la mujer que ungió a Jesús en Betania, la Iglesia no ha temido ninguna 'extravagancia', dedicando sus mejores recursos a expresar su maravilla y su adoración ante el insuperable don de la Eucaristía”[11]. Y así, aunque pueda ser verdad que las únicas cosas necesarias para tener una Misa válida en el rito romano son el pan sin levadura hecho de trigo y el vino hecho de uvas, un sacerdote, y las palabras de la consagración, creer que esto es suficiente para el ofrecimiento del Santo Sacrificio de la Misa sería revelar una visión reductivista, minimalista y mezquina de las cosas. Dar gloria a Dios y santificar nuestras almas no pueden separarse de la idoneidad del culto que le damos. Lo que declara el Concilio de Trento sobre el Canon romano puede aplicarse más en general a toda la vida litúrgica de la Iglesia:

Y siendo conveniente que las cosas santas se manejen santamente; constando ser este sacrificio el más santo de todos; estableció muchos siglos ha la Iglesia católica, para que se ofreciese, y recibiese digna y reverentemente, el sagrado Canon, tan limpio de todo error, que nada incluye que no dé a entender en sumo grado, cierta santidad y piedad, y levante a Dios los ánimos de los que sacrifican; porque el Canon consta de las mismas palabras del Señor, y de las tradiciones de los Apóstoles, así como también de los piadosos estatutos de los santos Pontífices”.

La esencia de la liturgia de la Iglesia es sencilla: está de antemano contenida en el Corazón de Cristo, nuestro Eterno Sumo Sacerdote, donde reside perpetuamente todo culto perfecto. Pero las “vestiduras” de ese culto son de decisiva importancia para nosotros, que interactuamos con el Señor mediante su Cuerpo visible, la Iglesia, y sus ritos visibles. El modo cómo esos ritos se estructuran y realizan y cómo se toma parte en ellos es algo que influirá inevitablemente en nuestra comprensión de los misterios de la fe y en nuestra capacidad de hacerlos vida. Los vestidos con que envolvemos el cuerpo de nuestras oraciones son muchísimo más importante que cualquier vestimenta que se ponen los seres humanos.

Cuando alguien se siente atraído a la liturgia latina tradicional por su belleza visual y auditiva, no es porque se quede detenido en estas cosas, sino porque ellas giran en torno a la realidad del Sacrificio de la Cruz, y lo hacen aparecer con una consoladora claridad. Las propiedades sensibles o perceptibles armonizan de tal modo con la naturaleza del misterio que el resultado de ello es el esplendor de la verdad. Para hombres que son compuestos de cuerpo y alma, para cristianos que son discípulos del Verbo encarnado, ambos elementos deben concurrir: la verdad y el esplendor. Dom Gerard Calvet escribe un comentario perfecto:

Uno entra a la Iglesia por dos puertas: la puerta de la inteligencia y la puerta de la belleza. La puerta más estrecha […] es la de la inteligencia, que se abre a los intelectuales y eruditos. La puerta más ancha es la de la belleza. La Iglesia, en su impenetrable misterio […] tiene necesidad de una epifanía terrenal accesible a todos: he ahí la majestad de sus templos, el esplendor de su liturgia y la dulzura de sus cánticos. Considérese el caso de un grupo de turistas japoneses que visitan la catedral de Notre Dame de París: contemplan la altura de los vitrales, la armonía de las proporciones. Supongamos que, en ese momento, los ministros sagrados entran en procesión a rezar las Vísperas solemnes, revestidos con capas pluviales de terciopelo recamado. Los visitantes miran en silencio, están cautivados: la belleza ha abierto para ellos sus puertas. Ahora bien, la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino y Notre Dame de París son productos de la misma época. Ambas dicen lo mismo. Pero, ¿quién de los visitantes ha leído la Summa de santo Tomás? Podemos encontrar este mismo fenómeno a todos los niveles. Los turistas que visitan la Acrópolis de Atenas se encuentran con una civilización de la belleza. Pero, ¿quién de entre ellos es capaz de entender a Aristóteles? Y así ocurre con la belleza de la liturgia, que merece, por sobre todas las cosas, ser llamada esplendor de la verdad: ella abre de igual modo a pequeños y grandes los tesoros de su magnificencia, la belleza de la salmodia, los cánticos y textos sagrados, los cirios, la armonía de los movimientos y la dignidad de las posturas. Con soberano arte la liturgia ejerce una influencia verdaderamente seductora en las almas a las que toca directamente, incluso antes de que el espíritu la perciba[12].

