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sábado, 28 de septiembre de 2019

Resistir la mediocridad litúrgica

Les ofrecemos hoy una nueva traducción del Dr. Peter Kwasniewski, quien vuelve sobre un a cuestión no siempre comprendida cuando se aborda la conservación los ritos reformados y el poco crecimiento del retorno a la Tradición. Una de las consecuencias del pecado natural es la tendencia del ser humano hacia la corrupción, alejándose de lo que es bueno y bello. Mientras más se aparta el hombre de la gracia de Dios, más bajo puede caer, y ni siquiera la Iglesia está a salvo de esta caída más que en aquellos elementos divinos para los que Cristo aseguró la indefectibilidad. Eso explica que la libertad que da el Misal reformado al celebrante para elegir entre muchas opciones de celebración, desde los diversos formularios y plegarias hasta la lengua y la orientación, acaban imponiendo un estándar de mediocridad, que busca igualar la liturgia siempre hacia abajo, olvidando que la enseñanza evangélica es buscar siempre la perfección porque ella es un atributo divino. 

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan al artículo original. 

***

Resistencia al “mínimo común denominador”: el “cri du coeur” de un sacerdote

Peter Kwasniewski

Jesús no se conformó con el "mínimo común denominador"

Un sacerdote me comunicó algunas ideas luego de asistir a una reunión del presbiterio con su obispo diocesano. En el siguiente texto, haré uso de lo que me contó.

En la reunión, el obispo dijo que el clero debería luchar contra la tentación de contentarse con el “mínimo común denominador”. Porque si permitimos a cada miembro del clero explorar sin límites, por decirlo de algún modo, sin aspirar a los estándares de excelencia propios de la diócesis, el principio de la entropía, o digamos derechamente, la naturaleza caída del hombre, nos dice que las cosas tenderán a deslizarse colina abajo y a deteriorarse con el paso del tiempo y, eventualmente -en un punto no muy lejano en ese camino descendente- todas las parroquias se enfrentarán con la enorme presión de conformarse con el "mínimo común denominador", y terminarán ganando las opciones -cualesquiera sean- que resulten menos conflictivas, las más políticamente correctas, la más socialmente aceptables. Se necesita tener visión para divisar ese inevitable momento y para luchar contra él desde la partida. La libertad de elección puede ser atractiva, pero, al cabo, lleva a la división y la degradación. 

Reflexionaba el sacerdote, a continuación: es precisamente esto lo que yo y muchos hermanos sacerdotes hemos visto claramente que ocurre con la liturgia. Debido a la equívoca naturaleza del Misal de Pablo VI, que deja tanto a la elección del celebrante, nos hemos rápidamente deslizado al "mínimo común denominador" en todas las áreas en que hay libertad de elección. En otras palabras, no existe una libertad de elección que permanezca dentro del sistema.

Por ejemplo:

1. Cualquier sacerdote tiene libertad para celebrar ad orientem o versus populum: de hecho, el Misal supone la celebración ad orientem, lo que supondría que estamos en armonía con la Tradición. Pero debido al factor "mínimo común denominador", sólo se acepta el versus populum. Todo sacerdote que elige celebrar ad orientem, es visto como alguien que provoca divisiones, y se lo presiona para que se someta, a menos que quiera ser víctima del ostracismo, no sólo respecto de los fieles, sino también respecto del obispo y de sus hermanos sacerdotes. Pero, ¿es acaso el sacerdote la causa de la división? ¿O es la libertad de elegir cualquiera de las dos opciones lo que crea la división? Esto es el resultado inevitable del factor "mínimo común denominador". Se acusa a los sacerdotes de embarcarse en las llamadas “guerras litúrgicas”, pero ¿tienen ellos la culpa, o recae ésta derechamente en los hombros de Pablo VI y su ambivalente Misal?

2. Cualquier sacerdote puede hacer uso de todo el latín que quiera. Pero, debido al "mínimo común denominador", sólo es posible, de facto, el vernáculo -no obstante el anatema del Concilio de Trento: “Si alguno dice […] que la Misa debiera ser celebrada sólo en a lengua vernácula […], sea anatema”.

