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martes, 20 de julio de 2021

Domingo VIII después de Pentecostés

 


Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 16, 1-9):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Erase un hombre muy rico, que tenía un mayordomo, y éste fue acusado ante él como dilapidador de sus bienes. Llamóle, pues, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo de ti? Rinde cuenta de tu administración, porque en adelante ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo se dijo: ¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración de sus bienes? Para cavar no valgo, el mendigar me causa vergüenza. Mas ya sé lo que he de hacer, para que, cuando fuere removido de mi mayordomía, halle quienes me reciban en su casa. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su amo, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste le respondió: cien barriles de aceite. Díjole: toma tu escritura, siéntate luego y haz otra de cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú cuánto debes? Y él respondió: cien cargas de trigo. Díjole: toma tu obligación y escribe otra de ochenta. El amo alabó a este mayordomo infiel por su previsión, porque los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así os digo Yo a vosotros: Haceos amigos con las riquezas, instrumentos de pecado, para que cuando falleciereis, seáis recibidos en las eternas moradas”.

***   

Hay católicos necios que, cuando se les menciona la muerte, comentan “para qué hablar de cosas tristes; no seas pesimista; olvídate de eso y piensa en positivo”. ¡Pensar en positivo llaman a no tomar en cuenta el dato más sólido de la vida, más cierto en su ocurrencia, y más inesperado en su cuándo, la muerte!

El Señor alaba en este texto no la malvada astucia del mayordomo, que roba a su amo confirmando, precisamente, su fama de ladrón, sino su previsión, su preparación para lo que ha de sobrevenirle con toda seguridad: la pérdida de la mayordomía.

Lo que cada uno de nosotros ha de perder, de modo inevitable, con certeza absoluta y absoluta ignorancia del momento decisivo, es nada menos que la vida, no este cargo o aquél, no es este bien o el otro; lo perderá todo. Y la muerte será el momento en que tendremos que presentarnos a rendir cuenta de cómo hemos administrado el tiempo que se nos dio, es decir, de cómo hemos vivido; porque el tiempo de que disponemos es vida; nuestra vida es nuestro tiempo, nuestro tiempo es nuestra vida; y es un tiempo tal que cada día que pasa es un día menos de vida que tenemos, no un día más. Un cumpleaños no es un año más de vida; es un año menos. Los años no aumentan, sino que disminuyen. La vida es un plazo. Y, como dice el adagio popular, “no hay deuda que no se pague, ni plazo que no se cumpla”.

¿Cómo es posible tanta necedad como es necesaria para procurar olvidarse de esto? No es que se trate de un simple olvido; es que hay un esfuerzo por no acordarse de esta realidad. El mundo moderno huye de esta realidad (y, al cabo, de toda realidad) por todos los medios posibles, y procura quitarla de la vista: ya no se habla de “muertos” sino de “fallecidos”; en las exequias fúnebres los curas modernos ya no usan el negro, sino el blanco, color de alegría; ya no se ora por el muerto porque ¿para qué, si ya está gozando “en la casa del Padre”? Se piensa, por lo visto, en un Padre que no pide cuentas, que se deja burlar…

El Evangelio es, de este modo, silenciado en lo que nos enseña de esta verdad, tal como es silenciado por la modernidad en tantos otros aspectos: el Padre, con ser el mejor de todos los Padres y el más misericordioso, hace expulsar de la sala del banquete al invitado (no se trata de alguien que se ha “colado” a la fiesta, sino que de un “invitado, nada menos) que se presenta con la ropa sucia o inadecuada. De Dios nadie se ríe. Nadie debe reírse de un padre bueno, sino procurar no irritarlo ni enfadarlo, sino, por el contrario, intentando hacer lo que a él le gusta, precisamente porque es tan bueno.

¿Cómo puede un católico que siente y piensa de este modo tan necio recitar aquella parte del Padrenuestro que dice “venga a nosotros tu reino”? ¿No se da por enterado de que la llegada de ese reino es el fin de nuestro tiempo, el momento decisivo del encuentro con nuestro Amo y Señor? ¡Y Jesús no sólo nos anima a no olvidarlo, sino a pedir que venga!

¿Qué medidas tomar para encontrarnos en buen pie el día de nuestra muerte? ¿Qué preparación hemos de hacer? Lo primero, y quizá lo único importante, es lavar nuestro traje de fiesta para presentarnos al banquete. Es decir, arrepentirnos de nuestros pecados. Nos dice San Agustín en su sermón 20: “si quieres que Él te perdone [tus pecados], tú reconócelos. El pecado no puede quedar sin castigo: no sería lo propio, no correspondería, no sería justo. Por ello, ya que el pecado no puede quedar sin castigo, castígalo tú mismo, para no ser castigado a causa de él. Que tu pecado encuentre en ti a su juez, no a su defensor. En el tribunal de tu alma procede tú contra ti mismo, y acúsate como reo ante ti mismo. No te escondas detrás de ti, para que Dios no te ponga frente a Sí. Y por eso, a fin de encontrar más fácilmente piedad, dice el salmista: "Porque yo reconozco mi iniquidad, y tengo siempre ante mí mi pecado" (Sal 50). Que es como decir: "ya que mi pecado está ante mí, no esté ante Ti, y ya que yo lo reconozco, tú ignóralo".

La oración de la Misa de hoy es un tesoro de densidad, concisión y elegancia: “Largire, Domine, quaesumus, Semper spiritum cogitandi quae recta sunt, propitius et agendi: ut, qui sine te esse non possumus, secundum te vivere valeamus”: Concédenos siempre, propicio Señor, el espíritu de pensar lo que es bueno y de obrarlo, para que quienes no podemos existir sin Ti, podamos vivir de acuerdo contigo”.

Marinus van Reymeswale, Parábola del mayordomo infiel, circa 1540, Museo de Historia del Artes de Viena (Austria)
(Imagen: Wikipedia)

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