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lunes, 21 de junio de 2021

Domingo IV después de Pentecostés

 

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 5, 1-11):

“En aquel tiempo, hallándose Jesús junto al lago de Genesaret, las gentes se agolpaban en torno suyo, ansiosas de oír la palabra de Dios. En esto vio dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado, y estaban lavando las redes. Subiendo, pues, a una de ellas, que era de Simón, pidióle la desviase un poco de la orilla. Y sentándose dentro, predicaba desde la barca al numeroso gentío. Acabada la plática, dijo a Simón: Guía mar dentro, y echad vuestras redes para pescar. Replicóle Simón: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido; no obstante, fiado en tu palabra, echaré la red. Y habiéndolo hecho, recogieron tan grande cantidad de peces, que la red se rompía. Por lo cual hicieron señas a sus compañeros de la otra barca, de que viniesen a ayudarlos. Vinieron luego, y llenaron con tantos peces las dos barcas, que poco faltó para que se hundiesen. Viendo esto Simón Pedro, echóse a los pies de Jesús, diciendo: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador! Y es que el asombro se había apoderado así de él como de todos los demás que con él estaban, en vista de la pesca que acababan de hacer; lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, y compañeros de Simón. Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; de hoy en adelante serás pescador de hombres. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejáronlo todo, y le siguieron”.

 ***

Dom Guéranger, en su magna obra El año litúrgico, propone el siguiente comentario para este texto del Evangelio.

“Los Evangelistas nos han conservado el recuerdo de dos pescas milagrosas hechas por los Apóstoles en presencia de su Maestro: una es la descrita por San Lucas, y que acaba de recordársenos; la otra aquélla cuyo profundo simbolismo nos invitaba a escrutar el discípulo amado, el Miércoles dé Pascua. En la primera, que se remonta a la vida mortal del Salvador, la red, lanzada al azar, se rompe por la multitud de peces cogidos, sin que el evangelista señale su número ni otras cualidades; en la segunda, el Señor resucitado señala a sus discípulos echar la red a la derecha de la barca y, sin romperse la red, ciento cincuenta y tres peces gruesos llegan a la orilla en que los aguarda Jesús. Ahora bien los Padres, unánimes en esto, explican estas dos pescas como figura de la Iglesia: la Iglesia en el tiempo primero, y más tarde en la eternidad. Ahora la Iglesia es multitud; reúne a todos, sin contar los buenos y malos; después de la Resurrección, sólo los buenos formarán la Iglesia, y su número será prefijado y señalado para siempre. El reino de los cielos, dice el Salvador, es semejante a una red lanzada al mar, rebosante de peces de todas las clases; cuando está llena se la retira para elegir los buenos y tirar los malos”.

¿Cuál es el significado de todo esto?

“Los pescadores de hombres han echado sus redes, dice San Agustín: han cogido esta multitud de cristianos que contemplamos con admiración; han llenado las dos barcas, figuras de los dos pueblos: el Judío y el Gentil. ¿Pero qué hemos oído? La multitud recarga en exceso las barcas y las pone en peligro de naufragio; del mismo modo, vemos que la turbamulta confusa de bautizados recarga hoy a la Iglesia. Muchos cristianos viven mal, vacilan y hacen retardarse a los buenos. Pero aún se portan peor los que rompen las redes con sus cismas y herejías, peces impacientes que no quieren someterse al yugo de la unidad, que no quieren venir al festín de Cristo, y se complacen en sí mismos, y pretextando que no pueden vivir con los malvados, rompen las mallas que los retienen en la estela apostólica, y perecen lejos de la ribera. ¡En cuántos lugares han roto de este modo la inmensa red de la salvación! No imitemos su demencia orgullosa. Si la gracia nos hace buenos, llevemos con paciencia la compañía de los malos en las aguas de este siglo. No nos arrastre su vista a vivir como ellos, ni a salir de la Iglesia; cercana está ya la ribera, donde sólo los de la derecha, sólo los buenos, serán admitidos y de donde los malos serán arrojados al abismo”.

Sabemos cuáles son las terribles cifras de quienes han abandonado, en los últimos sesenta años, el seno de la Iglesia. Muchos, como dice San Agustín, lo hacen pretextando que la corrupción al interior de Ella es excesiva y ellos no pueden tolerarla. Con esto, se proclaman, tácitamente, puros y santos, o más puros y santos que quienes quedan en la Iglesia pecadora. La soberbia aflora aquí, incontenible, y se olvida de que el Apóstol nos urge a que consideremos a los demás mejores que nosotros (“teneos unos a otros por superiores”, Flp 2, 3): porque, en efecto, cada uno de nosotros es un abismo de maldad y de dureza de corazón. Y siéndolo, el Diablo nos empuja, so pretexto de escándalo, a abandonar el único lugar donde nuestra alma enferma y pecadora puede ser salvada.

Pero muy frecuentemente, hay otros que, al optar por “irse”, no hacen sino ceder a su tibieza, a su falta de auténtica voluntad de cumplir la ley de Dios. Si en el caso de los primeros la soberbia predomina, en el de los segundos predomina “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida” (I Jn 2, 16). En el primer caso, no es extraño que la ignorancia, tanto de la historia de la Iglesia como del contenido de la fe, mueva a muchos a escandalizarse; en el segundo caso, el hombre se abandona en manos del mundo, de sus atractivos, de la propaganda anticristiana de las redes sociales y de la prensa, tanto escrita como televisiva: baja sus líneas de defensa y perece ante el ataque del mundo enemigo de Dios. ¡No permita Dios que nos encontremos ni entre los unos ni entre los otros, sino que perseveremos trabajando, con temor y temblor, por nuestra salvación, pues “Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Flp 2, 13)!


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