3. Cualquier sacerdote tiene la libertad de introducir la forma extraordinaria en su parroquia o en su ministerio, pero aquí también, debido al factor "mínimo común denominador", tal cosa es considerada como de extrema rigidez, y se la mira con tan malos ojos que, de facto, es casi imposible.

4. Ningún sacerdote tiene obligación de concelebrar, y es perfectamente libre de asistir a la Misa desde el coro, para poder decir su propia Misa, costumbre consagrada por muchos siglos de tradición en el rito romano y claramente autorizada por el nuevo Código de Derecho Canónico. Pero, de facto, se le aplica una enorme presión para que concelebre, debido al factor "mínimo común denominador", y no resignarse a ello implica recibir el mote de “no comunitario”. En algunas reuniones grandes, con ocasión de retiros, convenciones o simposios, no hay literalmente posibilidades de Misas privadas a menos que cada uno lleve su propio altar, ya que ni siquiera se contempla una alternativa a la concelebración.

5. Se supone que los sacerdotes usan una patena para la comunión y no recurren a ministros extraordinarios sino en circunstancias muy calificadas. Pero debido al habitual y sistemático abuso en la Iglesia estadounidense y al factor "mínimo común denominador", sería visto como algo extremo el que se usara patena o no se recurriera a dichos ministros. La norma pragmática, por el contrario, es no usar una patena para la comunión e insistir en la ayuda de ministros extraordinarios.  

6. Se anima a los fieles a recibir la comunión en la lengua, lo que es el uso tradicional y es todavía la norma universal según la Sede Apostólica; pero se les permite recibirla en la mano siempre que se den ciertas estrictas condiciones. Pero, debido al factor "mínimo común denominador", entre el 95% y el 98% de los fieles la reciben en la mano. En ninguna parte se enseña siquiera, a los niños que hacen su Primera Comunión, la existencia de aquella práctica tradicional, a pesar de que todavía está vigente.

7. Lo mismo se puede decir de la música sagrada, de la arquitectura eclesiástica, de los vasos sagrados, de los paramentos, de la prédica, y un largo etcétera. Hoy estamos todo forzados, por la presión social, a adaptarnos al "mínimo común denominador". Y ¿qué ocurre cuando un sacerdote no quiere someterse a éste, sino que quiere elevar los estándares? Bueno, la opción típica es someterse al "mínimo común denominador" o irse. La dinámica sutilmente corroe la integridad del obispo, porque cuando se lo confronta con las quejas acerca de un sacerdote “difícil” o “exigente” -identificado así rápidamente por Susana, la del Consejo Parroquial-, debe poner en riesgo su cuello y su reputación para defender al sacerdote, o tomar la opción, más pacífica, de presionarlo para que o acepte el "mínimo común denominador", o acepte la destitución.

Es como si todo el mundo estuviera bajo el círculo mágico del "mínimo común denominador": tal es la división que el Misal de Pablo VI ha sembrado en el corazón mismo de la Iglesia y, especialmente, en el corazón del sacerdocio y de la vida religiosa.

¿Orden o desorden?

El laicado debe entender este fenómeno si quiere comprender por qué tantos sacerdotes fieles, que quieren celebrar en armonía con la Tradición y desean que los fieles experimenten en plenitud este rico tesoro que tenemos como católicos, sienten temor de hacerlo, o sufren, quizá, una crisis cuando la tensión entre sus ideales y la realidad del "mínimo común denominador" se hace demasiado intensa. Algunos piensan que existe una enorme conspiración que planificó todo esto, y ciertamente ello puede ser cierto, ya que el disimulo y el diablo están aquí involucrados. Pero se lo puede explicar también como un resultado de la entropía social. Debido al pecado original, todo tiende a la corrupción, como vemos en las películas, en la música y en los medios sociales de nuestra cultura. La Iglesia es inmune a esta corrupción sólo en sus elementos divinos, pero no es en absoluto inmune a ella en sus elementos humanos, a menos que sus miembros luchen conscientemente y enérgicamente contra ella. La liturgia tradicional había sido desde antiguo una barrera contra este proceso natural, pero la nueva Misa ha permitido que él ingrese a la Iglesia como una avalancha.

