Monseñor Héctor Rubén Aguer (*1943), arzobispo emérito de la arquidiócesis de La Plata (Argentina), acostumbra preparar videos breves semanales, normalmente de finalidad catequética. Recientemente publicó uno de estos videos, esta vez dedicado al lamentable estado de la liturgia en su patria, la Argentina. Sin embargo, sus reflexiones, como lo comprobarán nuestros lectores, son aplicables a todos los demás países de Hispanoamérica y probablemente al resto del mundo. Desde hace sesenta años los fieles han sido testigos en todos los rincones del mundo de una rápida y generalizada degradación litúrgica, caracterizada por su culto del Hombre con olvido de Dios, su mundanidad, irreverencia, falta de sentido de lo sagrado y por la ausencia de toda belleza. Reconforta escuchar a un obispo hablar con la claridad y firmeza de Mons. Aguer, actitud que, tristemente, se ha vuelto una rara ocurrencia en el clero posconciliar.
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jueves, 28 de febrero de 2019
martes, 26 de febrero de 2019
¿Por qué las mujeres no pueden tomar parte en las funciones propiamente sacerdotales de la Santa Misa?
Les ofrecemos hoy la sexta respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué las mujeres no pueden tomar parte en las funciones propiamente sacerdotales de la Santa Misa (véase aquí el listado de preguntas).
***
Desde los inicios mismos de la Iglesia, el sacerdocio ha sido conferido, como encargo y función, exclusivamente a los varones. Y esta tradición ininterrumpida, vigente tanto en las Iglesias ortodoxas de oriente como en la Iglesia latina de occidente, ha sido siempre defendida como algo esencial, hasta el punto de que el sacerdocio femenino fue descartado por la enseñanza de Juan Pablo II en tales términos que se estima que su pronunciamiento al respecto tiene tanto el carácter de definitivo como de infalible.
Esta tradición jamás ha significado un menosprecio, en absolutamente ningún sentido, de la mujer en la Iglesia. Para comprobarlo basta ver el estatuto de que en la Iglesia goza la Virgen María, Madre de Dios: ella es considerada la más perfecta de todas las criaturas, ya sea espirituales (los ángeles) como materiales, y está puesta por encima de todas ellas: ella está más arriba que toda la creación entera, de modo que algunos teólogos han podido decir que la Virgen roza, como no lo hace ninguna otra criatura, los límites de lo infinito. La veneración que se le ha tributado siempre es, por consiguiente, de un tipo diferente y superior a la que se tributa a cualquier otro ser, humano o angélico, y se denomina “hiperdulía”, “hiper-veneración”. Nada de esto sería posible si el cristianismo considerara a la mujer como algo inferior, al modo como lo hace, por ejemplo, el islam.
(Imagen: Pinterest)
Lo anterior bastó, durante veinte siglos, para desechar por improcedentes las críticas que se pudieron haber hecho a la reserva del sacerdocio a los varones (ni siquiera la Virgen Santísima, con ser quien es, fue sacerdote ni podría serlo). Pero en el mundo contemporáneo, con su inédita revolución sexual, los conceptos claros han terminado profundamente confundidos, y se plantea por muchos, incluidos muchos cristianos (protestantes y aun católicos), que el “negar el sacerdocio” a las mujeres es una intolerable e injustificada discriminación que debe ser urgente y radicalmente corregida. Además, argumentan algunos, la reserva del sacerdocio a los varones corresponde a la cultura del mundo en que surgió históricamente la Iglesia, ese mundo judeo-greco-romano en que se consideraba a las mujeres como seres inferiores, destinadas a estar sometidas al hombre, como se puede comprobar con el estudio del derecho romano, por ejemplo. Por lo tanto, sigue el planeamiento, ahora que la cultura moderna ha liberado a las mujeres de concepciones tan primitivas y atrasadas, no debiera existir obstáculo para el sacerdocio femenino: los obstáculos culturales, que son los únicos obstáculos concebibles, han desaparecido.
Pero los partidarios del sacerdocio femenino esgrimen también otros argumentos, que tienen fundamentos en la concepción misma de lo que es el ser humano y su sexualidad. En efecto, hoy muchos modernos piensan que la diferenciación sexual en la especie humana es resultado de simples prejuicios culturales que todavía subsisten, anacrónicamente, a pesar de los avances del feminismo radical: todo depende de cómo se cría socialmente al varón y a la mujer, de los papeles que la sociedad les atribuye; la biología no tiene aquí nada que ver: el sexo no es biológico, sino que es cultural. Para aclarar esto, diferencian el “sexo” (biológico, no importante) y el “género” (cultural, resultado de la obra humana, y decisivamente importante). La descristianización del mundo actual, por otra parte, hace que pierda toda importancia el designio de Dios Creador sobre el ser humano: el que Él los haya creado “varón y mujer”, no es más que un concepto cultural del pueblo judío; esa afirmación bíblica no tiene apoyo alguno en la realidad que permita fundamentar la diferenciación entre varón y hembra.
(Foto: Al Jazeera America)
En esta respuesta saldremos al paso de los partidarios del sacerdocio femenino echando mano de una argumentación racional y con fundamento en la antropología. Para ello usaremos algunas ideas de Ignacio Falgueras, escritor español, que ha abordado el tema (el texto completo puede verse aquí).
Plantea Falgueras que “[l]a distinción hombre-mujer no es una distinción esencial dentro del orden de lo humano, pero tampoco es una mera diferencia biológica, es decir, restringida a un área parcial de nuestro ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre: todo cuanto hacemos los seres humanos está afectado por dicha distinción de una u otra manera. Por ello, si se quiere hablar con exactitud, ha de afirmarse que la distinción hombre-mujer es una propiedad de la naturaleza humana que deriva de su condición biológica, pero que impregna todo lo humano, y tiene un sentido humano”.
Ignacio Falgueras
(Foto: Universidad de Málaga)
Ahora bien, aunque la distinción no es esencial, sí es funcional: en esencia, varón y mujer son, ambos, personas y, en cuanto tales, iguales en dignidad, derechos y deberes. Pero la función de cada uno en el vivir humano y en lo primero y fundamental que ello conlleva, es decir, el habitar el mundo, es esencialmente diferente. En otros términos, ser humanos es algo que comparten absolutamente y del mismo modo el varón y la mujer; pero, en lo que se refiere al modo cómo el ser humano habita el mundo y lo “humaniza”, la función de uno y otra son diferentes, no equivalentes ni intercambiables. Y esto introduce en los planteamientos vulgarmente feministas que hoy corren una distinción fundamental, cuyo desconocimiento por ellos embrolla inextricablemente el tema: desde el punto de vista de su esencia como personas, varón y mujer son iguales; desde el punto de vista de su función en la existencia humana, son diferentes. Y esta diferencia está preñadísima de consecuencias.
