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domingo, 11 de diciembre de 2016

50 años de Magnificat: la conferencia de Augusto Merino (primera parte)

En esta y en siguientes entradas semanales ofreceremos el texto completo que desarrolla la ponencia presentada por el Prof. Augusto Merino Medina en el II Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile, celebrado en esta ocasión para festejar el quincuagésimo aniversario de nuestra Asociación. 

 Augusto Merino (izq.) durante su conferencia en el II Congreso Summorum Pontificum

***

Lex orandi, lex credendi: cómo alterar la fe sin tocar la doctrina (I)


1. En su importante libro Resurgent in the midst of crisis, Peter Kwasniewski cuenta lo que oyó un día decir a un obispo ortodoxo griego: “En oriente, pensamos según lo que oramos. En occidente, vosotros oráis según lo que pensáis. Y así es como nuestra teología no cambia, porque nuestra liturgia no cambia, en tanto que vosotros, cuando comenzasteis a cambiar vuestra teología, cambiasteis también vuestra liturgia”[1]. Aquel obispo daba expresión, de este modo, al milenario aforismo latino atribuido a Próspero de Aquitania: lex orandi, lex credendi.

Con todo, lo que el obispo mencionado decía necesita una corrección.

La “salida de mar” teológica desde mediados del siglo XIX, a la que ha aludido Peter Berger[2], no obstante los esfuerzos por contenerla del Beato Pío IX, de San Pío X y del Siervo de Dios Pío XII, se produjo porque las “quintas columnas” en la Iglesia, luego de las invectivas papales contra el espíritu de la Ilustración o espíritu moderno, habiendo aparentado una retirada, escogieron astutamente el terreno para adelantar su causa en un lugar que a muchos, por desgracia, y a muchos especialmente bien colocados en la jerarquía de la Iglesia, les pareció inocuo: el terreno de la liturgia. Si se considera que hasta bien entrado el siglo XX las cuestiones litúrgicas eran a menudo calificadas como simples problemas de “rúbricas”, o sea, como quien dice “de meros detalles protocolares”, uno se explica que los miembros del Movimiento Litúrgico francés, que comenzó a desviarse del espíritu de Dom Guéranger a principios del siglo XX[3] y se transformó en portador del más sutil modernismo, se dedicaran a una tarea de pacientes estudios “de rúbricas” que, al cabo de unos cuarenta bien calculados y planificados años, dieron su fruto en la llamada “reforma” de la liturgia llevada a cabo por el Concilio Vaticano II.

Es muy probable que el Concilio del Papa Juan, a pesar de su inmenso ímpetu, hubiera pasado a la historia como un Concilio controvertido más, quizá al estilo de lo que ocurrió con el Segundo Concilio de Constantinopla, si no fuera porque – nolens, volens- abrió las puertas precisamente al cambio más extraordinario y profundo que ha experimentado la lex orandi en los últimos quince siglos: es en los cambios litúrgicos donde está el más cortante filo del Concilio Vaticano II.

 El Papa Juan XXIII

Así pues, habría que corregir a aquel obispo ortodoxo, citado al comienzo, en el siguiente sentido: no hemos cambiado primero nuestra teología –al menos no abiertamente- para luego cambiar nuestra liturgia –lo cual significaría, al cabo, un mentís al adagio lex orandi, lex credendi- sino que, primero, cambiamos nuestra liturgia, que hizo de caballo de Troya para los cambios teológicos, y con ello se produjo la “salida de mar” de que habla Berger. En otros términos, los cambios teológicos comenzaron de modo muy gradual y solapado antes de la reforma litúrgica, y no levantaron realmente cabeza sino una vez que, finalizado el Concilio, se hubo llevado a cabo el cambio en la liturgia: cuando éste tuvo lugar, el gran dique de la ortodoxia, la lex orandi, dejó de ser una defensa, y la “lex credendi” fue modificada masivamente, ya sin trabas, de acuerdo con las pautas del modernismo. La pretensión de hacer nacer una nueva Iglesia, una Iglesia “primaveral” postuladora de un cristianismo “aggiornado” sólo pudo levantar cabeza, en otras palabras, cuando se contó con ese emblema, esa bandera revolucionaria que fue la nueva Misa. Esto explica que la nueva Misa sea considerada absolutamente intocable por los reformadores del siglo XX, porque ella es el gran símbolo de lo que se quiso hacer en el Concilio, en muchos casos a pesar de éste. Todo lo demás es discutible, parece que se nos quiere decir; la nueva Misa, no. Esta conciencia de la importancia de los símbolos explica en los reformadores el furor con que fue demolida la antigua Misa, el antiguo símbolo del antiguo catolicismo, de la antigua fe.

