Les ofrecemos hoy un artículo de Peter Kwasniewski publicado hace ya algún tiempo, pero que no ha perdido actualidad. Como decía The Wanderer, la Iglesia asiste a un "cisma difuso y polimorfo", donde un porcentaje importante de los católicos no adhiere a la doctrina de la Iglesia. Aquellas creencias que permanecieron por siglos, cuya proyección visible era la conformación de aquello que John Senior llamó la "cultura cristiana", son hoy en día puestas en dudas, reclamando a la Iglesia una adecuación con el mundo. Para el pensamiento hodierno, el lema de la Cartujos, que tan bien condensa la resistencia de la doctrina católica frente a sus tres enemigos permanentes (el mundo, la carne y el demonio), debe ser invertido. Ya no se trate que la Cruz permanezca mientras el mundo gira, sino que ella se una también al devenir mundano, girando con mayor o menor velocidad según lo imponga la época y el lugar.
Pero la Iglesia no puede cambiar, dejando de enseñar aquello que por siglos predicó como parte de la Revelación divina. La Iglesia fundada de Cristo tiene cuatro notas que la caracterizan y la distinguen de otras sectas o sociedades fundadas por la mano del ser humano. Una de ellas es la unidad, que supone que todos sus miembros, en cualquier tiempo y lugar, están unidos por una misma fe, un mismo culto, una misma ley y la participación en unos mismos sacramentos, bajo una misma cabeza visible que tiene el cometido de confirmar a los fieles en la fe. Esto supone que hay un núcleo de creencias en el cual está condesada la Revelación, que resulta indispensable para la salvación. La relativización de los dogmas es quizá el rasgo más claro del modernismo teológico, que San Pío X llamó "el conjunto de todas las herejías". Hoy asistimos a un paroxismo de lo secular al interior de la Iglesia, donde los vientos de cambio quieren arrasar no sólo con los decorados del templo de Dios, sino con sus mismos cimientos. Más que nunca, la Iglesia está llamada a resistir, como el resto fiel de Israel, reafirmando su carácter de signo de contradicción. Ella existe para un cometido que es peculiar y muy importante, pues se trata nada menos que de asegurar los medios para que las personas se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Ni los dogmas están sujetos a contingencia, ni la moral puede ser posibilista, porque ellos se asientan en la Palabra revelada, que es la misma en todo tiempo y lugar y no puede equivocarse.
El artículo fue publicado en OnePeterFive y ha sido traducido por la Redacción. La imagen proviene del original.
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El culto al cambio y la ausencia de cambio en el
cristianismo
Peter Kwasniewski
La edad moderna convierte el constante
cambio en algo glamoroso, se pone romántica con la variedad, el desarrollo, el
progreso, la novedad y exalta la evolución como el paradigma del conocimiento y
de toda la realidad. Quienes se atienen firmemente a la sabiduría perenne y a
las permanentes verdades, a la moral tradicional, a la cultura heredada, a los
monumentos del arte, a los ritos venerados por siglos y a las costumbres, son
criticados como retrógrados, atrofiados, regresivos, anticuados, obstinados. No
van “con la corriente” ni se “mueven con los tiempos”; están ubicados en el
lado equivocado de la historia.
Sin embargo, si miramos la historia
de la filosofía moderna, de la ciencia moderna y de la religión moderna,
veremos adónde ha conducido el culto del cambio: al rechazo mismo del principio
de no-contradicción, según el cual una cosa no puede ser y no ser al mismo
tiempo; al rechazo de la esencia permanente de las creaturas, que están
enraizadas en el Logos eterno de Dios; al rechazo de la finalidad, por lo que,
aunque se alaba de boca para afuera al progreso, nada en realidad se dirige
hacia ninguna plenitud y nada, por tanto, puede tener sentido o significado; al
rechazo del estatuto creatural y, por ello, dependiente y receptivo del ser
humano; y al rechazo de la revelación
divina definitiva dirigida, a través de Cristo, a la naturaleza humana y a cada
individuo para su salvación.
