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miércoles, 16 de agosto de 2017

Introducción a Magnificat. Manual litúrgico-musical en preguntas y respuestas (II)

Ya hemos señalado en la primera parte de esta serie que, como parte de los preparativos del IV Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile, fijado para 2019, dedicaremos cada cierto tiempo alguna entrada a tratar diversos aspectos relacionados con la música sagrada, tema al cual se abocará dicha versión. Con ésta cerramos la reproducción de la introducción de Magnificat. Manual litúrgico-musical en preguntas y respuestas escrito por el Rvdo. Milan Tisma Díaz, capellán de nuestra Asociación, y publicado en 2004 por la Editorial Cor Salvatoris. 

Francesco Bergamini, Frailes franciscanos en el coro
(Imagen: Pinterest

*** 

Introducción

Un canto veraz

Esta es una cuestión de capital importancia: el canto y la música en la liturgia deben estar al servicio de la verdad cultual. Es decir, han de estar verdaderamente orientados a establecer la comunión de los hombres con Dios. El canto y la alabanza son respuesta amorosa a Dios que se revela. Esa respuesta requiere una disciplina que incluye la paz, la reverencia y el rechazo a todo elemento que impida la adoración en espíritu y en verdad. El canto debe expresar nuestro sitio y postura ante Dios y brindar elementos básicos para entrar en comunión con el misterio celebrado y con los hermanos en la fe. El canto es un medio y no un fin en sí mismo; con sus acentos graves o alegres –pero siempre religiosos- nos debe conducir al asombro y al respeto y transmitirnos con nitidez el sentimiento de lo sagrado.

Otro aspecto de la veracidad es el referido al contenido textual de los cantos. La Iglesia ha entendido tradicionalmente que su modo de hacer música difiere sustancialmente de la forma profana, puesto que esta es autónoma y la suya remite directamente al contenido recibido por medio de la Revelación. Es Dios mismo, ya desde el Antiguo Testamento, quien en los salmos inspira y revela los contenidos de la plegaria que le es grata. Esto significa que la alabanza, cantada como respuesta humana a la manifestación de Dios para ser correcta, debe incluir las expresiones que el propio Dios ha enseñado. Es por esto que en el vocabulario litúrgico resuenan casi siempre, a manera de eco, los modos de hablar de la Escritura. Es el lenguaje con el que Dios-Esposo se dirige a la Iglesia-Esposa. Un verdadero canto litúrgico será, por tanto, un canto referido a la Palabra de Dios y al itinerario celebrativo de la Iglesia. Es decir, un canto de la Iglesia, para ser veraz debe estar asociado al canto eterno del Verbo Divino en el seno del Padre.

Cristo es ese himno sublime que Dios se canta a sí mismo eternamente y que brota en inenarrables armonías desde las profundidades de su propia divinidad. El Padre Eterno encuentras sus complacencias en este canto ya que expresa cabalmente sus infinitas perfecciones. Pero desde el momento de la Encarnación, el Verbo asoció a toda la creación a ese himno grandioso de alabanza y, una vez terminada su misión redentora en la tierra, Cristo dejó a su amadísima Esposa -la Iglesia- el encargo de perpetuar a través de los tiempos ese canto que, incoado por Él aquí en la tierra, ahora dirige vivo y glorioso desde el cielo como Cabeza del cuerpo místico. Esa es la liturgia y esta es la esencia misma del canto sagrado: cantar, por boca de la Iglesia, las alabanzas del mismo Cristo ofrecidas a Dios Padre en el Espíritu Santo.

Un tercer aspecto de la veracidad es el de la adecuación de los recursos musicales a ese contenido objetivo de la vox sponsae (voz de la esposa). Un contenido noble requiere un continente igual o proporcionalmente noble puesto que hay que tratar santamente las cosas santas. Este es un principio elemental de la liturgia cristiana y uno de los aspectos más distintivos de nuestro rito romano. El canto y la música deben ser nobles ya que están al servicio de contenidos tremendos y misteriosos.

Esta nobleza significa que, llevados por un espíritu de genuina reverencia, tratamos de ofrecer a Dios lo mejor, reconociendo que Él es la Belleza suma, que merece de nuestra parte una alabanza armoniosa y que nuestra naturaleza redimida está orientada a la bienaventuranza eterna.

