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domingo, 29 de julio de 2018

Los libros litúrgicos (VIII): el Leccionario

La lectura de los libros sagrados tenía reservada una parte muy importante en las primitivas reuniones cristianas, pero no parece que se hayan preparado textos especiales con esa finalidad. El obispo que presidía la asamblea indicaba al lector, en el mismo códice de la Sagrada Escritura, los fragmentos que debía leer, los que comúnmente eran seguidos hasta concluir el respectivo libro bíblico (lectio continua), como ocurría también en las sinagogas. La lectura se hacía "hasta que el tiempo lo permitiese", como escribía San Justino en 150, y siempre precediendo a la fracción del pan (Hch 20, 7). Sólo en casos especiales, con ocasión de algunos domingos señalados o de algunas fiestas, las lecturas se escogían tomándolas de un sitio y otro, cuando se estimaba que determinados fragmentos tenían una especial relación con aquello que se celebraba. A este método se le llamada lectura eclogádica y se hizo costumbre desde el siglo II, probablemente como un modo de diferenciar el culto cristiano del judío.   

Este segundo caso se hizo todavía más frecuente a partir del siglo IV, dado que con el desarrollo el año litúrgico se vio la necesidad de establecer un sistema de lecturas sagradas que guardase correspondencia con el tiempo que se celebraba. Durante el pontificado de San León (440-461), el ciclo de lecturas ya estaba organizado. El elenco de esas lecturas, que debían hacerse sobre todo durante la Santa Misa y que estaban dispuestas según el año litúrgico, recibió el nombre de Leccionario, si el texto se reproducía íntegramente, o de Capitulario (capitulare), cuando se indicaban solamente las primeras y últimas palabras (capitulum) a modo de referencia para el lector. El capitulare se ponía normalmente en el encabezamiento o al final del códice de las lecturas de San Pablo, como viene dicho expresamente por el Ordo romano XXIX. Alguna vez se escribía directamente al margen del texto de la Escritura. 

El preste y el diácono escuchan sentados mientras el subdiácono canta la Epístola (de cara al altar) desde el Leccionario

Con todo, comúnmente se dio al Leccionario un significado más restringido: con dicho nombre se mentaba la colección de lecturas tomadas del Antiguo y del Nuevo Testamento, con exclusión de los evangelios, fuera que se empleara para la Santa Misa o como libro de coro para el oficio de maitines. En este sentido se habla con frecuencia de Comes (sinónimo de magister, y que podría traducirse como "libro guía") o Liber comicus y, más tarde, de Apostolus o Apostolicus, porque las lecturas contenidas en él estaban tomadas, casi en su totalidad, de las cartas de San Pablo, el apóstol de los gentiles. La distinción también provenía del hecho de ser el lector (segunda de las antiguas órdenes menores), o después el subdiácono, quien se encargaba de la lectura litúrgica de los textos proféticos o apostólicos y, por tanto, también de su colección en un volumen, mientras que los textos evangélicos siempre fueron competencia del diácono o del celebrante. De ahí la existencia de dos libros separados: el Leccionario propiamente tal y el Evangeliario, del que ya tratamos en una entrada precedente. La aparición de estos libros específicos para recoger las perícopas utilizadas en la liturgia hizo que las anotaciones hechas al margen de la Biblia quedasen reservadas para el uso privado, como seguramente ocurrió con aquella tardía del rey Martí l'Humà (siglo XV) que se conserva hoy en la Biblioteca de Cataluña. 

Esto no impidió que muy pronto surgieran intentos de reunir en un solo volumen la serie de lecturas, tanto apostólicas como evangélicas, que recibió el nombre de Leccionario plenario (lectionarium plenarium). Genadio de Astorga (865-936) atribuye un temprano intento en este sentido al presbítero Museo de Marsella (431-452), del que no existen vestigios. En Italia también se compilaron estos libros, haciéndose más populares a partir del siglo IX. 

El comes más antiguo del que se tiene noticia circulaba en la Edad Media bajo el nombre de San Jerónimo, porque llevaba como prólogo una carta de este Doctor de la Iglesia dirigida a Costancio, obispo de Constantinopla. Como ahí no existió ningún obispo de ese nombre, hay quien conjetura que, en realidad, se trata de San Constancio, obispo de Consenza (Constancia), todavía venerado en el sur de Italia. Aunque tanto el leccionario como la carta son casi con seguridad apócrifos, no hay duda que el texto fue compilado antes del siglo VI, cuando todavía existía en Roma, dentro de la Misa, la lectura profética, porque en aquél se habla de una triple lección que se hacía en las iglesias (Antiguo Testamento, Cartas canónicas, Evangelios). Desde entonces, y como ya ocurría con la Liturgia de San Juan Crisóstomo que se celebra la mayor parte de los días del año en la Iglesia oriental, el rito romano sólo contempló dos lecturas (la Epístola y el Evangelio), salvo casos muy puntuales (por ejemplo, las Misas de Cuatro Témporas y ciertas Vigilias), persistiendo la triple lectura en los ritos galicano, milanés y visigótico. Por cierto, que el autor de la carta y del comes sea San Jerónimo (347-420) es un punto que admite discusión, sobre todo porque el libro original se ha perdido y sólo se conservan copias del siglo VIII, que contienen modificaciones y añadidos posteriores. Como compensación, existe al comienzo del Codex fuldensis, escrito en torno a 546-547 por el obispo Víctor de Capua, un doble elenco de epístolas para el año litúrgico, que probablemente formaba parte del comes perdido.  

Detalle de las pp. 296-297 del Codex fuldensis
(Imagen: Wikipedia)

De los leccionarios o comes (capitulari) más antiguos conviene recordar especialmente los siguientes: 

(a) El Capitulare de Wurzburgo. Se trata de un leccionario completo que se remonta a principios del siglo VII, cuyo carácter es puramente romano. Presenta un sistema de lecturas vigente en un tiempo poco posterior a San Gregorio Magno (590-604), aunque buena parte de él se remonta a la primera mitad del siglo VI. Conviene recordar que es mérito de este Papa el intentar una fijación uniforme de las lecturas para la Iglesia de rito romano, pues hasta entonces cada iglesia particular determinaba los ciclos de lecturas. 

(b) El Comes de Alcuino. Tiene una gran importancia litúrgica porque fue compuesto por Alcuino de York (735-804) hacia el año 782 sobre la base del sacramentario gregoriano de la primera mitad del siglo VII y por orden de Carlomagno. El leccionario cuenta con un total de 307 títulos o lecturas, de Navidad a Navidad, y representa el uso litúrgico romano-galicano de finales del siglo VII y principios del siglo VIII. 

(c) El Comes de Murbarch. Al igual que el anterior, fue editado por Dom André Wilmart (1876-1941) a partir de un código perteneciente a la Abadía de Murbarch (Alsacia). Es un Capitulare compilado hacia fines del siglo VIII, que presenta todo el esquema de lecturas que más tarde pasará al Misal, entre ellas, las doce lecturas de la Vigilia Pascual, reducidas a la mitad con la reforma piana de 1955. Fue compuesto sobre el sacramentario gelasiano-gregoriano el siglo VIII usado en las Galias. 

