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martes, 20 de junio de 2017

A vueltas con el espíritu y la letra

Desde hace unos cincuenta años hemos oído repetirse aquello de que “la letra roja impedía leer, comprender y sentir la letra negra”. Esto se refería a que, en los libros litúrgicos, lo que estaba impreso en rojo era el conjunto de las rúbricas que el sacerdote debía piadosamente observar en la realización de las diversas ceremonias, en tanto que lo que iba en negro, era lo que debía decirse o leerse, incluyendo, en la Misa, las palabras de la consagración.

Esta queja, o “denuncia” o como quiera llamársela, sin embargo, no es nueva. Ya en la Inglaterra de la reforma protestante, algún obispo se quejaba de que, a veces, la cantidad de rúbricas en rojo y la complejidad de las mismas, impedía que el celebrante se concentrara en el significado de lo que estaba haciendo y, por tanto, abogaba por la máxima simplificación de los mandatos de la Iglesia consignados en esa forma.

Naturalmente, aquel inglés no entraba en el aspecto principal del problema, que consiste en que el celebrante, antes de comenzar la acción litúrgica, se tome el tiempo necesario para leer y comprender lo que las rúbricas en rojo disponen, a fin de saber hacer con expedición lo que debe hacerse llegado el momento: es mucho más fácil, y más burocrático, llegar y comenzar de inmediato la celebración, que se verá detenida o entorpecida por las inoportunas hesitaciones del sacerdote que se encuentra, por primera vez, con las normas que la rigen.

En tiempos actuales, algún temerario ha llegado a expresar blasfemamente que, puesto que la inobservancia de las rúbricas, en el caso de la Misa, constituye pecado del celebrante, y como la norma moral prescribe evitar las ocasiones de pecar, lo mejor es no celebrar la Misa, para evitar los innumerables pecados a que ella da ocasión.

 (Imagen: Adelante la Fe)

Hay dos consideraciones que hacer al respecto. Primero: lo que hay que decir y hacer en la Misa y otras ceremonias del culto, y que está puesto en negro, no está ahí para excitar y animar la piedad personal del celebrante –aunque lo meritorio es que éste diga y haga lo que corresponde debidamente imbuído del significado de lo que está haciendo- sino para bien de la Iglesia e, inmediatamente, de los fieles que asisten. La piedad personal del celebrante deberá cultivarse en otras ocasiones –aunque, ojalá, también en las litúrgicas-; pero no es la liturgia el momento para que él se abandone a efusiones pías y emotivas de carácter privado. Segundo: en esta protesta contra las rúbricas, es decir, contra las normas de la Iglesia, se advierte siempre, con poco esfuerzo, el ánimo de despreciar las normas en favor de cierto “espíritu” nunca definido ni precisado, siempre empapado de un ethos subjetivo y, a menudo, anti-eclesial.

En la actualidad, el espíritu “anti-jurídico”, “anti-ley” o “anti-norma” ha hecho presa del clero en su casi totalidad, el cual apela a ese “espíritu”, presentado ahora como “el espíritu del Concilio”, que es uno de libertad, no de normativas. Con todo, esta postura, que será tratada en el artículo del profesor Echeverría que hemos traducido a continuación, no resiste ni siquiera un somero análisis: las normas son el cauce por el que, para un ser esencialmente social como el hombre, ha de discurrir el “espíritu” – o la “caridad” o “amor”- a fin de ser ser fértil: así también el agua que no corre por el cauce asignado se derrama y se pierde inútilmente, y no llega a fertilizar y fecundar lo que era su propósito. No es racional, pues, oponer derecho y amor, normas y contenido, en la sagrada liturgia.

El artículo fue publicado originalmente en The Catholic Thing el pasado 21 de marzo, y la traducción ha sido hecha por la Redacción. El autor es Eduardo Echeverría, quien se desempeña como profesor de filosofía y teología sistemática en el Seminario Mayor del Sagrado Corazón de Detroit, EE.UU. Entre sus publicaciones destacan Pope Francis: The Legacy of Vatican II (2015) y Divine Election: A Catholic Orientation in Dogmatic and Ecumenical Perspective (2016).

 El entonces Cardenal Ratzinger


***

El Evangelio y la Ley, según Ratzinger

Eduardo Echeverría


Un prominente rabbí italiano, Giuseppe Laras, ha criticado recientemente las homilías del papa Francisco por “reanudar la antigua polarización entre moral y teología en la Biblia hebrea y en el fariseísmo, por una parte, y Jesús de Nazareth y los Evangelios, por otra”.

Hace ya varias décadas, Joseph Ratzinger escribió, en su breve estudio Muchas religiones, una alianza (1998), un capítulo titulado “Israel, la Iglesia y el mundo”. En éste dice lo siguiente: “Jesús no obró como un reformador liberal que recomendara y presentara una interpretación más amplia de la Ley. Los intercambios que tuvieron lugar entre Jesús y las autoridades de su tiempo, no constituyeron una confrontación entre un reformador liberal y una osificada jerarquía tradicionalista. Semejante opinión, aunque común, yerra fundamentalmente en la comprensión del conflicto que el Nuevo Testamento representa, y no hace justicia ni a Jesús ni a Israel”.

Esta visión de la relación entre el Evangelio y la Ley de Israel ha de sonar familiar, por cuanto el rabbí Laras tiene razón: se trata de un constante estribillo en las homilías del papa Francisco.