Falgueras lleva a cabo su análisis remitiéndose a ciertos hechos incontrovertibles. El primero es que el ser humano no habita el mundo como lo hace el animal, que se guarece en el hábitat y se somete y adapta a él. “La ley de la vida meramente biológica es la adaptación”: adaptación genética y morfológica, como se advierte en ciertas especies como el oso hormiguero, que es un caso clarísimo, aunque la misma adaptación, en diversos grados, se da en todos los demás animales.
El hombre, en cambio, no vive así: él es capaz de adaptar el entorno o medioambiente a sí mismo y a sus necesidades. Por ello domina el mundo físico y es su dueño y señor, dentro de los límites que la propia naturaleza de éste señala: “[...] a la especial relación que guarda el hombre con el mundo lo llamo habitación. Habitar en el mundo quiere decir: tener el mundo a disposición como medio para los propios fines”. Ahora bien, esta falta de adaptación genética al entorno, propia de la especie humana, significa “que el mundo no es de suyo habitable para el hombre y que, por tanto, antes de habitarlo ha de ser hecho habitable” por él.
Esta diferencia entre el hombre y los animales “permite discernir dos dimensiones en la operatividad humana: hacer habitable el mundo y someterlo”, y esta distinción es el eje del planteamiento que hace Falgueras.
En efecto, el trabajo humano, la acción humana en el mundo tiene dos funciones: someter el mundo y, una vez sometido, hacerlo habitable. Someter es una acción directamente dominante; hacerlo habitable es sólo indirectamente dominante. Someter y morar en el mundo; guardarlo (protegerlo) y cultivarlo; hacerlo habitable y perfeccionarlo: estos son los fines que integran el habitar humano en el mundo.
Lo que hemos planteado hasta aquí es importante para comprender que la diferencia entre varón y mujer, o entre lo masculino (prevaleciente en el varón) y lo femenino (prevaleciente en la mujer), no es un mero “constructo cultural” y, por tanto, histórico y relativo a tiempos y lugares. Existe, sí, una diferencia clarísima, pero no en lo esencial, sino en lo funcional. Hay igualdad en la esencia, pero no en la función. Y dejar esto firmemente establecido es absolutamente necesario, frente a ese confuso aluvión “igualitarista” que parece resumir el movimiento entero de la ideología contemporánea de Occidente.
Habiendo expuesto lo anterior en forma muy sumaria, ya podemos avanzar en el tema. En efecto, “la función moradora y de guarda corresponde a lo femenino, mientras que la función de sometimiento y cultivo corresponde a lo masculino del ser humano. En otras palabras: lo femenino es hacer habitable el mundo; lo masculino, someterlo”. O sea, podríamos decir que el hombre, en la tarea necesaria para que el ser humano pueda morar en el mundo, construye la obra gruesa, echando mano para ello de la tecnología y la organización del esfuerzo común, y la mujer hace que esa obra gruesa sea cálida y habitable, la hace hogar, dándole la cualidad propiamente humana que la mera obra gruesa no tiene (los ingleses dicen “home is where mother is”; al cabo, el seno materno es la primera morada o habitáculo para el ser humano; la biología prueba tener, en todo esto, una fundamental importancia).
Lo que hemos planteado hasta aquí es importante para comprender que la diferencia entre varón y mujer, o entre lo masculino (prevaleciente en el varón) y lo femenino (prevaleciente en la mujer), no es un mero “constructo cultural” y, por tanto, histórico y relativo a tiempos y lugares. Existe, sí, una diferencia clarísima, pero no en lo esencial, sino en lo funcional. Hay igualdad en la esencia, pero no en la función. Y dejar esto firmemente establecido es absolutamente necesario, frente a ese confuso aluvión “igualitarista” que parece resumir el movimiento entero de la ideología contemporánea de Occidente.
Miguel Ángel, La creación de Adán, 1511, Capilla Sixtina
(Imagen: Wikicommons)
Con lo dicho, podemos ahora explorar un poco más tanto la diferencia biológica, a la que el mundo moderno quiere despojar de toda importancia, como el simbolismo profundo que a ella va intrínsecamente asociado.
Porque, en efecto, como hemos visto, hay en la función masculina un modo de vincularse con el mundo que evidencia una actividad más agresiva y directamente “dominante”: lo propio de ella es someter el mundo, vencer los obstáculos de geografía, de clima, etcétera, poniendo en movimiento medios, maquinarias, instrumentos y organizaciones. En cambio, en la función femenina advertimos una actitud cuantitativa y cualitativamente menos agresiva, que más que acometer con vistas al sometimiento, atrae y acoge.
No hay necesidad de entrar en más detalles y derivaciones para comprender que, de por sí, el varón “simboliza” el principio activo en la realidad humana, y la mujer, el “pasivo”, sin que ninguno de ellos sea superior al otro sino, por el contrario, complementarios. Este simbolismo es la clave de toda la discusión que nos interesa.
Porque, si extendemos a la órbita religiosa estos simbolismos que penden de la división sexual (funcional) en el ser humano, lo cual es posible porque el sexo está humanizado y la humanidad, sexualizada, podemos entender que es el varón el que puede de modo propio simbolizar a Dios, quien como Creador y Redentor es siempre Activo en relación con una humanidad caída y debilitada, incapaz por sí misma de remontar al lugar desde el cual cayó, en tanto que la mujer de por sí simboliza a la humanidad sobre la cual Dios actúa de un modo activo e indispensable.
Esta idea es absolutamente esencial en el cristianismo. Dios crea, la humanidad es creada; Dios salva, la humanidad es salvada; Dios es el novio, la humanidad, la novia; Cristo es el esposo, la Iglesia, la esposa.
"Haced esto en memoria Mía"
Juan de Juanes, La Última Cena, 1562, Museo del Prado
(Imagen: Cadena Ser)
Sin duda existen religiones en que se carece de estas nociones y que conciben, en cambio, una “divinidad femenina”, una “diosa madre”. Pero, para nuestros efectos, que no son entrar en un análisis comparado de las religiones, ellas simplemente no son cristianismo: es imposible entender éste sino del modo como ya hemos dicho; no es que si creyera en Dios como una “Ella” el cristianismo dejaría de ser religión, sino que dejaría de ser cristianismo. Es imposible pensar que es cristiana una oración como “Madre nuestra, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”, etcétera. Es inconcebible imaginar a la Iglesia como el novio que engendra y a Dios como la novia que concibe, a la humanidad como quien activamente redime y a Dios como quien es pasivamente redimido. Nada de ello tendría sentido alguno para un cristiano.
