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domingo, 6 de septiembre de 2020

Domingo XIV después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 6, 24-33):

“En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos: Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá al uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Por tanto os digo: No os inquietéis por hallar qué comer para sustentar vuestra vida, o por los vestidos para vuestro cuerpo. ¿No es más el alma que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. Pues, ¿no valéis vosotros mucho más que ellas? Y, ¿quién de vosotros, a fuerza de discurrir, puede añadir un codo a su estatura? Y,¿por qué andáis solícitos por el vestido? Considerad cómo crecen los lirios del campo; ellos no trabajan, ni hilan. Y, sin embargo, yo os digo que ni Salomón, en el apogeo de su gloria, llegó a vestirse como uno de estos lirios. Pues si al heno del campo, que hoy es y mañana es echado al horno, Dios así viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los gentiles se afanan por estas cosas. Ya sabe vuestro Padre que habéis menester de todas ellas. Buscad, pues, primeramente, el reino de Dios y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura”.

***

El Señor no nos induce con estas palabras a ser irresponsables en la procura de las cosas que son necesarias para nuestra vida, echando la carga de todo ello en hombros ajenos (aquellos que nos rodean, o el “Estado”), ni a enfrentar la economía y el gobierno de nuestra casa con un criterio pueril, irreflexivo e ingenuo. Somos más que un ave del cielo o un lirio del campo, como dice el Señor, porque, a diferencia de ellos, tenemos uso de razón, mediante la cual Dios ha querido que, con seriedad, nos hagamos cargo de nosotros mismos.

Lo que el Señor nos enseña aquí, por el contrario, es a priorizar o jerarquizar en nuestra vida: lo primero es nuestro objetivo supremo, para el cual hemos sido creados, es decir, alcanzar el reino de Dios y su justicia, su santidad, a fin de gozar eternamente de Él, viéndolo, contemplándolo sin estorbos, amándolo sin límites. Todo lo demás tiene que subordinarse a esto. La comida y el vestido, la economía, la actividad productiva, el trabajo, el comercio, la actividad financiera, todo, todo eso constituye un conjunto de medios para llegar a esa meta final y debe someterse a las exigencias de ésta.

Sería absurdo, sería ridícula la necedad de permitir que las riquezas, o sea, aquello que nos permite sustentar nuestra vida con dignidad para llegar a nuestro destino final, sustituyan a ese destino y se transformen en un obstáculo para alcanzarlo. No podemos poner a las riquezas por sobre el reino de Dios: ello sería no sólo un pecado, sería una estupidez.

El Señor nos habla de todo esto porque sabe que una de las mayores tentaciones de la vida es dedicarnos a juntar riquezas, es decir, medios, perdiendo de vista el fin para el que las necesitamos. Y la historia humana nos dice que, una vez reunidas las riquezas, éstas se transforman en un tirano que nos esclaviza, que exigen ser protegidas y acrecentarse, para lo cual requieren toda nuestra atención, y cada vez de modo más exclusivo, hasta que terminamos viviendo para ellas, para su cuidado, para su guarda.

 San Agustín dice, comentando este pasaje, que el que sirve a las riquezas, ciertamente sirve a aquel que, puesto en castigo de su perversidad a la cabeza de estas cosas terrenas, es calificado por el Señor “príncipe de este siglo”. Es decir, quien sirve a las riquezas se somete a un señor duro y funesto, el diablo; “en efecto, amarrado por la propia pasión, está sometido al diablo, aunque no lo ama, porque ¿quién puede amar al diablo?”. Sin embargo, le soporta por las riquezas: por ellas, acepta esclavizarse a ese horrible príncipe.

Ilustración de la novela El señor del mundo, de Robert Hugh Benson
(Imagen: Aleteia)

La experiencia de la modernidad, atrapada por el culto a las riquezas y el imaginario “progreso indefinido” que ellas prometen, no es otra que ésta, muy amarga: transformarse en una prisión, en una “jaula dorada”. Así lo anunciaba ya Max Weber a comienzos del siglo XX. Aldous Huxley, escribiendo poco después, en 1932, sobre ese “mundo perfecto” que veía venir, dice: “sería una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”.

Dios nos libre de semejante horror. En la oración colecta de hoy, la Iglesia le pide: “puesto que sin Ti no puede sostenerse la humana naturaleza, haz que tus auxilios nos preserven siempre de lo nocivo, y nos dirijan a lo saludable”.  

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