Por todas estas vías, el movimiento
de la modernidad ha terminado en un profundo abismo del cual no puede salir por
sí misma: una carrera desesperada, insensata por el poder, las posesiones y los
placeres, hasta que las personas mueren con el vano consuelo de los
analgésicos. La modernidad es como una cósmica “reductio ad absurdum”, una demostración de lo que ocurre cuando se
olvida a Dios, Quien es quien da sentido a todas las cosas, incluso al
sufrimiento y la muerte. Somos testigos presenciales de lo que pasa cuando los
hombres tratan de vivir sin referencia a un horizonte eterno, a una verdad no
fabricada por nosotros mismos, a una bondad y una belleza para cuyo amor y
búsqueda fuimos creados.
No sorprende que “el mundo” -el
mundo de la separación de Dios, acerca del cual el Señor y los apóstoles hablan
en términos tan duros como si fuera lo opuesto a Dios- piense y actúe de este
modo. El mundo sigue al príncipe de este mundo, que pronunció el non serviam con que se introdujo, en el
universo lleno de orden que Dios había creado, el egoísmo, la discordia, la
fealdad, el odio y la anarquía. Pero sí sorprende, y es un escándalo en el más
pleno sentido de la palabra, el que los propios gobernantes de la Iglesia
-hombres encargados sacramentalmente del oficio de enseñar, gobernar y
santificar a las ovejas racionales de Cristo- comiencen a pensar y comportarse
de este modo, deslizándose imperceptiblemente hacia el non serviam de Lucifer.
El descenso hacia lo demoníaco está
teniendo lugar en el non serviam de
aquellos que rechazan las inequívocas enseñanzas del Señor en los Evangelios
sobre la indisolubilidad del matrimonio y la necesidad de abstenerse de lanzar
la perla de la Eucaristía a los cerdos de los no arrepentidos. Está teniendo
lugar en el non serviam de aquellos
que osan invitar a no católicos al banquete sacrificial que representa la
unidad misma del Cuerpo Místico. Está teniendo lugar en el non serviam de aquellos que desean abolir el celibato del clero y
extender los ministerios clericales a las mujeres. Está teniendo lugar en el non serviam de quienes tratan la
liturgia como si fuera su propiedad, para cambiarla y modificarla a placer, en
vez de atesorarla como el sagrado legado de los santos, que nos ha sido
generosamente transmitido a nosotros para la santificación de nuestras almas.
Pero sabemos que el diablo no duerme
nunca. Como no puede descansar nunca en Dios, busca incesantemente introducir
la inquietud en cada uno de nosotros, arrancándonos a las manos del Dios
inmutable que es nuestra fortaleza, nuestro castillo, nuestra roca de refugio,
nuestro salvador, nuestro protector y nuestra invisible fuerza. La batalla de
la vida espiritual tiene lugar no “allá afuera”, en el mundo, sino en el
interior de mi corazón, de tu corazón. ¿Vamos a perder nuestra paz mientras el
mundo arde en llamas? ¿Vamos a alejarnos del único puerto en que hay seguridad,
atraídos a alta mar, donde estamos seguros de perder? ¿Vamos a preocuparnos
tanto con la lucha que olvidemos la victoria inmortal ya lograda y compartida
con nosotros en el banquete celestial de la santa Comunión? ¿Caeremos debido al
más sutil de los errores, el de pensar que si la Iglesia parece estar vacilando
y viniéndose abajo ello quiere decir que Cristo ya no es capaz de salvarnos,
como si nuestra mirada finita y falible del mundo pudiera realmente abarcar lo
que está teniendo lugar en el vasto mundo invisible de ángeles y almas?
“El misterio de iniquidad ya está
operando”, escribe san Pablo a los Tesalonicenses (2 Ts 2, 7), a lo cual
añade san Juan: “el dragón se enfureció contra la mujer e hizo la guerra al
resto de su simiente, aquellos que guardan los mandamientos de Dios y tienen el
testimonio de Jesucristo” (Ap. 12, 17). El dragón del non serviam hace la guerra a aquélla que dijo: “Soy la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra”, tu palabra inmortal, inmutable,
irrefutable, invencible.
La fe cristiana ve el cambio de un
modo fundamentalmente diferente de cómo lo ve la modernidad. Para el creyente,
la categoría primera no es el cambio, sino la inmutabilidad. Para nosotros, el
progreso no se mide por el acceso al agua potable, la electricidad o el Internet inalámbrico sino por “las tres etapas de la vida espiritual”:
purgativa, iluminativa y unitiva. La única novedad que cuenta es la novedad de
Cristo, el nuevo Adán, en quien hemos sido bautizados y a alcanzar cuya
“estatura total” estamos llamados mediante la continua conversión (cfr. Ef. 4,
13). El cambio es bueno sólo cuando está al servicio de cambiar nuestros vicios
por virtudes, nuestra alienación de Dios por la amistad con Él. Todo otro
cambio es, a lo más, accesorio y, en el peor de los casos, distracción o
destrucción.