Podemos concluir, de este modo, que la imposibilidad de que la mujer tenga en la liturgia de la Iglesia el papel sacerdotal, que prolonga en el tiempo la capitalidad, la función de ser cabeza, de Cristo, Varón y Dios. No puede tener ese papel sacerdotal ni en plenitud ni en alguna forma derivada, como la de lectora, o acólita, o “ministra de la comunión”, etcétera, porque tales formas derivadas están íntimamente asociadas al sacerdocio. Si la mujer no puede ser sacerdote, no puede ser al menos “un poco sacerdote”, porque no se puede ser “un poco varón” o “un poco mujer” en el orden de lo simbólico.
Así pues, la exclusión de las mujeres del sacerdocio es algo que surge no solamente de una Tradición supuestamente periclitada –y, además, antojadiza o “culturalmente relativa”- ni surge tampoco del rechazo a “asumir los cambios” propios del mundo contemporáneo, sino de una profunda, de una esencial diferenciación de funciones que opera en lo más íntimo del ser humano, independientemente de épocas, lugares o culturas, y que posee un claro y profundo aspecto simbólico. Además, como se sabe, no es menos digna como ser humano la mujer por cumplir la función de hacer habitable el mundo que le corresponde en la “división humana del trabajo”, ni el hombre es más digno por asumir la que a él le cabe de someterlo. Es simplemente que, primero, estas funciones son esencialmente diferentes; segundo, no son prescindibles ni secundarias o triviales y, tercero, no son en absoluto intercambiables, por lo que su simbolismo tampoco lo es. Y tampoco es menos digna la mujer en la Iglesia por no poder ser sacerdote, de lo cual el ejemplo más impactante es el de la Santísima Virgen: no quita nada a su suprema dignidad el no poder ser sacerdote por ser mujer.
Así pues, la exclusión de las mujeres del sacerdocio es algo que surge no solamente de una Tradición supuestamente periclitada –y, además, antojadiza o “culturalmente relativa”- ni surge tampoco del rechazo a “asumir los cambios” propios del mundo contemporáneo, sino de una profunda, de una esencial diferenciación de funciones que opera en lo más íntimo del ser humano, independientemente de épocas, lugares o culturas, y que posee un claro y profundo aspecto simbólico. Además, como se sabe, no es menos digna como ser humano la mujer por cumplir la función de hacer habitable el mundo que le corresponde en la “división humana del trabajo”, ni el hombre es más digno por asumir la que a él le cabe de someterlo. Es simplemente que, primero, estas funciones son esencialmente diferentes; segundo, no son prescindibles ni secundarias o triviales y, tercero, no son en absoluto intercambiables, por lo que su simbolismo tampoco lo es. Y tampoco es menos digna la mujer en la Iglesia por no poder ser sacerdote, de lo cual el ejemplo más impactante es el de la Santísima Virgen: no quita nada a su suprema dignidad el no poder ser sacerdote por ser mujer.
Ordenación anglicana en Australia
(Foto: ABC)
Si los tiempos actuales fueran de tal naturaleza que apelar simplemente a la Tradición, por la cual Dios nos revela lo que tiene que decirnos, fuera suficiente, la discusión contemporánea sobre el “derecho” de la mujer a simbolizar lo que no puede simbolizar no se habría dado. Pero, creemos que remitirnos a una argumentación como la que aquí hemos presentado refuerza, desde una perspectiva puramente humana y racional, lo que la Iglesia ha enseñado siempre.
jueves, 21 de febrero de 2019
¿Por qué en la Santa Misa la mayoría de las funciones están reservadas al sacerdote?
Les ofrecemos hoy la quinta respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué en ella las funciones esenciales y aun las meramente importantes están reservadas al sacerdote y a otros miembros del clero, con exclusión de los fieles laicos (véase aquí el listado de preguntas).
***
En la pregunta núm. 3 ya hemos
avanzado algunas ideas que permiten responder la cuestión que aquí se plantea. Pero debemos
profundizar en ellas para completar la respuesta a esta nueva pregunta, que tiene dimensiones
nuevas.
En el núm. 3 decíamos que el principal
y verdadero actor de lo que se realiza en la Santa Misa es Cristo mismo: Él es
la víctima que se ofrece al Padre y, al mismo tiempo, el sacerdote que hace esa
ofrenda. En rigor, la fe nos dice que Cristo, Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, es nuestro único sacerdote, en lo cual la Iglesia, que vive en el
Nuevo Testamento, se diferencia radicalmente de lo que era el caso del pueblo
de Israel en el Antiguo Testamento: en éste, había muchos hombres que tenían el
oficio de sacerdote, para ofrecer a Dios sacrificios de animales y de otras
cosas con el fin de obtener de la Divinidad el perdón de nuestros pecados.
(Imagen: Tan Books)
Ese sacerdocio era una pre-figuración
o anuncio de lo que habría de ser el caso una vez llegada la plenitud de los
tiempos, en que nació el Señor como hombre. Y se trataba de un sacerdocio
imperfecto, desempeñado por hombres tan pecadores como los demás, que debían,
por tanto, ofrecer los sacrificios en primer lugar por sí mismos. El Señor
abolió ese sacerdocio imperfecto, que era incapaz de ofrecer a Dios una víctima
realmente capaz de satisfacer por nuestros pecados, y abolió también las
víctimas ofrecidas: en reemplazo, se ofreció Él a sí mismo como víctima
perfecta, cuya inmolación agrada y satisface al Padre infinitamente, y Él mismo
ofreció esa víctima, único ofrecimiento que es también absolutamente perfecto y
agradable al Padre.
Retengamos esta idea: Cristo es el
único sacerdote del Nuevo Testamento, en lugar de los miles de sacerdotes que
había en el Antiguo.
Ahora bien, ¿cuál es el papel del
sacerdote? Como lo dice la raíz de la palabra castellana (“sacer-”), el
sacerdote está puesto para hacer “sacro” o sagrado algo, y vincular así a los
hombres con Dios. Por eso de la vinculación, al sacerdote se le llama también
“pontífice”, o sea, el que “hace de puente” entre los hombres y Dios (este
término hoy está reservado, en la Iglesia, para los obispos, y el de Sumo
Pontífice, para el Papa).