Dado que las cosas exteriores están para decirnos algo de la realidad a cuyo servicio se encuentran, y nos atraen hacia ella, debemos cuidar de que ellas sean armónicas, que el aspecto exterior no contradiga, ni abierta ni sutilmente, lo interior. Sería poco adecuado poner a un pobre las ropas de un rey, o poner un anillo de oro en la trompa de un cerdo: habría discordancia entre la decoración y el objeto decorado. Lo mismo vale en sentido contrario: un rey no se viste con andrajos sucios ni monta a caballo con una montura barata. Poner las vestimentas reales a un rey y decorar su montura de un modo real: eso es dignum et justum. La superficie debiera corresponder a la naturaleza de la cosa y conducirnos a ella directamente. Esto no es “quedar atrapado en” las exterioridades, sino ser atrapado por exterioridades que nos conducen hacia el significado interior[13].

En otras palabras, aunque no es necesaria para la validez o licitud que una liturgia se vea o se oiga como si fuéramos ingresando al reino del Dios trascendente, que realiza algo divino y transformador en nosotros, es, sin embargo, grandemente idóneo o adecuado que ella se realice de este modo. Y, de hecho, no se puede entender toda la historia de la liturgia a menos que captemos este dato esencial: prácticamente todo su desarrollo puede ser atribuido a las exigencias de la idoneidad. 

No debiera sorprendernos el papel que ésta tiene. La idoneidad o adecuación (convenientia, en el lenguaje de los teólogos) es uno de los conceptos centrales de la teología dogmática, como podemos ver en los escritos de San Anselmo y de Santo Tomás de Aquino. Convenientia es una especie de necesidad, una necesidad basada en lo que es apropiado a determinada situación, lo que es decoroso, propio, armonioso, coherente con todos los factores presentes o con el ente sobre el cual estamos discurriendo. Cuando Santo Tomás aborda la cuestión “¿Debía Dios crear el mundo?”, su respuesta es: “No, no por necesidad absoluta, porque Dios, como bien infinito, es autosuficiente y no necesita nada más; pero era adecuado que compartiera Su bondad causando la existencia de bienes finitos”. Esto nos lleva de inmediato a otra pregunta: “Una vez que Dios creó, ¿debía crear una creatura racional o intelectual?”. Y, de nuevo, la respuesta es: “Dios es libre de crear cualquier mundo que desee; pero era conveniente que coronara el orden de la creación con creaturas que fueran semejantes a Él todo lo posible, es decir, que poseyeran intelecto y voluntad”. Mucho más adelante, cuando Santo Tomás llega a la cuestión “¿Fue la Encarnación necesaria para la salvación de la humanidad?”, responde de nuevo del mismo modo: “No fue simplemente necesario, porque Dios pudo haber salvado al hombre con sólo quererlo en su Omnipotencia. Sin embargo, fue sumamente adecuado, por muchas razones, que el Hijo de Dios se hiciera hombre: puesto que el hombre había pecado, era adecuado que el hombre reparara; pero sólo un hombre sin pecado, de mérito infinito, podía reparar por el pecado de Adán y por todos los pecados subsiguientes; además, el hombre abandonó los bienes espirituales por los bienes corporales, por lo que fue bueno que fuera restaurado a la vida espiritual por la vida corporal de Cristo; porque la dignidad de la naturaleza humana reside en la imagen de Dios en el alma, fue adecuado que el Verbo, imagen perfecta de Dios, restaurara esa imagen reflejada en el hombre; nada podría haber mostrado mejor el extravagante amor de Dios que el que su Hijo se abajara al estado humano, sufriera y muriera para rescatar a los esclavos; etcétera (Santo Tomás de Aquino da muchos de estos argumentos en apoyo de la adecuación de la Encarnación y de la Pasión)[14].

Mi idea en todo esto es que, como lo sostiene el eminente tomista R.P. Gilbert Nacisse OP, convenientia es el principio motor central de la teología tomista; sin él, la teología sería incapaz de desarrollo. Del mismo modo, también la liturgia de la Iglesia hubiera sido estéril si no hubiera sido por la conciencia, siempre creciente y causada por el Espíritu Santo, de los muchos modos en que los sagrados misterios pueden ser más plenamente expresados en palabras y gestos, en vestimentas y vasos sagrados, en música y arquitectura, en todo lo que pertenece a los sentidos, la imaginación, la memoria y a la capacidad de simbolismos del intelecto. La idoneidad está íntimamente conectada con la belleza, incluyendo la belleza oral o honestas, palabra latina que se refiere a la condición de ser una cosa respetable, honorable, correcta, digna.

Genealogía de Cristo

Autenticidad

Finalmente, además de la validez, licitud e idoneidad, tenemos que considerar la continuidad histórica dentro de un rito y su desarrollo orgánico: esto es lo que llamo “autenticidad”, aunque bien podría llamarse “legitimidad”, en el sentido de “bien nacida”, que tiene un origen noble. Para comprender la autenticidad, necesitamos analizar cuatro verdades[15].