Detalle de la primera de las Epístolas (Rm 1, 1-6) recogida en el Comes de Alcuino, correspondiente a la Misa de Nochebuena 
(Imagen: Pinterest)

Con el renacimiento carolingio comenzaron a ser más comunes los Leccionarios plenarios, que reproducían los textos completos de las lecturas facilitando su consulta y la preparación de la Misa, todo ellos ricamente ornamentados. Aunque un poco anterior, el ejemplo más antiguo de esta clase es el Leccionario de Luxeuil, que data del siglo VII y contiene tres lecturas (profética, epístola y evangelio) para cada Misa del año litúrgico, comenzando por Navidad, el cual debió pertenecer a la iglesia de Langres, en el noreste de Francia. A partir del siglo XI, los Leccionarios, si bien incorporados de manera paulatina en el Misal plenario, continuaron siendo transcritos, a veces aparte, a veces unidos a las perícopas evangélicas. La costumbre de usar un libro separado, donde estaban recogidas las Epístolas y Evangelios, perduró para la Misa solemne celebrada en las grandes catedrales incluso después de la fijación ordenada por el Concilio de Trento.  

La situación cambió con el Concilio Vaticano II, donde se quiso que los fieles pudiesen tener un mayor contacto con la Sagrada Escritura a través de la liturgia, según quedó recogido en la Constitución Sacrosanctum Concilium (1963): "A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura" (núm. 51). Eso supuso una completa revisión del ciclo de lecturas existente hasta entonces, el que fue sustituido por dos ciclos feriales (año par y año impar) y tres para los domingos (A, B y C, uno para cada año y centradas en Mateo, Marcos y Lucas respectivamente), conservando un solo ciclo para los llamados "tiempos fuertes" de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Al mismo tiempo, el rito romano volvió a una estructura de tres lecturas para los domingos (profética, apostólica y evangélica), sin contar el reforzamiento del fragmento del Libro de los Salmo que reemplazó al Gradual o el Tracto. 

Con la reforma litúrgica posconciliar, el Misal dejó ser plenario y en él quedaron recogidos los ritos propios del altar y las oraciones del sacerdote (véase aquí la entrada respectiva). Junto él fue aprobado el nuevo Leccionario (Ordo Lectionum Missae) dividido en varios volúmenes: el leccionario dominical en tres ciclos, el ferial en dos, el Santoral, el Ritual para sacramentos, y aquel para las Misas votivas y por distintas circunstancias. La primera edición del nuevo Leccionario fue publicada en 1969. Previamente, en 1965 había aparecido un leccionario de transición que contenía las lecturas del Misal de 1962 traducidas a las distintas lenguas vernáculas como parte de la normativa de ajuste emprendida por Consilium. En 1981 fue publicada la segunda edición del Leccionario reformado, con una introducción notablemente enriquecida. En 1987  se publicó un Misal y un Leccionario para las 46 Misas votivas de la Santísima Virgen María. También existe uno volumen especial que contiene el Evangelio de las fiestas más solemnes denominado "Evangeliario", libro que se porta en alto en la procesión de entrada (cuando la hay) y que recibe una especial veneración y respeto. Por su parte, el Directorio litúrgico para las Misas con participación de niños (1973) "aconseja que cada Conferencia Episcopal cuide de preparar el Leccionario para las Misas con niños" (núm. 43).

Las respectivas conferencias episcopales prepararon a partir del Leccionario latino las distintas traducciones vernáculas. Por ejemplo, la edición hecha por la Conferencia Episcopal Española estaba dividida originalmente en nueve tomos: los tomos I, II y III contenían los ciclos dominicales y las fiestas A, B y C; el tomo IV recogía las lecturas para las ferias del Tiempo Ordinario; el tomo V reproducía las lecturas para el Propio y Común de los Santos y difuntos; el tomo VI traía aquellas que corresponden a las Misas Votivas y por diversas necesidades; el tomo VII se reservaba para las lecturas de las ferias de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua; el tomo VIII transcribía las lecturas de los rituales de cada sacramento; y el tomo IX era el leccionario preparado para las Misas con niños. La nueva edición presentada en 2015 cambia la numeración de los distintos volúmenes, los que quedan de la siguiente forma: I (A), domingos y fiestas del Señor del año A; I (B), domingos y fiestas del Señor del año B; I (C), domingos y fiestas del Señor del año C; II, ferias de Adviento, Navidad, Cuaresma y Tiempo Pascual; III (par), ferias del Tiempo Ordinario de los años pares; III (impar), ferias del Tiempo Ordinario de los años impares; IV, Propio de los santos y Misas comunes; V, Misas rituales y Misas de difuntos; VI, Misas por diversas necesidades y Misas votivas; y VII, Misas con niños. 

Detalle de la nueva edición del Leccionario de la Conferencia Episcopal Española 

Existe también un Leccionario para el oficio de lectura (los antiguos maitines) que integra la Liturgia de las Horas reformada, con la particularidad que, además de las lecturas ya existentes, desde el principio se anunció (aunque todavía no se ha realizado) la preparación de un leccionario bienal que permitiese leer completamente la Sagrada Biblia en el marco de dos años, descontando los Evangelios que quedan reservados para la Misa. 

El Ordo Lectionum Missae señala que los Leccionarios deben tener una apariencia digna y decorosa, para mostrar también exteriormente el respeto que da la comunidad cristiana a aquello que contiene: la Palabra de Dios que redime (núm. 35-36). De ahí que sea un libro rodeado de signos de veneración: quien proclama el Evangelio besa el Leccionario tras su lectura, el cual puede ser llevado en procesión al comienzo de la Misa, incensado, leído entre cirios, etcétera. Esta importancia que tiene el Leccionario dentro de la celebración litúrgica explica que no pueda ser sustituido por otros textos: "Los libros de las lecturas que se utilizan en la celebración, por la dignidad que exige la palabra de Dios, no deben ser sustituidos por otros subsidios de orden pastoral, por ejemplo, por las hojitas que se hacen para que los fieles preparen las lecturas o las mediten personalmente" (Ordo Lectionum Missae, núm. 37). Esto se debe a que el Leccionario, proclamado domingo a domingo, o día a día, según sea el caso, a la comunidad cristiana, es el mejor catecismo abierto, que alimenta la fe y ayuda a profundizarla (Ordo Lectionum Missae, núm. 61). 

En una próxima entrada se abordará la cuestión de las traducciones de las lecturas al vernáculo en la Misa tradicional. 

martes, 24 de julio de 2018

¡Es el rito, estúpido!

Después de haber publicado hace un tiempo una nota sobre su estupor por la desaparición en la ciudad de Santiago de Chile de la antigua tradición de los monumentos de la Semana Santa, un padre de familia vuelve a escribirnos para compartir con nosotros algunas reflexiones personales que revelan una firme certeza: la grave crisis de la Iglesia de los últimos cincuenta años es conducible, en último término, al problema litúrgico y, en concreto, al abandono del modo de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa que emplearon nuestros padres por siglos, el cual fue reemplazado por la obra de manos humanas.

 (Ilustración: Pinterest)

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¡Es el rito, estúpido!