El canto debe ser bello para reflejar el esplendo de la verdad y anunciar a todos los hombres el triunfo de la Resurrección. No puede hacerse cómplice de un modo musical trivial o pueril que incapacite gradualmente para escuchar y expresar los contenidos de la fe.

Para que el canto y la música no se emancipen de la liturgia o se prostituyan ante contenidos ajenos a ella, resulta conveniente tener en cuenta otros principios elementales.

 José Gallegos y Arnosa, El coro

La continuidad de nuestra tradición litúrgico-musical

Desde la tradición continua y homogénea de la Iglesia se nos recuerda que la Sagrada Liturgia es participación en el diálogo trinitario: no es primariamente un hacer nuestro, sino ante todo un “opus Trinitatises decir, acción de Dios en nosotros y con nosotros. Un énfasis en la acción sagrada tal como es propuesta y ordenada por la Iglesia libera a la liturgia, y en particular al canto, del verbalismo desatado que todo lo quiere explicar racionalmente. De este modo los cantos, cuando son verdaderamente sagrados, dejan a la liturgia hablar por sí misma y animan a los fieles en el verdadero espíritu litúrgico evitándoles la divagación por zonas imprecisas de la expresión religiosa.

La continuidad de nuestra tradición litúrgico-musical supone también dar un sitio de honor a la herencia de la música sagrada, la cual constituye un tesoro de valor estimable. Cantar y tocar la buena música del pasado es una manera en la que los creyentes permanecen en contacto con su rica herencia y la preservan. Hoy los encargados de la música tienen un desafío sin precedentes: deben realzar la celebración con nuevas creaciones llenas de variedad y riqueza, compaginándolas con aquellas composiciones del tesoro litúrgico. Más aún, han de incorporar aquellas nuevas formas musicales que se hayan desarrollados orgánicamente a partir de las ya existentes. Como prudentes administradores, los músicos de Iglesia deben sacar de su arca lo nuevo y lo antiguo.

Mantener esta continuidad con nuestras tradiciones va más allá de una simple restauración del pasado, puesto que la continuidad siempre supone un desarrollo. Este desarrollo es, en la liturgia de la Iglesia, un proceso delicado, análogo al que se da en la progresiva comprensión de las verdades doctrinales. De modo que hacer o concebir hoy la música litúrgica sin tener en consideración la riquísima tradición precedente sólo conduce a soluciones transitorias, de poca calidad y culturalmente insignificantes.

 Miniatura medieval que muestra al canto gregoriano como un acto de culto verdadero a Dios

La fidelidad a la Iglesia

La fidelidad es mejor entendida en términos de "comunión", un concepto de la naturaleza eclesial muy estimado en nuestros días. La fidelidad a las normas litúrgicas es un signo concreto de la comunión con nuestro obispo y de nuestra comunión con la sede de Pedro. La fidelidad en la liturgia es una cuestión de caridad, unidad y, en último término, de fe. Como ministros de la Iglesia cada uno debería valorar la Sagrada Liturgia como algo que nos supera por ser más grande que nosotros mismos. Es cierto que supone una labor humana fruto de una experiencia multisecular, pero ese itinerario eclesial ha sido inspirado continuamente por el Espíritu Santo que ordena con su sabiduría lo grande y lo pequeño.

La fidelidad también requiere un profundo “sensus Ecclesiae (sentido de Iglesia). Es decir, una comprensión de la liturgia como “Mysterium” que, confiado por la Iglesia a sus ministros, se debe celebrar para el bien de todo el pueblo de Dios según la mente de la misma Iglesia. Puesto que la Sagrada Liturgia es un bien peculiar de toda la Iglesia debemos, con espíritu de profunda fe y obediencia, dejarnos guiar por el sentido de una responsabilidad verdaderamente cristiana frente a ella. Sería muy triste que el canto, servidor tan efectivo de la comunión con Dios y con los hermanos, por estar tan estrechamente vinculado a la celebración donde “congregavit nos in unum Christi amor”, se hiciera instrumento de divisiones y graves distorsiones en el seno de la comunidad a causa del olvido o ignorancia de las normas establecidas por la autoridad de la Iglesia.

