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viernes, 4 de septiembre de 2020

Fin a la improvisación litúrgica

Les ofrecemos hoy un artículo de Gregory Di Pippo, que aborda un problema cotidiana de la forma ordinaria. Se trata de la improvisación que el propio rito permite al celebrante, promoviendo su creatividad a veces hasta límites inusitados. A tanto llega el apartamiento de las normas litúrgicas que no suele ser extraño que exista un cambio en las propias fórmulas sacramentales, que hacen que el sacramento sea inválido. Es lo que le ocurrió a un sacerdote estadounidense, quien por causalidad descubrió que el bautismo recibido de niño era inválido. De aquí el llamado sea a cortar el problema de raíz: hay que eliminar de una vez por todas la fuente de la improvisación, señalando cuáles son las opciones que tiene el celebrante. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. El video es el que acompaña la versión original del texto. La otra imagen ha sido agregada.  

***

Debe ponerse término a la improvisación litúrgica

Gregory Di Pippo 

Estoy seguro de que, a estas alturas, todos nuestros lectores deben estar enterados del espantoso asunto que salió recientemente a la luz en la Arquidiócesis de Detroit. Un joven sacerdote, ordenado hace apenas tres años, vio por casualidad el video de su propio bautizo y descubrió que el diácono que lo bautizó dijo “Nosotros te bautizamos en el nombre del Padre, etc.”, en lugar de “Yo te bautizo…”. A comienzos de mes, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió una nota (publicada en el Bolletino Vaticano) en torno, precisamente, a esta deformación de la fórmula bautismal, declarando que es absolutamente inválida y, además, que cualquier persona cuyo bautismo se haya realizado con esta fórmula debe ser bautizada “in forma absoluta”. Esto quiere decir que la invalidez de las palabras “Nosotros te bautizamos” no es dudosa, porque si lo fuera, se requeriría un bautismo condicional “(“Si no estás bautizado, yo te bautizo…”). Por el contrario, dicha fórmula es categóricamente inválida, y la persona en cuestión simplemente tiene que ser bautizada con la fórmula normal, no con la fórmula condicional.

Antes que nada, quiero animar a que, quien quiera lea esto, ore por el Rvdo. Matthew Hood, quien, luego de esta terrible revelación, fue rápida y debidamente bautizado, y luego confirmado y ordenado, ya que, por cierto, una persona que no está bautizada no puede recibir válidamente los demás sacramentos. Sus palabras en el video que incluyo más abajo, son muy edificantes y caritativas, pero se trata de algo que seguramente debe ser muy difícil de sobrellevar. Igualmente debiéramos rezar por todos quienes se han visto afectados por este caso: los que han asistido a Misas celebradas por él, aquéllos a quienes ha casado, o cuyas confesiones ha oído, etcétera. Es verdad que cualquier persona, incluso si no está bautizada, puede válidamente bautizar a otra si usa la fórmula correcta y tiene la intención de hacer lo que la Iglesia hace. Por lo tanto, los bautismos que el P. Hood ha administrado luego de su primera “ordenación” son, indudablemente, válidos.

En una declaración pública dirigida a sus fieles sobre este tema, el Arzobispo de Detroit, S.E.R. Alan Vigneron, escribe que “Dios se ha comprometido con los sacramentos, pero no está atado por ellos”. Esto es un importante recordatorio de que, cuando los sacramentos son administrados inválidamente, sin que los fieles lo sepan (y, en este caso, sin que el ministro mismo lo sepa), deben confiar, no obstante, en que Dios no los ha privado de su gracia. Esto no debiera ir en desmedro de la importancia de los sacramentos, que Cristo instituyó como los medios ordinarios, eficaces y necesarios para nuestra santificación. Por ello, la arquidiócesis de Detroit debe ahora proceder a rectificar la situación hasta donde sea posible, y no se puede negar que ello va a ser ciertamente un proceso largo y difícil. Parece que puede haber una gran cantidad de otras personas inválidamente bautizadas en las parroquias donde ofició aquel diácono, cuya acción ha sido como la de un sujeto que lanza una piedra muy grande y pesada a una pequeña poza, cuyo efecto devastador causa olas que la desbordan.

Dicho lo anterior, me atrevo a urgir de nuevo a nuestros lectores a que recen para que este episodio mueva a la Iglesia a poner definitivamente fin a la cultura de abusos litúrgicos y a la improvisación que fomenta esos abusos y conduce, al cabo, a este tipo de situaciones.

En su carta a la arquidiócesis, Mons. Vigneron cita las palabras de la Constitución Sacrosanctum Concilium (22.3) en el sentido de que nadie, “aunque sea sacerdote, puede añadir, quitar o cambiar nada en la liturgia por propia autoridad”. Pero la realidad es que esta declaración ha sido letra muerta desde hace décadas, constituyendo un estado de cosas inaceptable que, de iure y de facto, ha sido fomentado por la actual disciplina litúrgica de la Iglesia.