El apoyo inicial de Pablo VI, quien en opinión de Bouyer, fue un liberal de tomo
y lomo[4] y, luego, de Juan Pablo II –quien, aceptando de hecho las reformas en su largo pontificado, dio vida, una vez más, a aquello de “quien calla, otorga”- fue, en efecto, fundamental en la profunda y rápida alteración de la lex orandi. El análisis de cómo estos inauditos cambios encontraron apoyo en las nuevas doctrinas teológicas que ellos mismos expresaban, desborda el propósito que nos hemos hecho para esta exposición, y ha sido realizado, por lo demás, con la debida autoridad y competencia en numerosas ocasiones, partiendo por aquel notable documento presentado a Pablo VI por los Cardenales Ottaviani y Bacci el 25 de septiembre de 1969[5]. Aquí nos limitaremos a hacer algunas consideraciones sobre el modo como tales cambios litúrgicos afectan primeramente no la profesión explícita de la fe, sino la fe vivida prácticamente por los fieles católicos en los últimos tiempos. Porque es un hecho evidente que, por una parte, la mayor parte de los fieles no es capaz de articular intelectualmente y de modo claro lo que cree y que, por otra parte, la liturgia moldea y perfila nuestra vida espiritual y, al cabo, toda nuestra persona, lo que se cree y lo que se obra. Esto no es poco: lo que hace así la liturgia es gobernar el corazón, o sea, la forma del vaso íntimo al que se vacía la fe, y sabemos que, lo que se recibe, se recibe según la forma del recipiente. El cambio en los hábitos de orar cambia la sensibilidad y, cambiada ésta, no se recibe la fe al modo como se la recibía antes, y se termina, imperceptible pero seguramente, por recibir una fe de forma diferente, es decir, otra fe. Así de simple. Entre los cristianos ortodoxos la pureza de la fe y la fidelidad a ella se han conservado hasta ahora no por la existencia de una suprema instancia de confirmación doctrinal, como es el caso del Papado en la Iglesia latina, sino por el fidelísimo respeto a la tradición litúrgica, cuidada hasta el último detalle y, como fue el caso en la Iglesia latina hasta antes del Concilio Vaticano II, regulada en cada uno de ellos[6].


 Pablo VI celebra la primera Misa en italiano, el 7 de marzo de 1965, incluso antes de la promulgación del Novus Ordo Missae


Si bien los reformadores litúrgicos actuaron con una estrategia de shock, el apoyo de los dos Papas mencionados les permitió comenzar, sobre seguro y con la mayor confianza, el programa de cambios que se venía incubando, tras las bambalinas teológicas de Francia, Alemania, Bélgica y Holanda, desde hacía al menos medio siglo. Y aunque el shock inicial despertó las lógicas y previsibles resistencias[7], éstas fueron, si pudiera decirse así, un “riesgo calculado” que no detuvo ni ralentizó ni, mucho menos frustró, los objetivos que se había formulado –y en gran medida ocultado- por los reformadores[8]. No obstante, dichos objetivos pueden ser descifrados, especialmente con el paso del tiempo transcurrido desde el Concilio Vaticano II y a la luz de los resultados.


