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domingo, 16 de mayo de 2021

Domingo después de la Ascensión

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 15, 26-27; 16, 1-4):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Cuando viniere el Consolador, que Yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que del Padre procede, Él dará testimonio de Mí; y vosotros daréis testimonio porque estáis conmigo desde el principio. Esto os he dicho para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas; mas llega la hora en que cualquiera que os diere muerte pensará hacer un servicio a Dios. Y esto os harán, porque no conocieron ni al Padre ni a Mí. Mas esto os lo he dicho, para que cuando viniere la hora, os acordéis de que ya os lo había anunciado”.

***

La liturgia no reformada del día de la Ascensión, inmediatamente después de la lectura del Evangelio de la fiesta, apaga ritualmente el cirio pascual, que se había mantenido encendido durante todas las Misas desde la Pascua. Con ello la Iglesia nos dice, de un modo tan maravilloso como sencillo, que el Señor ya no está entre nosotros, que se ha ido a lo alto.

Pero antes de ascender al cielo, Jesús pasó cuarenta días instruyendo a sus apóstoles y anunciándoles lo que había de venir: un sufrimiento colmado, igual que el Suyo, de gloria. No anunció el Señor paz y prosperidad, ni mar calmo y navegar sereno. Al contrario, lo que iba a venir y está hasta hoy ocurriendo sería motivo de escándalo, es decir, de grave tropiezo para la fe, si Él no nos lo hubiera predicho y prevenido en consecuencia.

Los apóstatas campean hoy en la Iglesia, incluso en el Vaticano. ¿Motivo de escándalo? No: el Señor ya nos lo advirtió. ¿Hemos de escandalizarnos de la corrupción moral que impera hoy en Roma? ¿Hemos de irnos de la Iglesia, horrorizados, a buscar en otra parte una “religión más pura”? No: el Señor ya nos lo advirtió.

Pero, junto con esto, el Señor nos dice que seremos sus testigos. Los mártires, tanto los de los primeros tiempos como los de hoy (que superan en número a aquéllos), son testigos: dan testimonio de la verdad del Señor, de su realidad, de su divinidad, de su obra redentora, de sus promesas para el mundo futuro. Y cuando, al terminar el período de las peores persecuciones en el Imperio romano, disminuyó el número de mártires, el testimonio pasó a ser papel de los monjes. El monacato surge, en efecto, una vez que terminan las persecuciones. Son los monjes los que, de ahí en adelante y de modo cotidiano, dan testimonio de las verdades finales -las postrimerías- de la existencia del hombre sobre la tierra, aquéllas que dan sentido a toda historia personal.

El papel testimonial de los monjes, su testimonio escatológico, es, pues, indispensable y el más fiel de los testimonios que se puede dar de la fe: como nos dice San Pablo, “sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor 7, 30-31). Todo esto está por acabarse; pongamos nuestra mirada en lo que viene. Y son los monjes quienes nos muestran esa vida que viene, una vida de entrega absoluta al Señor, un modo de vida que es testimonio de esa verdad final y estupenda que Él vino a conseguirnos y enseñarnos.

Pero la Iglesia tiene necesidad no sólo de que se le atestigüe ese mundo final, testimonio que es el más importante de todos, sino también de que se le atestigüe el amor de Cristo por la Iglesia, de Dios por sus hijos adoptados por el bautismo. Y dar ese testimonio está confiado a quienes no son monjes, y se casan y multiplican hijos para Dios: es el mismo San Pablo quien nos lo dice al hablar del sacramento del matrimonio en su epístola a los Efesios, condensando su doctrina del siguiente modo: “Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32). Aquí “gran misterio” significa “algo sagrado y grande”, según la forma como en la antigüedad se usaron los términos “mysterium” y “sacramentum”. Algo sagrado y grande es el testimonio que dan los cristianos corrientes, no consagrados al monacato, en su matrimonio: mientras los monjes son testigos del modo angélico de vida que el Señor ha venido a restituirnos, los casados son testigos del amor inmenso que el Señor nos ha tenido para devolvernos lo que ahora nos restituye, y que el Diablo nos había arrebatado por el pecado.

Célibes que se corrompen en la lujuria, en la riqueza que acumulan y en la soberbia de su poder eclesiástico; casados que se traicionan y se odian mutuamente. ¿No son ambas cosas “contra-testimonios” capaces de escandalizar a los fieles sencillos de Cristo? Este ya nos había dicho que los enemigos de la Iglesia perseguirían a los cristianos y que no debíamos escandalizarnos por ello. Pero ¿resulta ahora que también los testigos nos escandalizan con su infidelidad a la misión testimonial que se les ha confiado, tanto los célibes como los no célibes?

Sí, así es. Sin embargo, el testimonio fundamental, el más importante que el Señor nos anuncia, es el que nos da el Espíritu Santo, y ese testimonio es perpetuo, nos acompañará día a día. No impedirá que los testigos nos escandalicen (“¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos que haber escándalos”, Mateo 17, 7), pero nos asegura que, al cabo, la Iglesia no perecerá: no nos dice que no tropezará ni que no caerá, sino que, al final, no perecerá, no será vencida. Prevalecerá. Y mientras llega el fin, mantendrá vivo, en lugares y de modos inauditos, de generación en generación, en medio de los peores escándalos, el testimonio del Espíritu Santo.       

Benjamin West, La Ascensión, 1801, Colección Berger (Museo de Arte de Denver, EE.UU.)
(Imagen: Wikipedia)  

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