Primero, como lo he dicho recién, existe un verdadero desarrollo en lo que toca a los ritos litúrgicos cristianos. Estos no descienden del cielo ya perfectos. Tal como en el caso del dogma y la moral, así ocurre con la liturgia: el Señor concede a los seres humanos la dignidad de ser verdaderas causas de la articulación de la doctrina, la aplicación de las leyes y el enriquecimiento del culto público.

Segundo, el auténtico desarrollo comienza en lo que el Señor confió a los apóstoles, y le permanece fiel. El “depósito de la fe” contiene todos los principios de la sagrada doctrina, de tal modo que nada que se desarrolle posteriormente en los concilios ecuménicos o en el magisterio papal puede contradecirlo. Del mismo modo, los apóstoles, al dispersarse por todos los rincones de la tierra, llevaron consigo las semillas o principios de los ritos litúrgicos que posteriormente florecieron como ritos mayores de la Iglesia, en Oriente y Occidente. No existe rito litúrgico alguno que no pertenezca a una clara tradición apostólica que se ha extendido continuamente a través del tiempo. No se puede fabricar un rito ex nihilo. De ahí el pronunciamiento de Trento que anatematiza a cualquiera que cambie por otros los ritos recibidos y aprobados[16].

Tercero, el Señor ha prometido que el Espíritu Santo enseñará a la Iglesia “toda la verdad”, lo que incluye el desarrollo de su liturgia. A medida que la liturgia se desarrolla, se hace cada vez más plena y más perfecta, ya sea como expresión de los misterios de la fe, ya sea como vehículo para inculcar apropiadas virtudes en los fieles y para estimular en ellos los actos de fe, esperanza y caridad que tales misterios exigen. Por ello, así como los credos de la Iglesia crecen en su plenitud hasta que alcanzan una determinada perfección, así también los ritos litúrgicos de la Iglesia crecen con el tiempo hasta que alcanzan la perfección en el texto, la música, el ceremonial, y en todos los signos que son aptos tanto para la expresión de los misterios como para su impresión en los fieles. El Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, adopta contramedidas ante la atenuación del conocimiento apostólico -que es insuperable- de la verdad divina, instalando, a lo largo de la historia, ciertas proposiciones doctrinales y ciertos ritos litúrgicos que son parámetros concretos de la fe y del culto[17]. Así como Dios reveló a Moisés el modelo exacto del tabernáculo que debía construir[18], así también el Hijo de Dios llevó a su plenitud todos los tipos proféticos al ofrecer su propio sacrificio como la perfección de todo culto: nada quedó entregado al acaso, cada detalle fue deliberado y controlado[19]. Y así también esta exactitud y plenitud se perpetúan en una nueva modalidad sacramental, que se manifiesta exteriormente en la cristalización acumulativa de las formas litúrgicas y en su inclusividad[20].

Cuarto, la velocidad del cambio litúrgico disminuye con el paso del tiempo, en la medida en que el rito alcanza la plenitud que para él quiso la Divina Providencia. Se puede esperar que un rito, alcanzado cierto estado, sea relativamente permanente e inmóvil, por lo que resulta un cumplido, más que una crítica, decir que él “apenas ha cambiado en 400 años”, cosa que podemos decir del Misal romano en el lapso que va entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XX. El clero que celebra un determinado rito y los fieles que asisten a él comprenderán que es conveniente que el rito sea permanente e inmóvil. No se trata sólo de que las liturgias de por sí tienden a la estabilidad y la constancia, sino que se ve este proceso de estabilización y permanencia como deseable y apropiado para la vida de la Iglesia: se lo considera una bendición del Señor quien, habiendo hecho surgir sucesivas generaciones de santos para fortalecer y enriquecer la liturgia, la sella ahora con su suprema bendición, impartiéndole una participación en su propia inmutabilidad y eternidad[21]. Como corolario, se puede decir que, en la medida en que la liturgia llega a la perfección, sus cambios serán cada vez más incidentales o accidentales. Así, en la primera parte del primer milenio, algo tan básico como la oración Eucarística de la Misa estuvo todavía en proceso de crecimiento; en la segunda mitad del primer milenio, se completó el corpus del canto gregoriano; en la primera mitad del segundo milenio, los ritos de Semana Santa alcanzaron la plenitud del esplendor ceremonial; en la segunda mitad del segundo milenio (hasta la reforma litúrgica), el crecimiento se refirió sólo a adiciones o modificaciones de fiestas en el calendario litúrgico.