Un padre de familia

En adelante, 
los protestantes pueden usar 
el Misal romano para celebrar la Cena,
teológicamente es posible

(Max Thurian, Comunidad de Taizé)

Poco antes de las elecciones presidenciales de 1992, el entonces Presidente George Bush era considerado imbatible por la mayoría de los analistas políticos, fundamentalmente debido a sus éxitos en política exterior, como el fin de la Guerra Fría y el rápido desenlace de la Guerra del Golfo Pérsico. De hecho, las encuestas le daban un índice de aceptación de 90%, un verdadero récord histórico, y su reelección era algo que se daba por descontado. James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton, el candidato opositor, señaló que éste debía enfocarse sobre aquellas cuestiones más cercanas a la vida cotidiana de los estadounidenses y sus necesidades más inmediatas. Con el fin de mantener la campaña centrada en un mensaje concreto, Carville fijó una pizarra en la oficina central del comando electoral con tres puntos formulados casi como aforismos: “cambio versus más de lo mismo”, “la economía, estúpido”, y “no olvidar el sistema de salud”. Aunque el cartel era solo un recordatorio interno, la segunda de esas frases se convirtió en una especie de eslogan no oficial de la campaña del candidato demócrata, que resultó decisivo para modificar la relación de fuerzas y derrotar a Bush, algo impensable pocos meses antes. La estructura de la expresión acabó popularizándose para referir cualquier tema, siempre con el propósito de destacar lo esencial en determinada situación y no dejarse llevar por apariencias.


La célebre pizarra de Carville que marcó un giro en la campaña presidencial de 1992
(Foto: Mark Pack)

Algo parecido a esa estrategia electoral deberíamos hacer los católicos: fijar en un lugar bien visible y escrito con grandes caracteres un cartel con el título de esta entrada: ¡Es el rito, estúpido! De esa manera, esa frase se convertiría en un recordatorio cotidiano de que todos los problemas que vive la Iglesia se deben, directamente o indirectamente, a una cuestión ritual. El problema litúrgico es inseparable de la crisis de fe, porque la banalidad de la celebración responde a un cambio en las propias creencias, el que se manifiesta tanto en una dimensión teológica como sociológica. Porque desde el Concilio Vaticano II es el hombre, y no Dios, el centro de la religión. Y conste que no invento nada, sino que me limito a parafrasear el discurso de clausura de ese concilio hecho por el beato Pablo VI. Quien piense que ambos problemas, el litúrgico y el doctrinal, corren por carriles separados y es perfectamente posible creer lo que siempre se ha creído mientras la personal vida de piedad se ordena en torno a la Misa nueva yerra gravemente. Cincuenta años de Misa reformada acaban modificando hasta las más férreas certezas doctrinales. El que no me crea puede hacer la prueba por sí mismo y puede comenzar a preguntar a los fieles que salen de Misa en la parroquia que mejor sigue la hermenéutica de la continuidad algunas simples cuestiones de Fe. Para que no me digan que soy reaccionario, el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica sirve para este propósito tanto como el Catecismo de San Pío X. Pregunte usted si la gente cree en la existencia del infierno, la transustanciación u otras cosas parecidas, muchas de las cuales se juzgarán febriles inventos de la mitología medieval. Lees aseguro, de verdad, que las respuestas le causarán mucha sorpresa si se deciden a poner en práctica el ejercicio aquí propuesto. 

El Cardenal Manning decía que todo problema político entraña un conflicto teológico. De forma similar, toda la crisis de la Iglesia, y parece que ahora sí se percibe que ella existe cuando la tempestad ya está desatada, descansa en la cuestión litúrgica. Porque cuando la Iglesia quiso renovar la forma de transmisión de su mensaje lo hizo del modo exactamente contrario al que correspondía, pues en vez de certezas contribuyó con su propia aportación a una creciente sociedad líquida. Casi enseguida después de que el mundo mirase perplejo el Mayo francés y las mil repercusiones que se sucedieron (o incluso le antecedieron) en todo el orbe, fiel a ese deseo del Che Guevara de multiplicar los focos revolucionarios, la Iglesia católica prohibía seguir viviendo la Fe de sus antepasados. Por decreto pontificio, con anatemas y excomuniones incluidas a quien osase desobedecer lo políticamente correcto, desde entonces y en adelante sólo se podía decir una Misa diseñada ex profeso en las oficinas de un heterogéneo grupo de expertos, que incluía historiadores de la liturgia que jamás habían celebrado una Misa solemne, lazaristas tan carentes de conocimientos como de escrúpulos (Bouyer dixit) y clérigos prontos a componer plegarias eucarísticas en la sobremesa de trattorias trasteverinas, después de haber bebido unas copas de chianti y mientras degustaban un amargo ristretto

En Roma se dieron prisa para cumplir los deseos que los jóvenes parisinos, impulsados por libertinos filósofos burgueses, dejaron escrito en una pared de Odeón: "Queremos las estructuras al servicio del hombre y no al hombre al servicio de las estructuras". Et voilà, une nouvelle Messe pour vous, toute elle moderne, comme il faut aujourd'hui. Al final, si como decía otra pintada, esta vez en Nanterre, "mis deseos son la realidad", ¿por qué no se puede tener una Misa que refleje la subjetividad del celebrante y no que haga que éste se oculte y desaparezca para que sólo Dios sea evidente? La forma de combatir la posmodernidad no era quitando los adoquines para que reluciera la arena de un movedizo rito supuestamente pastoral, más cercano y vernáculo. Lo que había que hacer era mantener la solidez de la Fe en un rito de santidad probada, como manda el Evangelio, haciendo algunos retoques que ciertamente eran necesarios y justificados. "Lo sagrado: ahí está el enemigo", decía otra pintada de Nanterre. Por eso, había que defender la Misa de siempre como una baluarte asediado por el mundo, costase lo costare, porque en ella lo sagrado resulta ostensible. Pero fueron muy pocos, y más laicos que clérigos, los que entendieron de que la defensa de la Fe iba en serio. 


Pintadas efectuadas el 17 de mayo de 1968 en la entrada a la capilla de La Sorbonne
(Foto: Esprit68)

Si seguimos el consejo que propongo, cada mañana, al despertarnos, miraríamos ese trozo de papel con nuestro recordatorio y volveríamos a pensar en que el rito no es un mero conjunto de palabras, prácticas corporales y utensilios que se coordinan para representar ciertos misterios. Es algo mucho más importante, porque expresa una realidad de por sí inefable y que nos conecta con una determinada tradición que hemos recibido y debemos conservar para otros. Incluso, podríamos tener la frase como jaculatoria y repetirla varias veces al día, conscientes de que la Iglesia se sostiene en la promesa de Cristo de que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella. Por eso, los católicos no podemos ser pesimistas, aun cuando todo se desmorone a nuestro lazo, las iglesias se conviertan en discotecas o mezquitas, nuestros pastores siembren la cizaña codo a codo con los enemigos, y a veces hasta con más bríos, o los cándidos neoconservadores quieran hacernos creer que el verano posconciliar ya ha llegado porque una despistada golondrina extravió su camino y se posó sobre nuestra ventana. 

