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jueves, 5 de noviembre de 2020

El culto al cambio y la ausencia de cambio en el cristianismo

Les ofrecemos hoy un artículo de Peter Kwasniewski publicado hace ya algún tiempo, pero que no ha perdido actualidad. Como decía The Wanderer, la Iglesia asiste a un "cisma difuso y polimorfo", donde un porcentaje importante de los católicos no adhiere a la doctrina de la Iglesia. Aquellas creencias que permanecieron por siglos, cuya proyección visible era la conformación de aquello que John Senior llamó la "cultura cristiana", son hoy en día puestas en dudas, reclamando a la Iglesia una adecuación con el mundo. Para el pensamiento hodierno, el lema de la Cartujos, que tan bien condensa la resistencia de la doctrina católica frente a sus tres enemigos permanentes (el mundo, la carne y el demonio), debe ser invertido. Ya no se trate que la Cruz permanezca mientras el mundo gira, sino que ella se una también al devenir mundano, girando con mayor o menor velocidad según lo imponga la época y el lugar. 

Pero la Iglesia no puede cambiar, dejando de enseñar aquello que por siglos predicó como parte de la Revelación divina. La Iglesia fundada de Cristo tiene cuatro notas que la caracterizan y la distinguen de otras sectas o sociedades fundadas por la mano del ser humano. Una de ellas es la unidad, que supone que todos sus miembros, en cualquier tiempo y lugar, están unidos por una misma fe, un mismo culto, una misma ley y la participación en unos mismos sacramentos, bajo una misma cabeza visible que tiene el cometido de confirmar a los fieles en la fe. Esto supone que hay un núcleo de creencias en el cual está condesada la Revelación, que resulta indispensable para la salvación. La relativización de los dogmas es quizá el rasgo más claro del modernismo teológico, que San Pío X llamó "el conjunto de todas las herejías". Hoy asistimos a un paroxismo de lo secular al interior de la Iglesia, donde los vientos de cambio quieren arrasar no sólo con los decorados del templo de Dios, sino con sus mismos cimientos. Más que nunca, la Iglesia está llamada a resistir, como el resto fiel de Israel, reafirmando su carácter de signo de contradicción. Ella existe para un cometido que es peculiar y muy importante, pues se trata nada menos que de asegurar los medios para que las personas se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Ni los dogmas están sujetos a contingencia, ni la moral puede ser posibilista, porque ellos se asientan en la Palabra revelada, que es la misma en todo tiempo y lugar y no puede equivocarse. 

El artículo fue publicado en OnePeterFive y ha sido traducido por la Redacción. La imagen proviene del original.  


Lema cartujo: Stat Crux dum volvitur orbis

***

El culto al cambio y la ausencia de cambio en el cristianismo

Peter Kwasniewski

La edad moderna convierte el constante cambio en algo glamoroso, se pone romántica con la variedad, el desarrollo, el progreso, la novedad y exalta la evolución como el paradigma del conocimiento y de toda la realidad. Quienes se atienen firmemente a la sabiduría perenne y a las permanentes verdades, a la moral tradicional, a la cultura heredada, a los monumentos del arte, a los ritos venerados por siglos y a las costumbres, son criticados como retrógrados, atrofiados, regresivos, anticuados, obstinados. No van “con la corriente” ni se “mueven con los tiempos”; están ubicados en el lado equivocado de la historia.

Sin embargo, si miramos la historia de la filosofía moderna, de la ciencia moderna y de la religión moderna, veremos adónde ha conducido el culto del cambio: al rechazo mismo del principio de no-contradicción, según el cual una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo; al rechazo de la esencia permanente de las creaturas, que están enraizadas en el Logos eterno de Dios; al rechazo de la finalidad, por lo que, aunque se alaba de boca para afuera al progreso, nada en realidad se dirige hacia ninguna plenitud y nada, por tanto, puede tener sentido o significado; al rechazo del estatuto creatural y, por ello, dependiente y receptivo del ser humano;  y al rechazo de la revelación divina definitiva dirigida, a través de Cristo, a la naturaleza humana y a cada individuo para su salvación.