De estas cuatro verdades se sigue que todo rechazo, significativo o global, de los elementos que han llegado a ser añadidos o aceptados en el curso de largos períodos de tiempo en la historia de la Iglesia, constituiría un pecado contra el Espíritu Santo, y todo intento de reformular el rito a partir de cero sería reflejo de una falsa teología de la Iglesia y de la Trinidad. Para que una liturgia sea auténtica o legítima, debe permanecer en manifiesta y sustancial continuidad con su forma histórica, bien establecida y perfeccionada. Si alguien osara esbozar un rito litúrgico a partir de cero, o cosiendo unos con otros partes o trozos de la antigua tradición y aliñándolo todo con novedades creadas por un comité de académicos, el resultado sería ilegítimo o inauténtico, aunque contuviera la forma y materia correctas del sacramento en cuestión, aunque fuera promulgado por la suprema autoridad de la Iglesia, aunque fuera decorado con incienso y campanillas[*] hasta el límite de lo humanamente posible[22]. Podría ser sacramentalmente válido, canónicamente lícito, y externamente bello, pero seguiría careciendo de la propiedad de la autenticidad o legitimidad en el contexto del específico rito o tradición eclesial para el que se lo destinara[23].

El 8 de septiembre pasado, mientras rezaba los Laudes de la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen, me impresionaron varias antífonas que realzan la noble ascendencia de la Virgen. “Nativitas gloriosae Virginis Mariae, ex semine Abrahae, orta de tribu Juda, clara ex stirpe David […] Regale ex progenie Maria exorta refulget”: “Hoy es la Natividad de la gloriosa Virgen María, nacida de la semilla de Abraham, de la tribu de Judá, de la clara estirpe de David […] Nacida de una estirpe real, brilla María”. La liturgia pone verdaderamente énfasis en que el 8 de septiembre no estamos celebrando solamente la bondad de María como individuo o su futuro papel como Madre de Dios, sino también su genealogía llena de historia, su procedencia de los patriarcas, la línea real de su sangre, su estatuto dinástico, su condición real.

Debiéramos pensar en la liturgia romana tradicional de un modo análogo: no sólo lo que ella es hoy o lo que será en el futuro, sino lo que ha sido durante siglos en los labios y los corazones de innumerables creyentes que nos han precedido: surgida de la semilla de los Apóstoles Pedro y Pablo, de la conjunción de la Roma papal con el imperio Carolingio, de la famosa familia de la Iglesia de rito latino. Y tal como el Oficio dice de la Virgen “cujus vita inclyta cunctas illustrat ecclesias” (“cuya vida ilustre ilumina a las iglesias”), así podemos nosotros decir también de todas las liturgias tradicionales, tomadas en conjunto: sus “vidas” ilustres iluminan a las Iglesias.

Comparación de las propiedades

Una vez definidas las cuatro propiedades, quisiera dedicar la parte final de mi conferencia a mostrar cómo se relacionan mutuamente de diversos modos.

Advierto que a menudo las discusiones litúrgicas se reducen a puntos sobre la validez y licitud -básicamente, se estudia si realmente se ofreció la Misa, y si la Misa se ofreció de acuerdo con las normas de la Iglesia-[24]. La validez y la licitud son, sin embargo, un conjunto demasiado restringido de parámetros para evaluar adecuadamente las realidades litúrgicas. La propiedad de la idoneidad cubre un ámbito mucho más extenso, y se refiere a una cantidad de temas de influencia mucho mayor en cómo experimentamos la Misa, cómo cumple su papel en cuanto ejercicio de la virtud de la religión, y cómo moldea al fiel. Las Misas celebradas sin idoneidad, con el paso del tiempo hacen más daño espiritual al clero y los fieles, debido a que les inculcan malos hábitos espirituales, que algunas Misas que pueden ser válidas pero ilícitas, o válidas y lícitas, pero carentes absolutamente de un adecuado espíritu litúrgico transmitido por las prácticas tradicionales. Una actitud irreligiosa o irreverente, o una práctica incorrecta, no pueden sino tener efectos negativos en la vida interior de una persona, en tanto que la sencilla eficacia del sacramento y la legalidad de lo que se hace, aunque importantes, no serán igualmente formativas desde un punto de vista psicológico[25].