De iure, la reforma litúrgica post-conciliar dio al clero un grado de libertad, como jamás se había dado en la Iglesia antes de 1969, para decidir qué ha de decirse o cantarse en la liturgia, cómo ha de decirse o cantarse, si ha de decirse o cantarse, o acompañando a qué ritos. Un sencillo ejemplo: antes de la reforma, cada Misa cantada del rito romano en el primer domingo de Adviento comenzaba, como había sido el caso durante siglos, con el Introito, cantado en gregoriano, Ad te levavi, y toda Misa rezada comenzaba con las oraciones al pie del altar, después de las cuales el sacerdote leía el Ad te levavi. Desde 1969, la fatal y ubicua rúbrica “u otro canto adecuado” le ha dado autorización al celebrante (a él o a las personas en quien él ha delegado esta responsabilidad) para cantar casi cualquier cosa, ya que, inevitablemente, cada cual tiene sus propias ideas acerca de qué tipo de canto es en realidad adecuado. Existen también muchos lugares en que se permite al sacerdote improvisar lo que ha de decir, como las supuestamente “brevísimas” (brevissimis) palabras con las que él, o el diácono, o cualquier ministro laico (las opciones aquí se multiplican) puede introducir a los fieles en  la Misa diaria. Y lo mismo ocurre con las exhortaciones con que se da comienzo a ritos tales como las profecías de la Vigilia pascual o las procesiones de la Candelaria y del Domingo de Ramos. Una de las fórmulas de esta autorización, “vel similibus verbis”, “o con palabras similares”, ocurre ocho veces en las rúbricas de la edición latina de 2002 del Misal Romano.

Aun sin tomar en cuenta estas autorizaciones, es imposible para el sacerdote celebrar el rito moderno sin tener que escoger continuamente entre varias opciones. Las Oraciones de los Fieles tienen una forma fija, pero no un contenido fijo, y el sacerdote no tiene otra opción que optar: o las escribe él mismo, o hace que alguien mas las escriba por él, o usa un libro escrito por un tercero, o las omite cuando está permitido. Los ejemplos se pueden multiplicar al infinito, pero estoy seguro de que son bien conocidos por nuestros lectores. Baste decir que la multiplicación de las opciones se aplica incluso al corazón del rito, la Plegaria Eucarística. Aquí, el celebrante se ve compelido, lo quiera o no, a escoger entre al menos cuatro opciones, y a menudo entre muchas más, sin guía alguna para hacerlo. Las rúbricas del Misal no contienen más que sugerencias acerca de cuándo puede una de ellas ser “adecuadamente” escogida, pero no se pide jamás al sacerdote escoger una determinada Plegaria Eucarística específica, ni siquiera el venerable Canon romano.

Ahora bien, existe, naturalmente, una significativa diferencia, en teoría, entre escoger entre opciones legítimas o improvisar lo que se debe decir cuando ello está permitido, y el realizar improvisaciones del tipo de las que invalidan un bautismo. Estas últimas están oficialmente prohibidas y siempre lo han estado. Pero, en la práctica, una vez que se dio al clero tan amplio grado de libertad para hacer y deshacer en la liturgia todo lo que le pareciera bien, fue absolutamente poco realista imaginarse que NO iba a usar esa libertad con todo el resto de ella. La experiencia básica de lo que es la naturaleza humana debiera haber dejado claro que era obvio que, en prácticamente toda situación, pero especialmente en la atmósfera revolucionaria que prevalecía en la Iglesia a fines de la década de 1960, los límites puestos por las normas litúrgicas iban a ser, efectivamente, ignorados.

Esto nos conduce a la parte de facto. Los abusos de esta nueva libertad fueron durante mucho tiempo alimentados por una casi total ausencia de voluntad, por parte de la Iglesia, para restringirlos. En muchas partes del mundo, ello es todavía así. Es ciertamente un hecho que en los Estados Unidos el problema ha disminuido mucho, especialmente en el clero más joven, pero “disminuido” no es lo mismo que “desaparecido”, y no es un sustituto aceptable de “desaparecido”. Hace apenas unos pocos años, tuve en los Estados Unidos la desagradable experiencia de oír que mi confesión concluía con una fórmula inválida de absolución, pronunciada por un sacerdote de más o menos la misma edad del diácono que bautizó al Rvdo. Matthew Hood. Es totalmente ilusorio imaginar que esos individuos a quienes se alentó positivamente a tratar la liturgia como un espacio para su propia creatividad personal iban a respetar leyes de ningún tipo, incluso del que protege la validez de un sacramento, supuesto que la Iglesia misma no hizo nada para impedir la violación de ellas durante tantos años. A decir verdad, en los años posteriores al Concilio Vaticano II fueron los propios obispos que firmaron la Constitución Sacrosanctum Concilium, aprobando así lo que dice la cita referida más arriba, quienes rehusaron decir a sus sacerdotes “Hasta aquí llegaréis, pero no más allá, y aquí se detendrán vuestros soberbios oleajes”.

Al escribir, algunos párrafos más arriba, “fomentado por la actual disciplina litúrgica de la Iglesia”, quisiera subrayar la palabra “actual”. Tomando como punto de partida la famosa descripción que hace San Justino de una Eucaristía “improvisada” (Primera Apología, 67), la experiencia le ha de haber enseñado seguramente a la Iglesia en la antigüedad lo mismo que le está enseñando hoy, es decir, que conceder a los hombres una amplia libertad para formular y reformular la liturgia es una pésima idea. No hay razón alguna para que esta lección no se aplique a la reforma litúrgica posconciliar. No hay razón alguna para que la Iglesia no le pueda decir al clero “Pronunciaréis esta Plegaria Eucarística en el día de hoy, y no otra, y aquélla en ese otro día, y no otra. Este es el único himno en vernáculo que puede reemplazar el Ad te levavi del primer domingo de Adviento. Estas son las Oraciones de los Fieles”, y así con el resto.

Naturalmente, la Iglesia debe estar también dispuesta a entrenar a los clérigos para que sean hijos obedientes, para que reconozcan ser servidores de la liturgia y nos sus amos, como hombres llamados a ser formados por la liturgia y no a formarla. Pero también debe darle una liturgia que verdaderamente los forme y no necesite ser formada por ellos; una liturgia que recompense a sus fieles sirvientes y no requiera de otro amo que ella misma. Mientras esta lección no sea aprendida, la Iglesia seguirá sembrando vientos, y continuará cosechando tempestades. 

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