Digo esto porque estoy seguro de que es cierta la afirmación hecha por Hans Küng en la introducción de su particular historia de la Iglesia: “Detrás de las estadísticas más impresionantes, las grandes ocasiones y las solemnes liturgias de las Misas católicas, hay con demasiada frecuencia un cristianismo superficial y tradicional de escasa sustancia” (Küng, H., La Iglesia católica, trad. de Albert Borràs, Barcelona, Debate, 2ª ed., 2016, p. 18). Esta superficialidad se evidencia en que muchas personas se sienten atraídas por la liturgia tradicional por una razón puramente estética, de suerte que, si la Misa dominical a la que asisten pasa a ser rezada, casi con seguridad regresarían a sus parroquias o bien comenzarían a frecuentar iglesias donde la Misa nueva se celebra con decoro y acompañamiento de órgano. Sirva un ejemplo cercano. Conozco una ciudad importante y con un número de habitantes que supera el millón de personas donde la Misa de siempre comenzó a celebrarse de manera estable cada domingo desde que entró en vigor el motu proprio Summorum Pontificum, hasta que se hizo un cambio de ubicación y de horario. Hoy, la Misa dominical se celebra con una feligresía que supera con suerte las ocho personas en la nave y el sacerdote que la dice. El centenar de personas que antes asistía a ella dejó de ir, y no creo que la causa de dicha desaparición haya sido la apostasía colectiva que asolo esa ciudad, casi como Sodoma y Gomorra. Simplemente, esa gente se fue a otra iglesia a oír Misa nueva, como si nada hubiese pasado.


Hace 50 años, el Vaticano II abrió las puertas de la Iglesia...y la gente se fue
(Imagen: Catholic Scout)

Es verdad que la Misa romana fue desarrollándose con los siglos para ser cantada en grandes iglesias y con el despliegue de un gran número de personas. Para ese fin se ha compuesto las grandes piezas de la música sagrada, pensadas para ser interpretada en el marco de una Misa solemne y desde la majestuosidad de un coro integrado por muchas y variadas voces. No niego que tener la suerte de asistir a una Misa pontifical en San Pedro del Vaticano, a una Misa de Navidad en la Iglesia de San Eugenio y Santa Cecilia de París, o a la Misa de clausura de la peregrinación de Chartes sea algo verdaderamente impresionante, donde la belleza del culto católico produce un profundo arrobo y casi deja al fiel padeciendo el síndrome de Stendhal. Pero esa majestuosidad de la liturgia tradicional manifestada en todo su esplendor ceremonial no puede llevar a minusvalorar esa Misa rezada dicha por un sacerdote en una iglesia desangelada y vacía. Quien esto escribe ha oído muchas Misas así, donde en la iglesia no había más que el celebrante y este menda, y en todas ellas se hace evidente que el rito romano tradicional es mucho más perfecto que el reformado. A nadie que asista con un mínimo de piedad a una Misa rezada le pasa inadvertido que algo trascendental está ocurriendo delante, que ahí hay algo sagrado que cautiva nuestra atención. Toda la Misa, con sus oraciones, lecturas, genuflexiones, besos e inclinaciones, es una secuencia que nos introduce de la mano del sacerdote al hecho histórico más importante que ha existido: la muerte de Jesús de Nazaret, el Verbo de Dios encarnado, sobre la Cruz. El sacerdote, como otro Cristo, vuelve a ofrecer el Sacrificio de redención por el que el Hijo del hombre reconcilió a la humanidad con su Creador. Ahí delante, sobre el altar, está ocurriendo un sacrificio, nada más y nada menos, y eso es evidente en los signos y detalles.  

El problema está en que la belleza de una Misa solemne, o incluso de aquella simplemente cantada, puede hacernos olvidar lo esencial, quizá como consecuencia del deslumbramiento estético. Que la belleza nos lleve a Dios es algo innegable, pero hay que dar un paso más hacia la profundidad insondable del misterio. Lo que en realidad debe importarnos es el rito, porque todo el aparato ceremonial se ordena a hacer visible el signo del sacramento. De ahí esa conocida frase atribuida a Próspero de Aquitania: la ley de la oración es la ley de la Fe. Rezamos conforme a lo que previamente creemos, porque de lo contrario nuestra fe acaba diluida en un puro pietismo voluntarista, que cree lo que reza. Y uso el plural de manera deliberada, porque la Misa, como consumación de la oración cristiana, es algo necesariamente colectivo, que congrega a la Iglesia en sus distintas dimensiones: militante, purgante y triunfante. Por más que frente al altar esté el sacerdote solo, esa celebración nunca es estrictamente privada, como el antropocentrismo egoísta nos quiere hacer creer, favoreciendo así las Misas concelebradas. Que no sea así proviene de que existe la comunión de los santos, y esta verdad es algo que profesamos cada semana como dogma de fe en el Credo. Esto significa que toda la majestuosidad de ornamentos, cantos y despliegue escénico que se ve en la Misa tradicional tiene un fin que no es meramente estético, sino que participa de la función que cumplen los sacramentos dentro de la economía de la salvación: hacer visible, sensible y fácilmente perceptible por cualquiera un particular misterio de nuestra Fe. 


Misas rezadas en un seminario

En suma, el mensaje que quiero transmitir es que la Misa tradicional no es el gregoriano, las casullas barrocas, las nubes de incienso, el latín mejor o peor pronunciado, el sacerdote vuelto al Oriente, las puntillas de unos atildados monaguillos vestidos de sotana y sobrepelliz, los velos de las piadosas mujeres que asisten a la Misa como en otro tiempo las Santas Mujeres al Calvario, ni todo el resto de cosas que generalmente llaman la atención del fiel que por primera vez se acerca a una iglesia donde ella se celebra. Todo eso es accidental, porque, como le decía el zorro al Principito, "lo importante es invisible a los ojos". En rigor, la Misa tradicional es el rito que hace patente sin lugar a dudas el sacrificio redentor de Cristo, que constituye la fuente y culmen de la vida cristiana, porque ahí está real, verdadera y sustancialmente presente Él, muerto por ti y por mí para nuestra salvación. Por eso, una Misa rezada con el misal de San Juan XXIII siempre es preferible a una Misa reformada donde los aspectos externos están cuidados con los mejores esfuerzos de continuidad hermeneútica. 

La diferencia entre una y otra Misa no es meramente externa, sino interna. La cuestión de fondo no son los accesorios, sino la columna vertebral del rito que expresa una verdad de Fe. Cada parte de ese rito manifiesta una determinada verdad, de suerte que la Misa es, como dice Claude Barthe, un bosque de símbolos. Todo en la Misa tiene su razón de ser, siempre que las distintas partes se miren como formando parte de una realidad orgánica que las supera, y no por un mero afán de erudición histórica: desde los ornamentos y las oraciones revistas para revestirse con ellos hasta el Último Evangelio, desde las oraciones al pie del altar y doble Confíteor hasta las abluciones, desde el posición y la forma de leer la Epístola y el Evangelio hasta la comunión diferenciada del sacerdote y los fieles, desde el hecho que el sacerdote se quite la casulla y el manípulo, a la vez que se pone el birrete, para predicar la homilía hasta la precedencia del envío a la bendición, y cabe un largo etcétera. Frente a ello, la Misa nueva sólo hace patente la libertad que deja al celebrante y a su mayor o menos capacidad de improvisación o gusto por la espontaneidad. Es nuevamente el espíritu del Mayo francés: "La imaginación toma el poder". De ahí que no haya una Misa nueva igual a otra, y no sólo por una cuestión de idioma o de una sacristía mejor provista: el problema es, una vez más, la propia estructura del rito y sus múltiples elecciones dejadas al arbitrio del celebrante. Porque detrás hay una distinta concepción sociológica de la Iglesia y una teología diversa. 

