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martes, 21 de marzo de 2017

El nombre de Dios es misericordia (II)

El papa Francisco convocó un Año jubilar de la misericordia entre el 8 de diciembre de 2015 y el 20 de noviembre de 2016 a través de la bula Misericordiae Vultus. Su objetivo era profundizar en la correcta implantación del Concilio Vaticano II y situar en un lugar central la Divina Misericordia, con el fortalecimiento de la confesión. Además, para favorecer el encuentro de los fieles con la misericordia de Dios dio una larga entrevista a Andrea Tornielli, periodista del diario italiano La Stampa, que fue recogida en forma de libro y traducido a más de veinte idiomas. Éste lleva por título El nombre de Dios es misericordia. En una entrada anterior reprodujimos algunos pasajes seleccionados por nuestro equipo de Redacción y tomados de la edición española comercializada por Planeta. Les ofrecemos ahora una segunda entrega, muy apropiada para este tiempo de Cuaresma, sobre todo cuando en los últimos días el Papa Francisco ha vuelto a referirse a la importancia de este sacramento (véase aquí y aquí). 

Andrea Tornielli

***

El nombre de Dios es misericordia
Una conversación con Andrea Tornielli

Francisco P.P.

¿Por qué es importante confesarse? Usted fue el primer Papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales de la Cuaresma, en San Pedro… Pero, ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón solos, enfrentarse solos con Dios?

Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonen los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se les perdonen, no serán perdonados» (Evangelio de San Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus sucesores –los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores– se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi. Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene también un aspecto social, pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mi pecado. Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús.


El papa Francisco confesándose en la Basílica de San Pedro en 2014
(Foto: Aciprensa)

Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo. San Ignacio, antes de cambiar de vida y de entender que tenía que convertirse en soldado de Cristo, había batido en la batalla de Pamplona. Formaba parte del ejército del rey de España, Carlos V de Habsburgo, y se enfrentaba al ejército francés. Fue herido gravemente y creyó que iba a morir. En aquel momento no había ningún cura en el campo de batalla. Y entonces llamó a un conmilitón suyo y se confesó con él, le dijo a él sus pecados. El compañero no podía absolverlo, era un laico, pero la exigencia de estar frente a otro en el momento de la confesión era tan sincera que decidió hacerlo así. Es una bonita lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. 

Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura. Siempre me ha conmovido ese gesto de la tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor acoge al penitente poniéndole la estola en la cabeza y un brazo sobre los hombros, como en un abrazo. Es una representación plástica de la bienvenida y de la misericordia. Recordemos que no estamos allí en primer lugar para ser juzgados. Es cierto que hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego.

Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia.


Una mujer se confiesa en el Domingo de Resurrección de 1991 en Albania
(Foto: LJWord)

¿Qué puede decir de su experiencia como confesor? Se lo pregunto porque parece una experiencia que ha marcado profundamente su vida. En la primera Misa celebrada con los fieles tras su elección, en la parroquia de Santa Ana, el 17 de marzo de 2013, usted habló de aquel hombre que decía: «Oiga, padre, yo he hecho malas cosas…», y al cual usted contestó: «Ve a ver a Jesús, que Él lo perdona y lo olvida todo». En esa misma homilía recordaba que Dios nunca se cansa de perdonar. Poco después, en el ángelus, recordó otro episodio, el de la viejecita que le había dicho confesándose: «sin la misericordia de Dios, el mundo no existiría».

Recuerdo muy bien este episodio, que se me quedó grabado en la memoria. Me parece que aún la veo. Era una mujer mayor, pequeñita, menuda, vestida completamente de negro, como se ve en algunos pueblos del sur de Italia, en Galicia o en Portugal. Hacía poco que me había convertido en obispo auxiliar de Buenos Aires y se celebraba una gran Misa para los enfermos en presencia de la estatua de la Virgen de Fátima. Estaba allí para confesar. Hacia el final de la Misa me levanté porque debía marcharme, pues tenía una confirmación que administrar. En ese momento llegó aquella mujer, anciana y humilde. Me dirigí a ella llamándola abuela, como acostumbramos a hacer en Argentina. «Abuela, ¿quiere confesarse?» «Sí», me respondió. Y yo, que estaba a punto de marcharme, le dije: «Pero si usted no ha pecado…».

Su respuesta llegó rápida y puntual: «Todos hemos pecado». «Pero quizá el Señor no la ha perdone...», repliqué yo. Y ella: «El señor lo perdona todo». «Pero ¿usted cómo lo sabe?» «Si el Señor no lo perdonase todo –fue su respuesta–, el mundo no existiría.»