Volviendo a lo que veníamos
diciendo, Cristo es el único sacerdote del Nuevo Testamento, vale decir, es el
único “puente” entre Dios y los hombres, es el único “mediador”, el único
camino para transitar desde este mundo al Padre. Pero debemos agregar,
finalmente, otro elemento para poder dar una respuesta adecuada a la pregunta
que aquí nos interesa: “Cristo-único-sacerdote” está tan unido a los hombres a
quienes sirve de puente que éstos constituyen su cuerpo místico; el cuerpo
físico de Jesús de Nazaret tiene una real, auténtica y perfecta “réplica” espiritual,
para decirlo así, que es su cuerpo místico. Así como los miembros del Cuerpo de
Jesús son sus manos, sus pies, etcétera, así los miembros de este “cuerpo místico”
son los hombres unidos del modo más íntimo y estrecho a Jesús. Y en este
cuerpo, Jesús es la cabeza, es quien hace de este cuerpo una unidad perfecta.
En el cuerpo, todos los miembros son efectivamente miembros; pero la cabeza es
el miembro principal, el que da la unidad al todo.
Por eso, se puede decir que, en un
cuerpo, si bien todos los miembros son igualmente miembros, la cabeza es el principal, cuya función es hacer de todos ellos una sola cosa.
Desde este punto de vista, no todos los miembros de un cuerpo son iguales. Y en
el cuerpo místico de Cristo, tampoco todos lo son: el mismo Señor dispuso que
hubiera algunos que funcionaran en este mundo, del cual Él se fue, ascendiendo
a los cielos, tal como Él mismo funcionaba en cuanto cabeza, mientras estuvo en
la tierra. Tales son los sacerdotes, que realizan en el cuerpo místico la
función “capital” (es decir, de cabeza) propia del Señor. Y como la función
propia de Cristo es el ser el único sacerdote del Nuevo Testamento que consigue
aplacar a Dios por los pecados que cometen los hombres, los sacerdotes en la
Iglesia constituyen la prolongación en el cuerpo místico, a través del tiempo,
de esa función sacerdotal del único sacerdote que es Cristo.
(Foto: Gloria.tv)
El acto propio de ese único sacerdote, Cristo, es el ofrecimiento a Dios del sacrificio de sí mismo. Y la Misa, como sabemos, es la renovación de este sacrificio, por lo cual es a los sacerdotes, que están “en lugar de Cristo-cabeza-sacerdote”, que corresponde la función de ofrecerla. No a los fieles laicos, quienes aunque sí son miembros del cuerpo místico, no son la cabeza de éste.
No hay, pues, absoluta igualdad entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo, es decir, de su Iglesia, sino un ordenamiento o jerarquía, tal como es el caso en el cuerpo humano, donde hay algunos miembros más importantes que otros y, en todo caso, con diferentes funciones.
No hay, pues, absoluta igualdad entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo, es decir, de su Iglesia, sino un ordenamiento o jerarquía, tal como es el caso en el cuerpo humano, donde hay algunos miembros más importantes que otros y, en todo caso, con diferentes funciones.
Es verdad que, en cuanto miembros
del cuerpo místico de Cristo, todos los fieles son, igual que Cristo,
sacerdotes, en un importante sentido, que no detallaremos aquí; pero, vista la
distribución de funciones en el cuerpo místico, como es el caso en todo cuerpo
biológico, no todos tienen la función de “cabeza” ni, por tanto, los mismos
encargos. Ahora bien, cuando el Señor en la Última Cena celebró de modo real,
pero anticipado y simbólico, la “primera Misa”, es a los discípulos que ahí
estaban presentes acompañándolo que encargó la función de “hacer esto”, o sea,
lo mismo que El hacía en esos momentos, “en memoria mía”. Fue a ellos a quienes
les dijo “haced esto”, no a todos los que habrían de ser, con el tiempo,
discípulos suyos. Por eso es que la Iglesia, interpretando estas palabras y
acciones desde los primeros momentos de su existencia, ha enseñado que, en
aquella Última Cena, el Señor, al decir “haced esto”, instituyó el sacerdocio
como sacramento, y a quienes instituyó como sacerdotes, la Iglesia denominó
“sacerdotes ministeriales”, es decir, sacerdotes encargados de un oficio o
encargo (de un “ministerio”) bien preciso y claro: “hacer lo mismo que el Señor
en memoria de El”, vale decir, ofrecer el sacrificio de la cruz, de modo
incruento, a través de los siglos; acción sagrada que vino, finalmente, a
llamarse “Misa”.
En la Misa, pues, no todos los
creyentes tienen la misma función: no todos ellos funcionan como cabeza (como
Cristo) ni hacen lo mismo que Cristo hizo (ofrecer el sacrificio). Funcionar de
ese modo y ofrecer el sacrificio corresponde a los sacerdotes.
Como se sabe, con el tiempo los
apóstoles, primeros sacerdotes de la Iglesia, agregaron a su tarea otras
personas, los diáconos, para que realizaran algunas funciones que habían sido,
en un comienzo, de cargo de los apóstoles. Sacerdotes, diáconos y, andando el
tiempo, los subdiáconos y otros cargos que se fueron individualizando y
diferenciando de la función estrictamente sacerdotal de ofrecer el sacrificio,
llegaron a constituir lo que hoy denominamos “clero”. Y así es que entendemos
cómo es al clero que está reservada, por voluntad del Señor, la función
sacerdotal, instituida como sacramento (que hoy llamamos “sacramento del
orden”) por el propio Señor en la Última Cena.
No corresponde a los fieles laicos, por muy miembros del cuerpo místico que sean, y lo son en plenitud, realizar funciones que el Señor quiso reservar a algunos de sus discípulos, en vez de encargarlas a todos indistintamente. Y por eso es que la Iglesia, a fin de dejar bien en claro estas diferencias queridas por el Señor, ha dispuesto que el clero vista de un modo determinado, ocupe en el templo un lugar determinado que le está reservado, el presbiterio (o lugar de los “presbíteros”, de los “ancianos”, que es como en un comienzo se llamó, por respeto, a los sacerdotes), y realice ciertas ceremonias y gestos que le son exclusivos.
Así es como, durante veinte siglos, las funciones sagradas en que consiste la Misa y que la rodean, ha estado reservada en la Iglesia a los sacerdotes, es decir, a los miembros -a diverso título- del clero.
Así es como, durante veinte siglos, las funciones sagradas en que consiste la Misa y que la rodean, ha estado reservada en la Iglesia a los sacerdotes, es decir, a los miembros -a diverso título- del clero.
