Martín de Riquer y Morera (1914-2013), VIII conde de Casa Dávalos, fue un medievalista español, doctor en Filología Románica y especialista en literatura trovadoresca, además de senador en las Cortes Generales de España por designación real, donde le cupo intervenir en la redacción y aprobación de la Constitución de 1978. Entre sus obras destaca una historia de la literatura catalana y varios trabajados dedicados a Miguel de Cervantes y sus obra. En el discurso de contestación por su ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, Dámaso Alonso caracterizó a Martín de Riquer como un "caso portentoso" entre los filólogos. La razón residía en que era "preciso y riguroso en investigaciones de último pormenor, con capacidad a la par de intuición de grandes rasgos definidores de obras, escritores o épocas; que escribe para el más aquilatado especialista cuando hay que dirigirse a él, o, adaptándose, sin perder rigor científico, al público culto en general, cuando es a éste a quien hay que hablar".
Pero Martín de Riquer fue también un hombre de profunda fe, apegado a la liturgia tradicional de la Iglesia en la época en que ésta experimentaba una reforma radical que cambió el culto católico hasta hacerlo para muchos irreconocible. Dos recuerdos tomados de la semblanza que Jordi Llovet le dedica en Mis maestros. Un homenaje (2022) sirven para formarse una idea del sufrimiento de Riquer frente a los cambios litúrgicos y cómo defendió la Misa frente a aquellos que, fundados en una falsa obediencia, se adaptaban a los tiempos.
Riquer fue un hombre enormemente religioso y muy enraizado en los principios sólidos de la civilización de la baja Edad Media y del tiempo del Humanismo, que se dedicó al estudio, la investigación y la docencia como podría haberlo hecho un maestro de la Sorbona, por ejemplo, en el siglo XVI. Iba a Misa con regularidad, y siempre lamentó no solo que muy poca gente leyera ya el latín, sino, en especial, que hubiese desaparecido de la liturgia católica. Esto le parecía incomprensible si se tenía en cuenta que el latín fue la lengua de la Iglesia desde Constantino y, por añadidura, la lengua de los hombres cultos hasta bien entrado el siglo XVIII. (Si le hubiesen preguntado qué lengua debería convertirse en la lengua oficial para toda Europa, Riquer no habría propuesto nunca el inglés, lengua que sabía leer, pero por la que no sentía gran admiración debido a su sintaxis confusa y deslavada, sino el latín). El hecho de que los fieles ya no comprendiesen lo que se decía cuando iban a Misa no le molestaba porque, decía, el latín tenía las propiedades misteriosas y elevadas de las que carecen las lenguas vulgares, precisamente por ser de uso común: toda religión consistiría en el vínculo entre un fiel y un orden verdaderamente superior, el teológico, propósito para el que, a su juicio, no servirían las lenguas neolatinas, aptas para el esparcimiento, las relaciones comerciales o el trato diario entre la gente.
No me resisto a citar el chiste que, en este sentido, me contó una vez Badia y Margarit, que era mísero, algo que no puede decirse de Riquer, aunque fuese a Misa. Dos ancianas salen de la iglesia, terminada la Misa, cuando ya habían cambiado la lengua de la liturgia, y una le dice a la otra: "¡Lo que hay que ver! ¿Qué querrá decir eso de 'El Señor esté con vosotros'?". Era la primera vez que lo oían. La otra anciana le responde: "Sí, mujer, eso significa: Dominus vobiscum". He aquí la explicación paradójica de lo que acabo de apuntar sobre el poder ritual de las lenguas desconocidas.
En su casa tenía una colección envidiable de Biblias de todo tipo y en todas las lenguas de cultura que conocía, en un sector privilegiado del trozo de biblioteca que había en el salón, entrando a mano izquierda; y cuando, una vez, se presentaron en su casa unos testigos de Jehová con la intención de venderle una Biblia, él los hizo pasar y les enseñó las suyas. Los testigos mostraron una gran perplejidad, y Riquer los despidió de ellos educadamente.
En cuanto a la religión, es cierto que a veces exageraba y le gustaba manifestar, según la ocasión, que él era de antes del concilio. Y puntualizaba: no de antes del Concilio Vaticano II, sino de antes del Concilio de Trento. Es posible que alguna vez dijera "de antes del Concilio de Nicea", pero no puedo asegurarlo. Si le hubiesen dicho que era un hombre de la época de los Padres de la Iglesia, lo habría celebrado —¡Atanasio de Alejandría, Basilio, Ambrosio, san Agustín, Gregorio el Grande!—, pero le habría alegrado aún más que le compararan con uno u otro humanista del siglo XV o XVI, de los que unieron la fe cristiana y el legado clásico grecorromano, como Vives o Erasmo. Una vez, reunidos en mi casa unos cuantos amigos, se explayó a gusto haciendo desmesurado de las Misas que oficiaba en París monseñor Lefebvre, que, de tan retrógradas —palabra que yo nunca usaría para referirme a Riquer—, acabó suspendido a divinis por el Vaticano. Riquer había conservado algo de los enfants terribles de los tiempos de su abuelo, y tenía cierta afición a la provocación benigna. Le gustaba mucho la conversación inteligente, y es sabido que una provocación siempre da más de sí que un tópico, de manera que ese día se puso a ensalzar hasta tal punto las Misas de monseñor Lefebvre, que la mujer de José María Valverde, que profesaba un cristianismo muy aggiornato, como su marido —uno de esos cristianismos con acompañamiento de guitarra y cantos espirituales negros, como ya se ha dicho más arriba—, se sintió obligada a salir en defensa del Concilio Vaticano II, o de las bellas almas cristianas con vocación por las causas seculares. Le espetó: "Martín, con Dios no se juega". Riquer, que era rapidísimo en materia de controversia, la miró con gran calma, se sacó la pipa de la boca y le dijo: "Eso digo yo".
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Nota de la Redacción: El texto transcrito proviene de Llovet, J., Mis maestros. Un homenaje (trad. de Lucas Villavecchia, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2022), pp. 70-73.
Sumamente interesante, gracias por la publicación, no conocía ni su existencia. Muchas gracias.
ResponderBorrarMary Poppins