No es la validez el punto donde ha de trazarse el límite, como a menudo hacen los conservadores (“bueno, no se puede decir que el Novus Ordo es inválido, ¿de acuerdo? Así que dejen de quejarse”). Quienes se preocupan sólo de la validez se van a encontrar muy pronto con que la validez misma está amenazada[26]. La garantía de validez es la existencia de una gruesa barrera de idoneidad y autenticidad, que rodea el núcleo de materia y forma, que expone el significado de la materia y de la forma, que declara la intención del ministro, que prepara bien a los receptores para recibir la gracia, y que ofrece toda la ceremonia a Dios como un gesto de amor y fe que sabemos que Le agrada. Cuando el conservador o el liberal dicen que “No debiéramos discutir sobre liturgia; después de todo, la Misa es la Misa, y la Eucaristía es la Eucaristía”, el problema básico que se plantea es que no están mirando a la liturgia, sino al sacramento confeccionado y recibido, en aislación del acto de culto divino en su conjunto. La liturgia es más que un envase o un mecanismo para “fabricar” la Eucaristía, así como el sacerdote es más que una máquina para producir la transubstanciación, y el Señor es más que un rescate de nuestras almas, como si Él fuera un medio y no un fin: Él es también el amigo de nuestras almas, y el Dios a quien adoramos con temor y temblor, y en ninguna de estas calidades es reducible a un medio, como el dinero que pagamos por las mercancías. La liturgia, en su totalidad concreta, y no sólo el sacramento considerado abstractamente, es lo que nos alimenta y nos forma. Esta es la razón por qué concentrarse sólo en la validez y la licitud tiende a promover una mentalidad reduccionista y utilitaria[27].

Después de decir que una liturgia es válida y lícita, no hemos terminado de decir todo lo que necesita ser dicho: sólo hemos comenzado[28]. El comienzo consiste en preguntar: “¿Cumple la liturgia con lo que dice el derecho canónico?” Pero el final consiste en preguntar: “¿Es esta liturgia digna de su Divino Maestro (en la medida en que está a nuestro alcance hacerla así, aquí y ahora), digna de su propia tradición apostólica, adecuada para manifestar la verdad y la belleza de la fe, y apta para producir la santificación de los creyentes?”[29].

Reducir la liturgia a una mera cuestión de validez es como reducir las galletas a calorías, la intimidad conyugal al embarazo, un cuento o un poema a su “moraleja”, un trabajo a la paga, la escuela a los diversos cursos, el lenguaje a la transmisión de datos. En cada uno de estos pares de conceptos, el segundo bien podría resultar ser el aspecto más característico o útil del primero, pero no es necesariamente el concepto más importante, típico, decisivo o significativo en cada par y desde cualquier perspectiva. Comer galletas en invierno, al lado de la chimenea chisporroteante se sitúa en un nivel diferente del conteo de calorías; el matrimonio está ordenado a la prole, pero tiene su realidad propia como un estado de vida santo para los esposos; un cuento o un poema concierne tanto al modo en que es narrado y a la belleza de las palabras como a las lecciones que podríamos derivar de ellos; realizar un trabajo, o asistir a la escuela, es una experiencia interpersonal capaz de cambiar la vida, y no puede resumirse en el salario o el curso en que se está; una lengua -¡santo cielo!- es infinitamente más que un instrumento para entregar trozos de información. 

(Esto último, dicho sea de paso, es parte de la defensa del latín como lengua litúrgica; el latín tiene un significado, una presencia, una función que van mucho más allá que la comunicación mundana. El latín representa mucho más que los términos contenidos en un diccionario, porque está permeado con lo sagrado, como una vestimenta se impregna con el aroma del incienso; se ha solemnizado y consagrado por siglos de uso, hasta el punto de que su solo sonido está cargado de historia cultural y del misterio sobrenatural de la Iglesia. De ahí que, abandonar el latín en el culto es, para la Iglesia de rito latino, un modo simbólico de abandonar su propia historia y el misterio de su Señor; es un excelente ejemplo de repudio de la autenticidad, de burla del propio nacimiento noble y de la propia genealogía familiar).

Creo que es de vital importancia, especialmente en la actualidad, mirar más allá de la validez, tomando cuidadosamente en consideración la licitud, la legitimidad y la idoneidad. La licitud implica, por lo menos, la realización según los procedimientos adecuados y de acuerdo con la tradición canónica. La idoneidad incluye, por lo menos, una relación correcta entre medios y fines, lo esencial y lo accidental, la realidad y las apariencias. La legitimidad involucra, por lo menos, la continuidad con lo precedente y la recepción humilde y agradecida de la Tradición. Por ello es que jamás es suficiente preguntar si determinado rito sacramental es válido, sin preguntar además si es lícito, apropiado y legítimo, porque si falla en relación a cualquiera de estas áreas, deja de servir al bien común de la Iglesia, y es, al menos, una falta de prudencia de parte del legislador o del ministro responsable de él.