Ya he escrito anteriormente aquí sobre la interpretación del papa Francisco que opone el Evangelio y la Ley. No voy a reiterar lo que ya he dicho. En cambio, quisiera analizar las razones del Cardenal Ratzinger para rechazar un “contraste tan craso” entre Evangelio y Ley.

Ratzinger caracteriza dicho contraste como un “cliché en las modernas descripciones liberales en que los fariseos y sacerdotes aparecen como representantes de un legalismo petrificado, de una eterna ley del establishment presidida por autoridades religiosas y políticas que amagan la libertad y viven de la opresión que ejercen sobre los demás hombres […] A la luz de estas interpretaciones, uno toma partido por Jesús, luchando con él contra el poder de los sacerdotes en la Iglesia”.

¿Por qué afirma Ratzinger que esta contraposición es una interpretación fundamentalmente equivocada de lo que el Nuevo Testamento dice sobre la relación entre el Evangelio y la Ley, e impide, por ello, hacer justicia tanto a Jesús como a Israel?

El principio bíblico clave que permite a Ratzinger sumergirse en las profundidades teológicas de la relación entre Evangelio y Ley queda expresado por las propias palabras de Jesús: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles su pleno cumplimiento” (Mt. 5, 17). El Catecismo de la Iglesia Católica (núm. 577-582) cumple la función de un lente interpretativo mediante el cual Ratzinger entiende las palabras de Jesús. Que la Ley se cumpla en Cristo no quiere decir que el Evangelio ya no tenga relación alguna con la Ley. La Ley moral sigue siendo la voluntad de Dios en lo que toca a la vida cristiana. ¿Cómo se entiende esto?

 J.J. Tissot, Los fariseos interrogan a Jesús (c. 1890, Brooklyn Museum)
(Imagen: The Catholic Thing)

Jesús cumple la Ley haciendo plena y completamente explícito su significado. La cumple también al hacer efectiva la finalidad o resumen de la Revelación, y radicaliza las exigencias de la Ley al entrar en su corazón mismo y su centro. En Mt. 22, 40, Jesús dice: “De estos dos mandamientos penden la Ley y los Profetas”. Jesús no reemplaza ni añade nada a la enseñanza moral de la Ley sino que expone su verdadero, positivo y, en realidad, más pleno significado a la luz de este doble –aunque sea uno sólo- mandamiento central: amar a Dios con todas las fuerzas y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mt. 7, 12; 22, 34-40; Mc. 38-43; Lc. 10, 25-28; Jn. 13, 34; Rom. 13, 8-10).   

En este sentido, Jesús hace más interiores las exigencias de la Ley porque el cumplimiento de ésta hay que medirlo por el mandamiento central del amor. Debido a que el amor de Dios y del prójimo es el corazón de la Ley, Jesús muestra que los mandamientos que prohíben el homicidio y el adulterio tienen un significado más hondo que lo que proclama la mera letra de la Ley. Jesús no es un minimalista ético, según la opinión que vincula la Ley con el mero formalismo y la exterioridad en moral, sino que es un maximalista ético. El maximalista –y Cristo fue maximalista- se remite a la dimensión interior (cf. Mt. 5). Cristo apela al hombre interior porque “la Ley llega a su plenitud a través de la renovación del corazón” (CIC, 1964).

En realidad, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el mandamiento central del amor da expresión “a la vocación fundamental e intrínseca de todo ser humano” (núm. 1604). Explica Ratzinger: “Al decir 'sí' a este doble mandamiento, el hombre vive a la altura de la vocación de su propia naturaleza de ser imagen de Dios, que fue querida por su Creador y se cumple amando con el amor de Dios”. Las normas morales, cuyo centro está constituido por los Diez Mandamientos, conservan su validez directa e inalterable. Además, esos Mandamientos reciben incluso un nuevo fundamento en el Evangelio. En resumen, “[l]a Ley del Evangelio lleva a su plenitud, refina y rebasa la Antigua Ley y la llega a su perfección” (CIC, 1967).

Además, la plenificación de la Ley hecha por Jesús incluye echarse Él encima “la maldición de la Ley” en que incurren “quienes no respetan las cosas escritas en el libro de la Ley y no las cumplen” (Gal. 3, 11). A la luz de esto podemos comprender por qué el CIC nos dice que con Jesús tiene lugar el cumplimiento de la Ley, porque Él es el Único Justo que toma el lugar de todos los pecadores” (CIC, 579).

La satisfacción que lleva a cabo Jesús es vicaria, es decir, es una satisfacción sustitutiva. El sustituyó a los otros, tomando el lugar de éstos al pagar la pena debida por los pecados de ellos –pecados que implican quebrantar la Ley de Dios-. Cuando se viola una ley, se merece un castigo. Jesús fue hecho pecado por nosotros a fin de satisfacer la justicia de Dios, para que nosotros fuéramos justificados (2 Cor. 5, 21): “Él fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). La misericordia y la justicia convergen en la Cruz. 

En suma, “Jesús no abolió la Ley del Sinaí, sino que le dio cumplimiento (cf. Mt. 5, 17-19) de modo tan perfecto (cf. Jn. 8, 46) que reveló su fundamental significado (cf. Mt. 5, 33) y redimió los pecados contra ella (cf. Hebr. 9, 15)” (CIC, 592).

Nota de la Redacción: Esta columna apareció originalmente en el sitio The Catholic Thing (www.thecatholicthing.org). Copyright 2017. Todos los derechos reservados. Publicada con autorización.

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