Por cierto, esto no significa que la Misa reformada deba ser excluida precisamente por la deficiencia ritual que presenta. Esta cuestión reviste una mayor complejidad y cada uno debe obrar en conciencia, pero resulta evidente el riego que significa rechazar en conjunto las Misas reformadas por decir que en ellas (¡en todas ellas!) falta la intención del celebrante de hacer lo que la Iglesia hace. Siempre he creído que, para los que somos padres de familia, es mejor inculcar en los niños la necesidad de ir cada domingo a Misa por sobre la pureza del rito que ahí se celebra. Como dice el refrán popular, lo mejor es enemigo de lo bueno, y es mejor enseñar que la Iglesia es madre y maestra a que la conciencia puede acabar desplazado al Santo Sacrificio por un afán de purismo ritual. De lo contrario, los niños crecen con la idea de que en las cosas de la Fe se puede juzgar, casi al estilo protestante, eligiendo lo que mejor cuadra con nuestros sentimientos. Y la fe, es sabido, no es una cuestión sentimental, sino de orden racional. Cuestión aparte es que debamos instruir a nuestros hijos sobre la diferencia de ritos, siempre conforme a sus capacidades de comprensión, para mostrar lo que hay detrás de ellos y por qué la Misa de siempre tiene un lugar preferente.  

***

Actualización [3 de septiembre de 2018]: El Dr. Peter Kwasniewski ha publicado recientemente en el sitio Lifesitenews un breve pero elocuente ensayo en el cual sugiere que la degradación de la liturgia luego del Concilio Vaticano II es un antecedente insoslayable de la corrupción moral de no pocos clérigos a partir de ese entonces y hasta el momento presente. Si tantos sacerdotes celebran la liturgia de modo indigno, sin ningún temor de Dios ni respeto por Jesús Sacramentado, ¿cómo habrían de tener respeto por el cuerpo del prójimo?

Actualización [29 de noviembre de 2018]: Jeff Dahlberg ha escrito un breve e interesante artículo en OnePeterFive sobre las razones que explican que la generación crecida bajo el imperio de la Misa reformada, especialmente los jóvenes, sea aquella que se vuelca a redescubrir la Misa de siempre. A su juicio, esas razones son cuatro: (i) toda la ceremonia apunta hacia Dios; (ii) se pone énfasis en la reverencia que hace tomarse la fe en serio; (iii) la Misa tradicional de hoy es algo distinto a lo que ocurría en tiempos de nuestros abuelos (en la actualidad la norma es la Misa cantada o, incluso, la Misa solemne), y (iv) el ciclo de lecturas hace recordar nuestra caída y la necesidad que tenemos de la gracia de Dios, aspectos que el nuevo leccionario diluye en ciclos más extensos. En suma, el atractivo de la Misa tradicional reside en la sideral superioridad de su rito frente a lo prosaico del reformado. 

Actualización [7 de agosto de 2019]: Según una reciente encuesta de Pew Research realizada entre los católicos de Estados Unidos, la mitad de ellos cree que la Sagrada Eucaristía es un “símbolo”, e ignora la Presencia Real de Cristo bajo las especies de pan y vino. Aunque se pueden intentar muchas explicaciones, hay una que probablemente no se formulará: en buena medida el olvido de este dogma de fe proviene del rito reformado de la Misa. En ella, cuya validez es incuestionable, queda oculta la dimensión sacrificial para favorecer la teología del misterio pascual. Por el contrario, la liturgia de siempre es toda ella un recordatorio de ese verdadero sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso que se actualiza sobre el altar, vale decir, en ella no hay duda de la ofrenda perfecta y eterna que Dios hijo ofrece al Padre para la redención del género humano, en satisfacción del pecado original. La información ha sido difundida en español por diversos sitios, entre ellos Religión en libertad e Infovaticana

Actualización [2 de septiembre de 2019]: Dominus est ofrece la traducción de un artículo aparecido originalmente en Catholic Herald, donde se explica por qué los católicos tienen hoy en general tan poco respeto por la Presencia de Cristo bajo la apariencia de las especies consagradas. Esto es el resultado de una catequesis no escrita que todos hemos estado aprendiendo lentamente durante el último medio siglo. A través de un tratamiento desgarrado, espiritualista y emotivista de la Eucaristía, muchos católicos han aprendido su fe de una generación de pastores que despojaron los altares, arrasaron los bastiones de reverencia alrededor del Señor en el Sacramento y que, en general, trataron a la Santísima Eucaristía como algo que se reparte a todos por igual, en lugar de un don que debe recibirse con asombro y con las debidas condiciones interiores y exteriores. Una vez más, como dice esta entrada, el origen está en el rito. 

Actualización [19 de octubre de 2019]: En el círculo lingüístico “italiano B” del Sínodo sobre la Amazonía, del que forma parte S.E.R. Rino Fisichella, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, se ha propuesto al Papa la creación de un “rito amazónico” que permita “desarrollar bajo el aspecto espiritual, teológico, litúrgico y disciplinar la riqueza singular de la Iglesia Católica”  en dicha zona y “expresar la fe de acuerdo con la peculiaridad de la propia cultura”. Monseñor Fisichella precisó que, “cuando se habla de un rito, no se habla solamente de cómo se celebra la Eucaristía o de cómo se celebran los sacramentos”, sino que es una realidad mucho más amplia. Este nuevo ataque contra las bases teológicas y espirituales del Santo Sacrificio de la Misa demuestran cuán ciertas son las reflexiones del Padre de Familia que compartimos con nuestros lectores en esta entrada, y que evidencian que la grave crisis que hoy vive la Iglesia es, a fin de cuentas, un problema ritual. La información proviene de la noticia publicada por Religión en libertad

sábado, 21 de julio de 2018

In memoriam Monseñor Camille Perl

El día de hoy ha fallecido, en su apartamento de la Ciudad del Vaticano, monseñor Camille Perl, canónico y censor de la Basílica de San Pedro del Vaticano y primer secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, quien durante su vida trabajó de forma entusiasta por el restablecimiento de la tradición litúrgica.  

Monseñor Perl nació el 13 de octubre de 1938 en Mamer, Luxemburgo. Ingresó en la Orden de San Benito y estudió liturgia en el Pontificio Ateneo San Anselmo, para posteriormente ser ordenado sacerdote en la Arquidiócesis de Luxemburgo el 5 de julio de 1964. Durante dos décadas sirvió las parroquias de Neudorf y Clausen en Ciudad de Luxemburgo. Debido a su sensibilidad tradicional, con permiso de su obispo se trasladó en 1985 a Roma para trabajar junto con el Cardenal Paul Augustin Mayer OSB (1911-2010), antiguo rector de su alma mater, nombrado el año anterior Prefecto de la Congregación para la Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Como parte de su trabajo estuvo la preparación del indulto de 1984, que permitió la celebración de la Misa tradicional con autorización del respectivo obispo diocesano. 

Monseñor Camille Perl y el Cardenal Castrillón Hoyos

En 1988 le correspondió intervenir en las conversaciones para regularizar canónicamente la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, las cuales quedaron interrumpidas debido a las consagraciones episcopales llevadas a cabo por S.E.R. Marcel Lefebvre (1905-1991), asistido por S.E.R. Antônio de Castro Mayer (1904-1991), en el Seminario de Écône el 30 de junio de ese año. 