2. La Ilustración, como matriz cultural de la Modernidad, que adquirió finalmente forma teológica en el Modernismo, es lo que está detrás de la “reforma” litúrgica. Como se sabe, la Ilustración aspiró a fundar una cosmovisión que reemplazara radicalmente a la visión cristiana de la vida que había predominado por más de mil años en Occidente. Su propuesta no fue una mera alteración o modificación del cauce cultural anterior sino un programa global para abandonarla y reemplazarla en su totalidad. Naturalmente, hubo muchísimos aspectos del mundo previo que la Ilustración no pudo cambiar –ni siquiera se intentó hacerlo- y muchos otros que perduraron todavía un tiempo largo –por ejemplo, el uso del latín como lengua de la filosofía y de la ciencia-. Lo que sí operó fue su inmenso impulso anticristiano –y, en particular, anticatólico-.


La primera y más importante lucha de la Ilustración por hacer triunfar su proyecto fue contra la Tradición en general y contra la institución que era su más inexpugnable –hasta entonces- defensora, la Iglesia católica. Por esto mismo, el antagonismo entre Ilustración y catolicismo es irreconciliable. Dom Guéranger, quien comprendió esto perfectamente, lo dijo en su tiempo de un modo insuperable: “la Liturgia es la misma Tradición en su más alto grado de poder y solemnidad”, lo cual equivale a decir que la liturgia es “el dogma rezado”. Por ello continúa Dom Guéranger: “El primer carácter de la herejía antilitúrgica es el odio a la Tradición en las fórmulas del culto divino. No se puede negar la presencia de este específico carácter en todos los herejes, desde Vigilancio hasta Calvino, y la razón es fácil de explicar: cada sectario que quiere introducir una nueva doctrina se encuentra necesariamente en presencia de la Liturgia, que es la Tradición en su máxima potencia, y no podrá encontrar reposo mientras no haya silenciado esta voz, mientras no haya arrancado estas páginas que dan refugio a la fe de los siglos pasados. De hecho, ¿de qué manera se han establecido y mantenido en las masas el luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo? Para lograr esto no se ha debido hacer otra cosa que sustituir nuevos libros y nuevas fórmulas a los libros y a las fórmulas antiguas, y así todo se ha cumplido”[9].


 Edición de 1549 del Book of Common Prayer, principal vehículo de la reforma protestante en Inglaterra

De este modo, so capa de combatir las oscuridades y supersticiones de la Tradición, la Ilustración se propuso desacralizar el culto, reducirlo a lo puramente racional. Considerando la centralidad de la liturgia en la vida de la Iglesia, resulta que es la desacralización de la liturgia, su reducción a un conjunto de ritos puramente humanos, la clave de todo el proceso que la Iglesia ha experimentado desde hace cincuenta años. Desacralización que conduce a la inmanentización del mensaje cristiano, partiendo por la moral y relegando a la periferia todo aquello que en la fe parece “desfigurado” por un innecesario supernaturalismo. Se alcanza así el objetivo de una “religión dentro de los límites de la razón”, punto central del programa ilustrado y del Modernismo actual.

El primer objetivo ganado por la Ilustración para sus filas fue el protestantismo liberal. Por eso, la presencia de “observadores” no católicos en el Consilium, institución que tomó a su cargo concretar las reformas que se deseaba hacer, aprovechando las puertas que la constitución Sacrosanctum Concilium había entreabierto, es todo un símbolo de lo que había de ocurrir y de su porqué. Habría que agregar que no se trató sólo de un símbolo sino que, a juzgar por los resultados, fue una realidad que produjo efectos en las reformas litúrgicas.

 El Papa Pablo VI recibe a los observadores protestantes ante Consilium, la comisión de reforma litúrgica


El protestantismo liberal empleó, para penetrar en el corazón del catolicismo, la vía abierta por el ecumenismo. El concepto mismo de ecumenismo es objeto de grandes e interesantes debates hasta hoy por la dificultad de darle un significado claro y operativo[10]. Pero, a juzgar por los cambios emprendidos en su nombre o tomándolo como tácito referente de las acciones que se emprendía, en la liturgia el ecumenismo significó desenfatizar en el rostro católico todo aquello que hiriera o desagradara a la mentalidad protestante[11]. Si se considera el curso que ha llegado a tomar el protestantismo liberal a cincuenta años del Concilio, situado hoy en una posición que debiera hacer cada vez más difícil el encuentro con el catolicismo –a pesar de que en materia de inverosimilitudes estamos recién empezando a verlas-, y si se considera también cuánto los cambios litúrgicos nos han alejado de la ortodoxia griega –con la cual se debió también haber obrado en el sentido de un acercamiento “ecuménico”-, no se puede dejar de manifestar pasmo por la cortedad de vista y el talante arbitrariamente selectivo con que se privilegió un eventual entendimiento con el protestantismo, pagando como precio el tesoro de la liturgia católica[12].