Es sólo por la ruptura de la Sagrada
Tradición de la Iglesia que, con posterioridad al Concilio Vaticano II, los
laicos han comenzado a asumir funciones clericales, como leer los textos
sagrados en la Santa Misa, o distribuir en ella la comunión, etcétera. En aquellas
escasas situaciones en que, con anterioridad, la Iglesia permitió el acceso de
fieles no sacramentalmente ordenados a realizar funciones sagradas, quiso que,
al menos, se reconociera la propiedad de la asignación de éstas al clero
exigiendo que tales laicos se vistieran externamente como clérigos, vale decir,
con sotana y sobrepelliz. Esto fue un modo de subrayar el mensaje del Señor en la
Escritura en cuanto a la existencia de una función sacerdotal ministerial de
carácter exclusivo.
La existencia, en la Iglesia latina,
de ciertas cargas que van aparejadas al estado clerical, muy especialmente el
celibato o el rezo del Oficio Divino, indican que el sacerdocio no es una situación de ventajas personales
de quienes lo ostentan, sino de servicio especialmente dedicado a los demás
fieles, sus hermanos. El que el celibato haya sido motivo de escándalos y el
que los clérigos se hayan atribuido, a lo largo del tiempo, una serie de
ventajas o inexistentes prerrogativas personales, es una indicación de la naturaleza pecadora de quienes
constituyen, inevitablemente, el sacerdocio y, en general, la Iglesia.
(Foto: Saint Michael Catholic Church)
En resumen, hemos explicado aquí por
qué las funciones sagradas y, particularmente la Santa Misa, son encargo
exclusivo del sacerdocio, que tiene la misión de hacer visible la calidad
“capital”, es decir, de cabeza, de Cristo, único sacerdote, pontífice y
mediador del Nuevo Testamento. Toda práctica actual que transgreda esta
exclusividad, permitiendo a los laicos realizar actividades propias de los
clérigos, o entrar en los espacios del templo reservados a ellos, contribuye a
confundir y desdibujar gravemente principios básicos de la fe que el Señor
encargó a sus apóstoles custodiar y transmitir intactos a los siglos futuros.
En particular, contribuyen tales
prácticas a protestantizar la fe católica, dado que los protestantes no
reconocen la institución por el Señor del sacramento del orden sagrado (sólo admiten como tales el bautismo y la Cena) ni la
distinción entre el sacerdocio ministerial de los sacerdotes y el sacerdocio común de todos los fieles. La severidad, pues, en la conservación de las diferencias
entre clero y laicos a que nos hemos referido, no es una cuestión puramente
práctica de carácter administrativo (quién realiza qué), sino de la máxima
importancia para la fe.
martes, 19 de febrero de 2019
Peter Kwasniewski reseña la biografía de Annibale Bugnini, de Yves Chiron
A continuación ofrecemos a nuestros lectores una traducción de una recensión del Dr. Peter Kwasniewski a la recientemente aparecida traducción inglesa de la biografía (2016) de monseñor Annibale Bugnini (1912-1982), arquitecto de las reforma litúrgica, escrita por Yves Chiron (*1960), destacado ensayista, periodista e historiador francés.
La recensión fue publicada originalmente en OnePeterFive y ha sido traducida por la Redacción.
(Fotomontaje: OnePeterFive)
***
¿En qué pensaba Bugnini cuando destruyó la Misa
católica?
Peter Kwasniewski
En el cuento “The Queer Feet” [“Los pies extraños”], de G. K.
Chesterton, el Padre Brown dice:
Un crimen es como cualquier otra
obra de arte. No hay que sorprenderse: los
crímenes no son en absoluto las únicas obras de arte que salen de los talleres
infernales. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, se distingue por un
rasgo inevitable: su centro es simple, por mucho que su materialización sea
complicada. Así, por ejemplo, en Hamlet, lo grotesco del sepulturero, las
flores de la niña trastornada, las fantásticas sutilezas de Osric, la palidez
del fantasma y la sonrisa de la calavera son todos rarezas en esa especie de
enredada guirlanda que rodea a la simple y trágica figura de un hombre vestido
de negro[1].
Esta cita me vino a la memoria al
leer la recién traducida biografía que últimamente ha escrito el prolífico y
respetado historiador francés Yves Chiron: Annibale Bugnini: Reformer of the Liturgy (Angelico Press, 2018) [Original: Annibale Bugnini (1912-1982): Réformateur de la liturgie, Desclée De Brouwer, 2016]. La reforma litúrgica de amplio espectro que
tuvo lugar en la Iglesia, principalmente entre los años 1950 y 1975, fue, en
efecto, como en el caso de Hamlet, un asunto complicado, que involucró a
cientos de obispos y de expertos, a varios Papas, a un concilio ecuménico e
innumerables publicaciones; pero lo que hubo en el centro de todo ello fue la
“simple y trágica figura de un hombre vestido de negro” -o quizá debiéramos
decir “vestido de negro con fileteados rojos”-: monseñor Annibale Bugnini
(posteriormente arzobispo), un sacerdote vicentino, uno de los pocos individuos que intervinieron
en esta reforma a lo largo de veinticinco años, desde el comienzo hasta el fin.
Versión francesa original
(Foto: Desclée De Brouwer/Amazon)
Quienes han oído hablar de Annibale
Bugnini (1912-1982) tienden a pensar de él que, o bien fue un perverso conspirador
decidido a destruir la fe católica, o bien fue un talentoso burócrata que condujo
con suavidad una compleja reforma litúrgica hasta hacerla concluir felizmente.
Este libro, respaldado por una buena investigación, pero misericordiosamente
compacto para ser una biografía moderna, nos describe una figura humana más
compleja. Es indiscutible que Bugnini estaba convencido de lo que la liturgia
“debía ser”, y actuó coherentemente sobre la base de varias teorías
racionalistas y pastorales. De esto, el presente libro proporciona una
documentación copiosa. Pero no todas las ideas de Bugnini fueron bienvenidas
por quienes ocupaban cargos de autoridad y, al cabo, acabó chocando con el
Papa, a cuyos oídos siempre abiertos y manos de fácil firma tuvo acceso sin
obstáculos de ninguna especie.
El libro de Chiron nos familiariza
con la vida de un hombre que tuvo una particular influencia en la organización
de las fuerzas necesarias para realizar una revisión sin precedentes del culto
católico. Podemos ver cómo obró, con ese fin, paso a paso, Papa tras Papa,
comité tras comité, libro tras libro. Se trata, en verdad, de uno de los
episodios más sorprendentes en la historia del catolicismo, acerca del cual
Henry Sire dice sarcásticamente, y con razón: “La historia de cómo se realizó
la revolución litúrgica es de tal naturaleza que, por su misma enormidad,
paraliza al historiador: éste desearía, para salir bien librado, tener un
cuento menos increíble que contar”[2].