La fe cristiana, que es la
continuación y plenitud de la fe hebrea, tiene como premisas tres realidades
inmutables: Dios uno, simple, bendito por siempre, Padre, Hijos y Espíritu
Santo; la unión hipostática de la divinidad y la humanidad en Jesucristo, una
alianza ontológica que no puede ser jamás rota; el depósito apostólico de la fe
que el mismo Cristo entregó a sus apóstoles, y éstos a sus sucesores hasta el
fin de los tiempos. El depósito de la fue nunca cambia y jamás puede cambiar.
San Vicente de Lerins, en su gran
“Conmonitorio por la antigüedad y universalidad de la fe católica contra las novedades profanas y todas las herejías, escrito hacia 430, introduce dos
términos que contrastan, explicando su exacta diferencia. La primera palabra, profectus, se refiere al avance en
nuestra formulación de lo que creemos, a la articulación de algo que ya se sabe
que es verdadero, pero que no ha sido expresado todavía con toda la plenitud que
la mente humana, con la guía de la fe y la inspiración del Espíritu Santo,
puede alcanzar. La otra palabra, permutatio,
significa mutación, distorsión o desviación del original. San Vicente insiste
en que la única fe verdadera de la Iglesia admite profectus, pero nunca permutatio.
Uno puede sumergirse profundamente en el nexus
mysteriorum, la apretada red de los misterios, y divisar en él nuevos
aspectos de belleza, pero no se puede jamás sacar un conejo de un sombrero o,
podríamos decir más apropiadamente, una paloma de una mitra.
Michael Pakaluk, profesor de ética
en la Catholic University of America,
lo dice muy bien: “Las teorías del desarrollo buscan
establecer la identidad de la doctrina, no su diferencia […] Newman, cuando
presenta su argumento en latín y en forma deductiva a los teólogos de Roma,
después de su conversión, declara que, objetivamente, la doctrina ha sido dada
toda de una vez en la revelación de Cristo y no cambia nunca. Nuestra recepción
subjetiva de la doctrina puede cambiar, pero no debe hacerlo nunca de un modo
que haga parecer que el contenido objetivo ha cambiado […] Por cierto, ninguna
contradicción es descrita como propiamente un desarrollo, como tampoco un hacha
puesta a la raíz de un árbol puede “desarrollar” al árbol”[1].
Lo que san Vicente de Lerins dice
acerca de la doctrina incluye también a los principios de la moral cristiana,
sobre todo a la realidad de las acciones intrínsecamente malas, acciones que no
pueden jamás ser buenas, cualquiera sea la intención que se tenga, sin importar
cuáles sean las circunstancias. La Iglesia ha expuesto su pensamiento sobre
estas acciones de un modo absolutamente claro, siguiendo en ello a su divino
Maestro. Ha habido profectus, como
vemos en la enseñanza de algunos papas modernos como Pío XII o Juan Pablo II,
pero no permutatio que haya puesto
los mandamientos al revés o cabeza abajo. La norma de la caridad, de la acción
buena que place a Dios, tal como la norma de la fe que gobierna nuestro
asentimiento a la verdad, no se ha mutado y es inmutable.
La crisis en la Iglesia, como lo
hace ver tan claramente la encíclica Veritatis Splendor, es una crisis de fe y de caridad, una crisis de la adhesión a la
verdad revelada y de la voluntad de vivir la verdad, de sufrir por ella, de
morir por ella. Esto siempre es, de un modo u otro, la lucha entre el non serviam de Satanás y el “que no se
haga mi voluntad sino la tuya” de Cristo, entre la auto-destructiva libertad
del pecado y la auto-perfeccionante libertad de la obediencia, entre la
cansadora titilación del perpetuo cambio y el plenificante romance del amor
divino. La lucha ha entrado en una nueva fase, con nueva intensidad, pero
Cristo el Señor es el mismo, su verdad permanece, y su victoria está
asegurada.
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