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lunes, 5 de octubre de 2020

Domingo XVIII después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 9, 1-18): 

“En aquel tiempo: Entrando Jesús en una barca, pasó a la otra ribera, y fue a su ciudad [Cafarnaúm], cuando he aquí que le presentaron un paralítico postrado en su camilla. Y, viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, ten confianza, que perdonados te son tus pecados. Y luego algunos de los escribas interiormente se dijeron: Este hombre blasfema. Y, conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: “Perdonados te son tus pecados”, o bien: “Levántate y anda”? Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los pecados, dijo entonces al paralítico: ¡Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa! Y se levantó y fue a su casa. Al ver esto las gentes, temieron, y alabaron a Dios, que dio tal poder a los hombres”.

***

Dicen los Santos Padres que no sólo las palabras del Verbo son verbo para nosotros, sino que también nos hablan sus gestos y sus acciones. Y puesto que el Señor viene a redimirnos de la soberbia, el primero y principal de nuestros pecados, y la raíz de todos ellos, todas sus acciones nos muestran el ejemplo de su humildad, que no se nos muestra sólo en su someterse a las molestias de la vida, sino que aun busca ser humillado, incluso máximamente, como cuando en su pasión recibe la corona, no de oro, como le correspondía, sino de espinas, de manos de esa soldadesca corrupta e infame (¡nunca estuvimos tan bien representados como por ésta!).

El texto de hoy nos dice que el Señor “entró en una barca” para cruzar el lago. ¡Él, que abrió en dos el Mar Rojo para que cruzaran los israelitas, que hizo caminar a Pedro sobre el agua, que sometió a las olas embravecidas con un solo gesto! ¡Él se somete a los modos de cualquier ser humano, rebajándose hasta nuestro nivel lleno de necesidades y miserias! ¡Pudiendo haber cruzado el lago en un instante sin necesidad de embarcación alguna ni de las molestias del viaje!

Con acciones como éstas el Señor nos enseña la humildad. Y sólo por la humildad la Iglesia podrá cumplir su misión de “ir y predicar a todos los hombres el Evangelio, bautizándolos”.

Pero la humildad no consiste en el apocamiento: la humildad no es pusilánime (que significa ser “de ánimo pequeño”). Por el contrario, la humildad es reconocer la verdad, la verdad de nuestra condición, con sus altos y sus bajos. Bajos que surgen de nuestra realidad pecadora, altos que recibimos misericordiosamente de lo alto. Así definía la gran Santa Teresa de Ávila la humildad: “caminar en la verdad”. Quien se niega a ver lo bueno que hay en él, que ha recibido de Dios, “camina en la mentira”.

Por eso la Iglesia, aun desde la más profunda humildad, debe proclamar con longanimidad (es decir, “con ánimo grande”) la Verdad que ha recibido de lo alto. “Vexilla Regis prodeunt”: así dice el precioso himno que usa la liturgia para exaltar la Cruz, el más humillante de los suplicios de la antigüedad. Sí: avanzan las banderas flameantes del Rey, con toda la gloria y el esplendor de que podemos rodearlas. No son humildes, sino enemigos de la Verdad, quienes critican el esplendor del culto que la Iglesia rinde a Dios, que es la Verdad, y la magnificencia de las ceremonias, y el brillo de los ornamentos, y la riqueza de los templos adornados en honor del Rey. No son humildes; son, más bien, hipócritas.

Peregrinación tradicional a Chartres, Francia
(Foto: Ma France)

¡Cuán a menudo se oye decir, como acusación de soberbia: “Se creen dueños de la Verdad”! Pues, sí: no es que “nos creamos” dueños de la Verdad, sino que la poseemos efectivamente, pero no porque la hayamos conquistado o descubierto, sino porque nos ha sido dada de lo alto. Y nuestro deber no es ser apocados, dejándonosla para nosotros mismos, sino salir a proclamarla y a convencer al mundo incrédulo de que la tenemos, con ánimo grande, con longanimidad.

Nuestra humildad consiste en reconocer que lo tenemos todo, pero que todo nos ha sido dado por el Señor misericordioso, que lo hemos recibido todo como un don magnífico, glorioso. Lo llevamos en vasos de barro; pero es un don glorioso. Nuestra humildad, pues, ha de consistir en reconocer nuestra verdad: somos dueños de la Verdad que nos ha sido dada de lo alto.

La oración colecta de este domingo, que es una joya literaria magnífica como pocas en su riqueza, elocuencia y concisión, dice lo siguiente: “Dírigat corda nostra, quaesumus, Dómine, tuae miserationis operatio: quia tibi sine te placére non possumus” (“Que la acción de tu misericordia, te rogamos, Señor, dirija nuestros corazones, porque sin Ti no podemos agradarte”).

Orando de este modo, decimos la verdad, somos humildes.

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