Como hemos visto, la forma completa de la pregunta litúrgica es la siguiente: “¿Es este rito o celebración litúrgica válida, lícita, idónea y auténtica?” Estas cuatro propiedades podrían ordenarse junto con las “cuatro señas” de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. La validez corresponde a la unidad: éste es el único bautismo, o el único sacrificio verdadero, etc., del único Dios verdadero en la única Iglesia de Cristo. Licitud corresponde a la catolicidad: comunión con la jerarquía y los fieles de la misma Iglesia. Idoneidad corresponde a santidad: hacer lo que es santo de un modo santo. Autenticidad o legitimidad corresponde a apostolicidad, es decir, derivación y desarrollo de la liturgia a partir de las raíces apostólicas y en continuidad con ellas. Como ha dicho, de modo memorable, Joseph Ratzinger:

La Iglesia no ora en una especia de mítica omnitemporalidad, no puede renunciar a sus raíces. Ella reconoce el verdadero hablar de Dios precisamente en la concreción de su historia, en el tiempo y en el espacio: a ambos nos amarran Dios, y mediante ambos estamos todos amarrados en mutua unión. El aspecto diacrónico, el orar con los Padres y los Apóstoles, es parte de lo que denominamos rito, pero incluye también un aspecto local, que se extiende desde Jerusalén a Antioquía, Roma, Alejandría y Constantinopla. Los ritos no son sólo, pues, producto de la inculturación, por mucho que puedan haber incorporado elementos de las diversas culturas. Ellos son formas de la tradición apostólica y de su desenvolvimiento en los grandes lugares de la tradición[30].

Finalizaré con una comparación extensa. Desde el tiempo de los antiguos griegos hasta la Alta Edad Media, los filósofos aceptaron la idea de que hay cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Aunque nuestra actual tabla periódica contiene 118 elementos, el antiguo cuarteto todavía posee una belleza poética y una capacidad de sugerir que la mantienen viva, como metáfora. Al meditar en los cuatro elementos, comencé a ver cómo coinciden con las cuatro propiedades que he estado analizando. La validez es como la tierra: el fundamento, la roca sólida, lo más útil, pero no algo a lo que se le toma una fotografía o sobre lo que se envía una carta a casa. Pero sin la tierra, no existiría posibilidad alguna de cultivos ni construcciones; y del mismo modo, sin validez no se comunicaría jamás la gracia sacramental a los cristianos, no se plantaría ninguna semilla divina, no se construiría ningún castillo interior. La licitud es como el aire, el elemento en el que vivimos y nos movemos. Cuando todo anda bien, cuando el aire es limpio, claro y fresco, no nos damos cuenta de que lo respiramos; de un modo parecido, la liturgia que cumple con las exigencias de las normas debiera ser la atmósfera que damos por supuesta, en la cual moramos, no algo en lo que nos fijamos especialmente. Normalmente, lo que nos mueve a notar la atmósfera es la polución o la niebla densa que, en el ámbito de la liturgia, estaría constituida por los abusos litúrgicos, la creatividad ad lib, la irreverencia eucarística, el escándalo público y todo ese tipo de cosas. La idoneidad es como el fuego, que se alza impetuosamente a los cielos, apunta a Dios, ilumina, calienta. Cuando la liturgia es realizada como se debe, nos calentamos con su belleza y nos iluminamos con su luz simbólica; dirige nuestras mentes a Dios, eleva nuestros corazones al cielo, a ese divino Fuego de Amor que se reveló a sí mismo en el Monte Sinaí y se detuvo en las cabezas de los discípulos el día de Pentecostés. La autenticidad o legitimidad es como el agua, el elemento que limpia y da vida. Así como el agua fluye de un lugar a otro, así fluye la Tradición de generación en generación, llevando vida adonde quiera que llega y penetra; y así como las fuentes de las montañas son el origen lejano de los arrolladores ríos en los valles de allá abajo, así también los Apóstoles reunidos en el piso de arriba, son el origen de las seis familias de tradición que de ellos derivan: la armenia, la caldea, la antioquena, la alejandrina, la bizantina y la romana[31]. Cuando nos apegamos con fuerza a la validez, la licitud, la idoneidad y la autenticidad, caminamos sobre terreno sólido, respiramos aire saludable, nos calentamos e iluminamos con el fuego, y nos refrescamos con el rocío del Espíritu.


[1] Como explica Ludwig Ott: “La cosa es o una sustancia física (agua, aceite) o una acción perceptible por los sentidos (penitencia, matrimonio). La palabra es, como norma, la palabra hablada”. Cfr. Ott, L., Fundamentals of Catholic Dogma (Londres, Baronius Press, nueva ed., 2018), p. 349. 

[2] Citado en Ott, Fundamentals of Catholic Dogma, cit., p. 349.

[3] Véase Ott, Fundamentals of Catholic Dogma, cit., pp. 366-68; Davis, H., Moral and Pastoral Theology, vol. 3: The Sacraments in General (Londres y Nueva York, Sheed and Ward, 1949), pp. 16–20; Nutt, R. W.,General Principles of Sacramental Theology (Washington, DC, The Catholic University of America Press, 2017), pp. 74–87; Leeming, B., Principles of Sacramental Theology (Westminster, MD, Newman Press, 1962), pp. 435–461 (cfr. p. 517).