Por todas estas vías, el movimiento de la modernidad ha terminado en un profundo abismo del cual no puede salir por sí misma: una carrera desesperada, insensata por el poder, las posesiones y los placeres, hasta que las personas mueren con el vano consuelo de los analgésicos. La modernidad es como una cósmica “reductio ad absurdum”, una demostración de lo que ocurre cuando se olvida a Dios, Quien es quien da sentido a todas las cosas, incluso al sufrimiento y la muerte. Somos testigos presenciales de lo que pasa cuando los hombres tratan de vivir sin referencia a un horizonte eterno, a una verdad no fabricada por nosotros mismos, a una bondad y una belleza para cuyo amor y búsqueda fuimos creados.

No sorprende que “el mundo” -el mundo de la separación de Dios, acerca del cual el Señor y los apóstoles hablan en términos tan duros como si fuera lo opuesto a Dios- piense y actúe de este modo. El mundo sigue al príncipe de este mundo, que pronunció el non serviam con que se introdujo, en el universo lleno de orden que Dios había creado, el egoísmo, la discordia, la fealdad, el odio y la anarquía. Pero sí sorprende, y es un escándalo en el más pleno sentido de la palabra, el que los propios gobernantes de la Iglesia -hombres encargados sacramentalmente del oficio de enseñar, gobernar y santificar a las ovejas racionales de Cristo- comiencen a pensar y comportarse de este modo, deslizándose imperceptiblemente hacia el non serviam de Lucifer.

El descenso hacia lo demoníaco está teniendo lugar en el non serviam de aquellos que rechazan las inequívocas enseñanzas del Señor en los Evangelios sobre la indisolubilidad del matrimonio y la necesidad de abstenerse de lanzar la perla de la Eucaristía a los cerdos de los no arrepentidos. Está teniendo lugar en el non serviam de aquellos que osan invitar a no católicos al banquete sacrificial que representa la unidad misma del Cuerpo Místico. Está teniendo lugar en el non serviam de aquellos que desean abolir el celibato del clero y extender los ministerios clericales a las mujeres. Está teniendo lugar en el non serviam de quienes tratan la liturgia como si fuera su propiedad, para cambiarla y modificarla a placer, en vez de atesorarla como el sagrado legado de los santos, que nos ha sido generosamente transmitido a nosotros para la santificación de nuestras almas.

Pero sabemos que el diablo no duerme nunca. Como no puede descansar nunca en Dios, busca incesantemente introducir la inquietud en cada uno de nosotros, arrancándonos a las manos del Dios inmutable que es nuestra fortaleza, nuestro castillo, nuestra roca de refugio, nuestro salvador, nuestro protector y nuestra invisible fuerza. La batalla de la vida espiritual tiene lugar no “allá afuera”, en el mundo, sino en el interior de mi corazón, de tu corazón. ¿Vamos a perder nuestra paz mientras el mundo arde en llamas? ¿Vamos a alejarnos del único puerto en que hay seguridad, atraídos a alta mar, donde estamos seguros de perder? ¿Vamos a preocuparnos tanto con la lucha que olvidemos la victoria inmortal ya lograda y compartida con nosotros en el banquete celestial de la santa Comunión? ¿Caeremos debido al más sutil de los errores, el de pensar que si la Iglesia parece estar vacilando y viniéndose abajo ello quiere decir que Cristo ya no es capaz de salvarnos, como si nuestra mirada finita y falible del mundo pudiera realmente abarcar lo que está teniendo lugar en el vasto mundo invisible de ángeles y almas?

“El misterio de iniquidad ya está operando”, escribe san Pablo a los Tesalonicenses (2 Ts 2, 7), a lo cual añade san Juan: “el dragón se enfureció contra la mujer e hizo la guerra al resto de su simiente, aquellos que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Ap. 12, 17). El dragón del non serviam hace la guerra a aquélla que dijo: “Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, tu palabra inmortal, inmutable, irrefutable, invencible.

La fe cristiana ve el cambio de un modo fundamentalmente diferente de cómo lo ve la modernidad. Para el creyente, la categoría primera no es el cambio, sino la inmutabilidad. Para nosotros, el progreso no se mide por el acceso al agua potable, la electricidad o el Internet inalámbrico sino por “las tres etapas de la vida espiritual”: purgativa, iluminativa y unitiva. La única novedad que cuenta es la novedad de Cristo, el nuevo Adán, en quien hemos sido bautizados y a alcanzar cuya “estatura total” estamos llamados mediante la continua conversión (cfr. Ef. 4, 13). El cambio es bueno sólo cuando está al servicio de cambiar nuestros vicios por virtudes, nuestra alienación de Dios por la amistad con Él. Todo otro cambio es, a lo más, accesorio y, en el peor de los casos, distracción o destrucción.