“El caballo de Troya en la Ciudad de Dios” (para usar la expresión del gran Dietrich con Hildebrand), este caballo de Troya en el presbiterio, con forma de nueva Misa, no surgió de la nada. Sus principios se habían estado gestando entre los teólogos modernistas y sus herederos, los teólogos de la “nouvelle théologie”, expresada en la falsa distinción hecha por el P. Yves Congar entre las “estructuras inalterables” de la Iglesia y las “superestructuras accesorias, cambiables”.

Pero esta mentalidad es nada menos que traicionar a una persona mística, como un amante de la Tradición lo ha expresado poéticamente:

“No amo un esqueleto, ni órganos vitales, sino que amo Su rostro, Sus vestidos brillantes e incluso Sus sandalias, todo Su ser. Junto con el cántico espiritual, cantaré los cabellos en su cuello que nos encantó también a nosotros, sus hijos, igual que encantó al corazón de su Esposo. ¡Oh, ojalá entendieran los que aman a la Iglesia! En sus rasgos y en sus menores gestos hay algo indescriptiblemente exquisito que nos arrebata hasta la cumbre de su Misterio esencial. Los movimientos litúrgicos, los himnos, la ornamentación de las iglesias, las palabras del catecismo y de los sermones, esta carne, este modo de caminar, el sonido de la voz, el color de los ojos, revelaron su alma misma, instantáneamente, y fuimos golpeados y embriagados por ella, por Su alma antigua y universal. Su vida íntima, que vino a consolarnos, ¡era el Espíritu Santo en Persona!”[1].

Así es la reverencia que un católico debiera tener por los ritos heredados, que nos vienen de la Tradición, y por toda su ornamentación. Pero la nueva Misa encarna el falso principio del P. Congar, arrojando deliberadamente por la ventana todo esto, en una refacción masiva, dando la impresión a los católicos fieles y al mundo que la fe católica puede cambiar enteramente su apariencia. Desde que se cambió las llamadas “superestructuras accesorias, cambiables”, nos hemos dado cuenta, con dolor, que, por el contrario, eran parte importante de la sólida roca que constituía nuestro seguro fundamento o, para usar la imaginería ya aludida, los bellos trajes nupciales de la Santa Madre Iglesia, tan visiblemente radiante en sus ritos sagrados. Y ahora nos encontramos sobre un fundamento de arena, en constante movimiento y, si queremos ser honestos con nosotros mismos, un fundamento que se erosiona siempre descendiendo al "mínimo común denominador", una y otra vez, como un pájaro con un ala quebrada que sólo logra alzarse unos pocos centímetros, o como un aeroplano con motores dañados que se eleva sobre la pista de despegue sólo para estrellarse justo donde ésta termina.

Mi corresponsal terminó con este “cri de coeur”:

“Si otros sacerdotes quieren aceptar el statu quo, la tiranía del 'mínimo común denominador', ello es su propia decisión, algo entre ellos y Dios. Quizá no todos necesitan pelear en la vanguardia y resistir usque ad sanguinem. Pero nosotros, cuyo corazón pertenece a la Iglesia de siempre y a sus ritos tradicionales, no pedimos más que acceder a ellos con libertad, no pedimos más que vivir y morir con ellos, nada más que alimentar a los fieles con esta comida y bebida vigorosa. Quiera Dios suscitar más y más sacerdotes con un corazón así”.




[1] Tomado de la “Carta a mis amigos”, núm. 178, 6 de agosto de 1964, del Abbé Georges de Nantes (1924-2010). Como el Padre Pio de Pietralcina, Nantes reaccionó contra la devastación producida en la Misa tridentina a mediados de la década de 1960, antes del golpe de gracia de 1969. Véase aquí la cita, así como la referencia a Congar. 

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