[4] Nutt, General Principles, cit., p. 72

[5] Canon 840 (CIC 1983).

[6] Nutt, General Principles, cit., p. 72.

[7] Leeming, Principles, cit., p. 266.

[8] El canon 840 (CIC 1983), citado anteriormente, dice también: “Como acciones de Cristo y de la Iglesia, ellos [los sacramentos] son signos y medios que expresan y fortalecen la fe, rinden culto a Dios, y producen la santificación de la humanidad contribuyendo, así, del mejor modo posible, a establecer, fortalecer y manifestar la comunión eclesial. Por lo mismo, en la celebración de los sacramentos, los ministros sagrados y los otros miembros del laicado cristiano deben observar el mayor respeto y la necesaria diligencia”. El canon 841 (CIC 1983) dice a continuación, como sacando una conclusión, que “pertenece a la misma [suprema autoridad de la Iglesia] decidir qué pertenece a la lícita celebración, administración y recepción, y cuál el orden que debe observarse en su celebración”.

[9] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, núm. 11–12.

[10] Redemptionis Sacramentum, núm. 183.

[11] Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, núm. 48.

[12] A Benedictine Monk [Dom Gérard Calvet, O.S.B.], Four Benefits of the Liturgy (Southampton, UK, Saint Austin Press, 1999).

[13] El argumento del Dr. Glenn Arbery en favor de la buena retórica oral puede aplicarse a la liturgia como una modalidad de retórica: “Se ha criticado mucho a los oradores astutos por hacer que las falsas ideas del bien parezcan más atractivas que el auténtico bien. En El Paraíso Perdido, Milton escribe que el diablo Belial 'podía hacer que el motivo peor pareciera el mejor, para dejar perplejos a los buenos consejos y destruirlos'. Si alguien que está en el lado equivocado puede ser tan eficaz, ¿es suficiente estar en el lado bueno? Difícil. Es necesario que la razón mejor parezca ser mejor en sus auténticos desarrollos y en su belleza, y que lo que es bueno parezca ser bueno mediante el dominio de las mismas artes que están a disposición de los más sutiles enemigos. ¡Nuestro futuro depende de ello!” (“O Oratory!,” President’s Bulletin, 22 de febrero de 2018).

[14] Véase, por ejemplo, Compendium theologiae, Part I, cap. 199–201.

[15] Parte del material siguiente está adaptado de la conferencia Beyond ‘Smells and Bells’: Why We Need the Objective Content of the Usus Antiquior”.

[16] “Si alguno dijere, que se pueden despreciar u omitir por capricho y sin pecado por los ministros, los ritos recibidos y aprobados por la Iglesia católica, que se acostumbran practicar en la administración solemne de los Sacramentos; o que cualquier [quemcumque] Pastor de las iglesias puede mudarlos en otros nuevos; sea excomulgado” (Concilio de Trento, Sesión VII, canon 13).

[17] Cfr. Cardenal Journet sobre los privilegios apostólicos en su obra “La teología de la Iglesia”.

[18] Cf Ex. 26,30: “Toda la morada la harás conforme al modelo que en la montaña te ha sido mostrado”; 1 Cron. 28, 11, 19: “Entregó David a su hijo la traza del pórtico y sus dependencias y oficinas, de las salas, de las cámaras y de la casa del propiciatorio […] Todo esto, dijo, me ha sido mostrado por la mano de Yavé, que me dio a entender el diseño de todas las obras”.

[19] Cf. Sto. Tomás, Summa theologiae, III, qq. 46–47.

[20] Roberto Spataro hace notar la idoneidad de recitar un credo inflexible, el Niceno-Constantinopolitano, en medio de lo que había llegado a ser un inflexible sacrificio eucarístico: “Se profesa los artículos de fe en el contexto de un acto litúrgico que merece ser llamado tradicional en el más noble sentido de la expresión, algo que ha sido forjado lentamente, que ha comenzado en la aurora de la liturgia apostólica, que ha alcanzado el pleno esplendor de su perfección”. Spataro, R., In Praise of the Tridentine Mass and of Latin, Language of the Church (trad. Zachary Thomas, Brooklyn, NY, Angelico Press, 2019), p. 79.

[21] Alguien preguntó una vez a un sacerdote del rito armenio: “¿No se cansa nunca de celebrar la misma liturgia todos los días?”. Y él replicó: “¿No se cansa usted de ver a su madre todos los días? ¿No querría tener una madre diferente?”.