Enseguida, San Juan Pablo II creó la Pontificia Comisión Ecclesia Dei con el objetivo de resolver la situación canónica de diversas comunidades religiosas tradicionales ya existentes, favorecer la integración eclesial para no pocos sacerdotes hasta entonces sin incardinar, y colaborar con los obispos locales para satisfacer a numerosos grupos de fieles unidos a la tradición litúrgica latina que solicitaban la celebración regular de la Santa Misa según el rito romano de siempre. El Cardenal Paul Augustin Mayer fue designado como su primer Presidente, dejando las funciones que cumplía en la Congregación para el Culto Divino, y monseñor Perl como su secretario. Sirvió dicho cargo por casi veinte años, junto con los cardenales Antonio Innocenti (1915-2008), Angelo Felici (1919-2007) y Darío Castrillón Hoyos (1929-2018), hasta que el 13 de marzo de 2008 fue nombrado Vicepresidente de dicha Comisión por un período de cinco años. De hecho, el cargo fue creado expresamente para él en razón de sus méritos en la causa de la defensa de la Tradición, probablemente para compensar su frustrada designación como Arzobispo de Luxemburgo. Sin embargo, y debido a la reforma acometida por el papa Benedicto XVI, que puso a la Pontificia Comisión Ecclesa Dei bajo la dependencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 2 de julio de 2009 cesaron completamente sus funciones. Fue sucedido por monseñor Joseph Augustine Di Noia OP, correspondiendo el cargo de secretario a monseñor Guido Pozzo. 

Monseñor Perl celebra la Santa Misa en la Iglesia de Trinidad de los Peregrinos con ocasión del primer aniversario del motu proprio Summorum Pontificum

En su cargo, monseñor Perl buscó activamente la reconciliación y normalización canónica de la Fraternidad Sacerdote de San Pío X. Fruto de ese trabajo, de la mano del Cardenal Castrillón Hoyos, también recientemente fallecido (véase aquí el obituario que le dedicamos en esta bitácora), fue el motu proprio Summorum Pontificum (2007) que liberalizó la celebración de los sacramentos conforme a los libros litúrgicos vigentes en 1962, además de la erección de la Abadía de Santa María Magdalena del Barroux (1989), la Administración apostólica personal San Juan María Vianney (2002) y el Instituto del Buen Pastor (2006). Colaboró también en la preparación del borrador del texto que después se convirtió en la instrucción Universae Ecclesiae (2011).

Desde 2009, monseñor Perl era canónico y censor del Capítulo de la Basílica de San Pedro del Vaticano. 

Las exequias de monseñor Perl tendrán lugar el próximo lunes 23 de julio a las 11.00 horas en la Basílica de San Pedro en el Vaticano. La Asociación Litúrgica Magnificat ofrece sufragios por el descanso de su alma. 

Requiem aeternam dona ei Domine.
Et lux perpetua luceat ei.
Requiescat in pace.

miércoles, 18 de julio de 2018

En torno al purismo, el elitismo y el rubricismo

Publicamos a continuación una traducción de un artículo del Dr. Peter Kwasniewski, en el cual responde a quienes, como reacción a un artículo previo del mismo Dr. Kwasniewski (cuya traducción también publicamos en esta bitácora), dicen que criticar las libertades que se toman algunos sacerdotes que celebran la Misa tradicional respecto de las rúbricas sería un acto de "purismo", "elitismo" o "rubricismo".

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement. La traducción pertenece a la Redacción.


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Desubicadas acusaciones de purismo, elitismo y rubricismo

Dr. Peter Kwasniewski


Durante más de mil quinientos años la Iglesia de Occidente cantó las lecturas de la Misa en latín, con un canto que creció con los textos mismos y los revistió a la perfección. Desde hace ya mucho tipo, se ha hecho la lectura e la Epístola cara al Oriente y la del Evangelio cara al Norte, ofreciéndolos como parte del solemne sacrificio sacerdotal de la Misa, para gloria de Dios y no meramente para instrucción del pueblo (como los protestantes dirían más adelante que debía ser el caso). Cuando se estimó conveniente leer las lecturas también en vernáculo, la Santa Madre Iglesia, imitando a la Virgen, “guardaba estas cosas y las ponderaba en su corazón”: no abolió el canto en latín, pero autorizó que, a continuación de él, se leyeran en alta voz en vernáculo desde el ambón o púlpito. No hay absolutamente razón alguna para alterar la práctica de leer la Epístola y el Evangelio en latín; por el contrario, hay mil razones para conservarla a causa del patrimonio teológico y espiritual que ella transmite.

Cuando el 11 de junio pasado publiqué mi artículo “Clero tradicional: por favor dejen de hacer 'adaptaciones pastorales'” (véase aquí la traducción publicada esta semana), en protesta contra el modo cómo la última Misa pontifical de la peregrinación a Chartres violentó el rito romano en lo relativo a las lecturas, no me imaginé qué avispero estaba agitando. Algunas bitácoras en francés y en alemán reprodujeron el artículo (por ejemplo, aquí, aquí, aquí y aquí). Fue un consuelo constatar que muchos sacerdotes que me escribieron estuvieron de acuerdo con que las rúbricas deben respetarse y que aquella costumbre franco-alemana es una aberración que merece definitivo destierro. 

Con todo, hubo algunas voces que se elevaron para defender tales irregularidades litúrgicas. Para sorpresa y desaliento mío, una de ellas es la del Rvdo. Engelbert Recktenwald, FSSP, quien el 28 de junio publicó una columna en el principal diario católico alemán, Die Tagespost, con el título “Zeit, “danke” zu sagen” (“Tiempo de decir gracias”; desgraciadamente el artículo no está disponible gratis en línea), en el que expresa con elocuencia su confianza en el acierto que fue la fundación de la Fraternidad de San Pedro en 1988 y su pacífico papel dentro de la Iglesia, virando luego hacia un ataque a cierta categoría de tradicionalistas. Sus párrafos son dignos de leerse en su totalidad (la traducción es mía):

En lo personal, mientras tanto, advierto un inesperado peligro para el movimiento tradicional en otros sectores de la Iglesia, es decir, un movimiento de hiperliturgización [Hyperliturgisierung]. A pesar de toda la estrechez teológica de que se podría acusar al Arzobispo Lefebvre, tuvo el celo de un auténtico pastor preocupado por la salvación de las almas. Para él, la preservación de la liturgia no tenía un objetivo intrínsecamente estético. Lejos de ello, consideró la crisis litúrgica como parte de una crisis de la fe que ponía en peligro la salvación de muchas almas. Su intención fue eminentemente pastoral en el más pleno sentido católico de la expresión. Su preocupación no eran las rúbricas, es decir, la letra de las normas litúrgicas, sino el espíritu de ellas. No se opuso absolutamente a las reformas, sino sólo a las reformas que oscurecen el espíritu de la liturgia.

Durante mi primer año como sacerdote de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, celebré en una capilla donde se alternaba, semana por medio, canto gregoriano y Misas de Schubert [es decir, paráfrasis de Misas en alemán]. Lo cual no llamó la atención a nadie. El fenómeno del purismo litúrgico que desprecia los cantos en alemán en la liturgia, que rechaza la lectura directa de la Epístola y del Evangelio en vernáculo [o sea, sin leerlos o cantarlos en latín], y que cultiva un rubricismo excesivo hasta el punto de transformarlo en un tropiezo inventado y autoimpuesto, es algo que se cruzó en mi camino mucho después, especialmente en ambientes laicos. Con esto se ofrece un nuevo blanco a los críticos que atacan [desde afuera] la liturgia tradicional, en tanto que se hace más difíciles los comienzos a quienes llegan a ella. Se emprende así un camino oblicuo, en cuyo punto de llegada la liturgia parece el hobby de un exclusivo club de exóticos estetas.