En manos de Chiron, que conduce pacientemente al lector a través de las fases
de la vida y actividad de Bugnini, el cuento se hace un poco menos increíble,
aunque no disminuya su enormidad, a medida que se va conociendo las osadas
maniobras que permitían acceder a nuevas posibilidades, a nuevas oportunidades,
y a nuevos cambios[3].
¿Fue Bugnini una mente superior, uno
de esos raros y fáusticos individuos que, por sí solos, cambian el curso de la
historia, o fue un ideólogo de mente estrecha, un oportunista? Las pruebas
allegadas por Chiron tienden a dar fundamento a esta segunda posibilidad. Y
existen otras pruebas, no analizadas por Chiron, que sirven de base a esta
misma interpretación. Monseñor Lefebvre, en un memorable discurso pronunciado en 1982 en Montreal, contó el caso de una reunión a la que asistió en Roma con otros
Superiores Generales hacia mediados de la década de 1960:
Tuve la oportunidad de constatar
por mí mismo la influencia que ejercía Bugnini. Uno se maravilla de que cosas
como éstas puedan haber tenido lugar en Roma. En aquel tiempo, inmediatamente
después del Concilio, yo era Superior General de la Congregación de los Padres del
Espíritu Santo, y estuve en una reunión de Superiores Generales celebrada en Roma. Le
habíamos pedido al P. Bugnini que nos explicara en qué consistía la nueva Misa,
que no era cosa de poca monta. Inmediatamente después del Concilio, se oyó
hablar de la “Misa normativa”, la “nueva Misa”, el “Novus Ordo”. ¿De qué se
trataba todo esto? [...]
El P. Bugnini, con gran aplomo, explicó lo que había de
ser la Misa normativa: se cambiará esto, y aquello, y vamos a introducir un
nuevo Ofertorio; vamos a poder disminuir las oraciones de la comunión; podremos
tener varios formatos diferentes para el comienzo de la Misa; vamos a poder
decir la Misa en lengua vernácula […]
Fue tal mi asombro que me quedé mudo, a
pesar de que, por lo general, hablo con toda libertad cuando se trata de
oponerse a aquellos con quienes no estoy de acuerdo. No pude pronunciar ni una
sola palabra. ¿Cómo era posible que a este hombre que tenía frente a mí se le
hubiera confiado la reforma entera de la liturgia católica, la reforma entera
del Santo Sacrificio de la Misa, de los sacramentos, del Breviario y de todas
nuestras oraciones? ¿Adónde estábamos yendo? ¿Adónde iba la Iglesia?
Dos
Superiores Generales sí tuvieron el valor de hablar. Uno de ellos preguntó al P.
Bugnini: “¿Se trata aquí de una participación activa, de una participación
corporal, vale decir, con oraciones vocales, o se trata de una participación
espiritual? En todo caso, usted ha hablado tanto de la participación de los
fieles que parece que ya no justifica que se celebre la Misa sin fieles.
Toda su Misa ha sido fabricada en torno a la participación de los fieles.
Nosotros los benedictinos celebramos nuestras Misas sin la asistencia del pueblo. ¿Quiere esto decir que debemos terminar con nuestras Misas privadas
debido a que no tenemos fieles que participen en ellas?”
Les repito exactamente
lo que dijo el P. Bugnini, porque todavía suena en mis oídos, así fue la
sorpresa que me causó: “Para ser honestos, nunca pensamos en eso”. ¡Eso fue lo
que dijo!
Posteriormente, otro se levantó y dijo: “Reverendo Padre, usted ha
dicho que vamos a suprimir esto y aquello, y que reemplazaremos esto por lo
otro, y siempre con oraciones más cortas. Tengo la impresión de que su nueva
Misa podría decirse en diez o doce minutos o, a lo más, en un cuarto de hora.
Esto no es razonable. No es respetuoso para con tamaña acción de la Iglesia”.
Pues bien, lo que respondió fue lo siguiente: “Siempre se podrá añadir alguna
cosa”. ¿Es real todo esto? Yo mismo lo escuché. Si alguien me hubiera contado
el cuento, quizá hubiera tenido dudas, pero lo oí yo mismo[4].
Bugnini junto al papa Pablo VI
(Foto: Liturgy Guy)
Cuando leemos informaciones como
ésta, se siente la tentación de pensar que son exageraciones. El examen
cuidadoso, casi quirúrgico, que hace Chiron de los documentos originales,
demuestra que no es tal el caso. Evitando cuidadosamente las idealizaciones y
las caricaturas, Chiron pinta un cuadro de su protagonista que está en armonía
con lo que cuenta monseñor Lefebvre o con lo que escribe Bouyer en sus Memorias. Bugnini
fue realmente un hábil gerente, un manipulador, un maquillador, un mensajero.
Sabía como reunir un equipo compuesto enteramente por “estrellas” que trabajara
en el sentido que a él le pareciera mejor. Sabía cómo ganar al Papa para sus
ideas. Sabía cuándo hablar y cuándo guardar silencio. Para poner un ejemplo,
exigió a la comisión preparatoria preconciliar sobre liturgia no proponer ideas
demasiado radicales para evitar el riesgo de que todo el proyecto fuera
torpedeado: es suficiente, decía Bugnini, con proponer indicaciones generales de
aspecto inocuo y hacer posteriormente derivar de ellas todos los detalles en un
trabajo de comité.
Habría que excluir el término
“maquiavélico” sólo porque no existen pruebas de malicia flagrante. Más bien,
lo que ocurre es que Bugnini es el más raro de los casos raros: un maquiavélico
aparentemente bienintencionado que hace callar a sus oponentes debido a que
están obviamente equivocados, en tanto que él tiene, obviamente, la razón.
En su deliciosa novela Rasselas,
Samuel Johnson pone en boca de uno de sus personajes un consejo que le hubiera
calzado perfectamente a Bugnini: “En su administración del año, no se permita,
por tanto, la soberbia de la innovación; no se complazca con la idea de que
puede llegar a tener fama en todas las futuras generaciones por el
desordenamiento de las estaciones. No es fama deseable el ser recordado por los
destrozos”.