El papa Francisco confesando a una joven en la Plaza de San Pedro el 23 de abril de 2016
(Foto: Infobae)

Un ejemplo de la fe de los sencillos, que tienen ciencia infusa aunque jamás hayan estudiado teología. Durante ese primer ángelus dije, para que me entendieran, que mi respuesta había sido: «¡Pero usted ha estudiado en la Gregoriana!». En realidad, la autentica respuesta fue: «¡Pero usted ha estudiado con Royo Marín!». Una referencia al padre dominicano Antonio Royo Marín, autor de un famoso volumen de teología moral. Me impresionaron las palabras de aquella mujer: sin la misericordia, sin el perdón de Dios, el mundo no existiría, no podría existir. Como confesor, incluso cuando me he encontrado ante una puerta cerrada, siempre he buscado una fisura, una grieta, para abrir esa puerta y poder dar el perdón, la misericordia.

Usted una vez afirmó que el confesionario no debe ser una «tintorería» ¿Qué significa eso? ¿Qué quería decir?

Era un ejemplo, una imagen para dar a entender la hipocresía de cuantos creen que el pecado es una mancha, tan solo una mancha, que basta ir a la tintorería para que la laven en seco y todo vuelve a ser como antes. Como cuando se lleva una chaqueta o un traje para que le saquen las manchas: se mete en la lavadora y ya está. El pecado es una herida, ha que curarla, medicarla. Por eso usé esa expresión: intentaba evidenciar que ir a confesarse no es como llevar el traje a la tintorería.


San Pío de Pietralcina sentado al confesionario
(Foto: Cacciopoli)

Cito otro ejemplo suyo: ¿qué significa que el confesionario no debe ser tampoco una «sala de tortura»?

Esas eran las palabras dirigidas más bien a los sacerdotes, a los confesores. Y se referían al hecho de que quizá puede existir en uno un exceso de curiosidad, una curiosidad un poco enfermiza. Una vez oí decir a una mujer, casada desde hacía años, que no se confesaba porque cuando era una muchacha de trece o catorce años el confesor le había preguntado dónde ponía las manos cuando dormía. Puede haber un exceso de curiosidad, sobre todo en materia sexual. O bien una insistencia en que se expliciten detalles que no son necesarios. El que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la vergüenza es una gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace humildes. 

Pero en el dialogo con el confesor hay que ser escuchado, no ser interrogado. Además, el confesor dice lo que debe, aconsejando con delicadeza. Es esto lo que quería expresar hablando de que los confesionarios no deben ser jamás cámaras de tortura.

¿Jorge Mario Bergoglio ha sido un confesor severo o indulgente?

He intentado siempre dedicarle tiempo a las confesiones, incluso siendo obispo o cardenal. Ahora confieso menos, pero aún lo hago. A veces quisiera poder entrar en una iglesia y sentarme en el confesionario. Así pues, para contestar a la pregunta: cuando confesaba siempre pensaba en mí mismo, en mis pecados, en mi necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba perdonar mucho.



[…]


El papa Francisco confesando a un joven en la Plaza de San Pedro el 23 de abril de 2016

¿Qué consejos le daría a un penitente para hacer una buena confesión?

Que piense en la verdad de su vida frente a Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa mirarse con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que se deje sorprender, asombrar por Dios. Para que Él nos llene con el don de su misericordia infinita debemos advertir nuestra necesidad, nuestro vacío, nuestra miseria. No podemos ser soberbios. Me viene a la cabeza la historia que me contó una vez un dirigente argentino al que conocía. Tenía un colega que parecía muy comprometido con la vida cristiana: rezaba el rosario, hacía lecturas espirituales, etcétera. Un día le había confesado, en passant, como quien no quiere la cosa, que tenía una relación con su propia empleada del hogar. Y le había dado a entender que le consideraba algo normal, pues –decía– estas personas, es decir, los criados, en el fondo estaban allí también «para eso». Mi amigo se había escandalizado, pues el colega en definitiva le estaba diciendo que creía en la existencia de seres humanos superiores e inferiores: estos últimos destinados a ser explotados y «usados», como aquella empleada del hogar. Me impresionó ese ejemplo: a pesar de todas las objeciones que se le hacían, aquel hombre seguía firme en su idea, impermeable. Y seguía considerándose un buen cristiano porque rezaba, leía textos espirituales cada día y los domingos iba a Misa. He aquí un caso de soberbia, lo contrario de ese corazón hecho pedazos del que hablan los padres de la Iglesia.


Sacerdote confesando
(Foto: Agnus Dei)

Y, en cambio, ¿qué consejos el daría a un sacerdote que se los pidiera, que le preguntara: «Cómo hago para ser un buen confesor»?