Agradezco al Cardenal Sarah quien, en la Misa final de la peregrinación a Chartres, hizo sonar una voz de alerta y recordó cuál es la correcta medida de la forma de una celebración: “noble simplicidad, sin adiciones inútiles, sin falso esteticismo ni teatralidad, pero con un sentido de lo sagrado que es, por sobre todo lo demás, lo que más gloria da a Dios”[1].

Hay mucho que criticar en los párrafos reproducidos más arriba, pero quisiera retroceder un paso y advertir la aterradora similaridad en el modo cómo Recktenwald argumenta hoy día y el modo en que Annibale Bugnini y sus camaradas liturgistas argumentaron acerca de la “urgente necesidad” de modificar la antigua Misa. 

La magistral biografía de Bugnini escrita por Yves Chiron detalla precisamente cuán deseosos de experimentar con la liturgia estaban los “expertos” liturgistas de 1940, 1950 y 1960, como si ella hubiera sido de su personal propiedad. No los detuvo ninguna rúbrica establecida, a pesar de las constantes advertencias y reprobaciones de los Papas, de la Congregación de Ritos y de otras autoridades de la Curia. La actitud parece haber sido: “Si tenemos motivos suficientes para violar las rúbricas y ensayar algo nuevo que nos parece ser una mejora pastoral, ello nos servirá de suficiente justificación”. Esta actitud fue, a poco andar, el ácido que disolvió toda noción de ritos recibidos y heredados, de los que somos humildes súbditos y por los cuales debiéramos dejarnos moldear y guiar.

Una vez que esta equivocada actitud se afirmó, resultó relativamente fácil desechar todos los ritos en pro de otros fabricados. ¿Por qué no? Todo es cuestión de qué cosa queremos hacer. El Novus Ordo fue simplemente la coronación de décadas de experimentación litúrgica enraizada en el racionalismo, el voluntarismo y el pastoralismo. En cierto modo, fue la expresión arquetípica de un Concilio que proclamó no ser dogmático sino pastoral, que se satisfizo con textos erráticos que van de un lado para otro como una nave que trata de captar los vientos, en contraste con el llamado rito tridentino, que con su majestuosa solidez y estabilidad, es la expresión perfecta de la genuina preocupación pastoral y la luminosa enseñanza dogmática del Concilio de Trento, válido para todos los tiempos, lugares y culturas.

En su miopía, los partidarios de la última fase del Movimiento Litúrgico  pensaron que eran ellos, y no la Tradición providencialmente desarrollada de la Iglesia, quienes mejor sabían lo que el Hombre Moderno necesitaba. Para ellos, resultaba evidente que el Hombre Moderno necesitaba tanta vernacularización como fuera posible. Es por eso que el latín fue expulsado por la ventana. Pensaron también que necesitábamos simplificar, buscando una simplificación cada vez mayor en todos los ámbitos, ya sea en ornamentos (fuera el amito y el manípulo y la birreta), y en implementos (fuera los seis candelabros, el frontal y los turíbulos), en los textos de la Misa (fuera los Propios, las segundas y terceras oraciones, el salmo 42, el prólogo de San Juan, las oraciones leoninas), en sus ceremonias  (fuera ósculos, signos de la cruz, genuflexiones, ad orientem) y en su música (fuera el antiguo gregoriano).

Una Misa televisiva versus populum, para el Hombre moderno.

Parece que jamás se le ocurrió al Movimiento Litúrgico que, posiblemente, lo que una época cada vez más secularizada y materialista necesitaba era, precisamente, un movimiento en la dirección contraria, vale decir, hacia un mayor simbolismo litúrgico, un ritual más espléndido, una más profunda inmersión en el canto gregoriano y su incomparable espiritualidad, etcétera[2]. Lo que el hombre moderno necesitaba era, sobre todo, ser rescatado de la prisión que él mismo había fabricado, o sea, el antropocentrismo racionalista que es lo que define la modernidad y que, para vergüenza nuestra, se instaló en la Iglesia Católica a través de la reforma litúrgica, con todas sus consecuencias deseadas y no deseadas. En este sentido, la cura propuesta resultó ser más de la misma enfermedad, lo cual explica, como era de esperarse, que ha hecho empeorar y no mejorar al paciente.

Es, pues, irónica la acusación de “hiperliturgización” que formula el Rvdo. Recktenwald. Los sacerdotes que defienden el abandono de las rúbricas -abandonos a menudo nacionalistas, que se apartan de la universalista tradición romana- son los que se consideran a sí mismos competentes para introducir mejoras o ajustes en la liturgia. Son ellos los hiperliturgistas. No son hiperliturgistas quienes desean asistir a una Misa romana que, por lo menos en lo relativo a lo que está ordenado en los libros litúrgicos, sea la misma en todo el mundo, aunque sea la misma la fe católica; ni siquiera son liturgistas: son simplemente fieles católicos; católicos que creen que lo que la secular tradición de la Iglesia les ofrece, como la proclamación cantada de las lecturas en latín, es superior a cualquier “adaptación” o “inculturación” que este o aquel sacerdote o grupo de sacerdotes pueda pensar que es mejor. Estamos llamados a habitar en la casa de la liturgia como huéspedes agradecidos; no estamos llamados a refaccionarla como si fuéramos ejecutivos de proyectos.

Aquellos que hacen cambios de este tipo en la liturgia lo hacen, sin duda, de buena fe. Pero no actúan confiando humildemente en el hecho de que siempre hay muchos niveles de significación en la liturgia, que escapan de lo que podríamos pensar que es el propósito de determinada ceremonia o texto o música u ornamento. En otras palabras, actúan según sus propias luces. Pero lo que debemos hacer nosotros, especialmente hoy día, es actuar a la luz de la Tradición católica, hasta que volvamos a aprender, como niños en una escuela primaria, por qué ella, a fin de cuentas, se desarrolló. Necesitamos aprender de nuevo el abecé antes de osar efectuar nuestras propias contribuciones, cualesquiera sean ellas (y que Dios nos preserve de la “creatividad”).

 Una reliquia del pasado, un peligro en el presente

Hay quienes, curiosamente, me han acusado de “rubricismo” en estas materias, imputación que, como hemos visto, repite el Rvdo. Recktenwald. La razón por la que digo “curiosamente” es porque resulta perfectamente obvio que no soy un rubricista. El fenómeno del rubricismo tiene lugar cuando la racionalidad litúrgica o teológica para determinada práctica cae en el olvido, y lo único en que uno puede afirmarse es la rúbrica misma, que es una prescripción positiva de la ley humana. Si no se puede decir por qué determinada práctica es correcta y adecuada sino que sencillamente se grita “¡Así es la rúbrica y hay que respetarla!”, o si se empieza a sudar frío a las 3 de la mañana porque uno se da cuenta de que hay tres manuales que no concuerdan sobre cuántos centímetros debe haber entre los objetos puestos en la credencia, en tales casos uno podría quizá ser llamado rubricista. Pero si se mira lo que he escrito sobre por qué habría que evitar los abusos de Chartres, se verá que hay en ello una racionalidad litúrgico-teológica, además de una alegación de que las rúbricas los prohíben.