[1] Kwasniewski, P., Resurgent in the midst of crisis, Middletown DE, Angelico Press, 2014, p. 120 (traducción nuestra).

[2] Berger, P., A rumour of angels, Harmondsworth, Middlesex, Penguin Books, 1969.

[3] Cf. Bonneterre, D., Le mouvement liturgique, Escurolles, Fideliter, 1979.

[4] Bouyer, L., Mémoires, París, Cerf, 2014, p. 210.

[5] El texto está disponible en este enlace

[6] Uno de los cambios de mayores consecuencias teológicas llevados a cabo en nombre del Concilio Vaticano II fue la desregulación de la liturgia de la Misa, por cuanto se dejó desprotegida la doctrina de la fe, encarnada en la lex orandi, frente a la improvisación, la cual no sólo se dio con grandes exageraciones, como es sabido, sino que fue, además, profusamente alentada. Cf. Cekada, A., Work of human hands, West Chester, OH, SGG Resources2ª ed., 2015, p. 129: “De todos los peligrosos principios de la Instrucción General de 1969, su desregulación de la liturgia fue quizá el más corrosivo para la fe católica. Cuando se desregula la liturgia, se desregula también la fe expresada en ella y se la deja en peligro” (traducción nuestra).

[7] Las resistencias que los cambios forzados por Cranmer en Inglaterra fueron más francos y directos. Cfr. Davies, M., El ordo divino de Cranmer. La destrucción del catolicismo a través del cambio litúrgico, trad. de Gustavo Nózica, Collins, CO, Roman Catholic Books, 1995.

[8] “El tema más debatido [en la primera sesión del Concilio] fue la reforma litúrgica. Sería más acertado decir que los obispos quedaron con la impresión de que la liturgia se había analizado por completo. A posteriori, resulta claro que se les dio oportunidad de analizar sólo principios generales. Los cambios subsiguientes fueron más radicales que los deseados por Juan XXIII y los obispos que aprobaron el decreto sobre la liturgia. El sermón del Papa al finalizar la primera sesión demuestra que no sospechaba lo que estaban planeando los expertos en liturgia”. Cfr. Heenan, Card. J., A Crown of Thorns, London, 1966, citado por Davies, M., El concilio del Papa Juan, Buenos Aires, 2013, p. 106.


[9] Guéranger, P., Institutions liturgiques, Le Mans/Paris, 1840-1851, 3 vol., reeditadas después con complementos en 4 vol. (París, 1878-1885).

[10] Veáse Ferrara, C./Woods, T., The great façade. Kettering, OH, Angelico Press, 2015, capítulo 3.

[11] Annibale Bugnini declaró en una entrevista  que la reforma litúrgica llevaba la impronta del “deseo de apartar cualquier piedra que pudiera constituir aunque fuera la mera sombra de un obstáculo o de un desagrado para los hermanos separados”. Citado por Petrucci, P. P., “Per non dimenticare”, Una Vox, enero de 2014 [disponible aquí]. El propio Pablo VI  declaró en una oportunidad que: “Al esfuerzo que se pide a los hermanos separados para que vuelvan a la unidad, debe corresponder el esfuerzo, por mortificante que nos resulte, de purificar a la Iglesia romana en sus ritos, para que se vuelva deseable y habitable”. Cfr. Guitton, J., Paolo VI secreto. Milán. San Paolo4ª ed., 2002, p. 59.

[12] Lo de la arbitrariedad de la elección es punto, por cierto, debatible, que no vamos a desarrollar aquí. Sólo recordemos que lo que guió a la reforma litúrgica fue la mentalidad modernista, que ya había ganado para sí al protestantismo, pero no a la ortodoxia griega.

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