[*] Nota de la Redacción: El autor utiliza la expresión idiomática smells and bells”, que se usa para referir el estilo de la High Church del anglicanismo (véase supra, nota 15). Literalmente, smells designa el aroma que desprende el incienso, y bells el sonido de las campanillas para marcar los momentos de la celebración. La frase quiere destacar el énfasis en los aspectos rituales, por lo general con carga peyorativa. 

[22] Redemptionis Sacramentum formula un principio verdadero: “A menudo los abusos se basan en una falsa idea de libertad. Pero Dios no nos ha otorgado en Cristo una libertad ilusoria por la que podemos hacer lo que nos plazca, sino una libertad por la cual podemos hacer lo que es conveniente y recto” (núm. 7). Uno quisiera que el Papa que llevó a cabo la reforma litúrgica se hubiera guiado por este principio.

[23] Hasta este punto adhiero completamente a las observaciones de Geoffrey Hull, aunque su uso de los términos no coincide completamente con el mío: “Una de las consecuencias más perniciosas de la degradación de la theologia secunda en el Occidente latino es la preocupación por la validez, producto automático de la ortodoxia doctrinal, con descuido de la autenticidad, fruto natural de la ortopraxis. Dicho de otro modo, esto supone considerar el texto como lo supremamente importante, y el contexto, como cosa indiferente. En realidad, gran parte del debate católico sobre la reforma litúrgica se ha centrado en la cuestión de si el nuevo texto oficial hace válida o no la Misa y los sacramentos. Mientras tanto, el encuadre cultural de esos ritos es relegado al rincón de las “externalidades” relativamente no importantes”. Hull, G., The Banished Heart: Origins of Heteropraxis in the Catholic Church (Londres y Nueva York, T&T Clark, 2010), p. 38.

[24] En las discusiones que se limitan al mundo del Novus Ordo, se oye a veces mencionar un tercer término, “legitimidad”, pero es difícil decir qué añade éste a los otros dos ya mencionados (al menos en este contexto). Por ejemplo, cierto Obispo me pidió una vez que aceptara la “legitimidad” del Novus Ordo, pero nunca definió el significado de esa palabra. Según entiendo, se la usa a veces como forma más coloquial de decir licitud.

[25] Cfr. Bruyère, C., The Spiritual Life and Prayer According to Holy Scripture and Monastic Tradition (Eugene, OR: Wipf and Stock, 2002),pp. 68–69, sobre las condiciones que se requiere para hacer una Comunión fructífera, y considérese cuánto contribuye la liturgia a alentar y cumplir esas condiciones.

[28] Estas son las condiciones para lo que Santo Tomás de Aquino llamaría esse, no bene esse, la mera existencia, no la plena floración de una cosa.

[29] Supuesto nuestro análisis de las cuatro propiedades, se deduce de él que todo católico está enteramente autorizado para sostener opiniones como “el Novus Ordo es válido, pero no tan espiritualmente provechoso como el usus antiquior”, y “el Novus Ordo, que existe por fiat papal desde 1969, tiene menos derecho a ser considerado liturgia católica que el usus antiquior, de uso inmemorial, el cual jamás fue creado por un Papa de ese modo”. Véase la tabla con una presentación esquemática de esto al final de este artículo. 

[30] Ratzinger, J., The Spirit of the Liturgy, trad. de John Saward, edición conmemorativa con Guardini, R., Spirit of the Liturgy (San Francisco, Ignatius Press, 2018), part. 4, cap. 1, p. 178, énfasis añadido. El Novus Ordo tendría, a lo más, la primera (validez) y la segunda (licitud), carecería normalmente de la tercera (idoneidad) y carecería siempre de la cuarta (autenticidad). Esta es la razón por qué no es un rito litúrgico en el más pleno sentido del término.

[31] El Código de los Cánones para las Iglesias Orientales usa la siguiente terminología: existen cinco tradiciones claves en las Iglesias Orientales: armenia, bizantina, alejandrina, antioquena y caldea. La caldea es, en último término, sirio-oriental, y la antioquena, sirio-occidental, pero hay algo que es adecuado en llamar a estas tradiciones según sus sedes tradicionales. Al interior de estas tradiciones principales, existen 23 Iglesias sui iuris en unión con Roma, que se autogobiernan. Cada tradición puede tener varios ritos litúrgicos tanto en Oriente como en Occidente. Así, la tradición latina tiene los ritos romano, ambrosiano, mozárabe, de Braga, etcétera. Supuesta la eclesiología oriental, cada rito está ligado con su propia “Iglesia”, por lo que el rito ucraniano es el rito litúrgico de la Iglesia Católica Ucraniana Griega, que pertenece a la tradición bizantina. Algunos casos son más complicados, como el de los melquitas, que son una Iglesia de tradición principalmente bizantina, pero con algunas claras influencias antioquenas.

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