La razón por la que las rúbricas son buenas es que las prácticas que ellas garantizan son en sí mismas buenas y adecuadas. No es al revés, vale decir, no es que algo es bueno porque las rúbricas lo mandan. Eso sería positivismo jurídico. No. La Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, aprende cuál es la mejor forma de llevar algo a cabo -mejor tanto en términos prácticos, como por razones teológico/espirituales, o por ambos motivos-, y la formula a continuación como rúbrica y manda que sea obedecida. Por ejemplo, la costumbre de mantener el pulgar y el índice unidos surgió como un uso, se extendió rápidamente y finalmente fue recogida en las rúbricas y mandada observar por todos[3]. Tal es el modo cómo normalmente se desarrollan estas cosas. Un gran problema del catolicismo del siglo XX fue que las rúbricas se habían transformado en una producción artesanal. La Congregación de Ritos, seguida después por el Consilium, comenzó a imaginar nuevas rúbricas año tras año, dando lugar al cansancio y al desagrado con esta tarea en su conjunto: se olvidó el significado teológico y espiritual de las rúbricas, o sea, del motivo por el cual, a fin de cuentas, se desarrollaban.

Esta es la razón por qué un tradicionalista es coherente al decir que hay que respetar las rúbricas, y también que hay unas que son mejores que otras debido a lo que exigen y a por qué lo exigen. En realidad, algunas rúbricas son malas, como la del Novus Ordo de que, durante la Misa, nadie debe hace una genuflexión ante nuestro Dios y Señor, Jesucristo, realmente presente en el tabernáculo, cuando meramente se pasa frente a él. No andemos con rodeos: esa rúbrica es estúpida y mala. Está “en el libro”, pero del mismo modo cómo en los libros hay muchas malas leyes[4].

Un rubricista es quien insiste en las rúbricas por sí mismas. Un tradicionalista insiste en las rúbricas precisamente porque protegen y promueven algo que es importante, algo que, primero, hay que entender teológica y espiritualmente, luego de lo cual la rúbrica se ve como correcta. Las rúbricas tienen fuerza legal porque están promulgadas por la autoridad legítima, pero tienen su fuerza intrínseca por la naturaleza de la cosa misma a que se refieren.


Los sacerdotes “pastorales” que ignoran o contradicen las buenas rúbricas del misal antiguo demuestran no una “flexibilidad ante las normas”, sino una mentalidad antinómica que es típica de la época moderna, con su hábito de desafiar las tradiciones y de dar primacía a consideraciones utilitarias y pragmáticas. Cuando un sacerdote mira una rúbrica tradicional no como guardián de una verdad teológica o espiritual, sino como un mandato arbitrario de la ley, se sentirá tanto más inclinado a violarla cada vez que piense que tiene una idea mejor.

Este punto de cómo hay que llevar a cabo las lecturas es más importante que lo que parece, porque no se trata de algo aislado. Es uno entre los varios caballos de Troya con los cuales los reformistas intrépidos e incansables pueden introducirse en el movimiento tradicional y transformarlo -al menos en ciertos sectores geográficos- en una recapitulación del descenso del Consilium hacia una insaciable manipulación, modificación, expurgación, reinvención, arqueologización y, al cabo, total transformación de la liturgia, todo ello en nombre de “mejoras pastorales”. Esto, y no el cuidado amoroso de ars celebrandi, es la auto-obstaculización que hay que evitar. 
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[1] Texto en el alemán original: 

Ich persönlich sehe inzwischen eine unvermutete Gefahr für die traditionelle Bewegung in der Kirche ganz woanders, nämlich in einer Hyperliturgisierung. Bei aller theologischen Engführung, die man Erzbischof Lefebvre vorwerfen mag: Er hatte den Eifer eines wahren Hirten, dem es um das Heil der Seelen geht. Die Bewahrung der Liturgie war für ihn kein ästhetischer Selbstzweck. Vielmehr sah er ihre Krise als einen Teil der Glaubenskrise, die das Heil vieler Seelen gefährdet. Sein Anliegen war ein höchst pastorales im vollen katholischen Sinne des Wortes. Es ging ihm nicht um Rubriken, also um den Buchstaben liturgischer Vorschriften, sondern um den Geist. Er war nicht gegen Reformen überhaupt, sondern gegen Reformen, die den Geist der Liturgie vernebeln.

In meinem ersten Priesterjahr in der Piusbruderschaft versorgte ich sonntäglich eine Kapelle, in der abwechselnd an einem Sonntag Gregorianischer Choral, am anderen die Schubertmesse gesungen wurde. Kein Mensch hatte sich etwas dabei gedacht. Das Phänomen eines liturgischen Purismus, der deutsche Lieder in der Liturgie verachtet, den direkten Vortrag von Lesung und Evangelium in der Landessprache ablehnt, einen exzessiven Rubrizismus bin hin zur missionarischen Selbstknebelung pflegt, ist mir erst viel später begegnet, vor allem in Laienkreisen. So wird Kritikern der traditionellen Liturgie eine willkommene Angriffsfläche geboten, Neulingen der Zugang zu ihr erschwert. Man hat eine schiefe Bahn betreten, an deren Ende Liturgie als Liebhaberei eines exklusiven Clubs exotischer Ästheten erscheint.

Ich bin Kardinal Sarah dankbar, dass er beim Abschlusshochamt der Chartreswallfahrt ein Zeichen gesetzt und das richtige Maß für die Weise angemahnt hat, wie man zelebrieren soll: “mit edler Schlichtheit, ohne unnötige Überladungen, falschen Ästhetizismus oder Theatralik, aber mit einem Sinn für das Heilige, der Gott zuerst die Ehre gibt.”

[2] Esta es una de las intuiciones que hicieron famosa a Catherine Pickstock, y reconozco con alegría la deuda que tengo con ella.

[3] Véase la última entrega de mi serie sobre mantener juntos el pulgar y el índice.

[4] El Rvdo. Zuhlsdorf ha analizado esta desafortunada rúbrica muchas veces. El Rvdo. Ray Blake la menciona aquí como parte de su observación de que el Novus Ordo no parece preocuparse mucho con la latría, excepto en las palabras (algunas veces). Esto, por cierto, es propio de la tendencia a ver las lecturas como algo que tiene sólo un valor didáctico, sin una función específicamente latréutica en la liturgia. 

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Actualización [3 de agosto de 2018]: El sitio New Liturgical Movement ha publicado en traducción inglesa una carta enviada por el destacado escritor y periodista alemán Martin Mosebach, gran defensor de la liturgia tradicional, al diario Die Tagespost, escrita en respuesta a una columna del P. Engelbert Recktenwald, FSSP (a la que el Dr. Kwasniewski hace mención en su artículo publicado en esta entrada). En su carta, Martin Mosebach refuta el paternalismo clerical que está detrás de las propuestas del P. Recktenwald, quien condona aquellas modificaciones de la liturgia tradicional no autorizadas por las rúbricas ni por la legislación canónica vigente, hechas en pos de una pretendida finalidad "pastoral", la cual, como ya sabemos, ha conducido a funestas consecuencias en la Iglesia en todo orden de cosas, como es el caso de la controversia sacramental sobre la admisión de los divorciados vueltos a casar civilmente a la Sagrada Comunión.