En su ágil biografía, rica en
detalles, sin empantanarse en minucias, Chiron nos muestra qué es lo que movía
a Bugnini a actuar: su empecinada obsesión con la “participación activa”,
entendida como comprensión racional de información verbal y, como corolario de
ello, la necesidad de una radical simplificación de las formas litúrgicas, a
fin de satisfacer al hombre occidental moderno, sencillo y eficiente. A este
fin debía supeditarse todo lo demás: todas las tradiciones litúrgicas no eran
más que restos de naufragio en comparación con la urgencia pastoral de
transmitir de inmediato un contenido que reflejara el Concilio Vaticano II. Esto explica por
qué el latín tenía que ceder ante el vernáculo, por qué el lenguaje complejo
tenía que descomponerse en trozos del tamaño de un bocado, por qué las oraciones y
ceremonias elaboradas tenían que ser abreviadas o abolidas, por qué el
sacerdote debía interactuar de modo familiar con el pueblo en vez de cumplir un
papel claramente hierático, por qué el canto gregoriano debía ser dejado de
lado para hacer lugar a cantos populares, etcétera.
En cierto modo, todo esto “tiene
sentido”, tal como el cartesianismo “tiene sentido” para quien rechaza la
posibilidad de conocer nada que no sea la mente, o tal como el freudismo “tiene
sentido” para quien está predispuesto a evaluar las situaciones según su
aprovechamiento sexual, o tal como el deconstructivismo “tiene sentido” para
quien rechaza la posibilidad de sentido.
Cuán diferente -en realidad, cuán
contraria- al proyecto postconciliar de construir la primera liturgia de
modernos, por modernos y para modernos, es la actitud que encontramos en las
memorias del cardenal Ratzinger, al hablar del descubrimiento, en su juventud,
de las riquezas de la liturgia:
Fue una cautivante aventura entrar,
paso a paso, en el mundo misterioso de la liturgia, que era puesto en obra
frente a nosotros y para nosotros ahí, sobre el altar. Se me hacía cada vez más
claro que tomaba contacto ahí con una realidad que, sencillamente, nadie había ideado,
una realidad que ninguna autoridad oficial ni ningún gran individuo había
creado. Esta misteriosa construcción de textos y acciones había crecido desde
la fe de la Iglesia durante siglos, y llevaba en sí todo el peso de la
historia, no obstante lo cual, al mismo tiempo, era mucho más que un producto
de la historia humana. Cada siglo había dejado en ella su huella […] No todo era
lógico. A veces, las cosas se volvían complicadas, y no siempre resultaba fácil
encontrar el camino. Pero era precisamente esto lo que hacía que todo el
edificio fuera tan maravilloso como el propio hogar[5].
Un joven Joseph Ratzinger (der.) oficia de subdiácono en una Misa solemne. El diácono es su hermano Georg (centro)
(Foto: Blog Ratzinger-Gänswein)
***
Quisiera comentar aquí la teoría de
la conspiración que acompañará para siempre a Bugnini, vale decir, la teoría de que fue masón y de que
la reforma litúrgica fue un complot masónico para destruir la Iglesia desde
dentro. Con la paciente precisión del historiador, Chiron estudia cada elemento
de prueba y llega a la conclusión de que es imposible decir con certeza si
Bugnini fue o no masón: no hay pruebas adecuadas para condenarlo. Chiron
menciona el hecho que la acusación surgió de alguien “altamente ubicado” en la
jerarquía de la Iglesia; cita los indignados testimonios de Bugnini de que
jamás tuvo -ni soñó con tenerlo- nada que ver con ninguna sociedad secreta. He
aquí el clásico caso de afirmaciones contrarias en que (hasta el momento) no
existe forma de probar que ninguna de ellas sea la verdadera[6].
Quizá algunos lectores se desilusionarán con esto porque hubieran deseado que
la investigación condujera a un veredicto definitivo. Pero hay un par de cosas
que decir en relación con este tema.
Primero, en un desconcertante
prólogo añadido a la traducción, nos enteramos de una entrevista de 1996 en que Dom Alcuin Reid
preguntó al Cardenal Alfons Maria Stickler, bibliotecario del Vaticano, si creía que Bugnini había sido masón, y si esto
fue el motivo para que Pablo VI lo destituyera. “No”, contestó el Cardenal,
“fue algo mucho peor”. Pero Su Eminencia no quiso revelar que era aquello
“mucho peor” y, francamente, el concepto de algo “mucho peor” que ser masón
ofrece aterradoras perspectivas a la imaginación.
Segundo, supongamos en teoría que
Bugnini fue, efectivamente, quien dijo ser, según los registros históricos: “un
amante cultivador de la liturgia”, como reza su epitafio, según lo que él entendía por tal. En cierto
modo, este es el escenario más deprimente de todos: casi se podría tener más
respeto por Bugnini si hubiera actuado de acuerdo con un magno plan de
destrucción de la liturgia de siempre a fin de reemplazarla por un brillante
mecanismo ideado para erosionar el catolicismo, o si hubiera sido un apóstata
infiltrado cuyo único propósito hubiera sido producir el caos en el sistema
nervioso central de la Iglesia. Con esto estaríamos hablando a una suerte de Profesor
Moriarty capaz de concertar al inframundo. Pero si lo que ocurre es que no fue
más que un hombre de mente limitada, honesto y trabajador, cooptado por la
retórica del Movimiento Litúrgico, incapaz de dudar de sí mismo en sus horas de
insomnio, absolutamente ciego ante las implicancias, tan grandes como para
convulsionar el mundo, de lo que estaba llevando a cabo. Si no fue más que un
diligente funcionario con ideas a medio cocinar y con un empecinamiento capaz
de sacarlas adelante en cada oportunidad, entonces comenzamos a penetrar en ese
mundo gris, sin alma, de lo que Hannah Arendt llama “la banalidad del mal”[7]:
lo que tenemos delante es el equivalente del oficial de la SS que ha matado
judíos en los campos de concentración porque ello le pareció ser el
cumplimiento cabal de sus deberes para con el Estado, que le han sido
legítimamente impuestos desde arriba.
"Liturgiae cultor et amator"
(Foto: Wikimedia Commons)
Quizá, al cabo, la irreprimible
urgencia de hacer de Bugnini un masón, con suficientes pruebas o sin ellas
(“ciertamente tiene que haber sido…”), es un mecanismo de defensa para
enfrentar la posibilidad de que Bugnini estuvo orientado sinceramente por un
espíritu de servicio en su tarea de desmantelar veinte siglos de liturgia
orgánicamente desarrollada. Lo cual no quiere decir que haya usado siempre
medios honestos: fue un hombre hábil y astuto en el logro de sus propósitos y
dispuesto a torcer la verdad si era necesario. Pero siempre creyó tener razón, creyó que una
finalidad tan grande y difícil justificaba cualquier medio de alcanzarla, y que
algún día todos terminarían pensando como él.