Creo haber respondido ya en parte con lo que hemos dicho antes. Que piense en sus pecados, que escuche con ternura, que le pida al Señor que le dé un corazón misericordioso como el suyo, que no tire nunca la primera piedra porque también él es un pecador necesitado de perdón. Y que trate de parecerse a Dios en su misericordia. Esto es lo que se me ocurre decirle. Debemos ir con la mente y con el corazón a la parábola del hijo pródigo, el más joven de los dos hermanos, que al recibir su parte de la herencia del padre la dilapidó toda llevando una vida disoluta y para sobrevivir se encontró pastoreando cerdos. Admitiendo su error, regresó a la casa familiar para pedirle a su padre que lo admitiera al menos entre sus siervos, pero el padre, que estaba esperándolo y que escrutaba el horizonte, le salió al encuentro y, antes de que el hijo dijera nada, antes de que admitiera sus pecados, lo abrazó. Esto es el amor de Dios, esta es su superabundante misericordia. Hay algo sobre lo que meditar, la actitud del hijo mayor, el que se había quedado en casa trabajando con el padre, el que siempre se había portado bien. Él, cuando toma la palabra, es el único que, en el fondo, dice la vedad: «O sea, que yo hace años que te sirvo y no he desobedecido nunca una de tus órdenes, y tú no me has dado jamás un solo cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero ahora que regresa este hijo tuyo, que ha malgastado tu fortuna con prostitutas, para él has matado el becerro gordo» (Evangelio de San Lucas 15, 29-30). Dice la verdad, pero al mismo tiempo se autoexcluye.

[…]

 ¿Qué piensa de quien confiesa siempre los mismos pecados?

Si se refiere a la repetición casi automática de un formulario, diría que el penitente no está bien preparado, no ha sido bien catequizado, no sabe hacer examen de conciencia y no conoce muchos de los pecados que se cometen y de los que no es consciente…A mí me gusta mucho la confesión de los niños, pues ellos no son abstractos, dicen las cosas tal como son. Te hacen sonreír. Son sencillos: dicen lo que ha sucedido, saben que lo que han hecho está mal.

Si hay una repetitividad que se convierte en costumbre, es como si no se llegara a creer en el conocimiento de uno mismo y del Señor; es como no admitir haber pecado, tener heridas por curar.

El papa Francisco confesando a una joven en la Plaza de San Pedro el 23 de abril de 2016
(Foto: Infobae)

La confesión como rutina es un poco ejemplo de la tintorería que ponía antes. Cuánta gente herida, también psicológicamente, que no admite estarlo. Esto lo diría pensando en quien se confiesa con el formulario…

Otra cosa es quien recae en el mismo pecado y sufre por ello, aquel a quien le cuesta volver a levantarse. Hay muchas personas humildes que confiesan sus recaídas. Lo importante, en la vida de cada hombre y de cada mujer, no es no volver a caer jamás por el camino. Lo importante es levantarse siempre, no quedarse en el suelo lamiéndose las heridas. El Señor de la misericordia me perdona siempre, de manera que me ofrece la posibilidad de volver a empezar siempre. Me ama por lo que soy, quiere levantarme, me tiende su mano. Esta también es una tarea de la Iglesia: hacer saber a las personas que no hay situaciones de las que no se puede salir, que mientras estemos vivos es siempre posible volver a empezar, siempre y cuando permitamos a Jesús abrazarnos y perdonarnos.

En la época en que era rector del Colegio Máximo de los jesuitas y párroco en Argentina, recuerdo a una madre que tenía niños pequeños y había sido abandonada por su marido. No tenía un trabajo fijo y tan solo encontraba trabajados temporales algunos meses al año. Cuando no encontraba trabajo, para dar de comer a sus hijos era prostituta. 


El P. Celso Romanin SJ recibiendo una confesión en Adjumani, Uganda, hacia mediados de la década de 1990

Era humilde, frecuentaba la parroquia, intentábamos ayudarla a través de Cáritas. Recuerdo que un día –estábamos en la época de las fiestas navideñas– vino con sus hijos al colegio y preguntó por mí. Me llamaron y fui a recibirla. Había venido para darme las gracias. Yo creía que se trataba del paquete con los alimentos de Cáritas que le habíamos hecho llegar: «¿Lo ha recibido?», le pregunté.

Y ella contestó: «Sí, sí, también le agradezco eso. Pero he venido aquí para darle las gracias sobre todo porque usted no ha dejado de llamarme señora». Son experiencias de las que uno aprende lo importante que es acoger con delicadeza a quien se tiene delante, no herir su dignidad. Para ella, el hecho de que el párroco, aun intuyendo la vida que llevaba en los meses en que no podría trabajar, la siguiese llamando «señora» era casi tan importante, o incluso más, que esa ayuda concreta que le dábamos. 


El papa Francisco confesando al interior de la Basílica de San Pedro en 2014
(Foto: Diario ABC)

Nota de la Redacción: El texto aquí reproducido está tomado de Francisco, El nombre de Dios es misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli, trad. de María Ángeles Cabré, Santiago, Planeta, 2016, pp. 41-48, 59-62 y 71-73.

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