La fe cristiana, que es la continuación y plenitud de la fe hebrea, tiene como premisas tres realidades inmutables: Dios uno, simple, bendito por siempre, Padre, Hijos y Espíritu Santo; la unión hipostática de la divinidad y la humanidad en Jesucristo, una alianza ontológica que no puede ser jamás rota; el depósito apostólico de la fe que el mismo Cristo entregó a sus apóstoles, y éstos a sus sucesores hasta el fin de los tiempos. El depósito de la fue nunca cambia y jamás puede cambiar.  

San Vicente de Lerins, en su gran “Conmonitorio por la antigüedad y universalidad de la fe católica contra las novedades profanas y todas las herejías, escrito hacia 430, introduce dos términos que contrastan, explicando su exacta diferencia. La primera palabra, profectus, se refiere al avance en nuestra formulación de lo que creemos, a la articulación de algo que ya se sabe que es verdadero, pero que no ha sido expresado todavía con toda la plenitud que la mente humana, con la guía de la fe y la inspiración del Espíritu Santo, puede alcanzar. La otra palabra, permutatio, significa mutación, distorsión o desviación del original. San Vicente insiste en que la única fe verdadera de la Iglesia admite profectus, pero nunca permutatio. Uno puede sumergirse profundamente en el nexus mysteriorum, la apretada red de los misterios, y divisar en él nuevos aspectos de belleza, pero no se puede jamás sacar un conejo de un sombrero o, podríamos decir más apropiadamente, una paloma de una mitra.

Michael Pakaluk, profesor de ética en la Catholic University of America, lo dice muy bien: “Las teorías del desarrollo buscan establecer la identidad de la doctrina, no su diferencia […] Newman, cuando presenta su argumento en latín y en forma deductiva a los teólogos de Roma, después de su conversión, declara que, objetivamente, la doctrina ha sido dada toda de una vez en la revelación de Cristo y no cambia nunca. Nuestra recepción subjetiva de la doctrina puede cambiar, pero no debe hacerlo nunca de un modo que haga parecer que el contenido objetivo ha cambiado […] Por cierto, ninguna contradicción es descrita como propiamente un desarrollo, como tampoco un hacha puesta a la raíz de un árbol puede “desarrollar” al árbol”[1].

Lo que san Vicente de Lerins dice acerca de la doctrina incluye también a los principios de la moral cristiana, sobre todo a la realidad de las acciones intrínsecamente malas, acciones que no pueden jamás ser buenas, cualquiera sea la intención que se tenga, sin importar cuáles sean las circunstancias. La Iglesia ha expuesto su pensamiento sobre estas acciones de un modo absolutamente claro, siguiendo en ello a su divino Maestro. Ha habido profectus, como vemos en la enseñanza de algunos papas modernos como Pío XII o Juan Pablo II, pero no permutatio que haya puesto los mandamientos al revés o cabeza abajo. La norma de la caridad, de la acción buena que place a Dios, tal como la norma de la fe que gobierna nuestro asentimiento a la verdad, no se ha mutado y es inmutable.

La crisis en la Iglesia, como lo hace ver tan claramente la encíclica Veritatis Splendor, es una crisis de fe y de caridad, una crisis de la adhesión a la verdad revelada y de la voluntad de vivir la verdad, de sufrir por ella, de morir por ella. Esto siempre es, de un modo u otro, la lucha entre el non serviam de Satanás y el “que no se haga mi voluntad sino la tuya” de Cristo, entre la auto-destructiva libertad del pecado y la auto-perfeccionante libertad de la obediencia, entre la cansadora titilación del perpetuo cambio y el plenificante romance del amor divino. La lucha ha entrado en una nueva fase, con nueva intensidad, pero Cristo el Señor es el mismo, su verdad permanece, y su victoria está asegurada. 



[1] “Four Ideas About Deveopment”, First Things, 17 de noviembre de 2019.

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