Pocos gerentes, en la historia de la
burocracia, se han equivocado tanto. Hoy se puede clasificar a los católicos
bautizados en tres grupos: la mayoría, que se ha alejado y no asiste a liturgia
alguna o se saltaría con toda facilidad la Misa para ir a un partido de fútbol;
los católicos practicantes que, sin conocer de otras alternativas, asisten cumplidamente
a la Misa de Bugnini, recogiendo las migajas que caen de la mesa de la
abundancia; y una considerable minoría que, a pesar de las diferencias
existentes entre ellos, adhieren con vigor a la liturgia católica tradicional.
Esto no es el futuro con que soñaba Bugnini si es que, en realidad, se permitió
alguna vez, sumergido en revistas, conferencias, reuniones, audiencias y
conferencias, el lujo de soñar.
Un poeta inteligente ha escrito lo
siguiente:
En Roma debieran haber conocido por
su nombre
Al enemigo que se aproximaba con sus
bestias.
Pero, para eterna vergüenza de
nuestros guardias,
Los fieles asediados lo han venido a
conocer por sus frutos[8].
Cuando terminé de leer el Bugnini de
Chiron, me eché hacia atrás en el asiento y me puse a meditar, desazonado,
sobre el tremendo período que sus páginas habían puesto ante mis ojos: qué
pasado de moda, qué añejo, que vacío parece todo aquello hoy en día, cuando
sobrevive sólo como un legado capaz de despertar el mismo grado de entusiasmo
que cualquier cursilería sentimental victoriana. La vida de Bugnini se agotó en
un incansable esfuerzo por poner la Iglesia “al día”, por hacerla, por fin, un
compañero de la modernidad en pie de igualdad, en una apuesta por conquistar la
cultura. Y véase hoy los restos humeantes, las iglesias tapiadas, el laicado
indiferente e ignorante, los Cuomos y Pelosis homicidas de infantes [Nota de la Redacción: respectivamente, Andrew Cuomo, el gobernador del estado de Nueva York, y la congresista Nancy Pelosi, ambos del Partido Demócrata; Nueva York acaba de reformar la ley para permitir el aborto hasta el momento del parto], la
liturgia que aburre hasta hacer llorar, el Papa afectado por una logorrea
herética. No es la Iglesia la que atrajo a la modernidad, sino la modernidad la
que colonizó a la Iglesia, reduciéndola a un estado de vasallaje. Sin una
intención explícita, este libro de Chiron nos ayuda a ver por qué el
tradicionalismo católico (o el catolicismo tradicional, si se prefiere así),
es, en los hechos, el único camino de salida de este pozo de desesperanza.
Lo que los liturgistas modernos, que
brincan y menean la cola al nombre de Bugnini, no consiguen ver -y necesitan
que se les muestre como a niños pequeños- es esto:
Nosotros no acogemos las reformas
litúrgicas del postconcilio y jamás cantaremos sus alabanzas. Nadie puede
forzarnos a quererlas, y no pueden forzarnos ni siquiera a celebrarlas.
Pensamos que fueron resultado de un proyecto
locamente arrogante, que obró sobre la base de principios defectuosos y
que produjo resultados que dan vergüenza. Desconfiamos de quienes condujeron el
Consilium, especialmente de Bugnini y,
sin que nos importen los prelados que, con el rostro alterado, se levanten y
proclamen altivamente que “fue la voluntad del Espíritu Santo” o “fue decisión
del Concilio Vaticano II” o “fue promulgado por el papa Pablo VI”, pues seguiremos
adhiriendo siempre a la gran tradición litúrgica desarrollada orgánicamente,
desde San Pedro, San Dámaso, San Gregorio Magno hasta el siglo XX. Y el número
de los nuestros crecerá, aunque las diócesis fusionen parroquias, vendan
templos y se desangren por el pago judicial de indemnizaciones por abusos. Los liturgistas
entusiastas de las décadas de 1960 y 1970 son hoy nostálgicos en vías de
envejecer, mientras la Iglesia se divide entre aquellos que toman en serio los
dogmas declarados, la Tradición y la liturgia, y aquéllos que quisieran
modernizar todo esto hasta el punto de disiparlo.
El público está en deuda con Chiron
-y el público inglés en deuda con John Pepino, su traductor- por esta biografía cuidada y
profesional de una de las figuras clave de la remodelación colectiva de la
Iglesia de hoy. No es que ella modere nuestro instintivo rechazo, sino que, más
bien, lo alimenta y lo enfoca.
[1] Chesterton, G. K., “The Queer Feet”, en The Complete Father
Brown (Nueva York, Penguin, 1981), p. 51.
[2] Sire, H. J. A., Phoenix from
the Ashes (Kettering, OH, Angelico Press, 2015), p. 251. Lo he dicho antes y
lo seguiré diciendo: el capítulo “The
Destruction of the Mass” de este libro, pp. 226-286, es la mejor de todas
las versiones breves que conozco, de lo que se hizo con la Misa en la reforma
litúrgica, de su por qué, de su cómo.
[3] En mi opinión, quien resulta en esta historia ser el peor de los
villanos es Pablo VI. Chiron ha escrito también una biografía de Pablo VI, que
está siendo traducida al inglés.
[4] Citado de una conferencia dada por monseñor Lefebvre en 1982.
El texto completo puede encontrarse aquí.
[5] Ratzinger, J., Milestones: Memoirs
1927-1977 (trad. de Erasmo Leiva-Merikakis, San Francisco, Ignatius Press,
1998), pp. 19-20.
[6] Chiron advierte que hay algunas publicaciones y papeles privados
guardados todavía celosamente por los albaceas literarios de Bugnini. Subsiste
la duda si tales textos verán la luz algún día.
[7] Arendt dice lo siguiente de Eichmann: “A pesar de los esfuerzos
de la fiscalía, todo el mundo pudo ver que este hombre no era un 'monstruo';
pero fue difícil no sospechar que era un payaso. Y puesto que esta sospecha
hubiera resultado fatal para el proceso [de su juicio], y como era al mismo
tiempo complicado sostenerla a la luz de los sufrimientos que él y los de su
tipo habían causado a millones de personas, sus peores bufonadas casi no se
advirtieron y no fueron jamás informadas” (Arendt, H., Eichmann
in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil [Nueva York, Penguin Classics,
2006], p. 54).
[8] Amorose, M., City under
Siege: Sonnets and Other Verse (Kettering, OH, Angelico Press, 2017), p. 34.
Este pequeño libro de encantadores e ingeniosos poemas merece ser más conocido.