La fidelidad a las normas trae consigo muchas ventajas para la vida litúrgica de la comunidad, tanto en el plano espiritual como ritual. Entre todas estas ventajas deseo resaltar aquí una especialmente significativa: la fidelidad a la Iglesia nos libra del tribalismo litúrgico-musical. Comparando el modo de ejecutar la música y el canto en las diversas comunidades cristianas, se advierte enseguida la ausencia de un repertorio mínimo en común y la falta de unidad en torno a los textos del gran patrimonio litúrgico. Es por esto que la fidelidad a las prescripciones se transforma en una ayuda para tomar clara conciencia de que un canto, para que sea plegaria de la Iglesia, es necesario que supere el ámbito puramente personal o local y tenga un matiz verdaderamente eclesial o comunitario en el significado más pleno de la palabra. Dicho de otro modo, el canto debe abarcar, por su contenido y forma de ejecución, no simplemente a la pequeña asamblea reunida, sino que debe expresar la plegaria de la Iglesia Católica.

 Jean Georges Vibert, El coro conventual

El sentido pastoral de la Liturgia

La fidelidad a las normas litúrgicas supone también una fidelidad al pueblo católico ya que el canto mientras se afana en dar gloria al Señor busca la santificación de los fieles. Un ejercicio auténticamente pastoral del ministerio musical debe estar conformado por los principios más arriba expuestos.

-        (i) La música y el canto deben ser veraces y poner a Dios en el centro de la celebración.

-        (ii) Estar dotados de las cualidades que los hagan aptos para el culto divino.

-        (iii) Mantener la continuidad con la tradición litúrgica; y 

-        (iv) Ser fieles a las normas de la Iglesia.

Estos principios nos invitan a dar al pueblo creyente lo mejor, para que su participación en la acción sagrada con canto sea cada vez más digna, más profunda y penetre en la vida personal trayendo el gozo de la alabanza y el esplendor de la gracia.

El sentido pastoral incluye también una preocupación constante por la promoción de la participación plena, consciente y activa del pueblo en los oficios divinos, la iniciación gradual en formas musicales más perfectas y logradas y el cuidado en procurar los medios catequéticos y pedagógicos para que la participación cantada sea espiritualmente provechosa a todos.

Un modo auténticamente pastoral de hacer música sacra debe hoy tener en consideración lo que los pastores indican sobre este delicado ministerio, sin dejar por ello de tener en debida cuenta el respeto a los valores humanos, a la sensibilidad y a la capacidad de cada comunidad. Así entendida, la “sapienti libertate (sabia libertad) litúrgica, que legitima y ordenadamente se puede dar en materias musicales –cuando la Iglesia así lo permite- debe respetar estrictamente las exigencias de la acción litúrgica y las características distintivas de la música sagrada, teniendo presente la comunidad concreta de vida, su cultura musical y su modo peculiar de expresar la fe.

En el exordio del tercer mileno no deberíamos subestimar la enorme fuerza evangelizadora del culto católico cuando éste es auténtico. Hace siglos un canto veraz fue capaz de disponer el corazón de San Agustín a su conversión definitiva. Hoy la música sacra sigue poseyendo esta enorme virtualidad en la medida que conserva su originalidad y personalidad propia. En nuestros días la tentación es utilizar la música en la liturgia disponiendo de las melodías y textos autónomamente, como de un bien propio, imprimiéndoles un estilo demasiado personal y arbitrario, buscando el recurso fácil y entretenido. A esto, que parece en algunas ocasiones producir efectos mayores y más inmediatos, se le ha dado erróneamente el apelativo de “pastoral”, cuando en realidad un tal modo de proceder denota una piedad subjetiva, un gran individualismo y una confianza excesiva en la capacidad del simple esfuerzo humano en detrimento de la fe en la eficacia santificadora de la plegaria oficial de la Iglesia.

Si queremos tocar el corazón de nuestros contemporáneos con la belleza increada, si queremos de verdad cantar un cántico siempre nuevo; cantar a Dios y encantar al mundo, atrayendo a muchos a la fe de Cristo, será necesario acallar nuestro propio canto y asociarnos a aquel himno que por virtud del Espíritu continuamente el Verbo entona ante el Padre eterno. Dejemos que nuestro canto litúrgico se convierta en auténtico opus Dei (obra de Dios). Ese será el canto más hermoso, el más grato al Señor, el más útil para la santificación de los hombres y, por lo mismo, el más pastoral.

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